sábado, 11 de julio de 2009

Derecho canónico y Teología: Capítulo Sexto

Derecho canónico y Teología: La justicia social, norma para el seguimiento de Jesús, el Señor. Estudio del canon 222 § 2 del Código de Derecho Canónico.

Iván Federico Mejía Álvarez, i.c.d., th.d.



Capítulo sexto:


El hombre justo.

El núcleo teológico moral del c. 222 § 2.








Como hemos señalado en nuestra exposición del modelo hermenéutico (p. 47; cf. c. 254.2), nuestra investigación de Derecho canónico comporta el desarrollo del paso por la Teología Moral. Ésta ofrece una forma de reflexión operativa similar a la que ha de realizar el canonista, a partir de los elementos antropológicos previamente desarrollados en orden a proponer normas concretas de acción para una determinada situación histórica. Así, ubicándose en el terreno común de la Teología ("ciencia única", la llama el CIC, c. 254.1), Moral y Derecho canónico pueden reconocerse deudoras la una del otro, y viceversa, en lo que cada una de estas "disciplinas teológicas" (cc. 252-253) posee de propio e intransferible.
Es sumamente importante recordar y enfatizar este asunto precisamente cuando debemos explorar el contenido de la ley prescrita por el c. 222.2. En efecto, se trata de inquirir por ese núcleo ético que, como hemos visto, consiste en unos valores/normas morales que hemos caracterizado en nuestro capítulo III (pp. 63ss) y al que luego hemos ido fundamentando, desde la razón y la fe, en sus estratos cristológico y antropológico. Tales valores/normas morales corresponden a unos "valores jurídicos" propuestos y propugnados por el c. en cuestión (cf. las "fuentes" remotas y próximas del c.1524* y del c. 222.2, p. 71 y 83ss, y la génesis de éste en las Comisiones de reforma, pp. 292ss). Ahora, con la ayuda de esta misma razón, iluminada y motivada por la fe en Jesucristo, procederemos a asumir en sus líneas principales algunos aspectos relativos al momento moral de nuestro modelo, hasta llegar a la formulación de normas morales específicas.
El problema que tenemos entre manos es, pues, el siguiente: Dados los elementos que nos han propuesto las reflexiones cristológica y antropológica de los anteriores capítulos con relación a los sustratos pre y meta-jurídicos que condicionan al c. 222.2, ¿en qué consiste el aporte que -sintéticamente- ellos tienen para hacer a los problemas propiamente morales relativos a la justicia?
O, dicho de otra manera: ¿Cómo dejan sentir su influencia la cristología y los correlativos antropológicos sobre los núcleos éticos del c. 222 § 2 que tienen en común a la "justicia"?
Porque (pp. 47-49) la función de los correlatos es la de prestar un servicio propio de las reflexiones moral y canonística: como derivados de la conjunción entre la experiencia y la reflexión humanas con la fe cristiana, conforman ellos un modelo abierto de ser humano en Cristo que, a su vez, inspira la inventiva y creatividad propias de la razón moral y jurídica para que ésta llegue, cada una a su debido momento y para su propio ámbito, a elaborar sugerencias, orientaciones, normas y leyes concretas que expresen hic et nunc el obrar coherente que debe caracterizar al fiel cristiano en su vida al interior de la sociedad y/o de la comunión eclesial. Pero su función, como hemos dicho también, no termina ahí: además de ser inspiración para la reflexión y para la propuesta de un cuadro operativo normativo de las conductas de los fieles cristianos, dichos correlatos cumplen una tarea de motivación y crítica de esa misma acción: la fe cristiana efectúa una interpretación antropológica al considerar al ser humano desde una perspectiva nueva de sentido, porque genera un horizonte de intencionalidad que cualifica, primeramente, la conciencia moral y la bondad moral del cristiano ([1]), fundamentos sobre los que se apoya todo el ordenamiento canónico. Ejemplo bien adecuado de ello es, v. gr., el Derecho penal canónico.
Nos corresponde efectuar en este capítulo, entonces, la aplicación de estos presupuestos ontológicos y epistemológicos que hemos brevemente repasado, a la justicia, como dimensión específica moral de la actividad del cristiano.
Pero, ¿de qué modo esta actitud -que, como vimos en sus pormenores y desglosadamente, se encuentra en Jesús (la justicia del Reinado de Dios, p. 94; la comunicación de bienes, p. 103; la opción por los pobres, p. 147 y por la "pobreza", p. 143)-, corresponde ser realizada con carácter de imperativo moral ("obligatione quoque tenentur", señala el c. 222.2, cf. p. 67ss) por parte del fiel cristiano?
Esta pregunta nos conduce a tener que elaborar en este capítulo un desarrollo que contenga: a) una exposición sumaria de la situación colombiana en lo referente a algunos aspectos sociales, económicos, políticos y culturales, de modo que permitan considerar en ellos posibles efectos de actitudes morales y, en concreto, problemas reales que urgen una respuesta moral por parte de la comunidad eclesial considerada en su conjunto y en cada uno de sus miembros; b) una brevísima aproximación a la justicia en su comprensión y aceptación comunes actualmente, para penetrar en sus contenidos y en sus exigencias jurídicas naturales y una demostración de cómo los correlativos iluminan la razón moral de tal forma que ésta elabora mayores precisiones, exigencias y concretizaciones sobre la justicia, permitiéndole orientar y urgir mejor el obrar del fiel cristiano sobre la base de los elementos comunes humanos y como respuesta a las situaciones y requerimientos que formula la hora presente; y c), por último, cómo, sobre un "re-descubierto" sentido de la justicia, es necesario comprender que ésta incluye, indisolublemente, los valores/normas morales más específicos de la "justicia social" y de la "comunicación de bienes", como elementos primeros y expresos urgidos por el c. 222.2, y la "pobreza" y la "opción preferencial por los empobrecidos" como valores/normas implícitos que se encuentran en directa relación con los anteriores, como sus condicionantes y su viva expresión. (Sobre éstos últimos haremos solamente referencia a ellos durante nuestra exposición).



1. Situaciones colombianas contrarias a la justicia social y a la comunicación de bienes. Consecuencias para el Derecho canónico.


Cuando hacemos una mirada de la situación mundial, y con especial atención de la situación colombiana, con la ayuda de las ciencias "socio-analíticas" constatamos un panorama que, al lado, sin duda, de notables avances, presenta grandes deficiencias y agresiones.
Esta toma de conciencia, al comienzo de nuestro capítulo acerca de la moral del fiel cristiano comprometida en el c. 222.2, es del todo necesaria. No quisiéramos redundar sobre lo que muchos han dicho; pero es menester recordar que situaciones que revelan injusticia, falta de solidaridad, despilfarro, inhumanidad -para citar sólo algunos antónimos de los valores que propugna el c. 222.2- no están ocultas a la mirada crítica y sensible de nuestros contemporáneos, que las viven y hasta han levantado su voz contra ellas, así como han "desenmascarado" los orígenes "interesados" y las manipulaciones que tras ellas se esconden. Voces que, por otra parte, siempre han ido surgiendo en todas las épocas, aquí y allá; voces que muchas veces han sido silenciadas, voces martiriales.
En efecto, las culturas, con sus elaboraciones económicas, sociales, políticas y religiosas, con sus producciones materiales incluso, determinan enormemente el marco de referencia de las sociedades; pero no hasta impedir absolutamente toda novedad, la originalidad, la propuesta no convencional, la percepción inclusive de Quien "hace nuevas todas las cosas" (Ap 21,5)...
Precisamente por ésto creemos que a ninguno se oculta la gravedad del problema de la injusticia social que todavía afecta a nuestro Continente Latinoamericano y a nuestra Patria, Colombia, a pesar de los esfuerzos realizados a lo largo de los años por los sectores públicos y privados.
Pero en razón del tema elegido para esta Tesis, para examinar este panorama, se debe recurrir especialmente, entre otras disciplinas, a la "Doctrina Social de la Iglesia" ([2]), pues tenemos necesidad de aportes significativos por parte de ella y no sólo por la implementación de su método ([3]) que, por cierto, se enriquece ampliamente con las evidencias que estamos sacando a la luz con la implementación de nuestro "modelo hermenéutico". Sustentemos esta afirmación:
El análisis de los hechos amerita un tratamiento comprehensivo de la cuestión social, que al teólogo corresponde hacer desde su perspectiva de fe ([4]). Comprehensivo pretende decir "interdisciplinar", de modo que abarque en lo posible todos los aspectos del asunto y que la realidad humana se pueda articular con los compromisos derivados de su visión de fe. Para ello se requiere el aporte de las ciencias humanas -antropológicas, psicológicas, sociológicas, jurídicas e históricas, etc. ([5]) - de modo que se pueda estar adecuadamente informado sobre las situaciones de miseria e "inhumanidad" en que se encuentran miles o millones de seres humanos.
a) En primer término, las estadísticas aportan esta indispensable y "objetiva" información. Como fieles cristianos, sin embargo, dichas cifras son insuficientes para alcanzar a percibir la densidad y la dramaticidad de los problemas que viven y sufren cada uno de esos seres vivientes que no son meros números y cifras, pues la fe revela en ellos -como hemos visto (p. 115s)- los rostros sufrientes de Cristo (aspectos cuantitativos y cualitativos de la situación).
b) En segundo término, si bien no se trata de hacer un ensayo de sociología, sí se deberían aprovechar algunos elementos que ella y las otras ciencias del hombre nos ofrecen, de modo que se puedan detectar las causas inmediatas de esas situaciones escandalosas. Con todo, la fe les da un aporte fundamental y novedoso para obtener una comprensión del conjunto de dichas causas, al definir que todas ellas son expresión de una situación social marcada por el pecado (cf. p. 153), y que es éste la razón subyacente de todas las injusticias presentes en los diversos modelos económicos y en los diversos regímenes políticos.
Precisamente por ésto en todas esas reflexiones no puede estar ausente el teólogo ni puede él, por tanto, tratar asuntos como los mencionados a la manera de simples comportamientos observables o explicables con las categorías propias de los mecanismos psico-sociales. Se trata, la suya, de una reflexión sobre verdaderos hechos morales, frutos de acciones deliberadas y decididas por el hombre, y no sólo de conflictos surgidos a partir de fuerzas similares a las existentes en la naturaleza, a la manera de los huracanes y los terremotos. A esas opciones que el hombre hace y que conducen a situaciones como las ya señaladas, el teólogo las denomina objetivamente "pecado" del hombre, por la inseparabilidad que se da en ellas de las relaciones entre el hombre y Dios ([6]).
c) En tercer término, son imprescindibles los diagnósticos y pronósticos que nos proporcionan esas mismas ciencias humanas para comprender mejor el desarrollo de nuestra historia y los procesos secretos en los que ella se articula. Sin tratarse, sin embargo, de una tesis de historia, desde la perspectiva de fe que queremos asumir, como cristianos tratamos de descubrir en esa misma historia el desarrollo del plan de salvación de los hombres (cf. p. 29), y en particular, de los hombres que habitan Latinoamérica ([7]).

Ahora bien: teniendo en cuenta estos parámetros, podemos comenzar nuestro examen de la situación colombiana comparándola y criticándola a la luz de las conclusiones que hemos expuesto en la antropología en el capítulo anterior.
Nos referimos, en primer término, a la ideología ([8]) en la que ha de ubicarse nuestra situación social como su marco histórico: Se trata de aquella ideología que considera al hombre como un ser individual movido exclusivamente por el interés (particularmente por el "tener" más y "hacer" más); busca, en consecuencia, maximizar las ventajas y minimizar las pérdidas para su egoísmo, a cualquier precio que sea menester; relega el ámbito moral, mientras tanto, a la conducta íntima codificada, de modo que no interfiera con el esfuerzo de los otros en la búsqueda de sus propios intereses.
Unida a ésta ideología, se encuentra la propuesta filosófico-política del denominado "liberalismo" que confunde la liberación (libertad) con el libre albedrío, es decir, la finalidad de realizarse el hombre con plenitud, integralidad y armonía (cf. p. 272ss), con el medio ambiguo que es el libre albedrío, que, si se usa bien, lo libera, pero, si mal, lo esclaviza. Concepción que induce a pensar -y a actuar- que se pueden desligar estas "libertades" de las obligaciones sociales y de la colaboración concreta para que todos tengan la efectiva posibilidad de ser hombres, de ser libres.
El "individualismo" y el "liberalismo" como los hemos descrito, llegan así, unidos, a producir un "sistema" al que tradicionalmente se ha denominado "capitalismo". Este sistema, en sus orígenes, propugnó, por ejemplo, por la no intervención de la sociedad y del Estado en el proceso socio-económico; se debía garantizar solamente la ejecución de los contratos y asumir la ejecución de aquellos servicios indispensables para el funcionamiento de las actividades económicas que no fueran lucrativas para los particulares y, por lo mismo, no les interesaran. Para organizarse, el sistema asumió la forma de "economía de mercado": se debía buscar la utilización más racional de los recursos disponibles en cantidades inferiores a las necesidades y fortalecer la ley de la oferta y la demanda para evitar desperdicios y carencias. Pero, para lograr estos fines, históricamente este sistema no ha adaptado la producción de bienes y servicios a las necesidades de la colectividad humana sino al poder adquisitivo de algunos en ella.
Tal y como surgió, el sistema ya no existe hoy, sin duda; pero sí varios modelos "neoliberales" o "neocapitalistas", que se distinguen por la mayor o menor intervención del Estado y de la sociedad civil en los procesos y mecanismos económicos, como en la fijación de precios y salarios. Pero perdura, también sin duda, la hegemonía del capital sobre los demás procesos históricos de las naciones ([9]).
A este régimen, en una circunstancia bien interesante que atravesamos y que merecidamente podemos denominar "de transición", se puede adscribir Colombia que, durante el siglo que está por terminar, ha introducido, en sus momentos, novedosas y distintas propuestas sociales, e instituciones del mismo talante, en su ordenamiento jurídico. Esto ha sucedido, sobre todo, en el último lustro, cuando ella se ha re-definido a través de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 como un "Estado social de derecho" (art. 1 de la Constitución Política), "a media vía entre el marxismo en extinción y un capitalismo codicioso" (M. Pastrana B.): Su ordenamiento jurídico como Nación y las relaciones entre el Estado y el ciudadano en un plano integral humanístico llevan consigo hacer de lo social el motor determinante de los poderes públicos y de la participación ciudadana.
Tal situación hace necesario que, además de en razón de la importancia que aún conserva, nos fijemos en una ideología "opuesta" a la anterior, que se fundamenta sobre la comprensión del hombre como ser social que no puede realizarse en la historia sino en sociedad, es decir, gracias a que todos los individuos sean plenamente iguales (como Estado, como raza o como clase social). Esta comprensión del hombre produjo el sistema denominado "socialista". En él, cada hombre no tiene una significación singular y autónoma, ni un destino transhistórico: el individuo es efímero, se resuelve en el colectivo social. En el pasado tuvo varias versiones utópicas, pero hasta nuestros días ha llegado bajo la forma de su unión con el marxismo, que le aportó los elementos del determinismo histórico y del materialismo dialéctico. En la práctica se concretó en la forma de una sociedad de economía planificada por un Estado centralizador que corrigiera las desigualdades sociales heredadas del sistema capitalista anterior: eliminación de la propiedad privada de los medios de producción y conversión de los ciudadanos a funcionarios del Estado y miembros de un partido único.
Estas ideologías, con sus respectivos sistemas y modelos, y que comportan una propia visión del hombre y de la realidad, y, simultáneamente, una organización de la sociedad que refleja y expresa dicha visión, han tenido en América Latina una importancia grande: la evolución e implementación de una y otra las enfrentó incluso violentamente y haciendo que nuestros Países, que se habían independizado políticamente de las Coronas Española y Portuguesa a comienzos del siglo pasado, se descubrieran en el presente siglo en franca situación de periferia y de dependencia con relación a los Países Centrales (Europa "Occidental" y Norte América) especialmente en su economía y su cultura. Descubrimiento que fué mostrándose más ostensible a medida que aumentó la conciencia del problema del subdesarrollo, cuando nuestros Países habían contribuído casi exhaustivamente al desarrollo de las sociedades industriales.
Hoy el problema de los enfrentamientos es, especialmente, el problema de la nueva cultura "tecno-científica": ¿quién posee, usa y usufructúa toda esta ciencia y tecnología? ¿Están ellas en manos de una cultura consumista, de una economía de mercado? ¿O, por el contrario, en manos de las grandes masas a las que se les abren todas las posibilidades, aunque no tuvieran, de hecho, capacidad de compra?
Evidenciamos, pues, que nuestro País como el resto del Continente, vive, entre otras condiciones, en una "sociedad de consumo", porque convierte cuanto toca en "objeto de consumo", bajo los principios de la eficacia y de la utilidad: las personas, los valores, las ideologías, la vida misma. Incluso los procesos educativos y los disentimientos quedan absorbidos en su alienación. Produce violencia, haciendo que se invierta más en lo superfluo que en la solución de las necesidades básicas de desarrollo socio-económico, las que permiten a las personas ser más (Puebla 1158 y 497).
A todo esto quisimos responder con los elementos presentados en el capítulo V sobre los correlatos antropológicos (cf. p. 158ss), enfrentando nuestra visión del hombre a las propuestas que lo reducen a lo inmanente, a lo histórico, a lo material, al sin sentido.
Hemos presentado, pues, un contexto o marco general ideológico en el que se ubican los distintos problemas de nuestro País. Es conveniente ahora precisar un poco más los rasgos específicos de nuestra situación colombiana ([10]) que conciernen a la justicia social, a la comunicación de bienes y a la pobreza evangélica. Algunos datos nos los pueden proporcionar:
En lo demográfico ([11]), se constata especialmente en los últimos 40 años un incremento de la población urbana debido no sólo a la industrialización e "imagen" de comodidades que presentan las ciudades, sino a las reales condiciones que se experimentan en el campo, a los logros en medicina preventiva, a la incidencia de los medios anticoncepcionales. Gran parte de esa población es joven y dependiente de quienes laboran. La esperanza de vida al nacer ha aumentado. Hay claras tendencias de que decrece la tasa de fecundidad; y se mantiene en un punto importante la tasa de morbi-mortalidad infantil a causa no sólo de enfermedades gastrointestinales sino, lo que es más grave, por desnutrición. Como veremos un poco más adelante, la tasa de homicidios es alarmante.
En lo económico ([12]) se puede ver el incremento significativo del PIB, pero no así del real per cápita, debido al crecimiento poblacional. El ingreso nacional ha crecido también; con todo, en pesos constantes, se resiente el peso de la constante devaluación de la moneda, así como, históricamente, se ha dado una muy desigual distribución del ingreso entre la población colombiana. Ello es especialmente importante cuando se refiere al ingreso de la familia campesina, con un mayor número de miembros. Han aumentado las reservas internacionales, pero en gran parte estos recursos se dedican al pago financiero de préstamos internacionales. En efecto, el gasto del Gobierno ha tenido también una desigual distribución: la administración del Estado, las deudas, los servicios económicos y la defensa se han llevado mucho más del presupuesto que las inversiones en educación, salud, seguridad, vivienda, cultura y recreación. Uno de los aspectos más graves radica en el consumo, que caracteriza particularmente el gasto del resto de la población: el ahorro es mínimo, y, cuando se produce, está condicionado ampliamente por los rendimientos del capital.
Merece párrafo aparte, en razón de su vínculo vital con el tema de la justicia social, la fuerza laboral. La mano de obra está en condiciones de inadecuada e ineficiente utilización, incrementada en forma anómala por personas que no están en edad de trabajar, por personas sin adecuada capacitación, por innumerables trabajadores por cuenta propia que se dedican a empleos disfrazados o a subempleos. El desempleo ha tenido épocas de descenso y ascenso. Ahora se ubica al rededor de una décima parte de la fuerza laboral ([13]).
No puede negarse que, para el tratamiento de estos problemas, los diversos Gobiernos han empleado dos vías de solución: la asistencialista, enfatizada especialmente en los últimos tiempos, empleando el "gasto social" con enormes limitaciones, en particular las que provienen de la escasez de recursos fiscales ([14]), y la "estructuralista", que procura proveer más empleo, y, a través de éste, ingreso propio a los trabajadores y a sus familias.
Con todo, se ha mantenido el énfasis en las importaciones descuidándose el impulso a la producción manufacturera y agrícola y a la construcción de vivienda.
Las tasas de interés, por su parte, siguen estando a niveles disuasivos de las inversiones nacionales: presumiblemente pretenden atraer capitales foráneos y subsanar el déficit comercial, pero al precio de sacrificar la producción y el trabajo nacionales, manteniendo el auge de las importaciones. Sin suficientes empleos, se ve gravemente comprometida toda aspiración de paz.
El lavado de dólares, para terminar este aspecto económico, junto con el contrabando y con la competencia desleal industrial y comercial, han recibido el efecto de publicitadas pero controvertidas medidas, pues en ellas se quiere ver el intento por volver "a cerrar la economía" y no la intención por mejorar las condiciones laborales del País, es decir, ocupar mano de obra.
En lo económico-social ([15]) debemos destacar en primer lugar la situación de vivienda, por cuanto a veces más de una quinta parte de los ingresos familiares se deben dedicar a este gasto. Además, el promedio de media docena de personas por vivienda, se suma a la falta de viviendas, al hacinamiento y desorden urbano, a los tugurios e inquilinatos, a la no disponibilidad, no sólo de agua potable sino, simplemente, de agua, a la falta de alcantarillado y de energía eléctrica, especialmente en el campo.
En cuanto a la salud no se pueden negar los avances en la atención al sector infantil, pero ya mencionábamos la presencia grave de situaciones de gastroenteritis y desnutrición. Para tratar de contrarrestar la grave y mayoritaria deficiencia en la atención de servicios médicos, la Ley 100 ha marcado quizás un hito en los propósitos comunes de implementar un régimen subsidiado de salud que beneficie más al sector que demanda estos servicios ([16]).
En lo educativo ([17]) existen propósitos igualmente ambiciosos en el Plan Decenal comenzado a implementar en 1996. Con ellos se pretende que millones de connacionales, cuyo ingreso a escuelas, colegios, universidades e institutos tecnológicos está gravemente condicionado a los recursos económicos insuficientes o cuya repitencia, deserción escolar e inmediata inserción al mercado laboral es incuantificable, tengan acceso a una capacitación más adecuada a las necesidades actuales y futuras de la economía y del desarrollo técnico y tecnológico. A estos aciertos y deficiencias hay que agregar que en diversas áreas el número de profesionales es insuficiente, y, en general, se encuentran ellos mal distribuidos geo-económicamente.
En lo social ([18]) propiamente dicho, se puede detectar un grupo bastante importante de personas dedicadas a ocupaciones del sector primario de la economía (clase baja), mientras que los estratos medio y alto están compuestos por personas de los sectores secundario y terciario. Gracias a los procesos de urbanización e industrialización esos estratos poseen cierta movilidad. Ello no obsta para que se detecten diversos tipos de discriminaciones -muchas veces, parte de un "inconsciente colectivo"- por razones étnicas y/o educativas. Especialmente el factor económico posee un peso decisivo para que asciendan a la clase alta individuos de la media, o incluso de la baja. Las familias, por su parte, poseen todavía importancia social; pero su desintegración es creciente, caracterizada por vínculos pasajeros o inestables.
Con relación a la delincuencia, los índices son altos, sobresaliendo los delitos relacionados con la violencia y con la inseguridad. Las cifras que se vienen manejando en los últimos años son particularmente aterradoras. En 1995,
"si bien se presentó una pequeña reducción de las muertes violentas en el País, que en 1994 fueron 25.273 y en 1995 fueron 24.764, esta cifra todavía sirve para mantener el País dentro de los más violentos del mundo. Por cada 100.000 personas que hay en Colombia, 77,4 mueren al año de forma violenta. Este es el promedio más alto de todo el continente... Un estudio que acaba de terminar el ex ministro de salud Juan Luis Londoño para el Banco Mundial, y que será presentado en Colombia en junio, muestra que cada año el País pierde el cuatro por ciento del PIB en los salarios que dejaron de ganar y producir las personas que son asesinadas. Esto quiere decir que 'cada año la violencia destruye todo el esfuerzo educativo que el País hace cada año, que es del 3,6% del PIB', dice Londoño... Dentro de las muertes violentas, hay una causa que preocupa a las autoridades de salud: los accidentes de tránsito... Homicidios: 33.147, incluidos 7874 en accidentes de tránsito; otros accidentes: 3746; suicidios: 1590; causas indeterminadas: 892" ([19]).

Los causantes de estos delitos no son siempre encontrados, y si se los encuentra no siempre se los procesa; los sentenciados son muchísimo menos. Se constata un incremento de delitos cometidos por menores.
En lo político ([20]) se debe contar con el hecho fundamental al que hacíamos referencia de la existencia de la nueva Constitución Política de 1991 que ha definido a Colombia como "un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general" (art. 1). Como puede observarse, varios de estos conceptos definitorios hacen relación al contenido del c. 222.2.
Quizás uno de los hechos más significativos en el contexto latinoamericano es la relativa estabilidad de las instituciones políticas y de los gobiernos colombianos. Con todo, la existencia exclusiva y casi excluyente de dos partidos políticos tradicionales originó en el pasado luchas violentas entre ellos así como el surgimiento de grupos que asumieron posiciones armadas de insurgencia, algunos conviertiéndose en partidos o movimientos, y cuyas actividades, al día de hoy, han desembocado con frecuencia en terrorismo. Al presente, se duda mucho de las posiciones ideológicas contrastantes de los partidos tradicionales, así como de los otros resultantes de las confrontaciones que los originaron. Con todo, se están desarrollando campañas de ilustración ("civismo"), pues la desinformación es grave, y de motivación ("política"), pues el desinterés y la apatía son enormes, acerca de los variados mecanismos de participación ciudadana que posibilita y estimula la nueva Constitución. No faltan obstáculos a esta participación.
En lo socio-cultural ([21]) no podemos negar como una excelente característica nuestra la existencia de muchos colombianos que brindan acogida a los demás, que comparten con ellos sus bienes, con generosidad y desprendimiento, condoliéndose de las desgracias de los necesitados, con franca amistad. De esto han surgido organizaciones y movimientos comunitarios, particularmente en los sectores populares. Igualmente, y por lo general, se valora lo autóctono, lo indígena, y el amor a la tierra. Colombia ha sido desde los tiempos de la Conquista un territorio para el encuentro de culturas diversas que se interpenetraron y modificaron progresivamente, o se impusieron unas sobre otras.
Presenta, con todo, problemas morales-judiciales-sociales como los ya señalados (pp. 204ss), y otros tan serios como la enorme y creciente tasa de abortos, nunca realmente cuantificados; de las mutilaciones, secuestros y "desapariciones"; de las invasiones de la privacidad y difamaciones; de crisis de la verdad, de la sinceridad y de la honestidad; etc., que expresan más lo que se ha llegado a denominar una "cultura de la muerte", violaciones contra los derechos humanos ([22]), que una "cultura de la vida".
Por eso, al hacer un análisis más detenido de las formas de expresarse este nuestro "empobrecimiento" debemos subrayar en el momento presente, el influjo irresistible de las ya denominadas "cultura tecno-científica", "cultura individualista" y "cultura consumista".
El dominio de lo físico-matemático y de la mentalidad de la eficiencia, por sobre todo lo demás; la insistencia en no reconocer e impedir las consecuencias sociales de la existencia humana; la importancia exclusiva y excluyente del mercado, y el desprecio por la vida, especialmente por la vida de los contradictores, de los que socialmente son "desechables"..., en todos estos casos se trata de algo más que una tentación: se trata, realmente, de unas "culturas" que proponen el secularismo, el rechazo de Dios para construir un mundo en nombre de la propia "humanidad": de una propuesta materialista que destruye las relaciones del hombre con Dios y que altera las relaciones de los hombres entre sí, así como las relaciones de los hombres con la naturaleza ([23]). De ahí también el uso incontrolado de contaminantes no reciclables y no-biodegradables, tóxicos y bacteriológicos; de procesos domésticos e industriales que incluyen combustión; vehículos; smog; aguas residuales; derrames de petróleo; deforestación (entre 1960 y 1995 más de 600 mil hectáreas anuales) por colonización, uso de leña y materia prima para la industria maderera; residuos peligrosos (asbesto, rando, formaldehidos, bifenilpoliclorados); ruido; degradación o erosión de los suelos; basuras; despilfarro de los recursos renovables y no renovables: hídricos, forestales, climáticos, de diversidad biológica en plantas, animales, ecosistemas, material genético, de diversidad étnica, etc.; narcocultivos; subproducción de requerimientos nutricionales; y al lado de notables potenciales humanos, grandes y crecientes grupos en marginación (de campesinos, gamines, ancianos, dementes, familias sin recursos y sin posibilidades de empleo y/o educación) y cuanto hemos señalado anteriormente, ubicándolo en el marco de lo que hoy se denomina "ecología humana" (aspectos económico, demográfico, socio-económico, social, político, moral...).

Esta situación, mirada en su conjunto, ha sido examinada en sus razones y causas. Hemos mencionado de pasada su origen y desenvolvimiento. Sin embargo, haciendo a la misma un corte más contemporáneo, se desvelan sus características estructurales:
a) Económicas: dentro de nuestro País se encuentran muchos campesinos e indígenas, obligados todavía a vender sus cosechas a intermediarios a precios muy bajos; a pedir préstamos a tasas usurarias; a migrar a la ciudad huyendo del fuego cruzado en el que se ven comprometidos; a recibir salarios de supervivencia; a sostenerse en minifundios; a no tener servicios de toda clase (financieros, técnicos, de salud, de educación).
En el caso de los "informales" en la economía, son en su gran mayoría migrantes de las ciudades, especialmente de las capitales departamentales, con formas propias de vivir y de convivir, que se ven constreñidos a integrar unidades microempresariales familiares que forman pequeños negocios (talleres, comercios), con jornadas de trabajo largas, sin horarios, con técnicas tradicionales desuetas, sin control fiscal, sin contabilidad, sin organización.
En el caso de los asalariados, obreros y empleados, sufren éstos la concurrencia de la mano de obra potencial -calificada o no-, de salarios y sueldos bajos, no siempre cumplidas las exigencias relativas a su seguridad social y al subsidio familiar. Pero se ciernen sobre ellos, implacables, los fantasmas del despido y del desempleo, así como de la inflación.
Otros han tenido que abandonar su País, y viven como inmigrantes en Países vecinos o distantes, lejos de sus familias.
En contraste, algunos salen beneficiados del actual estado de cosas: los directores de grandes empresas o sus inversionistas mayoritarios que reciben la parte más importante de las ganancias; los sectores bancario y financiero que lucran en forma "legal" aunque injusta; comerciantes que especulan obteniendo ganancias desproporcionadas; profesionales que con su prestigio y con su éxito exigen honorarios ("ad honorem", es el origen del término, que implica la gratuidad) desproporcionados al servicio y a la justicia social, o que se "fugan" de un País que en su preparación ha invertido recursos. Beneficiarios de estas situaciones también suelen ser, finalmente, los altos y bajos funcionarios públicos y privados corruptos, una especie de delincuencia que se ha ido no sólo generalizando sino "institucionalizando"; así como los que se enriquecen de la producción, elaboración, distribución y venta de drogas adictivas estupefacientes; así como los que ejercen toda clase de explotación de mujeres u hombres, de infantes, de órganos; y así como los que se imponen sobre sus víctimas usando violencias, muchas veces sutiles e inconscientes...
Consideradas las situaciones descritas, pero ahora en la perspectiva de las relaciones de nuestro País con otros Países, en lo económico se pueden considerar varios tipos de fuerzas. Aparte del nivel sistémico al que hicimos referencia, se pueden enumerar en este orden de ideas algunas causas concretas: empresas trasnacionales y Estados que ejercen sus poderes controlando los mecanismos del mercado internacional y aprovechando la competencia que tiene que hacer nuestro País con otros Países en similares condiciones a las nuestras; o también, aprovechamiento de la ayuda internacional para el desarrollo exigiéndose que se inviertan las ganancias en los Países prestamistas; o la distribución de capital y tecnología costosísimos, casi impagables; o el facilitamiento para que productores de armas o ayudadores de las guerrillas incrementen la carrera armamentista o, al menos, las tensiones internas y la represión.
b) Político-jurídicas: Nuestro País ha sufrido de manera variada e incluso persistente, abusos de poder; desapariciones selectivas y sistemáticas, no siempre de claro origen; violaciones de la privacidad; requisas y requerimientos sin orden judicial; presiones -hasta acarrear la muerte- contra jueces y otros administradores públicos; secuestros; terrorismo; etc. ([24]). Entre las causas principales de estas situaciones reconocen los expertos el deterioro de la democracia, cuyos rasgos principales vimos anteriormente, y la lucha guerrillera.
A pesar de los cambios introducidos en nuestra Constitución Política, resultado de la convergencia de muy disímiles fuerzas presentes en la Asamblea que le dió origen, se resiente todavía la débil participación ciudadana tan deseada, especialmente a causa de la falta de ética en muchos de nuestros dirigentes, poco representativos además, autoritarios, manipuladores de los electores, falsificadores de los resultados, agentes de intereses del narcotráfico, retribuidores de favores, demagógicos, injustos en sus decisiones, desprotectores de los débiles, elusores de dar cuenta de su gestión...
Por otra parte, la guerrilla, perdidos sus ideales originales y sus motivaciones ideológicas, sigue reclutando obreros, campesinos, jóvenes e incluso niños que, a veces, han sentido la falta de presencia y el abandono del Estado, e incluso la persecución por parte del mismo; se ha dedicado al terrorismo, al secuestro, a chantajes, tomas de poblados, atemorización general y a asociaciones con narcocultivadores para garantizarse nuevas formas de supervivencia, extensión y financiamiento.
Ahora bien: cuando en el capítulo III decíamos en la conclusión quinta (p. 87s) que la conjunción necnon en el texto del c. 222.2 hacía perentoria la relación de la justicia social que hay que promover con los pobres a los que se debe ayudar, debe observarse, entonces, que en Colombia, al igual que sucede en otros Países latinoamericanos, las relaciones entre uno y otro miembros de la frase del c. generan, más que "pobreza", "empobrecimiento" y miseria. Es decir, que estamos viviendo una situación -como lo han podido mostrar nuestras últimas páginas- que expresa, por encima de todo, agresiones y discriminaciones: agresiones que discriminan, discriminaciones que agreden: inclusive inconscientes, en sus autores o en sus pacientes; y tanto en lo social como en lo económico, en lo político o en lo cultural. Demos como botón de muestra, el caso de los mal denominados "desechables" y tantas otras formas de violación de los derechos humanos, individuales y colectivos.
Este análisis de nuestra situación reclama, sin embargo, la consideración que del mismo puede hacer y hace de hecho nuestra fe cristiana. Estas agresiones y discriminaciones que causan tal variedad y profundidad en nuestro "empobrecimiento" se reflejan en "rostros" bien definidos:
"... esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria. Estado interno que encuentra en muchos casos su origen y apoyo en mecanismos que, por encontrarse impregnados, no de un auténtico humanismo, sino de materialismo, producen a nivel internacional, ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres. Esta realidad exige, pues, conversión personal y cambios profundos de las estructuras que respondan a las legítimas aspiraciones del pueblo hacia una verdadera justicia social; cambios que, o no se han dado o han sido demasiado lentos..." ([25]).

Estos rasgos de extrema pobreza generalizada adquieren fisonomías muy concretas para nosotros, fieles cristianos, "en las que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela" ([26]). A la luz de esta misma fe se puede señalar, entonces, "sin entrar a determinar el carácter técnico de esas raíces (más profundas de estos hechos)..., que en lo más profundo de ellas existe un misterio de pecado, cuando la persona humana, llamada a dominar el mundo, impregna los mecanismos de la sociedad de valores materialistas" ([27]).
En efecto, están en juego, en todas estas situaciones, la dignidad del hombre y el sentido más pleno para su existencia, que han sido objeto de nuestra reflexión en el capítulo pasado. Por tanto, en esas condiciones, no se hace justicia -y no se hace justicia social- cuando tampoco se dejan espacios para la solidaridad, para el desprendimiento y para la gratuidad.
El panorama presentado exhibe sobre todo la crisis a la que están siendo sometidas la justicia y la caridad como virtudes morales personales y sociales tipificadas en el c. 222.2.
En este contexto, ¿en qué queda la acción evangelizadora de los fieles cristianos? ¿Cómo es posible que nos podamos referir a ellas -con existencia concreta, queremos decir- cuando no logran ni la una ni la otra encarnarse en la historia? Y si toda nuestra disquisición actual es un asunto teórico meramente, ¿no será un abuso atribuirle al hombre -como recalca el texto de Puebla recién citado- una participación personal responsable en todas esas situaciones injustas, una capacidad moral y jurídica para construir una sociedad en auténtica caridad? ¿No sería innecesario, en consecuencia, cualquier cuestionamiento que se quisiera hacer a la conciencia personal, único lugar a partir del cual es posible un compromiso por la justicia, como la que señala, para el foro externo, pero también para el foro interno ([28]), el c. 222.2? (Cf. el c. 1321 y el resto del Título III de la Parte I del Libro VI del CIC; e igualmente c. 1401,2o).
Debemos, sin embargo, agregar aún más. Señalamos que las situaciones descritas se producen en medio de estructuras que las condicionan, que coadyuvan a crearlas: “estructuras de pecado”. ¡Pero tales campos -parecieran afirmar algunos- no competen en manera alguna al canonista ni al teólogo moral, y, más bien sí al filósofo político, al economista, al sociólogo, como científicos sociales, o a la acción política misma! ¡Por supuesto, siempre más que a la fe cristiana y a su ciencia teológica unitaria...!
En efecto, no era raro hasta hace poco, que a la teología moral se le encomendara afrontar exclusivamente casos individuales, y especialmente las relaciones implicadas -como veremos más adelante, p. 347- en la justicia conmutativa. Por eso, en lo que respecta a la "moral", ésta llegaba a ser tan detallada como un código civil.
En lo que respecta al Derecho canónico, las exigencias que la fe hace a laicos, clérigos y miembros de institutos de vida consagrada en el ámbito del "mundo social" no se ventilaban prácticamente. Ni sus implicaciones en la producción de las normas canónicas. Estamos en presencia, pues, de una pregunta y de un reto aún más radical.
Al reflexionar como lo hicimos en nuestro capítulo cristológico, señalamos y enfatizamos que como efecto de la justicia y caridad que Dios ha obrado en su Hijo han surgido hombres nuevos, hermanos unidos, hijos de un mismo Padre, que comparten igualdad, dignidad, amor, solidaridad, alegría, etc. Pero hablar de todas esas realidades es relativamente fácil, mientras no se ponga en duda el sentido último de la justicia social, de la solidaridad, del desprendimiento. ¿Cómo hablar de esta caridad y justicia de Dios en un mundo en el que parecen primar, tan contundentemente, el desamor, el despilfarro, la arrogancia y la injusticia? ¿Cómo proclamar que "Dios es amor" cuando Países que se llaman "cristianos" presentan al orbe -creyentes y no-creyentes-, más bien un Dios que pareciera estar más del lado de los que obran despiadada e inhumanamente? Como puede concluirse de ello, el c. 222.2 no podía menos que comenzar intensificando la expresión: "obligatione quoque tenentur".
En el capítulo antropológico, por su parte (pp. 168ss), destacábamos la libertad como una capacidad humana genuina y real, en razón de la cual la persona es responsable de sus tomas de decisión. En este caso, ella sería la única responsable de las injusticias, y no Dios. Pero, ¿hasta dónde se podría afirmar entonces que la justificación, la gracia y los demás dones que provienen del amor de Dios, sí son eficaces en la historia? ¿Acaso la misma libertad humana -¿no dijimos?- no es la forma como actúa Dios?
Sin duda, nuestra esperanza se afianza en la fe en la Resurrección del Señor. Ella nos permite tener la certeza y el consuelo de que más allá de un ideal inmanente y humanista, la muerte de tantos inocentes a causa de la injusticia será adecuadamente "retribuida" y satisfecha en la "otra vida", en la que Dios hará una justicia que no ha querido hacer aquí y ahora. Pero, dejar toda esta problemática de injusticia respondida sólo con una justicia transhistórica, ¿no es dar pie -justificadamente- a los que consideran que en tal respuesta se trata de hacer una manipulación ideológica, o de dar "opio al pueblo"?
¿Cómo puede entonces ser optimista el fiel cristiano -que con su fe vence la incredulidad y el fracaso límite de la existencia-, cuando los problemas señalados parecen -cualitativa y cuantitativamente- agravarse? ¿Qué vías de solución puede proponer él a esa realidad desde la iluminación que proporciona la fe?
Todas estas graves cuestiones nos hacen ver que el asunto que tenemos entre manos es, precisamente, el de la enorme distancia existente entre las nociones de justicia y caridad que solemos emplear y su puesta en práctica en el mundo concreto. Y que esta puesta en práctica debe referirse no sólo a los aspectos socio-económicos del mismo, sino que afecta todas las estructuras humanas, inclusive al hombre mismo, a su "corazón", a su conciencia moral. Es una llamada inequívoca a la conversión y a los cambios necesarios en las estructuras y en los sistemas. Es, en resumen, un problema global e integral, que se refiere no sólo a los fieles cristianos. El c. 222.2, en esta línea de pensamiento, viene a interpelarlos como particularmente responsables de la justicia y la caridad como consecuencia de su fe y de la justicia realizada en ellos.
El problema, más aún, es urgente. Requiere el diálogo de las diversas ciencias -inclusive de la teológica- entorno a la persona humana, a su comprensión, sus problemas y su sentido. Tal como pretendemos estar haciéndolo. Y en particular, de la teología moral, a la que corresponde una tarea tan importante y específica como es la de aportar y enriquecer los deseos de justicia, solidaridad y sobriedad de los hombres ([29]); y del Derecho canónico, que puede y debe promover, facilitar y articular en la Iglesia esas aspiraciones de comunión y participación ([30]) que son cada vez más conscientes y urgidas entre todos los hombres. Pero, al mismo tiempo, una y otro, cada uno desde su ámbito disciplinar, han de recordar que forman parte de la única misión de la Iglesia en razón de la cual han de promover, animar y fortalecer a los hombres en la lucha por la justicia; pero también criticar, denunciar y apremiar a la conversión cuando las faltas de voluntad y eficacia con relación a la justicia social, a la comunión de bienes, a la pobreza y a la opción preferencial por los pobres se deben a la fragilidad de la libertad humana ("ratione peccati", cf. c. 1401).


2. Los correlatos antropológicos de la justicia.

a. Percepción antropológica de la justicia.

Los correlatos antropológicos que hemos presentado en nuestro capítulo anterior (pp. 157ss), así como las anotaciones preliminares que hicimos sobre el "christifidelis" en el capítulo III (pp. 64; 72; 86ss) y sobre las que volveremos nuevamente (pp. 300ss), nos permiten señalar el aserto de que para una concepción bastante generalizada del Derecho de las sociedades civiles -y este es un hecho también valorado ampliamente y recogido aún en diversos cc. por el Derecho de la Iglesia (v. gr. c. 747.2)- la "persona humana" es el principio sobre el que ellos se fundan (cf. p. 270), es decir, que la juridicidad se fundamenta sobre el hecho de que todo ser humano es una "persona" por ser sujeto de derechos y de deberes, y porque ella es concebida como el centro, el vértice, la fuente y el fin de los contenidos primordiales del Derecho ([31]), así como es la misma persona humana la que justifica su obligatoriedad ([32]).
Ahora bien: esta forma de comprender el Derecho tiene que ver, necesariamente, con la justicia. En efecto: Si efectivamente consideramos que la persona humana es tan fundamental como definitiva para el Derecho, las relaciones inter-personales deben integrarse en una forma adecuada, como un orden: es el orden de la justicia, que -como afirmaba ya Aristóteles ([33])- genera e introduce en dichas relaciones ese principio universal e inderogable de que cada persona humana es igualmente digna que las demás, y, en cuanto tal, sujeto de las relaciones.
Esta comprensión que acerca de la justicia se expresa en el Derecho proviene, sin duda alguna, de la antigüedad romana que la definió por uno de sus jurisperitos, Ulpiano (ss. II-III d. C.), así: "Unumquique suum tribuere" ([34]). Como veremos más adelante (pp. 273), precisamente esta comprensión romana de la justitia fué, en gran parte, la que se vino a emplear en la traducción que hizo s. Jerónimo del término hebreo/arameo sdq al tratar de buscar su equivalente apropiado.
Conforme a este presupuesto jurídico, la justicia encierra y expresa, al mismo tiempo: la igualdad ontológica de los sujetos en relación, puesto que a cada uno se le reconoce idéntica dignidad humana; la simetría de las posiciones, es decir, que lo que un sujeto puede reclamar para sí en esa determinada situación en que se encuentra, debe serle otorgada a otro que llegara a encontrarse en esa misma situación; la reciprocidad entre derechos y deberes, pues al derecho de uno corresponde un deber del otro, y viceversa; la proporcionalidad de lo debido, ya que ésto debe ser medido no sólo en base a la igualdad fundamental de los sujetos, sino también en razón de su diversidad; y, por último, la imparcialidad del juicio, es decir, la valoración equitativa y ecuánime que merecen los comportamientos intersujetivos. Por todo ésto, se puede afirmar que la justicia puede ser idónea para regular cualquier relación entre los hombres y ser capaz de generar un orden objetivo y universal que haga la convivencia armónica y fecunda en la paz.
En la vida ordinaria la justicia posee diversas atribuciones semánticas:
Las instituciones jurídicas, que reciben de sus respectivas sociedades el poder para garantizar la realización de la justicia y para restaurar el orden entre los miembros de las sociedades cuando es violado, permiten señalar los mecanismos para "hacer justicia";
pero también se puede hablar de que en las relaciones sociales existe equilibrio, es decir, que se le reconocen iguales oportunidades a todos sus miembros, así como igualdad y proporcionalidad en la distribución de las cargas sociales, y entonces se dirá más propiamente que "hay justicia";
ocurre, por último, que se refiera alguien a la actitud o virtud que caracterizan a una persona por ser respetuosa de los derechos de los otros, y en ese caso se dirá de ella que "es justa".
En estos tres significados, autónomos entre sí, se puede observar, sin embargo, esa relación de la que hemos hablado. En todos ellos se pueden señalar estas características comunes de la justicia:
- se trata de que ella es siempre un ideal para el hombre siempre imperfecto, en una sociedad que quiere organizarse en torno a un bien común en perfección y armonía totales. En este sentido, la justicia es un modelo que cumple una función de normatividad teleológica. Pero, así mismo, la justicia es dinámica, urge realidades y metas concretas, autoconstrucción, crítica y creatividad para orientar y responder a las exigencias de la historia;
- supone, como hemos dicho, una relación de alteridad sobre la base de la igualdad;
- exige, por otra parte. No son cuestiones opcionales ni sensiblería, sino obligación de aceptar el derecho natural del otro como un derecho real, exigible tanto ética como jurídicamente. Por eso expresa la rectitud y reclama la bondad de la conciencia;
- recoge todos los esfuerzos individuales y colectivos por la realización de todos y cada uno de los hombres, en integralidad, armonía, unidad y universalidad.
Estas características, como bien podemos ver, son humanas, queremos decir, generales, racionales, universales. Pero son bien relevantes para ponerlas en relación -como veremos enseguida- con los elementos cristológicos y antropológicos que hemos expuesto en los capítulos cuarto y quinto de nuestra Tesis. Así también, han puesto en evidencia que se trata de un ideal bastante distante de la realidad colombiana que presentamos en el numeral primero de este mismo capítulo (pp. 201ss).


b. Percepción cristológico-antropológica de la justicia.

La cristología narrativa (pp. 94ss,) ya nos puso de presente la relación de Jesús frente a situaciones que hacen relación a la justicia. Con todo, es menester recordar que el concepto greco-romano de justicia al que nos hemos referido y sobre el que fundamentamos nuestra exposición anterior (p. 220) no coincide del todo con el concepto véterotestamentario de "justicia", contexto en el cual vivió y predicó Jesús. Veamos en qué sí y en qué no coinciden una y otra significaciones:
Señalemos en primer término ([35]) la actividad de dos de los profetas de Israel-Judá con referencia a esta "justicia": El primero es Isaías I (hacia el 701 A.C.): descuella por su insistencia en el "derecho de Dios" (cf. p. 276), término estrechamente vinculado a la expresión "justicia de Dios", repetidos ambos no menos de veinte veces (sdq: capítulos 1-28). La razón que el profeta expone es la siguiente: se puede saber si la comunidad tiene una relación de orden frente a Dios mirando cuál es su actitud respecto al derecho divino. Este fué un tema clave en la predicación del proto-Isaías que forjó escuela a partir de él y se convirtió en clave teológica para la interpretación teológica de la historia de Israel.
Esta visión se confirma cuando se mira la manera como los jueces (y otros funcionarios civiles) deben administrar justicia: han de ser jueces irreprensibles, a imagen del Ungido (Mesías) garante del derecho; este tema de los jueces ocupa un importante lugar en la predicación de Isaías I. El derecho divino es, pues, para este profeta, el mayor bien salvífico (cf. 1,26; 11,3).
Ahora bien: este derecho divino encuentra su significado en un contexto más amplio, de carácter político: ¿Cuál debía ser la forma política más adecuada para la comunidad fundada por Yahwéh? Una pregunta necesaria pero que, de intentar responderla, desbordaría nuestro propósito de brevedad ([36]).
El segundo profeta es Ezequiel (hacia el 571 A.C.). Su actividad dejó igualmente una impronta en Israel: todo su ministerio profético fué una incesante campaña para provocar la acción responsable del individuo e invitarlo a una relación personal ante Dios. Como ninguno hasta entonces, Ezequiel presentó crudamente estas relaciones entre el individuo y Yahwéh: trató de dejar al descubierto las ocultas seguridades religiosas de los hombres y sus falsas "justicias". Parece muy cierto que a su campaña ayudaron, por una parte, el movimiento "modernista" de entonces (impulsor del individualismo), su personal vigilancia pastoral, y, sobre todo, aquellas palabras de Yahwéh: "no me complazco en la muerte del impío, sino en que se convierta y viva" (33,11), elementos que le sirvieron para animar la confrontación del hombre con el Dios vivo.
Estos dos exponentes nos llevan entonces a hacernos la pregunta fundamental: ¿qué es, pues, la justicia, para Israel?
No existe, según los expertos, un concepto tan central e importante en todo el Antiguo Testamento como el de justicia en razón, precisamente, de que ella, como ningún otro término, cualifica las relaciones vitales de los hombres. El término es referido tanto a las relaciones de éstos con Dios, como a las relaciones de ellos con otros hombres, a las relaciones con los animales e inclusive con su medio ambiente natural. La justicia es el valor supremo de la vida, el valor sobre el que descansa toda la vida de un hombre cuando está en orden.
Pero, ¿qué significaba para los israelitas la justicia? Hay que reconocer que en la teología "occidental" se redujo la comprensión de este término a la manera jurídica romana ya expuesta con sus antecedentes griegos: "justitia" (Vulgata). Concordamos parcialmente con Von Rad en que el asunto fué, quizás, mal planteado por ella, lo cual ocasionó que los datos del AT no pudieran armonizarse. No se trataba para Israel de un comportamiento del hombre referido a una norma moral definitiva o a una legalidad fundada sobre la idea absoluta de justicia y plasmada en una norma jurídica incondicional y abstracta. Israel juzgaba, es cierto: pero de acuerdo con la relación comunitaria del momento, en la que el socio debe dar pruebas de su lealtad. Justicia significa para Israel el cumplimiento de unos deberes concretos, de una conducta propia de una relación, de forma que si esos deberes no se cumplen la relación no puede subsistir. Se trata de una relación real entre dos, y nunca de la relación entre un objeto sometido a un juicio de valor y una idea ([37]).
Por tanto, para el israelita la relación comunitaria concreta en la que se halla el individuo cuando obra es ya, en cierto modo, su norma; y siendo múltiples las relaciones comunitarias, cada una lleva en sí su propia ley, llámese familia, política, economía, pueblos extranjeros, etc. Pero, por sobre todas, se encuentra la relación que Yahwéh había ofrecido a Israel.
Conforme a este criterio, "justo" es considerado aquel que satisface las exigencias específicas que le impone esta relación comunitaria. Para nuestro propósito es sumamente importante enfatizar que con la justicia se emparentan la misericordia, la rectitud, la honradez, la lealtad, etc. Las interrelaciones entre la justicia y estos otros términos son frecuentes y mutuas, y exigen que, en consecuencia, un poco más adelante (pp. 249ss) nos tengamos que detener también en alguna de ellas.
Una expresión interesante es "las justicias de Yahwéh": designa los actos concretos salvíficos de Yahwéh en la historia de Israel. No es una pura norma sino sus actos concretos salvíficos (cf. Sal 48,11, por ejemplo).
Las relaciones entre sujetos debían estar caracterizadas por la fidelidad, y ésta era también medida para juzgar toda la convivencia humana (Dt 25,1s; Ex 27,7; 1 R 8,32s). Tampoco en estos casos se trataba de ser simplemente fiel y conforme a una ley. Se requería que la relación estuviera acompañada de demostraciones de bondad, lealtad y, si era necesario, aún de misericordia pronta a ayudar al pobre o al que sufre (Pr 12,10; 21,26; 29,7). Se insiste, inclusive, en ir más allá de las prestaciones estrictamente obligatorias (cf. por ejemplo, Gn 31,36s).
Es necesario recordar que, con relación a la justicia, existía un tercer aspecto que es menester anotar: se trata de un elemento "profético" para Israel potenciado, a su vez, como tal, gracias a la acción de todos los profetas: la Ley. Cuando los profetas predicaban sobre la Ley veían en el pecado de Israel algo absolutamente incomprensible, algo para lo que no existía analogía alguna ni en las naciones que hasta entonces conocían ni en los animales (Jr 2,11; 8,7).
En los textos se refieren, por supuesto, muchos juicios. Pero en ninguno de esos casos juicio sobre el pueblo desobediente es la Ley: el que juzga es Dios mismo (cf. Sal 50,4) quien obró en favor de Israel, y nunca una legalidad histórico-salvífica ejercida según algún plan preestablecido. Que Dios seguía siendo Señor de Israel a pesar aún de los pecados cometidos y sus consiguientes juicios fué presentado por los profetas, incluso pre-exílicos, como prueba de la fidelidad de Dios para con su pueblo. Hasta Cristo quien, como vimos (p. 126) es la prueba última y definitiva de la fidelidad de Dios para con Israel primero, y para con el resto de la humanidad.
En efecto, entre las características fundamentales o el contenido de la justicia del hombre frente a Yahwéh está, en primerísimo lugar, la guarda de los mandamientos. Los israelitas se lo aplicaban a sí mismos con gran desenvoltura: simplemente, el israelita era justo o no lo era: no existían puntos intermedios; y si lo era, lo decía con gusto.
Por todo esto -pensamos- nuestra palabra justicia se muestra insuficiente para abarcar una carga de sentido que hasta para nuestra común comprensión puede resultar una traducción engañosa.
Sobre todo cuando se quiere subrayar que la justicia es una actividad de Yahwéh en favor de Israel y que su vida social era una justicia que se le iba regalando incesantemente, en sus instituciones, por ejemplo (el rey, la monarquía, los mandamientos y las reglas de la vida comunitaria), y en otros sectores de su vida, los naturales, por ejemplo (la lluvia que vendrá tras una plaga de langosta: Jl 2,23s)...
Por último es menester tener en cuenta que sólo unos pocos textos hablan de que el hombre no puede ser justo ante Yahwéh (Sal 143,2). Ya hemos expuesto nuestra reflexión sobre este asunto en la antropología ([38]). Se trata de textos tardíos, cuando más conscientes eran sus autores de que se debía a la gran misericordia de Yahwéh el que un hombre fuera justo en su presencia: la justicia del hombre no podía ser contrapartida suficiente; aún la obediencia más estricta a los mandamientos era insuficiente. Viene, entonces, la idea de que es Dios quien justifica al hombre no por el actuar jurídico que el hombre realice, sino porque Dios es misericordia (Dn 9,18).
Prosiguiendo en la exposición de este contexto bíblico referente a la "justicia" en que vivieron tanto Jesús como los autores neotestamentarios señalemos otros detalles sumamente interesantes: el término sdq empleado ya no en hebreo sino en arameo delata una estrechez de la comprensión tradicional de "justicia": ahora quiere significar las buenas obras, la limosna en especial, con las que un hombre puede borrar sus pecados (cf. Dn 4,24; Si 7,10; 3,30; Tb 4,10; 12,9): fué el término empleado en el idioma que habló generalmente Jesús, y muestra del cual encontramos en el texto de Mt 6,1, precisamente en el Sermón de la Montaña (cf. pp. 97ss con nota 13 del capítulo 4). El NT acentúa precisamente esa relación que tiene el hombre con Dios y en la que consiste la justicia. Se trata de una referencia fundamental de la vida del hombre a Dios y que se manifiesta en una rectitud moral y no en un comportamiento jurídico-formal puramente externo, como lo reiterará y enfatizará Jesús.
Podemos afirmar entonces que la interpretación que hacía Israel sobre la justicia encauza nuestra aproximación al término desde el punto de vista moral, especialmente por su carácter comprehensivo de lo que en particular y en términos "occidentales" tradicionalmente se ha denominado "comunicación de bienes"; a lo que más antiguamente se ha comprendido como el "voto de pobreza" ([39]); a lo que se ha llegado a denominar "justicia social"; y, a lo que más contemporáneamente se designa como "opción preferencial por los pobres" ([40]); etc. Cada una de estas expresiones subraya o hace énfasis en un aspecto de esa "justicia" que, en palabras del mismo Jesús, como hemos visto (p. 96ss) es, no cualquier justicia, sino la justicia del Reinado de Dios, como superación de todo privilegio que entrañe desigualdad y, simultáneamente, como convocación universal.
Recordemos que esta fué una opción clara de Jesús y signo -según insistía El- de la autenticidad de su misión (cf. Mt 11,5; Lc 15,1) y de la revelación del Padre misericordioso y bueno.
Pablo, por su parte, lo comprendió cabalmente cuando decía que la justicia de Dios en Jesús es la sustancia irrenunciable del Reino (cf. Rm 14,17) pues Dios es fiel a sus promesas para todos y defiende los derechos de los humillados y postergados.
El aprecio que tenía Jesús (p. 107ss) para con los pecadores, los enfermos, las adúlteras, publicanos, pobres y niños no es lo que algunos podrían pensar que se tratara, de un aprecio por las condiciones de miseria y pobreza en sí, sino de una solidaridad con los que sufren la injusticia de parte de otros. Si era esa la comprensión que Jesús tenía del hombre y de la importancia de los empobrecidos, bien se puede entender su lucha por la creación de un mundo y de una sociedad en la que verdaderamente se dignifique a cada persona promoviéndola en todas sus dimensiones humanas, en un plano integral de igualdad, fraternidad, solidaridad y desprendimiento, desde Dios y hacia Dios, como verdadera obra de Dios en favor de todos los hombres, gratuita pero eficaz.
Para concluir este amplio espacio dedicado a la explicitación de la relación entre la cristología narrativa y la moral concerniente a la justicia, digamos que así como afirmamos que el testimonio del Jesús histórico se caracterizó por la gratuidad escatológica y por su decisión de servicio a la justicia; por la preferencia por los pobres y por la liberación integral; por su solidaridad, por su capacidad de ser todo para el Padre, y por la radicalidad y totalidad de su entrega hasta la muerte, manifestadas todas en el anuncio nítido y perentorio del Reino (cf. p. 154ss), así mismo se caracterizó por la exigencia total y radical de que se le debía seguir si alguno quería ser su discípulo. En este sentido se comprende la afirmación conciliar de GS 72, nutrida por los textos bíblicos de la nota 16, y que es, por supuesto, según vimos, fuente del c. 222.2:
"Los cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y la caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza.
"Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el Reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad" ([41]).

Pero, como dijimos, este seguimiento es normativo no sólo a partir de estos hechos del Jesús histórico; pues el obrar justo del cristiano posee también otras instancias normativas, las que se derivan de las dimensiones de la cristología sistemática, como hemos podido observar en los correlatos antropológicos.
En efecto, la cristología sistemática (pp. 130ss) nos muestra la visión del significado de la historia como totalidad; pero no ya desde la imagen del ocultamiento del Reino, sino desde su gloria, aunque ambas sean inseparables. Esta visión total y unitaria de la historia y del cosmos -recordémoslo, (p. 187)- la aportan la Recapitulación y Reconciliación de Cristo.
La justicia humana contiene y expresa una tendencia a la armonía (ibid.). Esta armonía y plenitud abarcan todos los aspectos de cada hombre, incluídas sus dimensiones de relación con el resto de la humanidad y del cosmos. Podemos decir, entonces, que la justicia aparece como un concepto adecuado para referirse a aquella actitud que consiste en la rectitud moral en la que se unifican todas las demás virtudes: "in medio stat virtus".
Ahora bien: si es así considerada la justicia, ésta se refiere más a un ideal utópico que a una realidad, aunque posible. Aparece más como un deber ser, como una tarea, cuya realización progresiva se pone en duda cuando se experimenta la realidad de la in-justicia.
¿Qué puede aportar, entonces, la cristología a este "dato" humano de la justicia como aspiración de totalidad y armonía?
Decíamos (cf. p. 187) que el hombre "de la recapitulación" es el hombre en comunión, igualdad y universalidad, porque está incorporado en el proceso de justificación de Dios que lo hace justo. "Reconciliado" y "justo" son, pues, realidades provenientes de la obra salvífica de Cristo: eficientes capacitaciones para realizar realmente la justicia total, que le otorgan, así mismo, un sentido a su esfuerzo por construir unidad, a pesar de las adversidades de la historia y del ejercicio de la libertad humana. Una posibilidad y un sentido que la justicia (en su comprensión especialmente romana), a partir de sí misma, no puede adquirir.
Igualmente, la justicia de Dios liberó al hombre de la ley, del pecado y de la muerte: por eso el hombre así "justo" recibe de esa justicia motivaciones complementarias para la liberación de su pecado personal y social; para regular las relaciones intersujetivas e interpersonales no sólo "ad intra" de la comunidad eclesial sino también "ad extra" de ella; para satisfacer sus tendencias de realización humana en el amor; para exigir, en fin, de forma cada vez más dilatada y profunda, un orden social, político, económico, ecológico y cultural, fundado no sólo en la letra de los ordenamientos jurídicos, sino en los valores que se defienden, en el espíritu que los anima, como reales anticipos del futuro escatológico definitivo.
Se desprende de ésto una consecuencia sumamente importante, cual es que, desde la perspectiva moral, no se pueden concebir separadas, y mucho menos separar de hecho, la salvación de la liberación en sus consecuencias sociales, por ejemplo, ni la Evangelización de la promoción humana, si bien no se identifiquen la una con la otra. Dicho en otros términos, no es posible reducir la Evangelización a la promoción de políticas educativas, agrarias, económicas, sociales, etc., así como tampoco el sólo anuncio y la celebración del misterio de Jesucristo quedarían completos si ellos se mantuvieran ausentes de los problemas humanos. En este último caso, la Evangelización sería inmoral, al mutilar una característica que le es esencial: ella es el anuncio y la realización de la salvación integral del hombre. El Código canónico quiso ser fiel intérprete de este criterio fundamental al colocar, precisamente, como hemos dicho (p. 62s), el c. 222.2 en el Título I sobre las "obligaciones y derechos de todos los fieles cristianos", junto con todas las demás obligaciones y derechos que corresponden a los miembros del Pueblo de Dios, entre ellos, los relativos a la santificación, a la propia vida espiritual, etc. Más aún, la transgresión de este criterio moral, estaría en los linderos del c. 752, si nos atenemos a que ello que ha sido oficialmente propuesto por el Magisterio de la Iglesia en lo concerniente a su "moral social" (cf. p. 330).
Estos dinamismos -de unificación y de totalidad- presentes ya por la justificación realizada por Dios en el hombre representan para éste la exigencia de trabajar a fin de que no existan hombres que sufran y oprimidos; de lo contrario, no podría sentirse él todavía plenamente libre y realizado. Se trata de una exigencia de solidaridad y de compartir sus propios bienes con todos los demás, en una caridad inexhaustible.
Como puede observarse, para que se pueda hablar de la justicia en un sentido pleno y como una exigencia moral para el cristiano se debe comprender que estas cualidades de unidad y totalidad, dada su inserción en Cristo, no son simples adornos, o complementos adjetivos y opcionales de su naturaleza, y que, por eso mismo, no pueden estar lejanos de su vida ordinaria real, le son absolutamente esenciales. Cuando esto no se entiende, ¿qué razón podría tener alguien para trabajar por un ideal justo inalcanzable? O, ¿para qué trabajar denodadamente por unos ideales parciales e inmediatos careciéndose de un sentido último, en el que la justicia pueda ser plena y universal? Sin duda alguna, no se podría comprender tal comportamiento. Por eso, podemos afirmar que este correlato de unidad y universalidad nos ofrece un aporte fundamental para estar en capacidad de solucionar estos problemas. Sin embargo, también los otros correlatos, cada uno según su especificidad, ofrecen sus propios aportes.
La Resurrección del Señor -como hemos constatado (p. 131ss)- tiene igualmente una relación muy estrecha con la justicia. Y particularmente con aquella dimensión de ideal de perfección que ella expresa. En efecto, la justicia se proyecta hacia el futuro, pero a condición de que sea el fruto del esfuerzo humano. Se establece de esta manera una tensión entre presente y futuro, entre realidad e ideal, entre ser y deber ser, de la cual brota un incesante movimiento de construcción y de creatividad para responder a las urgencias que demanda la historia.
Considerada así, la justicia se tiene que reconocer abierta a la cristología, con posibilidades de llegarse hasta la cristología. La cristología, efectivamente (p. 180ss) aporta las promesas y las exigencias propias de la escatología cristiana que provienen del Reinado de Dios y de la Resurrección, especialmente, y que hacen del cristiano un hombre inmanente-trascendente que da sentido a su historia. La justicia, iluminada de esta manera por el misterio de Cristo, muestra aquellas dos vertientes que habíamos encontrado al fijarnos en la vida de Jesús, es decir, en su actitud frente a la justicia, a las exigencias del Reino y de su Resurrección. Dichas vertientes son: en primer término, que la solidaridad, el desasirse de los bienes y la opción por los pobres que comporta la justicia son escatológicas, pues la más perfecta justicia nunca se confundirá con el Reino ni con la promesa de la misma. Es decir, que la victoria de Jesús sobre el mal, los "cielos nuevos y la tierra nueva en los que tendrá morada la justicia" (2 Pe 3,13), y que son objeto de la promesa, serán más que cualquier justicia entre los hombres, siempre relativa, siempre provisoria.
Pero, en segundo término, débese afirmar tan rotundamente como en el aspecto anterior, que la justicia interhumana no es el resultado de aplicar "éticamente", simplemente, la justicia de Dios. Por el contrario, queremos afirmar que la justicia interhumana es la manifestación y la realización de la justicia divina, su signo histórico. Si esto es así, se trata, sin duda, de una perentoria y real exigencia -recordemos una vez más el sentido del "obligatione quoque tenentur" del c. 222.2 que la explicitaría-, pero que es hecha posible gracias a ser promesa de Dios para el hombre, y que será eficaz en la medida que el sujeto humano quiera obrar conforme a la bondad y misericordia de Dios. Será entonces un signo claro de credibilidad ante el mundo toda actitud cristiana eficaz con relación a la justicia y al amor.
Por otra parte, la justicia de Dios que, como hemos dicho, se reveló en la Resurrección de Jesús de entre los muertos (p. 124s), desde ese mismo momento se convirtió en exigencia ya no sólo por razón de las relaciones interhumanas, sino en razón de la fe. Siendo una y otra diferentes, en razón de la Resurrección son inseparables. La vida, muerte y resurrección del Señor se convierten, en relación con la justicia en la caridad, en normativas de la existencia cristiana: urgen al cristiano un obrar moral justo, so pena de que la promesa y la esperanza que llevan consigo, lo alienen, le permitan su fuga de los compromisos intramundanos a una proyección del más allá que le inhibe de su misión de ser justicia para el mundo.
La esperanza del cristiano, por eso, por ser ya el hombre justo y reconciliado, asume una característica de unidad con relación a la justicia: posee un sentido histórico que es, al mismo tiempo, presente y futuro, "ya, pero todavía no", que tiene que ver con la injusticia y con la justicia, que es eficaz pero es salvífica. Y todo, en razón de la Resurrección ([42]).
La "virtud" cristiana de la esperanza tiene, por tanto, una característica y una misión bien propias con respecto a la justicia: sus realizaciones históricas, transitorias pero necesarias, son signo escatológico: el Reino es el valor supremo en función del cual todo lo demás se relativiza, pero aportándole su sentido. Con todo, es la motivación más irreductible, porque, por más grave que pudiera llegar a ser la injusticia vivida, aún queda en ella motivo para tener esperanza. Y esta esperanza se hace creíble cuando se realizan acciones eficaces en coherencia con la justicia salvífica. Porque es imposible amar a Dios sin amar a los hombres, sus hijos, nuestros hermanos. Es ésto, precisamente, lo que nos insiste y explicita la antropología derivada de la Encarnación y de su relación con la justicia, que en seguida veremos.
La Encarnación, en efecto, como decíamos (p. 134), nos refiere, primeramente, al principio de Revelación, por medio del cual conocemos la "antropología filial" como su principal efecto salvífico. Esta dimensión filial complementa las tendencias humanas básicas de alteridad e igualdad, que conducen al respeto de los deberes y los derechos humanos y que son expresión ya de un amor "fraterno". Porque el amor es un comportamiento moral normativo de las personas en relación, y abarca desde las mínimas hasta las máximas exigencias de la justicia. Por eso, avanzar en el amor es avanzar necesariamente en la justicia, pues es ésta la que lo hace creíble y efectivo.
Ahora bien, este amor humano viene a ser nutrido y dignificado por el Amor de Dios que hace de los hombres sus hijos. Por eso, las relaciones entre éstos deberían caracterizarse por esa novedad que supera los límites de otras posibles formas de amar ([43]): El otro es Cristo, sin más (cf. Rm 14,15; 8,29). Reconocerle sus derechos al otro es reconocer los derechos de Cristo en el otro, es hacer justicia a Cristo (cf. Mt 25,34). En consecuencia, no se puede hablar ya de formalismos de urbanidad, ni de la indiferencia que podría defender una mera "justicia de la ley", sino de unos vínculos bien propios, los que corresponden a una verdadera familia. Por eso, el Derecho canónico, definido como "justicia informada por la caridad" es, sin duda, su mejor expresión, pero, al mismo tiempo, tiene en una y otra sus mayores acicates y exigencias de comprobación.
La Encarnación del Verbo, pues, no proporciona el amor, que, como hemos dicho, existe ya como norma moral para las personas. Pero sí la forma de realizarlo, y su fundamento último. La fraternidad que ella establece no es externa al hombre, sino ontológica, porque proviene de haber sido hechos los hombres hijos de Dios.
Esta motivación radicaliza aún más las exigencias en orden a la justicia en todas sus derivaciones y formas (justicia social, comunicación de bienes, pobreza, opción por los pobres...), por cuanto los fieles cristianos han sido dotados desde su misma radicalidad óntica de una nueva fuerza interior para lograr realizarlas en la filiación y la fraternidad: Esta es la exigencia máxima para todos los tiempos (cf. Mt 12, 28-31), es el "resumen de toda la Ley y los Profetas" (cf. Rm 13,10), la verificación histórica de los comportamientos más genuinamente cristianos, y es la instancia crítica que impide una actitud falsamente "religiosa" que no se compromete con la justicia (cf. St 1,27). Esta motivación es básica y fundamental en orden al seguimiento de Jesús. Porque no se trata de seguir una ideología, ni siquiera una doctrina, por excelente que sea; sino de seguir a una Persona, con lo cual el seguimiento adquiere un incentivo especial y muy fuerte, que no se limita a lo transitorio y perecedero, sino que es capaz de llevar al hombre a entregar su vida por los demás.
Este aspecto es particularmente subrayado por la Kénosis, como ya dijimos (p. 139), la cual precisa el modo de la Encarnación, y, por ende, la urgencia de la justicia en todas sus expresiones morales.
La justicia indica una relación con la moralidad de una persona: hace referencia a su bondad y a su obrar recto. El hombre es capaz de responsabilidad moral en razón de su libertad. Por tanto, es imputable en él tanto la ejecución como la omisión que haga de la justicia. Esta virtud, como hemos visto, resume muchas otras, y para todas es su fiel. Se pone de manifiesto, por tanto, esta capacidad ante la necesidad de instaurar un orden social justo, en solidaridad, en disponibilidad. La fe cristiana y la libertad humana aunadas, confirman que las desigualdades, injusticias, egoísmos y despilfarros no son parte de un "orden natural" querido por Dios; todo lo contrario, dependen de la autonomía del hombre.
Entonces -nos preguntamos-, ¿qué puede aportar esta dimensión cristológica a la libertad humana, si, pareciera que ésta está ya suficientemente respaldada por los hechos mismos?
En verdad, la cristología nos permite llegar a comprender la realidad humana hasta su mismo fondo, y en particular, con relación a la libertad, que la opción humana por medio de la cual se produce una injusticia, ha quedado demostrada y confirmada en la muerte del Hijo: Dios no impidió ni siquiera esa injusticia en el mundo; por eso, e converso, sólo el hombre es el responsable de la justicia de Dios en la tierra.
Con lo que estamos diciendo queremos afirmar, entonces, que, desde nuestra perspectiva de fe cristiana, la justicia posee una dimensión sacramental y que se radicaliza aún más su dimensión moral: Asegurar que el hombre es el responsable de la justicia de Dios en la tierra quiere indicar que, cuando él obra la justicia, es Dios mismo quien la obra. La Encarnación había aseverado ya la unión ontológica; la Kénosis la confirma. La justicia realizada por el hombre es realización de la justicia de Dios, no sólo porque Dios lo capacita para hacer la justicia, sino porque actúa juntamente con él, una vez el hombre haya aceptado ser sacramento de esa justicia.
Así, la vida entera de los creyentes es un permanente ajustar su acción moral a la justicia de Dios en nosotros, un amoldarnos a su obra salvífica en nosotros. Esto tiene, concretamente, una aplicación sumamente importante para nuestra explicación del c. 222.2: que ha de entenderse que la acción por la justicia -entendida, como hemos dicho, en un sentido comprehensivo de múltiples virtudes-, y que es, como decimos, un esfuerzo permanente, debe ser, hoy y aquí, una clarividente y tenaz tarea, compromiso y obligación de trabajar por la justicia social, por la comunicación de bienes, por la pobreza y en la opción preferencial por los empobrecidos ([44]), hasta el punto de que éstas actitudes morales llegarán a ser los "criterios" (cf. p. 139ss) para nuestro juicio final (cf. Mt 25,31). Y es Dios mismo quien hace esta exigencia y demanda una opción por parte del cristiano.
Por último, debemos hacer notar que el principio kenótico enfatiza el aspecto sacrificial y solidario de la justicia, y, en el fondo, su dimensión de fe. Esto viene a confirmar una vez más también lo que acabamos de decir sobre los "criterios" para el juicio final. En efecto, el testimonio de la fe, hoy, queda particularmente expresado cuando se promueve y se realiza efectiva y eficazmente la justicia social. Ya Jesús mismo, en su vida histórica, mostramos cómo fué solidario con quienes padecían injusticias (p. 119s); pero tal solidaridad no terminó entonces, como también lo hemos señalado del Cristo glorioso (p. 134s). Él sigue defendiendo la causa de los que las padecen, más aún, Él sigue sufriéndolas con quienes las padecen: Su contínua presencia en la historia humana expresa esa solidaridad real Suya con los empobrecidos, sufrientes y marginados de nuestra sociedad y de todos los tiempos, pero, reiterémoslo otra vez, sin menoscabo de la autonomía decisional humana.
Por nuestra parte, nosotros, testigos de la violencia que sufre la justicia, peregrinos hacia "la Patria futura que anhelamos", debemos comprender, entonces, que el seguimiento del Crucificado lleva consigo el sufrimiento, no sólo "en este mundo" sino "para este mundo", en razón, precisamente, de esa solidaridad fundamental que ha quedado establecida con El y con los demás hijos de Dios. Para los creyentes, esta realidad humana de la solidaridad adquiere, pues, un sentido del todo nuevo y motivador, que da a su compromiso con la justicia en todas sus formas y manifestaciones un carácter de fidelidad a Dios en los hombres y que, por sí misma, la justicia no posee.
Servir a Dios en los hombres es un presupuesto de fe. Presupuesto, por tanto, meta-jurídico que no podemos reducir, de ninguna manera, a una realidad abstracta. Siendo, por tanto, como es en verdad, una realidad viva y experiencial, es normativa, sin duda alguna, para el cristiano. Pero, sobre todo, se trata de una realidad que es eficaz, porque hace realmente posible el encuentro con Dios, tal como lo vivieron permanentemente todos los santos. Dios sigue siendo crucificado en nuestro mundo actual, y desde esa crucifixión sigue denunciando todas las injusticias, inhumanidades, faltas de solidaridad, despilfarros, depredaciones, alardes de fuerza, poder y riqueza...
El hombre cristiano, por todo ésto, bien puede ser llamado "sacramento de la justicia de Dios" cuando asume su solidaridad con todos los que sufren el mal y la injusticia como sacrificio amoroso para Dios ("liturgia") ([45]).
Finalicemos este aparte sobre la dimensión cristológica-antropológica sobre la justicia en su ámbito moral, con las siguientes consideraciones, válidas especialmente para la interpretación del c. 222.2:
A lo largo de esta sección hemos retomado los correlatos antropológico-cristológicos establecidos en el capítulo anterior, pero refiriéndolos más precisamente a la justicia en su perspectiva moral. Encontramos así que los diversos aspectos que han de comprenderse en la noción y concepto de "justicia" -especialmente por su significado en la revelación bíblica- se tocan, de hecho, sobre ese campo común, si bien cada uno de ellos hace énfasis sobre una característica propia que, simultáneamente, exige los demás.
Con todo, para proceder a una explicitación mayor de los mismos, y sobre todo, para lograr una concreción normativa de dichos aspectos, es necesario proseguir el ejercicio de la razón moral y jurídica, que, en medio de situaciones y contextos como el descrito al comienzo del presente capítulo, hace descender, aún más todavía, estos elementos, que se encuentran aún en estado bastante abstracto y genérico.
Serían muchos los aspectos normativos susceptibles de determinación a partir de los elementos morales ya propuestos. Vamos a detenernos, con todo, poniéndolos en un primer plano, en los dos que expresamente señala el c. 222.2, a saber, la "justicia social" y la "comunicación de bienes con los pobres", las cuales tienen, como exigencias implícitas, la "pobreza" (comprendida según hemos divisado en Jesús: "carisma evangélico") y la "opción preferencial por los pobres" -como enfatiza la reflexión y acción pastoral en América Latina-.
Haremos esto teniendo presente que nos referiremos exclusivamente al c. 222.2 y no al resto del Código (cf. p. 321ss), y dado el carácter de norma general para todos los fieles cristianos. Con esto queremos indicar que no es nuestra intención agotar el tema en todos sus detalles, ni pretendemos tratar pormenorizada y exhaustivamente todos los contenidos de la reflexión teológica y del Magisterio de la Iglesia acerca de cualquiera de esos cuatro ámbitos del obrar moral por la justicia. Se trataría de un trabajo inconmensurable, que nos llevaría mucho más allá de los alcances que pretendíamos al comenzar nuestro trabajo.


3. Precisiones teológico-morales sobre la justicia social.

Hemos dicho (cf. p. 220ss) que la cultura "occidental" desarrolló especialmente una manera de comprender la justicia que ha llegado hasta nuestros días casi sin cuestionamiento. Sobre ella se edifican generalmente los fundamentos del Derecho, y más aún, sus contenidos mismos. Igualmente en el campo moral se presentaron históricamente esos criterios, hasta llegar a hacer de la moral de la justicia, en la práctica, un pormenorizado derecho. La perspectiva bíblica de la justicia que expusimos (p. 223ss), quedó, entonces, al menos aparentemente expósita y gravemente mutilada.
Una de los criterios que rigen nuestra Tesis es, recordémoslo, el de la pretensión de interdisciplinariedad acorde con el modelo hermenéutico que adoptamos. Por ello, es necesario ahora más que nunca retomar esa línea, fundamental y prístina, perdida. Más aún, es necesario asumir una perspectiva en la que se examine la justicia a partir de los datos que nos proporciona la razón práctica universalmente ejercitada, conjuntamente con la luz que nos dan la cristología y los correlatos antropológicos de la misma, en orden a responder a las problemáticas de injusticia que hoy se plantean y estar así en condiciones, no sólo de explicar suficientemente y desde sus fundamentos el contenido y el sentido de la prescripción del c. 222.2, sino que de motivar al fiel cristiano -y a todo hombre- para su plena e intrínseca ejecución.
Por eso, no podemos omitir recordar el real y nunca bien ponderado esfuerzo realizado por S. Tomás de Aquino de pretender elaborar una síntesis en orden a la fe de los logros alcanzados por los autores de la antigüedad entonces conocidos, cristianos o no. Y, con relación a la justicia, reconocer que, a su manera, y en las condiciones históricas y culturales en las que hubo de transcurrir su existencia, s. Tomás señaló cómo la justicia debe considerarse la virtud "social" por excelencia ([46]) -replanteando la herencia greco-romana a partir de la crítica de la misma, inclusive a partir de elementos ya discernidos por los Padres de la Iglesia ([47])- . El objeto y finalidad de la justicia es el bien común. Se trata de una virtud general, al igual que la caridad. Su cometido es asegurar la cohesión de la sociedad global; de ahí que se pueda hablar de una justicia general, a la que se refiere cualquier comportamiento humano, porque éste, de una manera u otra, realiza o no el bien de la sociedad global.
El bien común, conformado por un conjunto interminable de elementos en permanente evolución, tiene que ver con los recursos materiales de los que dispone la comunidad, y así sean ellos públicos o privados; tiene que ver, igualmente, con los recursos no-materiales (cultura, idioma, educación, legislación, religión...), así como con los que se refieren al bien propio de las personas (su desarrollo, dignidad, oficios y funciones, etc.) y de la denominada "biosfera".
Así, pues, ya que el papel de la ley es ordenar al bien común, es decir, ordenar al bien de las personas reunidas, al bien del cual las personas gozan en común y que las hace crecer en común, se puede entonces decir que, en razón de la misma ordenación, la justicia general coincide con la justicia legal, en la hipótesis de que la ley sea en sí misma justa por su realización del bien común, y hace referencia tanto a la autoridad y a su poder en orden al bien común, como a los miembros de la comunidad y a su cohesión.
Existe, además -decía el Aquinate-, una justicia conmutativa, que regula en particular los intercambios y los contratos. Este tipo de justicia sólo indirectamente apunta a la condición y situación de las personas, pero directamente sí a las cosas: no modifican las situaciones personales el valor del bien a intercambiar; sólo se considera el valor que el bien posee en el mercado, sus cualidades objetivas, y no las situaciones del comprador o del vendedor.
Ahora bien: Para algunos sistemas y escuelas de economía más recientes a nosotros, indudablemente, la justicia se reduce sólo a este tipo de justicia. De ello deriva que se piense bastante generalmente que la justicia se refiere a las cosas, mientras la "caridad" se referiría a las personas. Según esta comprensión, lo superfluo sólo es debido a los necesitados por "caridad" y no por razones de justicia, contrariamente a todo lo enseñado en esa dirección por los Padres de la Iglesia -en continuidad con el prístino sentido de justicia y sus consecuencias, propio de la tradición vétero y neo testamentaria- , en el sentido de que ¡lo superfluo es bien ajeno!
S. Tomás, innovando, señaló, así mismo, la existencia de otro tipo de justicia: la justicia distributiva, distinta de las anteriores y específica ella misma: la que ordena las personas a las demás personas, repartiendo entre unas y otras tanto los recursos como las cargas comunes y regulando la parte de cada uno en dichos recursos y cargas. Se trata de derechos pertenecientes a la persona en razón de ella misma, en razón de ser miembro de la comunidad ([48]). No elimina las legítimas y enriquecedoras desigualdades propias de los sujetos individuales, pero sí se apoya en la igualdad fundamental de todos los individuos y que les otorga el poder vivir conforme a su dignidad y desempeñar en la sociedad sus papeles correspondientes.
Esta clase de justicia no es responsabilidad exclusiva de los gerentes de la sociedad global, de sus dirigentes, sino también de cuantos poseen bienes que sobrepasan sus necesidades, los cuales deberían distribuirse a los demás. El CIC se refiere expresamente a ella en el c. 797.
En consecuencia, entre justicia conmutativa y justicia distributiva las relaciones son muy íntimas, pero sin llegar a confundirse. El justo salario, para tomar un ejemplo, es del dominio de la justicia conmutativa; sin embargo, no puede ser definido sin referencia al derecho original y propio de la persona a vivir en la sociedad decorosamente; y ello tiene que ver con la justicia distributiva.
No estaba ausente, pues, en el caso del Santo, esa forma de hacer teología que consiste en emplear la razón desde la fe que él poseía en Jesucristo. Y, a partir de una y otra, de sacar las consecuencias que tal modus operandi tenía para comprender al hombre en el doble plano de naturaleza sanada y de naturaleza elevada por la justicia de Dios obrada en Jesucristo. Es desde esa comprensión del hombre -insistamos: con los elementos que poseía hasta entonces, y dadas sus muy particulares formas de investigar, exponer y expresarse-, como llegó a proponer una conducta apropiada a esa realidad nueva -humano-divina- del hombre ([49]). Sin embargo, nada dijo él respecto a otra especie de justicia, la "justicia social" ([50]).
Es oportuno recordar, sin embargo (cf. p. 70), que el c. 222.2 no se refiere, sin más, a una "justicia" (general, legal, conmutativa o distributiva) que hay que "promover", sino, expresamente, a una "justicia social". El CIC, lo hemos dicho ya, se refiere en otros 14 lugares a la "justicia". Pero en el c. objeto de nuestro estudio habla de la "promoción de la justicia social". Por eso es menester avanzar en nuestra búsqueda por el contenido y el sentido de la obligación prescrita por el c.
Débese atribuir a León XIII la asunción de esta manera -inmodificada y considerada adecuada durante casi seis siglos- de hacer teología para llevarla en el ámbito del gobierno pastoral de la Iglesia con relación a su misión de enseñar hasta los graves conflictos sociales y económicos de finales del siglo pasado. Así, con esta intervención, marcó un segundo hito en la evolución que llegaría a elaborar el concepto y la noción de "justicia social".
En efecto, gracias a su Encíclica Rerum Novarum podemos hoy señalar cómo en ella se asumieron toda una problemática y los comienzos de una reflexión que puede decirse ha alcanzado hoy la fijación del contenido de la nueva expresión "justicia social".
Primeramente -y esto es bien importante para que se considere la concordancia de su argumento con el criterio que sustenta la aplicación del modelo hermenéutico que estamos implementando en nuestra investigación (cf. pp. 47ss; 220; etc.)- enseñaba el Papa que los valores morales fundamentales son conocibles por la propia razón natural. Conforme a ella el hombre puede aplicar a investigar la verdad y la coherencia existente entre todas las cosas, inclusive las referentes a su propio comportamiento humano. Por eso, respecto al valor de la justicia se pueden descubrir dos principios: uno, con relación a la realidad de igualdad y al mismo tiempo de desigualdad entre todos los hombres; otro, con relación a la justicia social.
En cuanto al primero, nuestra razón advierte que, sobre la base de una común condición humana y de la consiguiente igual dignidad que debe arropar a todos, ricos y pobres, hombres y mujeres, niños, jóvenes y adultos (cf. RN 60a), se inscriben diferencias que hacen desiguales a los individuos y que proceden de los diferentes caracteres, talentos, fuerzas, salud, ingenio, (dotación genética, agregaríamos hoy nosotros), etc., que configuran y dan el patrimonio personal a cada individuo (cf. ib. n. 28). Por eso, un completo igualitarismo en todos estos aspectos, es absurdo, y pretender exigirlo a cualquier precio va contra la razón de ser de las cosas y en perjuicio no sólo del individuo sino del conjunto de la comunidad. (Argumento que hoy vuelven a subrayar algunos genetistas respecto al individuo humano).
En cuanto a la justicia social, enseñaba el Papa, que la misma ley natural proporciona sus fundamentos: la justicia debe estar presente no sólo en las relaciones entre los patronos y los obreros, sino en las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos, así como en la relación que exista entre la propiedad privada y el uso social que se le debe dar (cf. ib. n. 64c). De ella derivarán "lógicamente" -insistimos en la característica y en el empleo de la racionalidad en este argumento- todas las leyes humanas, inclusive las leyes civiles, y, especialmente, aquellas que regulan el trabajo, su remuneración, etc. (cf. ib. n. 78).
Con todo, y ésto indispensablemente nosotros debemos resaltarlo, desde el punto de vista de la fe cristiana, la encíclica señala que ella proporciona a la razón natural y a la ley natural un aporte importantísimo: ella pone de presente que en todas las relaciones humanas, particularmente en las económicas, se realizan valores muy propios del Evangelio (cf. ib. n. 27: ¡Una idea de "cristología-antropología-moral" en ciernes!): el destino inmortal al que están llamados todos los hombres; el peligro que encierra el mal uso de las riquezas en orden a alcanzar ese destino; la obligación que incumbe a todos los hombres por igual de dar cuenta, delante de Dios, de la vida y del uso que durante ella se haya dado de los bienes personales y materiales.
Señala, además, el particular valor de la limosna, con la cual el hombre se parece, en su ejercicio, a Dios. Y, en fin, urge la moralización de la sociedad entera, para que en ella brillen las características de la verdadera y cristiana caridad (cf. ib. n. 82).
Finalmente, la promoción de la justicia social en la verdad, relativa a la actividad privada, pública y colectiva, corresponde a todos (cf. c. 222.2: se dirige a los christifideles), señala la encíclica. En particular a los obreros y a los Estados. Por eso es legítima la libre asociación de los obreros y necesaria, aún más, la creación de mecanismos de compromiso y de concertación con sus patronos.
Son muchos los puntos en los que se debe actuar, decía el Papa, para que no se llegue a la huelga, la cual perjudica a todos, obreros, patronos y sociedad en general, y sobre ellos todas las partes implicadas deberían convenir y dialogar en orden a disminuir las tensiones, que podrían originar una radicalización en los grupos y conducir a una violenta lucha de clases basada en el odio ([51]).
Por estos mínimos aspectos históricos que hemos apenas esbozado, se puede entender cómo las escuelas teológicas y el mismo Magisterio llegaron a establecer algunas distinciones y precisiones relativas a la "justicia social", que son hoy importantes en orden a profundizar en el contenido de nuestro c. 222.2.:
a) El material elaborado por la teología en los últimos años puso de relieve el problema antropológico-cristológico como la base para afrontar asuntos de orden moral como el relativo a la justicia, y, en concreto, a la justicia social. Se trata de presupuestos antropológicos -que hemos delineado en nuestro capítulo anterior (p. 161ss)- que nos permiten responder lógicamente a la urgencia que señalaba aquella expresión de Juan Pablo II con la que comenzábamos estas páginas, y que él ha empleado a ciencia y conciencia: "la antropología adecuada".
Porque, ¿será posible que, cuando a la persona humana se la considera "incapaz" de asumir una conducta moral, o cuando a la misma sociedad se la juzga -como tantas veces se hace- "incapaz" de producir unas instituciones justas, sí sea posible, por el contrario, que la justicia halle lugar? Sin lugar a dudas, ni en las personas, ni en la sociedad. Tales visiones son, por eso mismo (cf. p. 6) -consciente o inconscientemente, deliberadamente o no- como las hemos denominado (cf. p. 158), "reductivas" e "incompletas", frente a la visión, al alcance y al sentido de la propuesta que estamos haciendo. No podríamos afirmar que ellas son simplemente "falsas", como si sólo los cristianos fueran los únicos poseedores de toda la verdad; pero sí, a nuestro entender -a partir de nuestra fe en Jesucristo, Hombre perfecto, que nos proporciona una comprensión nueva del hombre- incompletas y reductivas.
Debemos advertir, con todo, que, auncuando a lo largo de toda la Tradición viva de la Iglesia se ha reconocido la importancia de la justicia para regular el orden económico, político y social ([52]), sin embargo, en los documentos de la Iglesia ha existido un desenvolvimiento progresivo, especialmente vigoroso en los últimos tiempos.
b) Porque en estos últimos tiempos -hablamos ya desde la RN y las demás Encíclicas sociales- se ha acuñado una expresión nueva: justicia social.
En efecto, viniendo a las varias connotaciones que tiene la expresión cuando se considera el conjunto de los documentos pontificios del último siglo podemos encontrar que:
- Se refieren éstos al tema de la repartición de los bienes, y, entonces, -como recordamos- se entra al campo de la justicia distributiva. Sin embargo, aún en este caso, no se trata de cualquier problema de repartición, sino, propiamente, de repartición entre categorías sociales, entre personas pertenecientes a diferentes "categorías sociales": se habla, entonces, de repartición entre pueblos diferentes, o entre capital y trabajo (RN, QA), verdadera "verificación de la justicia de una economía"; o entre mundo rural y mundo urbano, entre países desarrollados y regiones o países subdesarrollados (MM); o entre países con desarrollo integral y solidario y países "deshumanizados" por carencias materiales y morales o por la vigencia de estructuras opresivas (PP); o entre sociedades industrializadas y sociedades post-industriales (OA); o entre países con mejor renta y países con desigual distribución de trabajo y en la participación en la estructuración de la economía mundial (LE); o entre bloques geo-políticos (norte-sur; oriente-occidente) en abierta carrera armamentista y países con dificultades y obstáculos políticos y demográficos, que condicionan su progreso "ilimitado" (SRS); o entre países con recursos en saberes, técnicas, organización productiva; países en los que se niegan derechos fundamentales de asociación, propiedad, acceso a los avances técnicos; países en los que se niega a sus hombres su valor "en el mercado"; y países "avanzados" en consumismo, en poca valoración de la persona humana; países que respetan, o pretenden respetar, en el mercado, el bien común, las relaciones con la naturaleza, el desarrollo de las personas, la participación de cuantos conforman las empresas en su dirección; etc. (CA).
- Así mismo, en estos mismos ámbitos suele considerarse la existencia de intercambios y contratos, como el caso de la fijación del precio justo en una economía de mercado: campo que, como hemos visto, pertenece más apropiadamente a la justicia conmutativa. Sin embargo, también han de estimarse en esta dimensión las aportaciones del capital y del trabajo ([53]), del mundo rural y del urbano, de los países desarrollados y subdesarrollados, etc., sectores éstos que muestran una condición de no asistentes-asistidos, unos con respecto a los otros, sino en inter-dependencia. En efecto, cuando los agentes que funcionan en el mercado no incluyen el deber de la justicia social como parte fundamental de sus opciones económicas, el mecanismo mismo del mercado disociará la competencia de la justicia.
- Igualmente, y con frecuencia, la justicia social designa la obligación de los gobernantes y de los miembros particulares de una sociedad en el conjunto de la sociedad global en orden a crear instituciones, a las que, precisamente, les corresponde lograr el mejoramiento social. Aquí el punto de contacto es, sobre todo, con la justicia legal, la cual obliga a todos -responsables políticos, económicos, etc.- a poner en práctica esas instituciones.
- En un sentido todavía más amplio, la justicia social debe procurar el desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres, en armonía y en prosperidad, también en lo que se refiere al ámbito de los bienes económicos, con lo cual, como hemos señalado, se realiza la justicia general.
- Por cuanto estamos diciendo se puede comprender entonces por qué también la justicia social -especialmente hoy en día- recalca la responsabilidad de todos ([54]), no sólo de los gobernantes, de cuantos tienen en sus manos la posibilidad de participar en las decisiones, en la fijación de los rumbos y en el control de sus sociedades: asegurando el desarrollo de todos los recursos naturales y sociales y de las potencialidades y aspiraciones de sus miembros; repartiendo armónica y equitativamente cargas, responsabilidades y tareas por medio de leyes, instituciones y otras iniciativas; promoviendo la abolición de las injustas discriminaciones y desigualdades; desarrollando el crecimiento, el perfeccionamiento y la comunicación de todos los bienes de la sociedad, campos, todos éstos, en los que, nuevamente, se tocan la justicia y la caridad.
Podemos afirmar igualmente, que a la justicia social le corresponden temas y problemas de índole múltiple -y en particular económicos, políticos, ecológicos, demográficos ([55]), jurídicos y administrativos, tanto regionales, como nacionales e internacionales-, todos ellos desde la perspectiva ética, y lograr la articulación de los mismos en sus aspectos múltiples y complementarios.
-De igual modo, con la justicia social tienen que ver los mecanismos que promuevan la mayor sobriedad en nuestros comportamientos económicos por parte de las comunidades y de la contribución individual. Una mayor sencillez de vida, olvidada ya en muchos países, es posible, e incluso deseable, para que desaparezcan en la carrera consumista la preocupación por aparentar, con desmedro de la solidaridad.
- Por todo esto, creemos que cuando se emplea la expresión "justicia social" la Iglesia pretende referirse a los problemas sociales considerados no de una manera meramente "coyuntural", individual (inclusive de una nación entera) y asistencial, sino en la perspectiva de una "solidaridad" que remite a soluciones "estructurales" e inclusive "sistémicas" (en íntima relación con las ideologías que concretizan y con los diversos modelos socio-económicos que las expresan) de los problemas de injusticia. Dicho en pocas palabras, al conjunto de los derechos y los deberes de la persona humana. Y por esto, tanto esta solidaridad como la opción preferencial por los empobrecidos, reclaman una genuina "promoción" de la justicia social, como lo expresa el c. 222.2.
Como bien se puede observar, todos estos agentes, temas y problemas, sin embargo, no pueden examinarse adecuadamente sin una acción verdaderamente interdisciplinar: de las antropologías, de la sociología, de la psicología, de la filosofía y de la teología (considerada como ciencia unitaria) -como ya hemos advertido-, etc.; pues tales elementos co-definen al ser humano y caracterizan todos su actividad.
Esto es particularmente importante cuando se ha de considerar el papel que en todos estos movimientos, decisiones e instituciones posee la iniciativa privada de individuos y de grupos. Esto realmente pone en práctica la actividad y el objetivo de la justicia social. Ella, por ejemplo, debe mostrar su coherencia con las características antropológicas ya señaladas, y especialmente con las que denotan la libertad y responsabilidad propia y la aspiración a la perfección personal de cada ser humano.
Porque promover esta intervención de las personas en todos los asuntos de la sociedad que les conciernen es, sin duda, uno de los objetivos más importantes de la justicia social, a todo nivel: de los ciudadanos en las actividades de los poderes públicos; de los obreros y asalariados en la vida y en la gestión de sus empresas, aún manteniéndose la unidad de su dirección; de los propietarios, en la gestión de sus bienes, sobre los que recae una hipoteca social...
La justicia social, en fin, tiene que ver con el reflexionar, detectar, expresar, motivar, crear, institucionalizar y poner en práctica -constantemente- todos los imperativos que manifiestan la identidad del ser humano -su antropología integral-, tanto en sus aspectos individuales como sociales, y especialmente en lo que se refieren a su destino de plenitud total final.
Por eso podemos resumir este punto señalando cómo la teología moral, al tratar los temas concernientes a la justicia social, debe mantener ante su vista tres niveles de significación, que hemos procurado expresar en este capítulo: a) en el plano económico, social y político, a los pueblos y sectores sociales oprimidos (cf. p. 197ss) que aspiran a lograr su liberación de estructuras y regímenes opresores; b) en el plano de la significación histórico-utópica, al hombre en cuanto señor de la historia, en lucha por ser el dueño de su propio destino y en búsqueda de la utopía del hombre nuevo en un mundo nuevo (cf. p. 166ss); y c) en el nivel de la historia de la salvación, a Cristo Salvador, que justifica al hombre, haciéndolo hijo de Dios (p. 160) y redimiéndolo del pecado, que es la alienación radical y el origen de toda opresión e injusticia (p. 140; cf. p. 107).


4. Precisiones teológico-morales con relación a la comunicación de bienes ([56]).

Cuando nos referíamos a la cristología decíamos ya, con relación a la comunión de bienes, que el concepto bíblico de "justicia" (cf. p. 102 y 226) incluía la dimensión de "misericordia" expresada en las relaciones humanas también bajo la forma de la "comunicación de bienes". Un breve repaso de algunos momentos culminantes permite comprenderlo así:
Debemos remontarnos en primer término hasta la tradición yahwista del Pentateuco en la que se condensó una percepción de Dios bien original que fué paulatinamente desarrollándose en los demás Libros: aquella que señalaba que Dios es quien tuvo y tiene siempre la iniciativa de amar. En este amor de Dios se fundamenta la posibilidad y la realidad de su comunicación al hombre y de toda comunicación entre los hombres. El amor de Dios es, por eso mismo, espontaneidad, gratuidad, actividad, efectividad y totalidad. El amor del hombre, interlocutor de Dios, se ha de manifestar en el amor a los otros hombres en gestos tales como la compasión (cf. Gn 43,40) y la paz (cf. Gn 45,15).
También la tradición elohista insistió en esta misma visión de Dios, del hombre y de las relaciones entre los hombres; pero fué más concreta, señalando especialmente la comunicación de bienes entre los hombres como expresión bien apropiada de ese amor entre ellos, en acciones como la consideración hacia el pobre o hacia el extranjero, o en instituciones establecidas como el año sabático, el préstamo sin interés, y la devolución de lo tomado en prenda.
Por su parte, la tradición deuteronomista relacionó todo esto, posteriormente, con la Alianza de Dios con su pueblo. Conforme a la Alianza, creó instituciones jurídicas como el diezmo trienal (cf. Dt 14,28s) y el derecho al "espigueo", en el cual se conjugan la obligación de no robar, con el permiso de saciar el apetito; estableció, igualmente, el derecho al salario justo y oportuno (cf. Dt 25,13-16); y todo ello, como formas de participación en los bienes por parte de toda la comunidad de Israel.
La Alianza no hizo sino expresar toda esta realidad fundante. Ella es la comunión entre Dios y los israelitas y entre los israelitas mismos, sin diferencias sociales y con el compromiso de comunicarse los bienes poseídos unos a otros. La misericordia, rasgo típico de Dios, no debería quedarse, por tanto, en una cualidad o disposición interior, sino ser una manifestación efectiva concreta de solidaridad, de asistencia y de bondad, que lleva a socorrer al prójimo en su necesidad; incluso, como un deber para con él.
La tradición sacerdotal, posteriormente, completó la labor legislativa con relación a la mejor distribución de los bienes en Israel estableciendo el peah o ángulo del campo que debía dejarse sin segar para que allí lo hicieran los pobres (cf. Lv 19,9-10), así como las tarifas reducidas en los servicios del culto, a fin de que los pobres pudieran participar en él plena y activamente, conforme a sus medios (cf. Lv 5,7; 12,8). Fué precisamente a dicha figura legal a la que debieron recurrir -como menciona Lucas en su Evangelio (Lc 2,22-24)- María y José.
Por su parte, los profetas se caracterizaron por su insistencia en la necesidad de renovar la fe en el Dios único y en las consecuencias que de ello se derivaban en orden a llevar una vida moral más coherente, de solidaridad con los necesitados, de denuncia de las injusticias y de defensa de los pobres.
Amós, uno de los más fuertes y directos, requirió con valentía, anunciando incluso graves castigos por parte de Dios, a cuantos no dejaran de obrar injustamente contra el pobre, a quienes no vivieran su tragedia ni simpatizaran con él encerrándose en la vana seguridad de sus posesiones, de su autosuficiencia y de su orgullo (cf. 8,4-6).
Así también Isaías I, su contemporáneo, condenó los abusos sociales y la falta de justicia de los dirigentes y de los acaparadores. Por el contrario, decía, al israelita, imitador de Dios, debería caracterizarlo la misericordia y la limosna (cf. 1,27).
Miqueas, igualmente, insistió en la responsabilidad de los líderes del pueblo con relación a los bienes en general, a causa del ejemplo que dan. Caracterizó el cohecho y la perversión de la justicia en perjuicio de los pobres por parte de esos mismos líderes (cf. 7,20).
Jeremías, así mismo, enfatizó las exigencias de las tradiciones legislativas de Israel y Judá con relación a la comunicación de bienes, señalando que ésta exige la protección de los necesitados (cf. 22,3) y la ayuda al pobre (cf. 22,16-17).
Ezequiel no hizo menos; no sólo defendió con ocasión del destierro la suerte de los pobres de Jerusalén (cf. 16,49-50) sino que exhortó al cumplimiento de las obras de misericordia a pesar del mismo (cf. 18,7-17) y denunció los abusos que aún en esas circunstancias existían (cf. 16,59-61), requiriendo volver a la Alianza (cf. 4,17; 47,14).
Isaías III, al final del exilio, insistió en que la Alianza había convertido a la nación en una hermandad, y que el culto que ella requería, más que ritos externos, debía manifestarse en la práctica de la caridad en el compartir y en crear las condiciones para el bienestar social y para una convivencia en paz (cf. 32,15-18; 58,3-4).
Zacarías y Malaquías enfatizaron la obligatoriedad de las obras de misericordia con relación a cuatro "clases" de pobres (el extranjero, el jornalero, la viuda y el huérfano.
También los escritos sapienciales, si bien menos orgánicamente, hicieron eco de las exigencias mencionadas. Globalmente podemos apreciar:
De Job, "padre de los necesitados" (29,26), se dice que practicó abundantemente las obras de misericordia (20,11-16); igual cosa se afirma de Tobías. En ambos escritos se encuentran, precisamente, las listas de obras de misericordia.
Los Proverbios señalaron que la riqueza de bienes materiales es de menor valor que la de bienes espirituales; pero que unas y otras deberían estar vinculadas, en cuanto a su uso, a un valor social que debería servirles de criterio y de motivación, consistente en el socorro del pobre y en la generosidad de la beneficencia.
El Sirácida, por último, insistió en que el sentido de la compasión debía acompañar el compartir de los bienes espirituales, al tiempo que contrastó al respecto, la actitud del avaro frente al "pobre de espíritu".
Otra línea teológica que se fué desarrollando en Israel fué la del Mesianismo. El mesianismo, que se fué gestando en Israel a partir de la fe y de la esperanza plasmadas en los relatos etiológicos del Génesis (el Paraíso) y de la llegada a la tierra prometida (Exodo, etc.), miraba nuevamente hacia Dios, quien establecería un Reino (cf. p. 94; 136s) en el que, a semejanza de la idealización del reinado de David, todos los hombres gozarían de paz, convivirían fraternalmente y se comunicarían mutuamente todos los bienes mesiánicos: la ausencia de toda especie de mal y de la muerte y la presencia de inconmensurable alegría, fecundidad y paz en toda la naturaleza.
Esta condición mesiánica, sin embargo, se debía ir anticipando por la "justicia" (cf. p. 220s), es decir, por un volver "al orden de cosas salvífico de Yahwéh", a la santidad ([57]).
En consecuencia, sin comunicación de bienes hoy no habrá "justicia"; por eso la comunicación de bienes deberá alcanzar y abarcar, inclusive, a todo el universo y a todos los campos, posibilidades, aspiraciones y necesidades que se refieran a todos los hombres.
Como puede verse, cuando de la "justicia" se trata Dios se muestra tan exigente que condiciona su Alianza, sus promesas más solemnes, a la práctica de la equidad y de la solidaridad en relación con todos, pero especialmente con los más necesitados.
Para Israel, con todo, una cosa era bien clara: que no se trataba -en ningún caso, como insistirá posteriormente en ello Jesús (cf. p. 94ss)- sólo de un referente ético, por más esencial y universal que fuera éste: que la sola comunicación de bienes, aunque arraigada en la socialidad humana y, más aún, exigida por ella, sólo alcanzaba su pleno sentido a la luz de la dimensión religiosa y de la relación con Dios. El NT vive también de esta experiencia:
En efecto, cuando se examina el Sermón de la Montaña se observa que entre las expresiones temáticas típicas del conjunto podemos destacar, precisamente, el mencionado paralelismo entre la antigua Ley y el nuevo Mandamiento de Jesús (Mt 5,21-48). Se trata de tres ejemplos de la "justicia evangélica", superior a la farisaica:
a) la exhortación a liberarse de los bienes terrenos, para ocuparse de los bienes celestiales, confiándose al Padre en lo que se refiere a las necesidades temporales (6,19-34);
b) las recomendaciones a ser benignos con los hermanos, a orar con confianza en Dios y a comportarse con el prójimo como uno desea que los demás se comporten con uno mismo (7,1-12);
c) la exhortación a comprometerse seria y concretamente a practicar las palabras de Jesús (7,13-28).
Por eso, cuando decíamos que, para Jesús, su Padre era lo central y definitivo de su vida (cf. p. 94s) y que al Reinado de su Padre le consagraba todo, queríamos afirmar también que sólo El es la fuente verdadera de la comunicación de los bienes; El mismo, quien da los preceptos y el que se erige en defensor de los débiles; El, el modelo de misericordia y quien establece las instituciones de protección del pobre y de la distribución de los bienes ([58]); El, quien, en definitiva, ha establecido la fraternidad, entre los israelitas ciertamente, pero también entre los hombres todos, haciéndolos sus hijos, a quienes revela su verdadera y última vocación (p. 160), a quienes ha entregado ya la ciudad futura (ib.), a quienes corresponde "ser perfectos como el Padre" (p. 132), obrando la justicia como El mismo es justo (p. 133) hasta llegar a ser totalmente santos como El (ib.) en plena y universal armonía (ib.), como lo caracterizamos a partir de la cristología sistemática. Es, pues, hacia El, primeramente, hacia quien los hombres deben convertirse, abandonando todo género de pecado que comporta la inequitativa, injusta y egoísta distribución actual de todos los bienes.
En concordancia con Jesús, a quien podemos llamar por todo esto, con plena propiedad (cf. p. 128-130), "Legislador de la caridad", la primera comunidad cristiana y particularmente los Apóstoles en sus cartas y en su propia vida testimoniaron la comunicación de bienes en sus comunidades y la exigibilidad de la misma:
Santiago, prosiguiendo las líneas esbozadas por el AT y por el mismo Jesús, condenó los abusos sociales originados en la falta de comunicación de los bienes, en la avaricia y en la injusticia de quienes acaparan las riquezas poniendo en ellas toda su ilusión. Era enfático al subrayar que la verdadera religión consiste en el servicio (1,26-27), y que para la Iglesia, sin lugar a ninguna duda, los pobres merecen un respeto bien especial en razón de su dignidad particular y propia (2,53), conforme al precepto "regio" del Señor (2,8).
Pedro incluyó dentro de los deberes sociales y en el marco de la caridad fraterna la comunicación mutua de los bienes, hasta hacerse -decía él- los unos para los otros sus "esclavos" (1, 5,5-6). Esta comunicación ha de brotar del alma (3,8) y manifestarse en la hospitalidad (4,9) y en el ejercicio para el bien común de los carismas recibidos por cada uno (4,8-11).
Las menciones de Pablo sobre la comunicación de bienes aparecen en todos sus escritos, sobre todo cuando se refiere a la colecta para subvenir a las necesidades de los hermanos de la Iglesia de Jerusalén. Citemos algunos de los textos en los que aparece cómo su inspiración no es otra sino el ejemplo de Jesucristo:
A los Tesalonicenses les expresa su alegría porque ellos viven esa intercomunicación que es el fundamento para una auténtica vida de comunidad (1, 5,14-15). Les dice, sin embargo, que todavía pueden vivir más plenamente la caridad "de unos para con otros y con todos" (3,12); que no pueden cansarse de hacer el bien (2, 3,13) y que la ociosidad de algunos riñe con la esperanza activa de la venida del Señor.
Los Filipenses, quienes habían sido especialmente generosos con él, reciben de Pablo su gratitud más personal y delicada. Tal comportamiento, les dice, fué signo del espíritu de caridad y de concordia que reina entre ellos y con el que siguen de cerca a Jesús.
A los Corintios les incluye el "himno de la caridad" en la primera Carta; y en la segunda, trajo el ejemplo de la colecta organizada para aligerar las necesidades de la Iglesia madre de Jerusalén, insistiendo en la doble dimensión del dar y recibir: "Vuestra abundancia, les escribía, alivie su escasez, para que así mismo su abundancia alivie vuestra penuria, de manera que haya equidad" (2, 8,13s), a ejemplo del Señor.
También a los Gálatas les hizo mención de la colecta, insistiéndoles en el sentido de servicio que ella tiene (2,10), a semejanza del servicio de Cristo. Al cristiano, les dice Pablo, le han confiado ayudar a los demás a llevar sus cargas (6,2). Y, para reforzarles el argumento de su enseñanza sobre la mutua comunicación de los bienes, pone el ejemplo del catecúmeno y de su catequista (6,6).
Igualmente, en la carta a los Romanos prosigue su razonamiento acerca del tema (15,25-27) y propone la comunicación de bienes dentro del contexto de la unidad del Cuerpo de Cristo; por eso, ella debe realizarse con alegría y liberalidad (12,8).
En las Pastorales, por último, dió instrucciones en orden a la comunicación de bienes: a propósito de la asistencia a las viudas (1 Tm 5,3-5) y de la hospitalidad (2 Tm 3,2; Tt 1,8), por ejemplo.
En cuanto a las Cartas de Juan y a su Apocalipsis, frecuentemente insistió el Apóstol a quien se atribuyen estas obras en la caridad fraterna: ella es el "mandamiento nuevo" (1 Jn 4,20-21) y el banco de prueba para juzgar acerca del amor interior a Dios. La comunicación en los bienes espirituales es exquisita forma de caridad, aunque no la única, pues han de ponerse a disposición del hermano también los bienes de este mundo, así como la corrección fraterna (Ap 2,1-5) y la hospitalidad (3 Jn 5).
Situación bien interesante, a este respecto, presenta la experiencia relatada en los Hechos de los Apóstoles. Veamos un poco más en detalle el asunto, dadas sus implicaciones para la comprensión doctrinal canónica, y no sólo moral, de nuestro c. 222.2:
Como bien se recordará, el libro de los Hechos describe el episodio de los "bienes en común" (cf. nota 49 del capítulo 6) por parte de la Iglesia de Jerusalén. Obsérvase bien que se trató entre los primeros cristianos de una forma de "comunicación de bienes" del todo especial: Según dichos textos (cf. 2,44-45 y 4,32.34-37), durante algún tiempo existió allí este sistema de "comunidad de bienes", y que éste se difundió (seguramente y también dentro de ciertos límites y condiciones) a otras comunidades fundadas por los Apóstoles.
Tales situaciones, al parecer, tuvieron origen en el fervor con que abrazaron la fe cristiana los primeros fieles, no sin dejar de hacer mención de otras razones fundadas en la escatología, presentes en esos primeros cristianos.
El efecto inmediato de esta experiencia de la Iglesia de Jerusalén fué la depauperación de sus miembros. Para socorrerlos se organizaron, precisamente, las colectas en otras Iglesias (11,30; cf. 1 Co 16,1; etc.).
Auncuando la experiencia terminó de esta manera, todavía quedaban referencias, o al menos rememoraciones de esta práctica incluso en la Didaché (8,1) de finales del s. I (para citar sólo un texto bien antiguo y por no mencionar la innumerable cantidad de textos, no sólo de la Patrística sino del conjunto de los Padres de la Iglesia) que la siguieron presentando como deseable para todos los cristianos y no exclusivamente para ser practicada por las primeras formas, comunidades u órdenes, "religiosas" (cf. infra).
En efecto, a lo largo de la historia, y ya desde el medioevo expresamente, diversas sectas presentaron esta experiencia de los bienes en común como un ideal que debía ser alcanzado y expresado por la Iglesia universal. Cuando nos referimos, entonces, a esta praxis de esas primeras comunidades de cristianos nos hallamos ante una experiencia realizada, sin duda, con los mejores deseos y fines, pero que fracasó por responder muy seguramente a un idealismo exagerado e inexperto.
Pero no era lo mismo "poseer todos los bienes en común" y "comunicar los bienes". En efecto, por entonces, todavía no se había logrado comprender claramente que se trataba de cuatro situaciones bien diferentes, a niveles de realidad distintos, a saber, el primero, que todos los bienes han sido creados para uso de todos los hombres; el segundo, que, en consecuencia, todos los bienes existían para ser comunicados; el tercero, -sobre el que, por entonces, al parecer había unanimidad al considerarlo así- que todos los bienes deberían ser poseídos en común por parte de todos los cristianos; y cuarto, que tal manera de comunicar los bienes debería ser considerada y realizada exclusivamente por unos pocos, que fueran llamados a una particular "vocación" -asunto sobre el que, como vemos por las notas, se fué paulatinamente haciendo claridad y restringiéndose su práctica ([59])-. En cambio, de tales experiencias un asunto sí quedó y permaneció bien claro para la Iglesia: la íntima y necesaria conexión que debe existir entre la "doctrina" (didaskalía), la "comunión" (koinonía), la "fracción del pan" (kláis tou ártou) y la "oración" (eulogía) (cf. He 2,42-47) de todos los fieles cristianos. Particularmente con relación a la "comunión", ella "es y significa, al mismo tiempo, una comunión en el espíritu, en la fe, en el cuerpo y en la sangre de Cristo y en el socorro a los pobres", como dice José Antonio SAYES ([60]).
Por eso se puede asegurar que, a partir de la experiencia de la Iglesia jerosolimitana no se ha de asentar que la posesión en común de los bienes corresponde a "un principio esencial del cristianismo" ([61]). Pero sí, como vemos, que ella pertenece a una manera "particular y peculiar" de asumir una actitud fundamental y característica del mismo (c. 222.2) en la que se conjugaron la fe, la esperanza y la caridad con la libertad, y que no se tenía que expresar (cf. pp. 250ss) única y necesariamente en ese tipo de "justicia" vivida por esas comunidades. Prueba de ello es, precisamente que, a dicha forma de justicia, por otra parte, a ninguno se lo obligaba practicar (cf. He 4,32.34; 5,1.3-4.7) ([62]).
Esta situación nos conduce a presentar una reflexión de carácter más general. Por supuesto, los únicos "principios esenciales" del cristianismo se ubican, como decíamos (p. 23ss) en el orden de la Revelación misma -de la fe-, y llevan consigo el ámbito de las realidades ontológicas en las que se insertan los denominados "correlatos" abiertos (relacionados con la ley natural). En ellos, como hemos dicho, se puede encontrar, sin duda, la tendencia hacia una solidaridad humana y fraterna (cf. p. 155; 166ss) característica del hombre en Cristo, que se expresa en una actitud, en razón del mismo don de Dios, de usar solidariamente los bienes y riquezas del mundo que Dios ha otorgado para beneficio de todos los hombres (Puebla 1148; 1150; 492), para que les sirvan de utilidad y provecho a todos y cada uno de los hombres y de los pueblos. En ese don radical se origina, entonces, el derecho primario, fundamental e inviolable de cada persona al uso de todos los bienes del universo, al que se subordinan otros derechos, como el de propiedad y el de comercio, e inclusive, la economía toda, aún la denominada "economía de mercado".
Con todo, la expresión canónica explicitada en el c. 222.2 no podemos ubicarla, per se, en ese ámbito ontológico. Se apoya, sí, en él, como vemos, como su pre-requisito (meta jurídico). Así como se apoya también, a su vez, en las consecuencias morales del ontológico-cristológico-antropológico (condición pre-jurídica para la existencia del c. 222.2). Por tanto, es necesario afirmar la existencia de otros ámbitos previos, el ontológico y el de la moralidad humana, éste último derivado del anterior y coherente con él (fundamentado en la ley natural y en los correlatos antropológicos derivados de la cristología), cuyas exigencias inmediatas se ubican en la línea de la "justicia", comprendida ya no sólo a la manera greco-romana, sino sobre todo y muy especialmente en la óptica evangélica ya explicada.
Vista así la justicia, se entendería por qué la comunicación de bienes es en el c. 222.2 un "precepto del Señor".
Está aquí -consideramos entonces- otro aspecto novedoso del c. Consiste ello, precisamente, en que la exigencia de la comunicación de bienes con los pobres para los fieles cristianos no es simple "deducción" lógica de la exigencia de la solidaridad humana y de las exigencias de justicia a la greco-romana (a la manera de consecuencias y concreciones de dicha justicia elaboradas por la razón humana mediante los avances efectuados en la conciencia humana ante las urgencias del mundo: la historia), sino que se remonta explícitamente a un "precepto del Señor" que, como vimos, es de "segundo grado" del derecho divino (cf. p. 88; cf. nota 68 del capítulo 2) en la catalogación allí presentada.
Ahora bien: Si no se entiende la "justicia" en este sentido evangélico, tanto la misma ley natural humana, aunque abra de por sí posibilidades a la solidaridad, como la misma reflexión humana, aunque llega a concluir la razonabilidad tanto de la justicia social como de la solidaridad como expresiones de dicha justicia, no se podrían poner como fundamento suficiente y único para exigir la obligatoriedad moral y jurídica de la comunicación de los bienes, al menos en el ámbito de la existencia cristiana, que tiene exigencias y condiciones de otro orden ([63]).
Por eso, desde el comienzo mismo de su presencia en la historia, la comunidad cristiana creyó necesario que, dado el ámbito ontológico/antropológico/eclesiológico a partir del cual se explicita en forma nueva el ámbito moral, se recogieran tales exigencias morales directamente deducidas del obrar de Cristo, su "Maestro y Señor" y, en las circunstancias propias de su momento histórico, fueran propuestas como comportamientos propios, necesarios y característicos de los fieles cristianos en la comunión eclesial, llegándolas a sancionar inclusive como "regla" (= canon) obligatoria, como ley eclesiástica (ámbito jurídico canónico).
Este ámbito canónico, a su vez y por consiguiente, puede producir y produce de hecho varios niveles o extensiones de exigencias: un primer nivel, general, como sucede en el caso de nuestro c. 222.2, que reproduce las intervenciones de quienes poseen en la Iglesia la potestad suprema y universal (cf. cc. 331ss; 336ss). Pero pueden ser más determinados (segundo y posteriores niveles), cuando señalan la aplicación del primero: a) a los diferentes tipos de funciones y de grupos a los que se quiera enfatizar y precisar el mandato (cf. p. 320ss; cf. cc. 35ss; 48ss; 342ss; etc.); b) cuando se toman decisiones más particulares, como puede ocurrir en el caso de una Diócesis, o de una Región pastoral (dígase, por ejemplo, el caso de una Conferencia Episcopal: cf. p. 341ss; cf. cc. 386ss; 439ss; 447ss).
En consecuencia, como nos muestra el caso del c. 222.2, no en todos los cc. del Código ocurre este mismo proceso descrito. Y ello obliga a hacer en cada caso un análisis de los diferentes estratos que pudieran estar presentes en el c., y que la normativa eclesial quisiera reproducir ([64]).
Para concluir este asunto, a propósito de la apreciación del Profesor P. A. García, nuestra investigación demuestra que la acción por la justicia -la cual lleva consigo la "comunicación de bienes"- no sólo es del todo conveniente con la existencia cristiana: en ella consiste precisamente la existencia cristiana, porque en ella estriba el proyecto de Dios para el hombre, que, de no realizarse, el hombre queda radical y evidentemente mutilado. "La tradición cristiana nunca ha sostenido este derecho (de propiedad) como absoluto e inviolable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes" (LE 14; cf. GS 69; CA 6; Puebla 492).
Por eso afirmamos que los contenidos del c. 222.2, en razón de su implicación en la justicia de Dios, así no hayan sido definidos como "dogma" de la fe o como una solemne y definitiva actuación del Magisterio relativa a la moral (cc. 750; 752; 754), son, sin duda, pertenecientes al depositum fidei, cercanos a la fe, ciertamente "doctrina católica", por lo menos, y su no realización pone en severo peligro la salvación; y ello lo podemos afirmar especialmente en razón de la misma praxis canónica de la Iglesia a lo largo de los siglos, y de su vigente codificación en el c. 222.2 ([65]).
La historia de las instituciones canónicas ([66]) confirma cómo la praxis cristiana tomó en serio el llamado de los profetas y de los textos sapienciales recogido en las Bienaventuranzas. María es figura de la Iglesia en este aspecto (cf. Lc 1,52s). Todo aquel que quiera ser discípulo del Señor, debe compartir sus bienes, así sea conservando la propiedad (=administración) de lo necesario para sí y los suyos, o, también, renunciando, incluso, a toda propiedad sobre los mismos. Actitud interior, sí; pero que no sería auténtica, si no se tradujera en el compartir efectivo y afectivo.
Pero prosigamos nuestras precisiones con relación a la comunicación de bienes recordando que s. Tomás trató acerca de la limosna dentro de su exposición sobre la caridad, auncuando advertía ya que ella era una acción simultáneamente de la "justicia" (era dar de lo "superfluo", en el sentido bien particular que tiene en él esta expresión), de la "caridad", de la equidad y de la solidaridad ([67]). León XIII, por su parte, en la RN utilizó la expresión "comunicación (cristiana) de bienes" a partir de la expresión empleada por s. Pablo (cf. 2 Co 8,8ss) y la señaló, igualmente, como íntimamente ligada a la caridad, al amor al prójimo.
Ahora bien, para cierta comprensión del Derecho, a secas, como veremos (p. 280ss), éste crea vínculos entre las personas; pero no necesariamente crea entre ellas intimidad. La justicia, según la amplia comprensión a la que hemos aludido (cf. p. 220ss), da lo debido; no está, de hecho, limitada por fronteras (auncuando existe ciertamente una sociedad internacional fundada en el derecho); pero sí insiste en el derecho del otro.
La caridad, por el contrario, que ha de "informar" al Derecho canónico, acerca; da, incluso, de lo que es necesario para vivir, por ejemplo. Es universal, desplegándose más allá de fronteras de raza, clases, pueblos o religiones y vinculando a todos más allá del puro Derecho. Esto, para la Iglesia y su Derecho canónico, como se puede ver, es del todo fundamental.
La caridad realiza por completo la justicia (cf. p. 227ss) porque la trasciende. Cuando falta la caridad, el derecho mismo se pervierte. La caridad auténtica comienza, sin embargo, siendo justa, reconociendo los derechos del otro, como punto de partida para una verdadera amistad. La caridad contiene la justicia y la provoca, pero no necesariamente ocurre al revés.
Ahora bien, la relación de la caridad con el asunto social considerado en su conjunto hace unas nuevas exigencias, nada fáciles de realizar, por otra parte. Ella considera al hombre, individual y colectivo, como capaz de amar, y que también en la dimensión del amor ha de realizarse el bien común, pues es el factor que crea una verdadera sociedad en la que los derechos de los individuos y de los grupos, así como los diversos papeles que ellos desempeñan en su seno, se armonizan y son fecundos, a pesar de las tensiones propias de la existencia diaria.
Esto hace ver la importancia que tienen el reconocimiento de normas comunes, la educación de la conciencia, el dominio de la propia conducta, la creación o renovación de instituciones que preserven la cohesión social, etc. Pero, por encima de todo ello, el amor: el amor que no desprecia a ninguno, por más sencillo, enfermo, débil, pobre o pecador que parezca. Conforme a esto:
- Se puede dar más de lo exigido, como advertía Juan el Bautista: "El que tenga dos túnicas, que las comparta con el que no tiene" (Lc 3,11); o como enseñaba el mismo Jesús: "Al que te pide, dale, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda" (Mt 6,42).
- También se puede entregarlo todo, como también lo insinuó Jesús al joven rico (cf. Mt 19,16-22).
- Hay que aprender a dar, pero también a recibir. Dar y recibir son dos acciones íntimamente ligadas. S. Francisco DE ASÍS ya lo decía: "dando es como se recibe". La educación de la conciencia moral para compartir debería incluir, por eso mismo, no solo el dar sino también el recibir. Todos podemos aprender a dar y a recibir. La fe, por ejemplo, o el tiempo, o un consejo... Aprender a dar, hoy, cuando tantas veces la limosna es considerada "obsoleta", "perjudicial para la Iglesia", "fomento del paternalismo".
Pero, así mismo, aprender a recibir. La comunicación no se puede establecer en una sola dirección. Cuando se recibe algo de alguien, detrás de lo que se recibe, se recibe a quien lo dió. Recibir es una actitud del corazón, la actitud de saber recibir a Cristo, precisamente. Tampoco es fácil recibir, sobre todo cuando el orgullo ha arraigado tanto entre los hombres, porque quien recibe se siente comprometido a dar, o porque quien recibe desconfía del que da... Aunque no es menos cierto, según la expresión del Señor, que "mayor felicidad hay en dar que en recibir" (He 20,35) ([68]).
- El cristiano tiene siempre algo muy propio suyo, que puede comunicar a los demás. Su fe en Jesucristo. A partir de ella, que da sentido pleno a su vida y a toda la historia de la humanidad, expone a los demás, con serenidad pero sin temores, su "verdad" sobre la Iglesia y sobre el hombre: la cristología que ilumina su eclesiología y su antropología, y, desde ellas, el actuar moral, es decir, las exigencias de su fe en orden a la conducta personal y social, y, en concreto, respecto a la comunicación de los bienes -materiales o no-, conforme a lo que expuso Jesús en la parábola del juicio final (cf. Mt 25,31-46).
- Entre los modos y formas de comunicar los bienes, a lo largo de la historia de la Iglesia se han experimentado las siguientes, para citar ejemplos de ocasiones para hacerlo: a) la limosna y el diezmo: instituciones antiquísimas, según hemos constatado por el AT; b) las colectas y formas similares de solidaridad, práctica que vimos realizada ya en comunidades paulinas en favor de la Iglesia de Jerusalén; c) la comunidad de bienes, experimento iniciado en la misma Iglesia madre de Jerusalén (cf. He 2,44-45; 4,32.34-37); d) en nuestros tiempos, el ofrecimiento de servicios profesionales, universitarios o no, mediante los cuales se ponen al servicio de la sociedad las capacidades intelectuales y prácticas -asociadamente o no- incluso por parte de personas casadas.
Johannes SCHASCHING sj. ([69]), subraya, en línea con el Magisterio más reciente de la Iglesia acerca de la justicia social y de su intrínseca relación con la comunicación de bienes, la necesidad actual de la solidaridad.
A la calificación de "utópica" que sectores opuestos dan a la doctrina social de la Iglesia, en su conjunto, y en particular, a la "solidaridad", reclamada especialmente por la encíclica LE, responde presentando tres "desafíos" ante el año 2000, a los que la solidaridad es respuesta adecuada:

1. el futuro del trabajo:
"si todos los grupos que intervienen en la vida económica se unen en un solo esfuerzo coordinado y conciertan un pacto de solidaridad que supere el desempleo -([70])-";

2. la miseria del tercer mundo:
"No desconoce en absoluto que son necesarios, por parte del tercer mundo, presupuestos eficaces y corresponsabilidad. Sostiene la opinión de que visto a distancia el problema del tercer mundo, sólo puede ser resuelto con una progresiva incorporación de estos países a las relaciones económicas universales. Y es precisamente por esto que tiene la convicción de que sólo es posible esta inserción si por parte de los países industrializados se llega a un nuevo 'pacto de solidaridad" que no esté determinado por mecanismos o egoísmos, sino ante todo por la responsabilidad hacia la humanidad";

3. la cuestión de la vida y de la supervivencia:
"¿puede asegurarse esta responsabilidad de las generaciones y del futuro de nuestro mundo por medio de mecanismos económicos, o bien necesita de un comportamiento solidario consciente de parte de la generación actual?... Es justamente este miedo el que ha dado origen a los movimientos masivos en favor de la paz. Si se demuestra el mecanismo de la creciente intimidación como insuficiente, ¿cuál es la alternativa que queda? Sólo puede existir el camino del desarme bilateral. Esto sólo es posible si las grandes potencias siguen la vía de las negociaciones, si derriban los recelos y las ansias de poder, y si en cada paso, por pequeño que sea, tienen como objetivo la solidaridad".

En la última parte de su trabajo, el P. Schasching propone ocho "espacios" o vías de aprendizaje y experiencia que conducen a la cultura de la solidaridad "gradual, afectiva y efectiva":
- el matrimonio y la familia;
- la escuela y la educación;
- la misma generación joven;
- 'las estructuras intermedias de la población' (comunidades locales, agrupaciones profesionales, empresas, grupos de estudio, asociaciones libres, grupos de tiempo libre, instituciones de formación, etc.);
- el 'ámbito político' (la autocrítica de los partidos políticos, la legislación, la administración y la jurisdicción, el comportamiento personal de los mandatarios políticos) ([71]);
- el voluntariado, como experiencia de benevolencia y de ayuda al prójimo;
- los medios de comunicación social;
- y la Iglesia, que -termina diciendo el P. Schasching-
"dispone en su depositum fidei de un elevado número de afirmaciones para el establecimiento de la solidaridad entre los hombres. Estas no se sitúan de ninguna manera al margen del mensaje religioso, sino que pertenecen a su fundamento interno. Amor al prójimo, caridad, responsabilidad no son en absoluto simples preceptos respecto a este mundo, sino que tienen una referencia inmediata a la salvación... Se concretiza en las iglesias locales y en las comunidades".
A todos ellos debemos, sin embargo, agregar otro “espacio”: los mismos pobres. Su dinamismo en orden a la solidaridad no es muy conocido. Ellos pueden enseñarnos cómo muchas tendencias actuales vigentes deben ser cambiadas en lo económico, social, cultural y político. Sobre todo, si se continúan excluyendo los más pobres de la elaboración de los proyectos que los conciernen, ellos no recibirán realmente un beneficio esencial. Por eso, la solidaridad es un proceso de permanente aprendizaje en el que mucho, en verdad, está por construir, y, en particular, saber dar responsabilidad y escuchar la opinión de los pobres, creando los medios integrales para desarrollar y fortalecer una auténtica democracia.


Conclusiones del capítulo:

En la vida de Jesús, y especialmente en su muerte en la Cruz, se indica el proyecto de Dios para el hombre, consistente en la instauración de su Reino en la historia humana. De ella derivan para cada uno de sus discípulos una serie de consecuencias y exigencias:
- el compromiso -deber y derecho- de la construcción histórica del Reino de Dios;
- deriva, igualmente la urgencia de luchar por una "justicia" que "re-crea", en el sentido de la justificación de la persona humana gracias a su fe expresada en el amor y que origina una nueva forma de convivencia entre hermanos, todos "hijos de Dios" en el Hijo;
- la obligación de optar, en la práctica, por el "pobre";
- que este camino de exigencias es posibilitado por el Espíritu de Jesús resucitado;
- que en la acción tendiente a "re-crear" la situación total y a cada individuo, debería estar presente el anuncio de la Buena Nueva del Reino y la denuncia de cuanto impide que el hombre sea plenamente "hijo de Dios". Para ello es obligatoria la conversión personal y la disposición a la aceptación del hermano;
- que la justicia ha de ser una actitud cotidiana, histórica, una actitud permanente, como lo fué en Jesús, y ha de ser realizada también "por Jesús";
- que el seguimiento de Jesús, es decir, "hacer la justicia" y procurar la reconciliación universal, es tarea indelegable de la Iglesia.
S. Agustín de Hipona (c.a. 400), discípulo de s. Ambrosio, definió la justicia muy peculiarmente: "socorrer a los desgraciados", es decir, que la dádiva al pobre no sólo justifica ante Dios, sino que, junto con las otras virtudes cardinales, la justicia trata de reconocerle a cada uno lo suyo, y en el caso del pobre, de restituirle su derecho, una deuda contraída con él en nombre de la "justicia". Por eso llegó a señalar:
"Si dieses lo que es tuyo, sería generosidad. Como das lo que es de él (de Jesús presente en el pobre), es una simple restitución" ([72]).

A pesar de que particularmente los católicos tengamos que reprocharnos muchas cosas en materia de sensibilidad social, el haber cerrado los ojos ante cotidianos e injustos hechos, el haber guardado tantos cómplices silencios y el haber asumido débiles tomas de posición ante gravísimas situaciones, los acontecimientos que se pudieran exhibir a todo lo largo de su historia nos mostrarían bien a las claras que, con relación a lo social, el Pueblo de Dios no ha estado, sin embargo, de ninguna manera ausente. Fué por ello que el Concilio Vaticano II señaló en forma sintética cuanto venimos diciendo en su texto de GS 72 al que tantas veces hemos hecho referencia, y expresó en forma certera la relación indisoluble del asunto con el Reino de Dios que motiva "un amor más fuerte y más puro... para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad".
Como bien nos podemos dar cuenta todo el planteamiento que hemos ido desarrollando, razonable y bien intencionado, es simplemente una propuesta a la libertad y a la conciencia del hombre "naturalmente cristiano": se pretende ofrecerle una explicación y justificación del c. 222.2 que lo motive desde el punto de vista moral y canónico al cumplimiento de esta norma en su contenido tanto racional como evangélico.
Ahora bien, a partir de cuanto hemos afirmado a lo largo de este capítulo sobre teología moral bien se podrá observar que, en orden a la comunión fraterna, a la conversión y a ese ser guiados por el Espíritu, el Derecho canónico presta unas ayudas bien típicas:
Primeramente, por su enraizamiento y fundamentación en la cristología, es un instrumento de discernimiento para encontrar la voluntad de Dios respecto a su Reino y a su justicia, y, en concreto, para conocer en qué ha de consistir su compromiso con la realidad temporal. En medio del actual torbellino de ideas, de ideologías y de problemas, es relativamente fácil la desorientación; la debilidad humana y los mismos problemas reales de los fieles se unen a ese torbellino, para dificultarles su orientación. En su ayuda vienen, entonces, las leyes de la Iglesia, como el caso del c. 222.2 que estamos tomando como modelo.
Se trata, en nuestra sencilla opinión, de profundizar en una grave y urgente necesidad de todo el Pueblo de Dios, y no sólo del Latinoamericano, que, además, se impone revalorar: en efecto, si no se conoce la norma canónica y si ella no es tutelada y aplicada por todos, principalmente por los Pastores, no se estará dando suficiente aprovechamiento a un Código que, por definición, se considera instrumento indispensable al servicio del crecimiento de la comunidad eclesial al favorecer de forma concreta la "comunión" en la vida y en la misión de la Iglesia.
Todas las leyes canónicas, en cuanto leyes de la Iglesia, tienen su principal raíz en el Evangelio, y de ello da muestras claras el c. 222.2. La Teología Canonística debe subrayar, precisamente, no sólo la "racionalidad" expresada en las exigencias naturales de justicia de las leyes canónicas, sino su coherencia con la Ley divina, y, particularmente -por ser "de" la Iglesia- con la Ley del Evangelio.
Igualmente, para la comprensión y la aplicación de este canon deben emplearse como principales criterios de interpretación los suministrados por la fidelidad a la verdad revelada como es propuesta a los fieles por el Magisterio ([73]), y especialmente lo que luego se dirá sobre los temas relativos a la moral social (cf. p. 329s).
Aún más, pensamos que los actos jurídicos ordenados por el c. 222.2 son "conformes a la exigencia de la fe y promueven su expresión en la vida" y que se trata precisamente de uno de los pocos cánones en que se menciona un particular "precepto del Señor" que viene a enfatizar el carácter de "precepto particular y determinado" que, aún teniendo presente la acogida general que exige todo el Código, "se pide (a los fieles) considerarlo como moralmente obligatorio en conciencia" ([74]), así no haya sido "definido dogmáticamente".
La reflexión teológico-moral sobre lo social pertenece al ámbito de la evangelización. Se trata de una reflexión orientada a la acción; pero una y otra deben ser interpretadas e iluminadas por el Evangelio que ha sido anunciado a los pueblos por medio de la Iglesia a través de los siglos. Por eso mismo, debe tenerse en cuenta la experiencia de la Iglesia en la interpretación de los problemas sociales de cada momento.
Toda la actividad de Jesucristo, como así mismo debe serlo la de la Iglesia, estaba orientada a la "justicia" de todo el hombre y de todos los hombres (c. 1752), lo cual lleva consigo la total realización de la promoción humana y del Reino de Dios, sin confundirse ambos planos, pero sin separarse uno del otro. De ahí que capítulo esencial de su enseñanza sea la dignidad de la persona humana y la promoción de los derechos fundamentales humanos, y sean éstos principal criterio de su acción.
La Iglesia hace parte también de la humanidad. Comparte con ella sus experiencias de violencias, hambres, tensiones, dudas, subdesarrollo, terrorismo...; pero no cesa de trabajar con ahínco y en colaboración con "todos los hombres de buena voluntad" ([75]), fuerzas vivas y operantes del mundo actual, por establecer diálogos respetuosos y acciones eficaces que logren desterrar dichas problemáticas mediante acuerdos programáticos y operativos.
Ante los problemas de miseria y otras formas de injusticia -hambre, desempleo, marginación, desigualdades...= los "pobres" del c. 222.2- saben los cristianos que han de ejercer una lucha frontal, con altura y con razones, en favor de la justicia y de la solidaridad sociales, compartiendo, incluso, sus propios bienes ([76]).
La acción concreta en este campo requiere la formación constante de la conciencia cristiana, particularmente de la conciencia de cuantos deben vivir en el mundo de la política, de la economía, etc.: asumiendo desde su profesión responsabilidades más o menos inmediatas y precisas en la gestión de estos asuntos. Deben ellos formar una conciencia cristiana recta, que incluya los aspectos científicos y políticos, morales y espirituales, que les permitan desarrollar sus propios roles. Tarea que a los laicos compete de una manera tan especial (cf. p. 322).
El rostro de una comunidad pobre y misericordiosa, siempre dispuesta -la primera- a poner en práctica el Sermón de la Montaña, ha sido característica de una Iglesia que, mediante sus obras sociales de caridad y de asistencia, ha ofrecido su servicio a todos; y, en sus públicas manifestaciones de petición de perdón, ha reconocido sus infidelidades al mismo y los errores que ha cometido a lo largo de su historia -sobre todo reciente- cuando ha ofendido a esos mismos hombres que está llamada -la primera- a servir. Porque, como lo hemos visto a lo largo de toda esta sección, la práctica del mandamiento del amor y de la misericordia "la urge" como el criterio de acción fundamental para todo aquello que, conforme al espíritu del Evangelio y al precepto del Señor, concede prioridad a los pobres: amor preferencial que debe volcarse sobre la muchedumbre de los hambrientos, de los mendigos, de los carentes de techo, de cuidados médicos y, sobre todo, de los carentes de esperanza de un mundo mejor.
Todos estos elementos anteriores, en su conjunto, son signo de la presencia del Reino de Dios en el mundo: en él se proclaman las exigencias de este Reino en la historia y en la vida de los pueblos como fundamento de una humanidad nueva; en él se promueve la integración total de todos en la sociedad como exigencia ética del mensaje evangélico de justicia social, solidaridad, amor y pobreza.
Por eso, el contenido del c. 222.2 podemos decir que es el término de un proceso en el que la reflexión de la razón iluminada por la fe en Jesucristo, confrontada permanentemente con las situaciones sociales en las diversas culturas en las que ella se ha elaborado, ha llegado a producir este breve y sencillo compendio del conjunto de las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia en materia de justicia, caridad y pobreza, ofrecido a los fieles cristianos con carácter de urgencia para iluminarlos en su camino común hacia el desarrollo, hacia su liberación integral, hacia su santificación.
En efecto, auncuando examinaremos oportunamente la relación de este c. con el 747.2 ([77]), podemos decir, precisamente en el ámbito de la teología moral, que la relación entre ambos permite encontrar cómo se refuerza el valor orientador de las conciencias que ambos poseen. Y más aún, que el mismo c. 747.2 introduce "canónicamente" los contenidos de la moral social, uno de los cuales es, precisamente, el que ordena el c. 222,2 (cf. p. 329s).
Finalmente, este c. 222.2, inscrito en el conjunto del ordenamiento jurídico de la Iglesia -como veremos más en detalle en el siguiente capítulo-, puede ser de múltiple ayuda para la orientación y motivación moral de todos los fieles, pues les explicita un asunto tan necesario como urgente hoy en día: No se trata sólo una actividad moral digna y coherente con el ser humano ("la naturaleza humana", de la que hablaremos en el capítulo siguiente, cf. p. 274), sino, de modo muy especial -como creemos estar demostrándolo por nuestra Tesis-, con el régimen de vida del que Jesús dió solemne testimonio y que dejó a sus discípulos como precepto suyo característico. Por esta razón última, este c. puede también ser capaz de motivar y de generar iniciativas -especialmente en los fieles cristianos que tienen responsabilidades sociales y políticas- en orden a obtener un mejor estar de todos los pueblos, y a establecer un ámbito fecundo para el diálogo entre la Iglesia y las sociedades nacionales e internacionales, asistenciales, no-gubernamentales, económicas y políticas.
Hemos hecho estas precisiones, como resumen del asunto, sobre dos temas propios de la teología moral: a) la "justicia social"; y b) la "comunicación cristiana de bienes", antes de proceder al capítulo final de nuestra Tesis, la reflexión propiamente canonística sobre el c. 222.2, sobre el sujeto y el objeto de la obligación allí legislada, y en la que incluiremos, como veremos, la historia de la redacción del c. 222.2, así como la crítica y las aplicaciones (actuales y posibles) legislativas y legales del mismo.



Notas


[1] Cf. R. Gutiérrez C.: El seguimiento de Cristo..., o.c. nota 26 del capítulo 1, 16-19; M. RUBIO: “La cristidad de la ética cristiana. Jesús de Nazareth, punto de referencia de los valores” en SaT 959 (1993) 495-510.
[2] Cf.CONGREGACION PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA: Orientaciones para el estudio y enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes (Orientaciones) (Roma 1988) 1cd.
[3] Cf. Ibid. 7.
[4] Cf. Juan Pablo II: Constitución apostólica "Ex corde Ecclesiae" sobre las Universidades Católicas (Roma 1990) 29c. Decía también al respecto el profesor Wilhelm ERNST, a propósito de la encíclica VS que, "con especial insistencia, la Encíclica señala que el servicio, que están llamados a ofrecer en la hora presente los teólogos moralistas (y ciertamente también quienes se dedican al ámbito de lo social han de recordar que pertenecen a su conjunto), ´es de importancia primordial, no sólo para la vida y la misión de la Iglesia, sino también para la sociedad y la cultura humana´ (n. 111). En todo lo que se dice aquí sobre el aspecto dinámico y sobre la dimensión espiritual y normativa con relación a las ciencias humanas, a la cultura ampliamente caracterizada por la técnica y las ciencias naturales, y a los procesos de decisiones en las democracias, los teólogos moralistas verán una exhortación y un estímulo a cumplir su responsabilidad intelectual, espiritual y pastoral en el campo de la investigación científica, en la profundización espiritual y en el anuncio pastoral en la Iglesia y con la Iglesia": "El servicio de los moralistas" en LORE 22 (3 jun 1994) 12. Algo semejante deberíamos advertir los canonistas en razón de nuestra peculiar misión en la Iglesia. El paréntesis es nuestro.
[5] Cf. Orientaciones, o.c. nota 2 del capítulo 6, 10; cf. Ex Corde Ecclesiae, cit. nota anterior, 19 y 20.
[6] Cf. Juan Pablo II: Encíclica Veritatis Splendor, o.c. nota 8 del capítulo 5, 46a.
[7] Cf. Orientaciones, o.c. nota 2 del capítulo 6, 8.
[8] Cf. Comisión Episcopal del Departamento de Acción Social del Celam (dir.): Fe cristiana y compromiso social (Bogotá 1983, 2a).
[9] Sobre la ambigüedad que caracteriza a nuestra actual coyuntura mundial "neoliberal", en la que los "valores económicos" del cálculo, la jerarquía, la rentabilidad, la eficacia, el poder de convicción, el trabajo, la disciplina laboral, etc. son enfrentados y generalmente gananciosos frente a los "valores político-culturales" de la solidaridad, la moderación, la participación, el descentramiento del propio interés, de la responsabilidad, del bien común, etc., cf. J. I. González Fáus sj.: "Conflicto de valores en la disputa en torno al Neoliberalismo" en AA. VV.: El neoliberalismo en cuestión (Bilbao 1993) 149-173. Desde la perspectiva del Magisterio nada mejor que ejemplificar al respecto con un párrafo de la Carta del cardenal Sodano, Secretario de Estado de la Santa Sede, al señor José T. Raga, presidente de la Junta nacional de las Semanas sociales de España, del 21 de mayo de 1994: "Nadie puede cerrar los ojos ante las estridencias de la situación actual: de una parte, los países ricos no saben qué hacer con sus excedentes agrícolas; de otra, el hambre hace estragos entre vastos sectores de la población en el tercer mundo. Resulta, pues, evidente, que la planificación del futuro agrícola no puede dejarse a merced de las puras leyes del mercado. Por ello, y a la vista de tantas contradicciones en el ámbito rural mundial, Europa debería jugar un papel más incisivo para ayudar a otros países a salir de esta crisis haciendo llegar de forma adecuada sus excedentes a las poblaciones hambrientas".
Y prosigue el Cardenal: "La Iglesia, lo sabemos bien, no es técnicamente competente en política agrícola, pero su doctrina social puede iluminar las difíciles cuestiones que se plantean, y puede ayudar a las personas responsables a encontrar vías de solución. ... Que esa Semana social contribuya... a ayudar a sus gentes en sus legítimas aspiraciones a una vida digna de ese nombre en la justicia, en la paz y en el respeto del mundo creado por Dios": en LORE 22 (3 jun 1994) 8, n. 7.
[10] Para una comparación entre la situación colombiana y la del resto de los Países Latinoamericanos, cf.: María Antonieta HUERTA - Luis PACHECO PASTENE: América Latina: Realidad y Perspectivas (Santafé de Bogotá 1992).
[11] Cf. Banguero, H. - Castellar, C.: La población en Colombia: 1938-2025: Una visión retrospectiva y prospectiva para el país, los departamentos y sus municipios (Cali 1993); Universidad Javeriana. Facultad de estudios interdisciplinarios. Programa Estudios de Población: Factores determinantes de los riesgos de mortalidad infantil y en la niñez en Colombia (Bogotá 1987).
[12] Departamento Nacional de Planeación: La incidencia del gasto público social en Colombia (Santafé de Bogotá 1994); Eduardo Sarmiento Palacio: Financiamiento y limitaciones institucionales del salto social (Santafé de Bogotá 1995).
[13] Sobre el tema recientemente encontramos tres enfoques. Uno que se dedica a presentar simplemente las tasas de desempleo, para dejar a los expertos sus análisis. El segundo, que se interroga cómo el desempleo puede ser un indicador de miseria. El tercero, que plantea la necesidad de un crecimiento económico sin pobreza. Veamos un poco cada uno.
Mirando la tasa de desempleo en los meses de marzo desde 1990 hasta 1996 en las siete principales áreas metropolitanas tenemos: 1990: 10.1; 1991: 10.7; 1992: 10.8; 1993: 9.6; 1994: 10.2; 1995: 8.0; 1996: 10.4 (equivalente a 580.201 personas). La Población económicamente activa, que incluye a las personas que tienen edad de trabajar y desean hacerlo creció 3.6% entre marzo de 1995 y marzo de 1996, es decir, se incrementó en 193.000 personas, de las cuales 149.000 están desocupadas. Los sectores de mayor desempleo son: la industria (descenso del 2.5%), la construcción (creó sólo 2000 nuevos empleos en 1995), la inversión (no creación de nuevos empleos en el futuro inmediato) y el comercio (descenso del 2.4%). Tales datos, tomados de la información más reciente proporcionada por el DANE (cf. El Tiempo, 20 de Abril de 1996, 1A, 4B y 5B, permiten "confirmar los indicios de desaceleración económica" y que "la fuerza laboral está creciendo más rápidamente que las fuentes de trabajo".
Por otra parte, Wall Street analiza el denominado "índice de miseria", suma simple de la tasa de desempleo y de la tasa anual de inflación. El ideal "electoral", consideran los expertos, es no sobrepasar los 10 puntos en la suma de ambas. En el caso colombiano -se conceptúa- "calcular el mismo indicador no es tan simple, por la sencilla razón de que nuestro país tiene una inflación estructuralmente alta, aunque estable, por lo cual los precios tienen un peso desproporcionadamente alto en la ecuación. Además, nuestra economía está 'indexada'..." "... para nuestro país se puede plantear como metodología de cálculo, la elaboración de una serie que no sume los valores absolutos de inflación y desempleo, sino una que detecte cambios en ambas variables, sin dar mayor valor específico a ninguna de las dos... Hasta finales de 1990, el índice de miseria varió erráticamente al rededor del punto inicial (primer trimestre de 1985), luego del ajuste económico monitoreado por el FMI... Coincidió con la apertura económica un importante descenso del indicador de miseria... En los dos últimos años, el avance en la materia ha sido nulo...": (Cálculos de Faxatiempo con cifras del DANE: El Tiempo, 20 de Abril de 1996, 6B.
Por último, la CEPAL señaló en un reciente planteamiento que es "el reto de la región saber combinar la estabilidad macroeconómica con la microeconómica impulsando la modernización de las pequeñas y medianas industrias. En América Latina es necesario llevar adelante una transformación productiva y para que esta sea posible y sostenible tiene que estar acompañada por la equidad... invertir mayores recursos en educación y capacitación, a fin de ser más preparados y competitivos": Oscar Altimira, en ibid. 5b.
[14] La "Red de Solidaridad" organizada por la Presidencia del Dr. Ernesto Samper ha proporcionado las siguientes cifras del primer año de funcionamiento de la misma: "El ICBF incrementó las raciones alimentarias para cerca de 900.000 niños. Se afiliaron 82.000 madres y 64.000 niños menores de un año al régimen subsidiado de seguridad social. 67.000 ancianos se beneficiaron con el programa Revivir con subsidios de habitación, alimentación y vestuario. La Red cofinanció 572 proyectos en materia de empleo para 42.400 personas. El Inurbe adjudicó 93.000 subsidios por 111.000 millones de pesos para vivienda social urbana. Para vivienda rural la Caja Agraria adjudicó subsidios a 111.000 familias": El Tiempo, 4 de abril de 1996, 1B. Mientras, en esos mismos días la televisión anunciaba que en lo que va del período presidencial, la "pobreza absoluta" se ha extendido a casi dos millones de colombianos más.
[15] Cf. Departamento Nacional de Estadísticas: Población y calidad de vida en Santafé de Bogotá 1995 (Santafé de Bogotá 1995).
[16] Cf. Presidencia de la República - Departamento Nacional de Planeación: El Salto Social (Santafé de Bogotá 1994): capítulo 5, II, 1, pg. 26. Ministerio de Salud: Análisis financiero del sector salud (Bogotá 1988).
[17] Ministerio de Educación Nacional. Oficina sectorial de planeación educativa: Estadísticas de la Educación (Bogotá 1990); id.: Plan nacional de desarrollo educativo (Santafé de Bogotá 1994); Alfonso, L. A.- Morales de W., G.: Indicadores para el diagnóstico de la educación (Bogotá 1990); Rodríguez C., A.: Estado y educación. Régimen y realidad (Santafé de Bogotá 1991); Vasco U., Carlos E.: "Educación, tema del tercer milenio" en Revista Credencial 51 (mar 1995).
[18] Cf. XXIX Asamblea Plenaria del Episcopado Colombiano. 26 nov. - 4 dic. 1973: Justicia y exigencias cristianas (Bogotá 1974).
[19] "Una muerte violenta cada 20,5 minutos" en El Tiempo (17 de mayo de 1996) 3A.
[20] Cf. Asamblea Nacional Constituyente: Constitución Política de Colombia (Santafé de Bogotá 1991); Organización electoral de Colombia: Estadísticas electorales. Asamblea Constituyente (Bogotá 1990); id.: Elección de Presidente y Vicepresidente (Santafé de Bogotá 1994); Hernández, P. A.: Mecanismos de participación ciudadana. Ley 134 de 1994 (Santafé de Bogotá 1994).
[21] Cf. Puebla, Capítulo II.
[22] Cf. Herazo, H.: Antología de los derechos humanos (Bogotá 1990).
[23] Cf. Bernal, J. R.: Contaminación del aire (Bogotá 1992); Rojas, G.: Política y legislación del medio ambiente (Bogotá 1979); Sorzano, L. G.: Por nuestro medio ambiente (Santafé de Bogotá 1992); Villegas, F.: Evaluación de contaminación social (Santafé de Bogotá 1994).
[24] Cf. Conferencia Episcopal Colombiana: XXXVII Asamblea plenaria del Episcopado Colombiano (Bogotá 1982) 12-13.
[25] Puebla 30.
[26] Ib. 31.
[27] Ib. 70.
[28] Cf. Francisco Javier URRUTIA: "El criterio de distinción entre foro interno y foro externo" en AA. VV.: Vaticano II..., o.c., nota 26 del capítulo1, 411-430.
[29] Cf. Rafael Gutiérrez, o.c. nota 26 del capítulo1, p. 35-36; Puebla 1157-1158.
[30] Puebla 326 y toda su Tercera Parte (563-1127). El Papa Juan Pablo II en su "Carta a los Obispos Diocesanos de América Latina" en: IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: Santo Domingo. Conclusiones (Santafé de Bogotá 1992) 3-4, señala que "estas conclusiones de la Conferencia... deberán ser actuadas en fidelidad a la disciplina canónica vigente". Las referencias al CIC en este sentido y en otros, en el Documento son realmente escasas: Santo Domingo 89= c. 604.1 al referirse a las vírgenes y otras personas de vida consagrada; Santo Domingo 213= c. 1055.2, para insistir en el matrimonio-sacramento. Ni siquiera se habla de él en sentido general, ni siquiera en el índice temático, cuando sí, con toda razón, por otra parte, sobre los "derechos" y sobre los "derechos humanos" (cf. Santo Domingo 180). ¿Tal situación de qué será indicio?
[31] Cf. Comisión Teológica Internacional: "Les chrétiens d'aujour d'hui devant la dignité et les droits de la personne humaine. 1-7 Dec 1983" en Gregorianum 65 (1984) 229-481, y las posteriores "tesis sobre la dignidad, así como sobre los derechos de la persona humana. 6 Oct 1984: Missio Ecclesiae", de la misma CTI, en EV 9, 1036-1063.
[32] Cf. Agostino MARTINI ofm.: "Il diritto nella realtà umana" en AA. VV.: Il diritto nella realtà umana..., o.c. nota 62 del capítulo 2, 3-68; Gianfranco GHIRLANDA sj.: Il diritto nel mistero della Chiesa. Volume I (Roma 1987-1988) 7-10; e id.: Introducción al derecho eclesial, o.c. nota 53 del capítulo 2, para el desarrollo de algunos de estos elementos..
[33] Aristóteles, por ejemplo, distinguía ya entre una justicia "general" (que se refiere a toda conducta humana en cuanto conforme con la vida moral, y que es de provecho para la sociedad), y una justicia "particular" (consideración propiamente jurídica, como "atribuirle a alguien lo que objetivamente le corresponde". La primera acepción ciertamente ya existía también en Platón.
La justicia, según Aristóteles, realiza una doble función, pues, por una parte, hace iguales a los sujetos al prescindir de las consideraciones meramente personales y al destacar el valor objetivo de los bienes; pero por otra parte adopta una característica distributiva cuando atribuye a los sujetos bienes y honores conforme a sus méritos y a sus capacidades personales.
Aristóteles, por otra parte, usó también el término epikéia. Por ésta entendía, en primer lugar, una norma objetiva de la justicia natural a la que debían conformarse las leyes. En consecuencia, si una ley fuera injusta, el legislador debería cambiarla y no hacerla cumplir. Pero en Aristóteles el término posee también el sentido de "virtud", y consiste en la renuncia voluntaria a lo que concede una ley, es decir, en la cesión del propio derecho.
[34] Dig. I,1.
[35] Auncuando queremos ser breves, es menester dedicar siquiera un párrafo a la profecía de Amós, que puede ser considerado un de los textos más antiguos de todo el AT, y que muestra un ejemplo de la actividad profética que se caracterizó por señalar que Yahwéh sólo acepta un culto religioso (oraciones, holocaustos, asambleas, fiestas, peregrinaciones, templos grandiosos, días de ayuno, etc.) cuando van precedidos de obras de justicia; de lo contrario en ellos El ve sólo hipocresía. No se trataba de ir contra el culto sin más.
Esto nos lleva a tener que formularnos la pregunta: ¿Cómo debían relacionarse Israel -como comunidad- y el individuo ante Yahwéh? Si nos referimos a los textos más antiguos, poco se habla de la justicia del hombre ante Yahwéh; más abundantes son los textos exílicos y post-exílicos. Se nota que hubo un cambio de mentalidad decisivo. Este cambio consistió en que el culto exigía una especie de declaración de lealtad a la ley de Yahwéh, una profesión de fe en él: era un preguntarles "acerca de su justicia", pues sólo los "justos" pueden entrar por las puertas del templo pre-exílico (Sal 15; 24; 118,19s): la justicia consistía en la disposición, por parte del israelita, de aceptar la relación comunitaria que le proponía Yahwéh), sino de la disociación que amenaza la verdadera vida religiosa (cf. Am 5,21-24). Véase al respecto el resto de nuestra exposición.
[36] Cf. G. Von Rad, o.c. nota 12 del capítulo 4, v. I, 453-467 y v. II, 189s, etc.
[37] Lo cierto es que, para muchos, la genuina comprensión general del Derecho canónico se basa sobre todo en la comprensión de "justitia" a la greco-romana. En nuestra opinión, el sentido salvífico, dado su carácter revelatorio y fundamental, de ninguna manera debería quedar extraño a la comprensión ni de la cristología, ni de la antropología, ni de la eclesiología, ni, por tanto, mucho menos, a la del Derecho canónico, en el sentido de "acción salvífica de Dios" que mira, como veremos (pp. 231ss), a condiciones concretas de las relaciones interhumanas, a partir de un ejercicio de la razón práctica iluminada por la fe cristiana, como defendemos en esta tesis.
Refrenda esta percepción Joze Krasovec cuando analiza el término sdq y señala que el término se refiere a una relación personal y no a situaciones frente a una legalidad concreta y objetiva, sino por derivación, no a una norma que regula las mismas divinidades coetáneas, sino un atributo del Dios de Israel, que posee, en consecuencia, una significación ética, que no se refiere a un orden cósmico sino a una relación personal y espiritual. Tal "justicia" de Dios es libre, interior, de bondad y de fidelidad de Dios y creadora, y no responde a la justicia humana, sino que ésta tiene su causa en aquélla. Por eso, decir justicia de Dios es hablar de la justificación interior del hombre injusto. Cf. J. Krasovec: La justice (sdq) de Dieu dans la bible hébraïque et l'interprétation juive et chrétienne (Freiburg-Göttingen 1988) 307-310.
Discrepa él, sin embargo, al señalar las causas de tal problema de interpretación. El problema de traducción, dice él, no radica en una oposición fundamental entre los idiomas y el hebreo original, sino que se trata del contenido del término hebreo empleado en función de su contexto teológico, equivalente tanto en el griego del Antiguo como del Nuevo Testamento, con la condición de valorar toda la Biblia no en su literalidad, y de que se identifique el lector con su contenido de fe en la común unificación recíproca entre la justicia de Dios y la justicia humana. Los presupuestos sobre Dios son idénticos en ambos Testamentos, lo que los diferencia, dice él, es la concepción de mesianismo y de la mediación entre Dios y el hombre. No existe tampoco distinción entre el don de la justicia y el donador de la justicia. Justos son quienes responden positivamente a la manifestación de la justicia de Dios por su fe, su canfianza y su fidelidad. En este sentido, el "justo" es siempre justo y pecador, no por una falta fundamental sino por el rechazo a los dones de la justicia creadora de Dios y de Dios en cuanto norma de su vida. En Pablo, dada su marcada intención escatológica, concluye diciendo el autor, no es suficiente la fe para lograr la intención final de la justicia como comunión definitiva con Dios; se requiere una metamorfosis tal de la existencia del hombre como sólo Dios la puede realizar: una fe es necesaria, por tanto, en la sola justicia de Dios y no en la confianza en la propia justicia. Cf. ibid.
Creemos, sin embargo, que el carácter sacramental del hombre como justicia de Dios y, en consecuencia, de que sus normas morales así como sus ordenamientos jurídicos, quedan tremendamente subvalorados. Por eso tendremos que insistir y volver frecuentemente sobre este elemento, a nuestro juicio fundamental para las condiciones de existencia no sólo de esta investigación.

[38] Pp. 170ss.
[39] Cf. más adelante pp. 249ss; 255s..
[40] Sobre la "opción por la liberación de los empobrecidos", cf. R. Gutiérrez, o.c. nota 26 del capítulo 1, 63-80. Puebla prefiere la expresión "opción preferencial por los pobres" (nn. 382; 707; 733; 769 y, sobre todo, 1134-1165).
[41] El subrayado es nuestro. Creemos resume bien lo que estamos diciendo acerca de la cristología narrativa y su relación con la moral de la justicia y de la caridad en general. Los textos citados en la nota mencionada ya fueron referidos en nuestro capítulo cristológico, especialmente al enfatizar y desarrollar el Sermón de la Montaña: Lc 3,11; 10,30ss; 11,41; Mc 8,36; 12,29-31. La cita menciona otros textos neotestamentarios como: St 5,1-6; 1 Tm 6,8; Ef 4,28; 2 Co 8,13ss; 1 Jn 3,17-18, que nos introducen, precisamente, en nuestro siguiente planteamiento, acerca de la cristología sistemática.
[42] Cf. SC 2.
[43] Cf. el desarrollo de la "autotrascendencia de la persona por el amor teocéntrico" como constitutivo de la vocación cristiana del hombre, en L. M. Rulla: Antropología de la vocación cristiana..., o.c. nota 26 del capítulo 1, 717; de igual modo, la o.c. en el 20 del capítulo 2, passim.
[44] Cf. Rafael GUTIÉRREZ C. sj., Cristo hombre perfecto..., o.c. nota 26 del capítulo1, 63-83.
[45] Estamos, sin duda, ante un reto original y propio del que los files cristianos debemos ser conscientes y ser decididos pioneros de su puesta por obra. Así lo ha comprendido, y nos alienta a todos, el Papa Juan Pablo II. Muestra de ello este indicativo trozo de su discurso al final del concierto ofrecido en la sala Pablo VI del Vaticano en la tarde del jueves 7 de abril de 1994 para conmemorar la "Shoah", el gran holocausto de millones de judíos: "Tenemos un compromiso, el único que puede dar, quizá, un sentido a cada lágrima que el hombre ha derramado a causa del hombre, y también justificarla.
"Hemos visto con nuestros propios ojos, hemos sido y somos testigos de la violencia y del odio que se encienden con mucha frecuencia en el mundo y lo inflaman rápidamente.
"Hemos visto y vemos la paz escarnecida, la fraternidad burlada, la concordia descuidada y la misericordia despreciada.
"Sin embargo, el hombre tiende a la justicia. Es el único ser de la creación capaz de concebirla. Salvar al hombre no sólo significa no matarlo, no mutilarlo y no torturarlo, sino también darle la posibilidad de saciar su hambre y sed de justicia.
"Este es nuestro compromiso. Nos arriesgaríamos a hacer morir nuevamente a las víctimas de muertes atroces, si no sintiéramos pasión por la justicia y no nos comprometiéramos, cada uno según sus propias posibilidades, a lograr que el mal no prevalezca sobre el bien, como sucedió a millones de hijos del pueblo judío.
"Es preciso, por tanto, redoblar los esfuerzos para librar al hombre de los espectros del racismo, la exclusión, la marginación, la dominación y la xenofobia; para extirpar también las raíces de estos males, que se introducen en la sociedad y minan los fundamentos de la convivencia humana pacífica. El mal se presenta siempre bajo nuevas formas; sus rostros son numerosos, al igual que sus lisonjas. Nos corresponde a nosotros desenmascarar su peligroso poder y, con la ayuda de Dios, neutralizarlo" (en LORE 16, 22 abril 1994, 15).
[46] Summa Theologiae II-IIae, q. 58, a. 5.
[47] La Sagrada Escritura, y, prosiguiendo su más genuina percepción, los Padres de la Iglesia, se plantearon desde los primeros tiempos este asunto, y en una forma inclusive radical.
Piénsese, por ejemplo, en cómo S. Clemente Alejandrino llegó a decir: "El uso común de todo lo que hay en este mundo destinábase a todos; sin embargo, debido a la iniquidad, uno dice que esto era suyo y otro dice que aquello era de él, y así se hizo la división entre los mortales". Se trataba de la invocación del "derecho natural" que habían ido reflexionando los juristas romanos, pero que, en su opinión, representativa de otros muchos textos y autores que pudiéramos citar (Juan Crisóstomo: Sobre la Epístola a los Romanos; Ambrosio: De officiis; etc.), no hace sino expresar que la intención primigenia de Dios respecto al hombre llevaba consigo la realización de una "justicia social" por medio de la cual todas las cosas son para todos los hombres: la apropiación social de todas las cosas. Mientras que, por el contrario, la apropiación personal -según esos mismos autores- era considerada, simplemente, una derogación de esa ley primitiva, consecuencia del pecado de los orígenes, que había despertado en los hombres instintos egoístas; dicha apropiación sería necesaria, pues una apropiación colectiva de los bienes sería causa de tremendas y graves tensiones, que amenazarían la supervivencia humana.
Subrayaron también, por su parte, la pertenencia de la justicia al designio original de Dios. Así lo podemos ver en el siguiente texto de S. Máximo el confesor, Abad, a Talasio (Cuestión 63): "Con la fuerza que comunica y con el conocimiento que otorga, el Señor conduce hacia el Padre a quienes con él quisieren avanzar por el camino de la justicia y seguir la senda de los mandatos divinos... Puesta, en cambio, sobre el candelero de la Iglesia, es decir, interpretada por el culto en espíritu y en verdad, la palabra de Dios ilumina a todos los hombres... No coloquemos, pues, bajo el celemín, con nuestros pensamientos racionales, la lámpara encendida (es decir, la palabra que ilumina la inteligencia), a fin de que no se nos pueda culpar de haber colocado bajo la materialidad de la letra la fuerza incomprensible de la sabiduría; coloquémosla, más bien, sobre el candelero, (es decir, sobre la interpretación que le da la Iglesia), en lo más elevado de la genuina contemplación; así iluminará a todos los hombres con los fulgores de la revelación divina" (PG 90, 667-670. Traducción de la Liturgia de las Horas, IV, o.c. nota 33 del capítulo 4, 200-201).
[48] Summa Theologiae II-IIae, q. 61, a. 1, ad 5 y ad 2.
[49] Para responder desde una posición ecuánime, nada artificial ni artificiosa, Tomás se explicó así con referencia a la opinión contraria a la "propiedad privada", que se fundamentaba en la "comunidad de bienes" como la condición ideal (cf. nota 255) requerida por el derecho natural: "La comunidad de bienes (cf. He 2, 41ss) era atribuida al derecho natural no en el sentido de que el derecho natural prescriba que todo deba ser poseído en común y nada como propio; sino en el sentido de que según el derecho natural no existe distinción de bienes, la cual es resultado de la convención entre los hombres, lo que se origina del derecho positivo. De allí se concluye que la apropiación individual no es contraria al derecho natural, sino que lo amplía por invención de la razón humana" (Summa Theologiae II-IIae, q. 66, a. 2, ad 1). Cf. Janko ZAGAR op: "Justice and charity in Rerum Novarum" en Ang 68 (1991/2) 149-171, especialmente 158-159.
[50] No existe acuerdo entre los autores respecto a si a ella, precisamente, aludía s. Tomás cuando hablaba de la "justicia general" o de la "justicia legal". Hay quienes citan algunos textos del santo en favor de sus posiciones. Otros, identificándola con la justicia distributiva, mencionan otros textos del mismo. Otros, por su parte, identificándola con la conmutativa, se apoyan en otros textos. El problema pareciera ser sólo de vocabulario; pero no es así.
[51] Decía el historiador de la Iglesia Daniel Rops que "la gran idea de nuestro siglo, que la economía debe estar al servicio del hombre, es el fruto de una Encíclica como la Rerum Novarum". Y el Papa Juan XXIII la denominó "temerosa pero en su conjunto valerosa y generosa atención de la Iglesia por el mundo del trabajo".
[52] Tales temas deben ser estudiados por la antropología jurídica y por la filosofía del derecho.
[53] La importancia de la relación entre trabajo y capital ha sido reiteradamente expuesta en los documentos de la Iglesia y en la reflexión teológica. Se trata de enfatizar en todos ellos hasta el máximo posible la importancia del trabajo con relación a toda la economía. En efecto: "... el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre", decía Juan Pablo II en la LE 3b, reiterando la expresión del Concilio de que el trabajo "es muy superior a los restantes elementos de la vida económica" (GS 67a). Tal idea nuevamente aparece en LE 7: "En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre"; expresión similar a la que aparece en la Encíclica de diez años después, 1991, CA 35b. Así también: "Mediante su trabajo el hombre se compromete no sólo en favor suyo, sino también en favor de los demás y con los demás... La propiedad... resulta ilegítima cuando no es valorada (adecuadamente) o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expresión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral (LE 14)... La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social (LE 18). Así como la persona se realiza en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos" (CA 43cd). Por eso el problema del empleo es el problema fundamental contemporáneo, un empleo adecuado para todos los sujetos capaces de él (LE 18). La "justicia social" pasa, necesariamente, por la resolución del problema laboral.
[54] Es bien significativo, al respecto, que es precisamente en la Declaración Conciliar Nostra Aetate 3b en donde encontramos una de las tres ocasiones en que el Concilio Vaticano II empleó la expresión "justicia social", al referirse a cómo ella debe ser buscada en colaboración ¡con los musulmanes! Las otras dos ocasiones se encuentran en GS, la una, para referirse a las desigualdades excesivas económicas y sociales tanto entre los miembros de una misma sociedad, como entre los pueblos (29c), y la otra, para insistir en el campo internacional de esas mismas desigualdades (90c).
[55] En relación con el asunto vale la pena recordar el reiterado planteamiento de la Iglesia renovado una vez más, recientemente, por S.S. Juan Pablo II en su Encíclica EV, en o.c. en nota 45 del capítulo2: "...es moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
"Los caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos y las distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con verdadera responsabilidad".
Y citando un trozo de su Discurso a la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (12 de octubre de 1992) prosigue: "deben además esforzarse en <>. Este es el único camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos”: n. 91ab, pp. 164-165. El subrayado es nuestro.
[56] Empleamos materiales de Ricardo RÁBANO E.: Teología bíblica de la comunicación cristiana de bienes (Madrid 1968).

[57] Otros textos proféticos que insisten en este criterio fundamental son: Is 1,11-17; Mi 6,6-8; Is 58,3-11.
[58] Son íntimas las relaciones que aparecen en los Evangelios entre la pobreza y la comunicación de los bienes. Jesús propuso la parábola de los talentos para enfatizar cómo la pobreza en general ha de ser cultivada por todos sus discípulos, a quienes corresponde, según la lección de la misma parábola, cuidar e incrementar los bienes confiados (cf. Mt 25,14-30). Misma idea que aparece entreverada en la parábola de las minas (cf. Lc 19,12-13.15-26). Pero no quedaría suficientemente expresada su enseñanza, si no se recordara que esa administración de los bienes implica también e indisolublemente, saber repartir: se debe ser un "buen" administrador (cf. Mt 24,45-51; Lc 12,41-48), a la manera de un buen padre de familia. Tal género de pobreza es distinto de aquél otro que implica la renuncia radical incluso a la misma administración de los bienes, y a la que Jesús invita a unos pocos (cf. Mt 19,16-22.27-29). El CIC, como veremos, recoge una y otra: la primera, en este c. 222.2; la segunda, al referirse a los Institutos de Vida Consagrada (p. 328ss) y al proponerla para los clérigos (p. 323). Cf., más adelante, p. 255.
[59] En época de Orígenes y S. Cipriano (s. III) no fué infrecuente que ascetas y vírgenes, manteniendo su vivienda todavía en sus casas y sin llevar un hábito particular, se pusieran bajo la dirección de un Obispo, uniendo a su castidad cierta pobreza, renunciando a sus bienes y dándolos a los pobres. Expresaban así cierta especie de "separación" del mundo. Fueron las primeras formas de vida consagrada, aún sin votos, de los que apenas comienzan a existir testimonios desde el s. V. Cf. Michel DORTEL CLAUDOT: Historia Institutionum Juris Canonici (Roma 1988. Ad usum studentium) 10-11.
[60] El misterio eucarístico (Madrid 1986) 86. Léase con la nota 119 ib. Ha de recordarse, en efecto, que ninguna noción jurídica fué más central, por entonces, en la historia de la primitiva Iglesia -hablamos, por lo menos, hasta c.a. 380- que la de comunión: primariamente refiriéndose a la relación de los fieles con la mesa del Cuerpo de Cristo del que comulgaban; pero, en razón de ser la comunión de una misma mesa de la que participaban, llegó inmediatamente a significar la relación entre los fieles mismos, expresada en la "pax", "concordia", "caritas" y la "communio" con toda la Iglesia. Era la consagración del derecho a la comunión del Cuerpo del Señor y del derecho a la comunión con todos los fieles y con el Obispo, cabeza de la Iglesia particular. Cf. M. Dortel-Claudot, o.c. nota precedente, 3-4.
[61] Esta es la apreciación del muy ilustre profesor A. García y García, quien en: Historia del Derecho canónico. 1. El primer milenio (Salamanca 1967) 70, afirma, precisamente, que la comunión de bienes "no (es) un principio esencial del cristianismo".
[62] De haber sido así, muy seguramente a ello se habría referido expresamente el Concilio de Jerusalén (cf. He 15,29). Según señaló A. Arnoldich, parece que también hubo sobre dicho comportamiento de los primeros cristianos un influjo de costumbres similares en Qumram: "Influencias de Qumram en la primitiva comunidad judío-cristiana de Jerusalén" en AA.VV.: XX Semana Bíblica Española (Madrid 1962) 179-185. Sobre el mismo aspecto, cf. Marcelo Del Verme: Communione e condivisione dei beni. Chiesa primitiva e giudaismo esseno-qumranico a confronto 1977 (Brescia 1978).
[63] Porque en tal caso se está tocando directamente el nivel ontológico-antropológico "en Cristo". Cf. Puebla 184 y, entre otros autores, M. Da Silva: "O princípio da destinaçâo universal dos bens na doutrina social da Igreja" en Revista de Cultura Teologica 6 (1994) 63-72.
[64] Piénsese en el caso de la constitución jerárquica de la Iglesia, en la que, sin duda, lo que puede expresar un c. al respecto se ubica aún más directamente en las proximidades del ámbito ontológico.
[65] Para citar sólo un estudio recientísimo al respecto, cf. Tony MIFSUD sj: "Economía de mercado. Interrogantes éticos para una acción solidaria" en Medellín 85 (1996) 89-168. Sobre la solidaridad, tema sobre el que haremos un énfasis, ib. 166-168.
[66] Cf. p. 256 y citas 60 del capítulo 6, etc.
[67] Hablando precisamente respecto a la propiedad es famosísima su "distinción": Si se llama propiedad a la facultad de administrar (facultas procurandi) o de dispensar (facultas dispensandi) los bienes, ciertamente está permitido a alguien "poseer algo en forma propia": se trata, en consecuencia, de "usar" los bienes, pero esos bienes son "comunes", y así, quien los "posee" debe cederlos fácilmente a quienes los necesitan: "En cuanto a la facultad de administrar y de dispensar es lícito que el hombre posea cosas como propias; en cuanto a su uso, no debe el hombre tener las cosas como propias sino comunes y debe estar dispuesto a comunicarlas con facilidad".
[68] El versículo entero, tan conocido, dice: "En todo os he enseñado que, trabajando así (con estas manos), se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús 'mayor felicidad hay en dar que en recibir'". Como puede observarse en nuestro subrayado, se trata del "ex propriis reditibus" mencionado en el c. 222.2. El subrayado es nuestro.
[69] "De la lucha de clases a la cultura de la solidaridad" en AA.VV.: Vaticano II: Balance y perspectivas, o.c. nota 26 del capítulo 1, 1101-1110.
[70] Recogiendo la expresión de O. v. Nell-Breuning en Arbeit von dem Kapital (Wien 1983).
[71] "La democracia en una libertad ordenada se base en la creación de valores, costumbres, formas de comportamiento e ideas de orden comunes. Ciertamente, pervive el anhelo de vinculación y capacidad de vinculación de las personas. Pero es más eficaz cuando en la comunidad se la puede experimentar; carece de posibilidades de desarrollo cuando uno tropieza con instituciones burocráticas. Las asociaciones, iglesias, sindicatos o partidos políticos deberían someter a examen crítico hasta qué punto contribuyen al surgimiento de la comunidad en las relaciones de las personas a fin de exigir así, nuevamente, la voluntad y la capacidad de solidaridad": Josef THESING: "Economía de mercado y ética: La consideración ética de la economía" en Medellín 85 (1996) 185-186.
“Está generalmente reconocido que la democracia es un elemento esencial para el desarrollo humano porque permite una participación responsable en la gestión de la sociedad; además, entre los dos hay una correlación y la fragilidad de uno puede comprometer al otro. Si el principio de igualdad cede ante las relaciones de fuerza, el lugar de los pobres en la sociedad podrá verse reducido al mínimo. Una democracia se juzga por la articulación que sabe encontrar entre libertad y solidaridad, tomando así radicalmente distancia del liberalismo absoluto u otras doctrinas que niegan el sentido de la libertad, o que constituyen un obstáculo para la verdadera solidaridad”: PONTIFICIO CONSEJO “COR UNUM”: El hambre en el mundo. Un reto para todos: el desarrollo solidario (Ciudad del Vaticano 1996) n. 33. Otros temas vinculados al anterior en el mismo documento: “Iniciativas comunitarias” (n. 34); “Acceso al crédito” (n. 35); “Papel primordial de las mujeres” (n. 36); “La integridad y el sentido social” (n. 37); y todo el capítulo III: “Hacia una economía más solidaria”.
[72] PL 33 - 45. Cf. P. LANGE: "Usar y compartir los bienes según s. Agustín" en Revista Agustiniana 29 (1988) 501-545.
De ese mismo período es la denominada Carta de Bernabé, la cual reitera la enseñanza:
"Comunica todas las cosas con tu prójimo y no retengas nada como tuyo, pues si todos sois copropietarios de los bienes incorruptibles, ¿cuánto más no debéis serlo de los corruptibles?" (cap. 19,5). Otros textos que podemos mencionar, atribuidos a S.León Magno: Sermón IV de Quadragesima II, cap. II en PL 54,491A y Sermón I in tempore ieiunii en PL 56, 1132B.
[73] El Papa Juan Pablo II en su Encíclica VS 10a, citando de la Congregación para la Doctrina de la Fe la "Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo (Donum Veritatis, 24 mayo 1990, 16), señala: "No sólo en el ámbito de la fe, sino también y de modo inseparable en el ámbito de la moral, interviene el Magisterio de la Iglesia, cuyo cometido es 'discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con esta exigencia'. Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la Iglesia enseña también a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una importante tarea de vigilancia, advirtiendo a los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos, cuando la conciencia de los mismos no logra reconocer la exactitud y la verdad de las reglas morales que enseña el Magisterio".
[74] Ello nos hace pensar que en años anteriores hubo un gran movimiento generado desde la mayoría de las Conferencias Episcopales del mundo con relación al aborto (cf. la recopilación de Documentos en la obra de Alvaro FANDIÑO FRANKY: El aborto (Bogotá, 1975)), de tal manera que su reacción fué tan grave que quedó incluído expresamente en el Código vigente con pena de excomunión (c. 1398), y en los pronunciamientos tan firmes del Papa Juan Pablo II en su encíclica EV (o.c. nota 45 del capítulo 2). Pensamos que a partir del movimiento que se ha suscitado en torno a la justicia y a la justicia social desde la teología de la liberación, no sólo latinoamericana y no sólo aquella algunas de cuyas formas han sido verdaderamente excluídas por parte del Magisterio universal, bien puede preverse un ulterior desarrollo canónico, incluso expresado en normas precisas (por ejemplo, aplicaciones muy concretas del c. 1397 en el L. V, Título VI: "De delictis contra hominis vitam et libertatem"), con relación a las implicaciones de este canon, así como en el pasado hubo Concilios que dedicaron parte de su atención a tratar sobre la usura.
[75] No ha de olvidarse que la mención que aparece sobre la "justicia social" en los documentos conciliares se encuentra precisamente cuando se refiere ¡a los "musulmanes"!

[77] "Ecclesiae competit semper et ubique principia moralia etiam de ordine sociali annuntiare, necnon iudicium ferre de quibuslibet rebus humanis, quatenus personae humanae iura fundamentalia aut animarum salus id exigant": "Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas".

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