lunes, 27 de julio de 2009

¿DE LA HISTORIA A DIOS? ¿O DE LA VIOLENCIA SAGRADA AL DIOS VÍCTIMA?

Fuente: González Faus, José Ignacio, Fe en Dios y construcción de la historia, Trotta, Madrid 1998, p.229-272.


Capítulo 12



Presentación de René Girard


La obra de René Girard se ha vuelto ya inmensa y ello es una buena manera de caer en el olvido. Ya no vivimos los tiempos de hace escasamente veinte años cuando, a raíz de sus obras sobre la socie¬dad y la religión, decía un recensionador que la pregunta de todos los cenáculos y de todos los medios de masas era: «¿Ya ha leído usted a René Girard»?
Este dato es el que puede hacer aconsejable repescar aquí aque¬llas dos obras en las que -siguiendo pasos de una trayectoria perso¬nal- René Girard aplicaba todos sus estudios antropológico-cultu¬rales sobre la mímesis al tema de la violencia como fundadora de la sociedad y al tema de la religión como paso a la cristología . Aunque al final le acusemos de cierta generalización (típica de todo aquel que cree haber encontrado una pieza-síntesis capaz de unificarlo todo), sería grave, en un libro que quiere hablar sobre la construc¬ción de la historia, no reflexionar un momento sobre sus intuiciones fundamentales.
Como inevitables observaciones previas, subrayemos con todo el énfasis posible que la obra de Girard quiere ser una teoría, no sólo de la religión, sino también del origen de la sociedad. Sus pretensio¬nes son quizá demasiado totalizadoras (esto es lo primero que la vuelve extraña en nuestros días). Y sus interlocutores son tantos (etó¬logos, etnólogos, estructuralistas, psiquiatras y psicólogos, biblistas, genios de la literatura moderna como Shakespeare, Proust o Dos¬toievski, clásicos del mundo antiguo como Sófocles o Eurípides...) que cualquier recensionador se sentirá incompetente para un diálogo [229] con la totalidad de la obra. Ello implica el peligro de que se la juzgue sólo desde la parcela privada de cada especialista, y que la discusión sobre los árboles impida abordar al bosque.
Y sin embargo es el bosque lo que interesa. Y el bosque es una hipótesis científica, a la cual no se accede a través de un único texto, sino a través de muchos textos, ya distanciados de ella pero que, en su conjunto, llevan a ella. En este sentido, el mismo autor la compa¬ra en algún momento a la teoría de la evolución en cuanto que, aceptada su teoría, se explican infinidad de monumentos culturales, y se explica además, entre otras cosas, su mismo escondimiento: la piedra rechazada por muchos constructores se convierte así en pie-dra angular, en clave de bóveda de todo el edificio humano. Esa piedra es el carácter mimético del deseo humano y el enmascara¬miento de ese carácter.
Digamos, para cerrar esta introducción, que nuestra exposición buscará un orden lógico y una coherencia deductiva, en lugar del orden positivo y de la coherencia, a veces más bien inductiva, con que Girard presenta su teoría. Desde nuestra perspectiva, por tanto, el punto de partida no van a ser unos datos concretos de la antropo¬logía y de la cultura que deben ser explicados, sino que lo será un principio o hecho fundamental, fontal y omniabarcador.

1. DE LA VIOLENCIA A LA SOCIEDAD...
A TRAVÉS DE LA RELIGIÓN

1. La fatal ambigüedad de la violencia.

Este punto de partida, principio fundamental, lo tenemos en el ca¬rácter doble, ambiguo, contradictorio, benéfico y maléfico a la vez, de absoluta necesidad y absoluta calamidad, con que el hombre hace la experiencia del hecho violento.

1.1. La violencia es experimentada como buena y necesaria, precisamente porque sólo ella es capaz de afrontar y vencer a la violencia. Pero es maléfica y fatal porque, en su enfrentamiento con la violencia, desencadena siempre otras violencias nuevas (entre las que ya está ella misma).
Dicho de manera más simple: la sangre tiene esto de absolutamente misterioso: que sólo se lava con sangre y que reclama más sangre. ¿No podría mostrarse algo de eso mediante la cantidad de palabras que (por ejemplo, en hebreo) significan a la vez pecado y expiación del pecado? ¿o que (como el pharmakos griego) significan a la vez veneno y contraveneno? Aquí no podemos entrar en cuestiones lingüísticas. Pero es innegable que, como escribe Girard: [230] “No se puede prescindir de la violencia para poner fin a la violencia. Y precisamente por esto, la violencia es interminable. Cada uno quiere proferir la última palabra de la violencia. Y, de este modo, se va de represalia en represalia, sin que se dé ninguna conclusión verdadera” (VS 45) .

1.2. Este proceso es tan inevitable que, en realidad, es indepen¬diente de la buena o mala voluntad de los violentos: “Siempre se pretende concebir y ejecutar una violencia que ya no será un nuevo eslabón en la cadena de violencias precedentes y sucesivas. Se sueña con una violencia radicalmente otra, verdaderamente deci¬siva y terminal que, por fin, de una vez por todas, acabará con la violencia” (VS 47).

1.3. Y esta intención obedece a una lógica que no carece de rigor ni de coherencia: “Precisamente porque el asesinato horroriza y hay que impedir que los hombres maten, es por lo que se impone el deber de la venganza. La obligación de no derramar sangre no se distingue de la obligación de vengar la sangre derramada. Por eso, para que cesen la venganza o la guerra, no basta con convencer a los hombres de que la violencia es odiosa: ¡precisamente porque están convencidos de ello es por lo que se imponen el deber de vengada!” (VS 31).
Resumiendo: la violencia «tiene unos efectos miméticos extra¬ordinarios: cuanto más se la quiere dominar, más se la alimenta» (VS 52). Esta realidad es el punto de partida del pensamiento de René Girard, a mi modo de ver. El dato primero de la existencia de los hombres en esta historia no es la realidad de su comunión, sino la imposibilidad de esta comunidad por la presencia en medio de ellos de la violencia. Polemos pater pantôn, como decía el viejo He¬ráclito y gusta de repetir Girard .
Se hace inevitable, tras leer lo anterior, pensar en Euskadi o en América latina y sus pasadas guerrillas. Es conocida la teoría de la triple violencia: la implantada, la reactiva contra ella, y la represiva contra esa reacción. Pero no suele decirse que la cadena no se acaba ahí. Por lo general sólo vuelve a comenzar. Cada una de esas tres violencias imita sin quererlo a la que combate. Que los sionistas actúen sin saberlo «a lo nazi» o los etarras «a lo fascista» es una concreción de esa mímesis oculta. [231]

2. La victima emisaria, acto creador de la sociedad.

Si ésta es la realidad de los hombres, ¿cómo ha podido entonces construirse la sociedad y la comunidad humana? ¿Cómo pudo pro¬ducir la paz esa violencia que está en la entraña de todo individuo y de todo grupo? He aquí la cuestión elemental con que comienza a caminar el sistema de René Girard.

2.1. Unidos «contra»

La paz nunca se produce por la armonía o comunión espontánea entre los sujetos, sino sólo por una canalización o desvío de la violen¬cia de todos hacia fuera del grupo. Esto será posible porque el mismo carácter enormemente mimético o «contagioso» de la violencia hace posible que se la pueda precipitar sobre un objeto de recambio: “La ausencia de violencia aparece así como un don gratuito de la violencia y esta apariencia no carece de razón, puesto que los hom¬bres nunca son capaces de reconciliarse más que a expensas de un tercero” (VS 350).
Aparece así la víctima expiatoria y, con ella, el carácter sacrifi¬cial del ejercicio de todas las violencias «constructivas» o «legítimas». René Girard había comenzado su primer libro constatando que «no hay violencia que no pueda ser descrita en términos de sacrificio» (VS 13). Añadamos por nuestra cuenta que, en el mismo lenguaje espontáneo, la palabra «víctima» evoca a la vez tanto el mundo de la violencia como el mundo de los sacrificios. Y el sacrificio concuerda con la violencia también en otro dato: la posibilidad de «sustitu¬ción» para las víctimas.
Estas aproximaciones fenoménicas se encuentran ahora explica¬das y fundamentadas por la necesidad de superar la contradicción que acabamos de describir en el apartado anterior: “La sociedad busca dirigir hacia una víctima relativamente indiferente -una víctima sacrificial- una violencia que amenaza con golpear a todos sus miembros, a los que ella quiere proteger a cualquier precio” (VS 17)... “El denominador común de la eficacia sacrificial es la vio¬lencia intestina: lo primero que el sacrificio pretende eliminar son las disensiones, celos, rivalidades, querellas entre próximos” (VS 22).

2.2. Consecuencia: el sacrificio.

De lo expuesto se sigue la enorme importancia del sacrificio, en el que Girard ve esta doble característica:
- Por un lado aparece como la única violencia sin riesgo de ven¬ganza (VS 29). [232]
- Y, por otro lado, su ausencia amenaza inmediatamente con retrotraernos al trágico punto de partida: en las sociedades en las que no hay sacrificio aparece la venganza de sangre («sólo la sangre apacigua o lava el crimen»), lo cual convierte a la venganza en repre¬salia. Pero entonces (al igual que antes decíamos que no existe la última violencia) nunca existe un crimen primero: el que se señala como primero también se entendía a sí mismo como represalia. Ni siquiera cuando se pelean los niños logramos los mayores aclarar quién ha empezado: todos pretenden que empezó «el otro». La venganza es, pues, un proceso in infinitum al que sólo la víc¬tima sacrificial puede poner un freno.
He aquí efectivamente la gran importancia social del sacrificio y de la víctima emisaria. No se trata en él de un mero proceso psicolo¬gista de descarga de agresividades, como el que va a una prostituta porque no tiene otra mujer a mano, o el que da una patada al perro por no dársela a su mujer o a uno de sus hijos (cf. VS 23). En el mecanismo sacrificial hay mucho más que un rasgo de la psicología individual: se trata, según Girard, de una misteriosa necesidad del grupo social.

2.3. Enmascaramiento del mecanismo sacrificial

Añadamos finalmente que todo este proceso tiene además unas pe¬culiares características de las que vale la pena resaltar dos:
a) «La operación sacrificial supone un cierto desconocimiento. Los fieles no deben saber el papel jugado por la violencia» (VS 21).
Es decir: cuanto más desconocido es este proceso y más cree la gente que la eliminación de la víctima no es obra de su violencia sino de un imperativo absoluto, más consigue el sacrificio poner fin a la violencia . Con esto estamos ya a las puertas del carácter sagra¬do del sacrificio, que expondremos en el apartado siguiente.
b) En segundo lugar, si «la sustitución sacrificial tiene por objeto "enmascarar" a la violencia» (VS 18), esto exige que la víctima se parezca a aquellos que sustituye, aunque sin asimilarse totalmente a ellos: pues, en este caso, mantendría la violencia dentro del grupo y seguiría desatando nuevas represalias (cf.VS 26-27 y 372-378). Pero, aunque la víctima no pueda asimilarse totalmente al grupo, no hay que buscar el secreto del proceso salvador en lo que distingue a la víctima de los otros miembros de la comunidad: ése es el error de las interpretaciones religiosas que consideran el carácter sobrehumano de la víctima como causante de la metamorfosis benéfica cuando, en [233] realidad, es al revés: es el cambio producido lo que hace sacralizar a la víctima .
El capítulo 3 de VS estudia todo este mecanismo de la víctima emisaria como tipificado en el Edipo de Sófocles. De las dos obras edipianas del griego, se desgaja un esquema de trasgresión y salud, con el que están familiarizados todos los especialistas, todos los relatos mitológicos, las leyendas, cuentos de hadas y hasta las obras literarias. El esquema es bien simple: «Autor de violencia y de desorden mientras vivía entre los hom¬bres, el héroe aparece como una especie de redentor en cuanto es elimina¬do, cosa que siempre ocurre por medio de la violencia» (VS 127).
El héroe maléfico de Edipo rey aparece bajo una luz activamente bené¬fica en Edipo en Colono (VS 246). El retorno de la calma parece confirmar la responsabilidad de la víctima en los desórdenes que agitaron a la comuni¬dad. Pero también favorece la sacralización de la víctima y el agradecimien¬to de la comunidad hacia ella.

2.4. Una aplicación y dos preguntas.

Antes de seguir nuestra exposición vale la pena hacer un paréntesis que nos concretará el sentido y la importancia de la sacralización de la violencia. Por ejemplo: ella da razón del incomprensible funda¬mentalismo de Herri Batasuna. Nunca dejaremos de preguntarnos cómo es posible que gentes que tendrán su inteligencia, sus ideales libertarios y (iojalá que todavía!) sus sentimientos, puedan mostrar ese tipo de insensibilidad ante crímenes de lo más abyecto humana¬mente hablando (casos de Ortega Lara y Miguel Angel Blanco). Y la respuesta puede ser bien simple: la violencia es lo único que les man¬tiene unidos. Sin el terror ellos no serían nadie como colectivo: no tendrían causa ni ideología común ni identidad propia. Sin el ampa¬ro de la muerte se «debatasunarían» (y la palabra puede tener el sentido etimológico de perder unidad, pero también el sentido so¬ciológico de perder identidad). Su inconsciente teme que el día en que se acabe la violencia se acaba su identidad: y por eso la veneran agradecidos y se niegan a condenarla porque la perciben envuelta en un halo sacral. Por eso son maestros en ver la paja en el ojo ajeno, sin sospechar la viga en el propio. Tratando de comprenderles sin satanizarles, no cabe otra razón. Y aquí se percibe el valor de la explicación de Girard: ellos no se vengan, sus crímenes son más bien «sacrificios» (que podrán incluso calificar como trágicos o do¬lorosos, pero nunca como crímenes). Y, naturalmente, enmascaran [234] esa solución sacrificial: desconocen el papel unificador que juega con ellos la violencia, y desconocen su recurso a una víctima emisaria colectiva: "los enemigos del pueblo vasco» (aunque esa víctima sea exactamente el 90 por ciento del pueblo vasco). Cerremos el parén¬tesis y volvamos al texto de Girard.
Tras estas consideraciones analíticas, Girard se pregunta si no será que el mecanismo de la víctima emisaria sirve para explicar no sólo los principales temas del mito de Edipo, sino tantos otros mitos en los que «el héroe imanta hacia su persona una violencia que afec¬ta a la comunidad entera, una violencia maléfica, contagiosa, que su muerte y su triunfo transforman en orden y seguridad» (VS 128).
Y desde aquí nos vemos llevados a la cuestión definitiva, a saber: si todo este mismo mecanismo no se revela como el resorte estructu¬rador de toda mitología. Más aún: «si la génesis misma de lo sagra¬do, la trascendencia que lo caracteriza, no provendrá de la unanimi¬dad violenta, de la unidad social creada o recreada en la "expulsión" de la víctima emisaria» (VS 128).
Por supuesto, la respuesta que dará Girard a ambas cuestiones es afirmativa, como en seguida veremos.
Pero para que la explicación sea válida ha de quedar muy bien entendido el mecanismo de la víctima expiatoria. Y ello supone que «los verdaderos chivos emisarios son aquellos que nosotros somos incapaces de reconocer como tales» (CC 152).

3. Carácter sacral de la solución sacrificial.

Por el hecho de jugar este papel contradictorio es por lo que la vio¬lencia parece tanto legítima como ilegítima, y el «sacrificio» parece, a la vez, culpable y santo. La santidad del sacrificio coincide con la «trascendencia» de la violencia santa (=creadora) frente a la «inma-nencia» de la violencia culpable (=destructora) . De esta manera, y a partir de esa obscuridad que envuelve todas las fuentes que usa el hombre contra su propia violencia (y que pueden ser tanto de carác¬ter curativo como preventivo, según veremos ahora mismo), éstas quedan aureoladas de un halo religioso . [235]
Por eso, hasta las aberraciones más extrañas del pensamiento religioso testifican, al menos, una verdad que es la identidad del mal y el remedio en el terreno de la violencia. Y también por este motivo, hay dioses que son, a la vez, divinos y demasiado humanos. Como hay ritos que nos parecen una inversión inexplicable de ciertas prohibiciones: “La hipótesis de la violencia, ora recíproca ora unánime y fundadora, es la primera que da cuenta verdaderamente del doble carácter de toda divinidad primitiva, de la unión de maléfico y benéfico que caracte¬riza a los seres mitológicos en todas las sociedades humanas. Dioniso es, a la vez, el más terrible y el más dulce de todos los dioses” (VS 348).
Y, en general, se dice siempre que lo sagrado es «ambiguo»: es orden y desorden, Apolo y Dionisos, fascinante y terrible, diferencia perdida y diferencia encontrada...
Pero, precisamente por eso, si desaparece la trascendencia, ocurri¬rá que todas las violencias son legítimas según cada cual. La desmiti¬ficación del sistema se cree menos violenta que éste; pero prepara una violencia más desmesurada (VS 43). Y otra vez esto le sugiere al lector la pregunta de qué puede tener que ver la secularización de nuestra sociedad (y más en concreto la de un pueblo como Euskadi, que había sido mucho más religioso y se ha secularizado mucho más rápidamen¬te) con la actual situación de violencia desmesurada en aquel país. Esto, naturalmente, no es una bendición de la situación anterior, sino sólo un intento de comprensión de la situación presente.
En cualquier caso, se comprende así la necesidad de asegurarse que tiene el sistema sacrificial. Como sea, habrá de procurar evitar su desmitificación.

4. Intento de perpetuar la solución sacrificial: recursos preventivos.

Si el sacrificio es el remedio, por así decir curativo contra la ley fatal de la guerra, la sociedad, una vez asegurada y estabilizada, va a mon¬tar otros sistemas de carácter más bien preventivo.

4.1. Los ritos.

Se trata, entre estos recursos preventivos, de los tabúes y los ritos, cuya misión es doble: a) evitar aquellas violencias más posibles (por¬que sus objetos están más a mano); y además b) mantener vivo el acto «sacrificial» iniciador de la comunidad, evitando así la crisis del sacrificio o su retorno. Si los hombres inmolan víctimas es porque un primer asesinato espontáneo unificó realmente a la comunidad y puso fin a una crisis real (cf. CC 34). Y cada rito sacrificial «repite a [236] nivel reducido el inmenso apaciguamiento producido en el momen¬to de la unanimidad fundadora, es decir, en el momento en que el dios se manifestó por primera vez» (VS 368).
Señalemos que cuando el episodio fundador de la sociedad -el de la víctima emisaria- pasa a convertirse en rito para perpetuarse, entonces ya no hay necesidad de que la víctima sea una persona, y podrá ser sustituida por un animal. La sustitución es entonces do¬ble: la víctima era sustitutoria y ha sido a su vez sustituida .
Esta explicación de los ritos supone además un par de cosas:
a) que lo religioso tiene un origen real: que «su origen no está en las amenazas exteriores, las catástrofes naturales o la explicación de los fenómenos cósmicos» (CC 212-222) ; y
b) que el rito tampoco sabe exactamente qué es lo que imita y, por tanto, «el desconocimiento es una dimensión fundamental de lo religioso» (VS 149): “Dada la importancia fundamental que tiene la metamorfosis de la violencia maléfica para toda la comunidad humana, y la impotencia fundamental de toda comunidad para penetrar el secreto de esta metamorfosis, los hombres quedan entregados al rito y el rito no puede dejar de presentarse bajo formas a la vez muy semejantes y muy diferentes” (VS 165).

4.2, Los mitos

Pero de ese episodio de la primera víctima, con su doble transfert de agresividad y reconciliación, no sólo surgen los ritos y las prohibi¬ciones (tabús) que de alguna manera lo perpetúan, sino también los mitos que de alguna manera lo recuerdan. Igual que la acción central de los rituales es la mactación -a veces incluso colectiva- de la víctima, también la escena central de los mitos es el asesinato (a veces colectivo) del héroe divinizado (cf. CC 47) .
No obstante, a pesar de su afán de perpetuación, todas estas soluciones tienen su crisis a la larga. La crisis se produce cuando tales soluciones son desmitificadas y se revelan como no siendo más [237] que lo mismo de la violencia, sólo que ahora camuflado. Con otras palabras: se desmitifican cuando ya no se acepta su raíz trascendente. Tarde o temprano, el sacrificio se irá secularizando y, en su lugar, aparecerá el sistema judicial como forma de encauzamiento de la violencia: «el sacrificio muere donde se instala un sistema judicial» (VS 35).

5. La crisis del sacrificio: el sistema judicial.

En cierto sentido, el sistema judicial es más eficaz que el sacrificio: «así como todos los sistemas religiosos la desvían y moderan, el sis¬tema judicial no hace más que racionalizar la venganza» (VS 40-41).

5.1. Su origen violento

Pero lo importante de esta explicación es que también el sistema penal tiene su origen en la violencia fundadora, y no en una especie de contrato social, que daría a los hombres la idea de que pueden llegar a ser señores de lo social.
Es ésta una afirmación tremendamente seria. Y su seriedad se pone de relieve por las graves cuestiones que le va suscitando al lector: ¿será que el hombre es un «animal polémico» y no -como dijera Aristóteles- un «animal político»?, ¿o es quizás ambas cosas? y ¿no será que la contradicción fundamental es la que se da en la relación humana? De ser así, el fallo del mundo moderno ¿no estará en desconocer eso (que la mentalidad religiosa sí había captado), mientras por otro lado se dedica a estudiar o resolver mil contradic¬ciones particulares, y diversas de las relaciones humanas (lucha de clases, psicoanálisis...)?
No podemos ahora detenernos en digresiones personales. Pero en cualquier caso mantiene su vigencia el que «los procedimientos que permiten a los hombres moderar la violencia son todos análogos en el sentido de que ninguno de ellos es extraño a la violencia» (VS 41).
La venganza, por tanto, puede haber sido racionalizada; pero a pesar de ello sigue en pie que también en el sistema penal que susti¬tuye al sacrificial «no hay ningún principio de justicia que difiera esencialmente del principio de venganza... No hay diferencia de principio entre la venganza privada y la públi¬ca. La única gran diferencia está el plano social: el proceso [de multiplicación de la violencia] se acaba, la venganza ya no es venganza y el peligro de escalada desaparece» (VS 38).
Y aún más brutalmente en CC 61: «en todas las instituciones humanas se trata siempre y en primer lugar de reproducir un lincha¬miento reconciliador, por medio de nuevas víctimas». Por supuesto, [238] Girad entenderá también la pena capital como prolongación de la violencia fundadora (cf. VS 414-415).
Por ello, y a pesar de la secularización que supone, el sistema judicial no está desprovisto de un cierto carácter religioso o mítico. Pese al orgullo de su racionalización, necesita ocultar también la pobreza de su venganza . Por eso «el sistema judicial, en cuanto se instala, oculta también su mecanismo a las miradas» (VS 35). La conclusión resulta inevitablemente clara: “Los procedimientos curativos están impregnados de lo religioso, tan¬to en su forma rudimentaria, que se acompaña casi siempre de ritos sacrificiales, como en su forma judicial” (VS 41).

5.2. La crisis del sistema judicial

Todo esto implica que también el sistema judicial queda abocado a alguna crisis de desmitificación, que vuelve a poner en peligro la estabilidad del todo social, y que tiene características semejantes a la anterior: «La crisis sacrificial, es decir, la pérdida del sacrificio, es la pérdida de la diferencia entre la violencia impura y la violencia purificadora. Cuando se pierde esta diferencia, ya no hay purificación posible, y la violencia ‘impura’ y contagiosa, es decir, la violencia recíproca, se extiende en la comunidad. La diferencia sacrificial, es decir, la dife¬rencia entre lo puro y lo impuro, no puede borrarse sin arrastrar con ella todas las demás diferencias... La crisis sacrificial debe definirse como una crisis de las diferencias, es decir: del orden cultural en su conjunto, puesto que este orden cultural no es más que un sistema organizado de diferencias: las distancias ‘diferenciales’ son las que dan a los individuos su identidad y les permiten situarse unos por relación a los otros» (VS 76-77, el segundo subrayado es de Girard).

5.3. La transgresión

En este marco de la «crisis general de las diferencias» se inscribe la aparición de la transgresión como fenómeno social . En él la vio¬lencia recíproca destruye todo lo que la violencia «unánime» había [239] edificado. La descripción de Girard me parece impactante, incluso desde el punto de vista literario: “Mientras van muriendo las instituciones y las prohibiciones que descansaban sobre la unanimidad fundadora, la violencia soberana vaga por entre los hombres sin que nadie consiga echarle mano de manera estable. El ‘dios’, siempre presto en apariencia a entregarse a unos y a otros, acaba por desaparecer, sembrando tras de sí las ruinas; y todos los que querían poseerlo acaban por matarse entre sí” (VS 201).
En Edipo rey el conflicto todavía versaba sobre objetos concre¬tos (el trono de Tebas o la mano de la reina). Mientras que en Las Bacantes, que expresa esa crisis sacrificial, ya no hay objeto de con¬flicto: la rivalidad versa sobre la divinidad misma. Pero detrás de la divinidad no hay nada más que violencia: pues la divinidad sólo cobra su realidad trascendente cuando ya ha sido expulsada la vio¬lencia y ella ha escapado definitivamente a todos los hombres. De modo que «en la medida en que la divinidad es real, no es objeto de disputa. Y en la medida en que se la toma por tal, no es más que un engaño que acabará por escaparse de todos los hombres sin excep¬ción» (VS 201-202).
Con ello la crisis del sacrificio acaba llevando a un verdadero callejón sin salida que con frecuencia oímos formulado así (a propó¬sito, por ejemplo, de ETA): se comienza matando por alguna causa «sagrada» y se acaba matando por matar; y entonces es muy difícil dejar la violencia porque no se sabe hacer otra cosa, etc. Si llega un momento en que todos participen de ese engaño, «la violencia se vuelve cada vez más manifiesta»: “Ya no es el valor intrínseco del objeto lo que provoca el conflicto al excitar los deseos rivales, sino que es la violencia misma la que valo¬ra los objetos inventando pretextos para desencadenarse más. Ella dirige el juego. Ella es la divinidad que todos se esfuerzan por con¬quistar, pero que se ríe sucesivamente de todos...” (VS 292).
Y es que, efectivamente, con el Absoluto pasa como con el fuego: si está demasiado cerca quema, si está muy lejos no tiene efecto. Entre ambos extremos queda ese fuego que ilumina y calienta (VS 372), pero que siempre es un equilibrio inestable, amenazado de derrumbe.

6. En la raíz de todo el proceso: el deseo mimético.

Acabamos de llegar a la conclusión de que la violencia pasa, de ser fruto del valor del objeto disputado, a ser ella misma la que da el valor al objeto, para que pueda haber disputa. [240]
En este momento entra en juego un elemento fundamental de la teoría de René Girard: el deseo mimético. Un elemento tan primario que -como ya dijimos- quizá debimos haber comenzado por él nuestra exposición. Pero entonces hubiera sido muy difícil de acep¬tar y comprender. Mientras que el carácter contradictorio de la vio¬lencia, con el que comenzamos, resultaba más fácilmente aceptable, por más experimental .

6.1. De modelo a rival

Con la teoría del deseo mimético se da una vuelta del revés a infini¬dad de explicaciones psicológicas. En realidad no son los deseos de los hombres quienes entran en conflicto, sino que son los conflictos quienes hacen coincidir los deseos: «El sujeto desea el objeto porque el rival también lo desea» (VS 204). Afirmación sorprendente. Y por eso conviene ver más despacio cómo llega Girard hasta ella .
Partiendo de la mímesis como dato primario y fundamental del aprendizaje y capacitación para la existencia (tanto en los animales como en el niño) , Girard se ve llevado hasta el momento en que el hombre (icuya mímesis ya no está regulada y limitada por el instin¬to!) es impelido a imitar el deseo de su modelo. Platón, por tanto, falsificó la mímesis al reducirla a representaciones, desconociendo en ella los llamados «comportamientos de apropiación» (CC 16). La mímesis se ve llevada a ser mímesis de apropiación; y en este mo¬mento, inesperadamente, el modelo se convierte en rival.
Esta tesis (que CC amplía y desarrolla mucho más) es funda¬mental para toda la antropología de Girard y supone en la mente de su autor un serio golpe para casi todas las antropologías modernas: “Al representamos al hombre como un ser que sabe perfectamente lo que quiere y que, cuando no parece saberlo, tiene siempre un in¬consciente que lo sabe por él, los teóricos modernos se han dejado fuera, probablemente, el dominio en que más flagrante es la incerti¬dumbre humana. Una vez satisfechas sus necesidades primordiales -y a veces incluso antes de ello- el hombre desea intensamente pero no sabe exactamente qué, puesto que lo que desea es el ser, un ser del que se siente privado y del que le parece que están provistos [241] todos los demás. El sujeto espera que estos otros le digan lo que él tiene que desear para adquirir este ser” (VS 204-205, subrayado por Girard) .
Por eso, frente a estos teóricos modernos, Girard piensa que «el objeto del deseo es el objeto prohibido, no por la ley (como piensa Freud) sino por aquel que nos lo señala como deseable al desearlo él mismo» (CC 320).
Nos queda por ver ahora algunas de las consecuencias impor¬tantísimas y revolucionarias de esta afirmación.

6.2. Consecuencias del deseo mimético

a) El complejo de Edipo. Por de pronto, es a partir de esta tesis elemental de la rivalidad mimética como explica Girard el famoso complejo de Edipo freudiano. El complejo de Edipo no es un deseo de incesto y de parricidio, oscurecido luego por algún superego alar¬mado. Es un caso más del dilema modelo-rival, o modelo que se convierte en rival: es un deseo de imitar al padre e identificarse con él, que él convierte en enemigo al imitar su deseo.
De esta manera, el «modelo» se interpone entre el «discípulo» y el objeto, originando una forma de ese conflicto que algunos psicoa¬nalistas llaman double bind (doble vínculo o doble obligación). El niño propiamente no tiene conciencia del modelo como rival, ni de¬seo de usurpación propiamente tal. ¡Es el modelo quien hace esta lectura!, y la impone al discípulo, que se sorprende abocado a la cólera del modelo y se ve necesitado de elegir entre el modelo y él mismo (o su propio deseo) .
Y elegirá al modelo: la cólera de éste no puede ser más que jus¬tificada por alguna insuficiencia del discípulo. Con ello se refuerza el prestigio del modelo, que pasa a ser ahora una divinidad vengativa: “El discípulo se cree culpable sin saber exactamente de qué se le juzga; indigno -piensa él- de poseer el objeto que desea... Así se esboza la orientación del deseo hacia los objetos protegidos por la violencia del otro. El lazo que se ata aquí entre lo deseable y la violencia puede que ya no se desate nunca” .
Excelente párrafo que clarifica muchas de las cuestiones referen¬tes a la culpabilización o los complejos de culpa, y en el que Girard [242] reencuentra una intuición esencial de Freud, pero a unos niveles que no sé si son aceptados por los psicoanalistas, con quienes el capítulo 7 mantiene una confrontación minuciosa y, para mí, convincente.
b) Las crisis sociales. Pero aún más importante que esta discusión sobre el complejo de Edipo es la generalización de este mecanismo del double bind (mímesis del deseo y rechazo leído como rivalidad) primero a la génesis de las sociedades y luego a la explicación de las crisis sociales . Explicación que Girard aplicará a la crisis de nuestro mundo moderno que se halla sometido a nivel cultural a uno de esos casos de modelo-obstáculo que disparan el deseo, aunque tenga tam¬bién recursos para ir sobreviviendo a base de equilibrios precarios (VS 260).
Kafka ya notó que la ausencia de leyes a veces un fardo tan pesado como la ley más tiránica. Y al Occidente moderno «un cierto dinamis¬mo le empuja hacia un estado de indiferenciación... jamás conocido hasta el presente, hacia una extraña forma de no-cultura o anticultu¬ra» (VS 261). Todo el conjunto de fenómenos de marginación volun¬taria, fundamentalismos, terrorismos, pasotismos, etc., quizá deberían ser leídos desde aquí, más que como un «accidente» particular, como un síntoma social, como una enfermedad de nuestra cultura que, a la vez, dispara el deseo y no sólo carece de recursos para satisfacerlo, sino que incluso niega a muchos aquellos objetos que ofrece como solución para el deseo, mientras propone como modelos a los pocos afortunados que acapararon esas presuntas soluciones.
Este dinamismo de liberación del deseo mimético hace que nues¬tro mundo sea a la vez enormemente creador y enormemente angus¬tiado: ambas cosas. Quizá por eso, a la larga, nunca se verifica ni el pesimismo de los reaccionarios ni el optimismo de los revoluciona¬rios. Pero lo claro es que el deseo liberado no produce una expansión humanista como esperan éstos -ingenuos-, sino que lleva a la con¬currencia y a la angustia.
A pesar de su longitud, creo que merece citarse el juicio de Gi¬rard sobre nuestro mundo moderno:
Los modernos se imaginan siempre que sus angustias y sus disgustos provienen de las trabas que le oponen al deseo los tabús religiosos, las prohibiciones culturales y las protecciones legales de los sistemas judiciales, incluso en nuestros días. Piensan que una vez derribadas esas barreras se expansionará el deseo: su maravillosa inocencia dará por fin sus frutos. [243]
Pero esto nunca es verdadero. A medida que el deseo elimina los obstáculos exteriores, sabiamente dispuestos por la sociedad tradicional para prevenir los contagios del deseo, el obstáculo vivo del modelo, inmediatamente convertido en rival, sustituirá a la prohibición desafiante con ventaja (o mejor con desventaja). En lugar de aquel obstáculo inerte, pasivo, benévolo por idéntico para todos y, por eso, nunca seriamente humillante o traumatizador (es decir: en lugar del obstáculo que interponían las prohibiciones religiosas), los hombres se encuentran con el obstáculo activo, móvil y feroz, del modelo metamorfoseado en rival. Un obstáculo activamente intere¬sado en contradecirles personalmente, y maravillosamente equipa¬do para conseguirlo.
En suma: cuanto más creen los hombres realizar sus utopías del deseo, cuanto más abrazan ideologías liberadoras, más trabajan en realidad por el perfeccionamiento de un universo competitivo en cuyo seno se ahogan... La mejor manera de castigar a los hombres es darles siempre lo que piden... Todo el pensamiento moderno es falseado por la mística de la transgresión, en la que cae incluso cuando quiere escapar a ella. En Lacan, el deseo es instaurado por la ley. Y hasta los más audaces de nuestros días no reconocen lo esencial, que es la función protectora de la prohibición frente a los conflictos que provo¬ca inevitablemente el deseo. Tendrían miedo de pasar por reacciona¬rios si lo hicieran.
En el pensamiento que nos domina desde hace cien años, no con¬viene olvidar el miedo a pasar por ingenuo y sometido, el deseo de jugar a liberado o a revolucionario: deseo que basta con halagar para hacer decir cualquier cosa a los pensadores modernos (CC 310-311).
c) ¿El «pecado original»? Uso este título en un sentido acomoda¬do porque todo lo anterior parece exigir también una confrontación con la teoría freudiana del «parricidio» primitivo en los albores de la humanidad. Según René Girard la hipótesis de Freud en Totem y tabú atina al entrever algún crimen primitivo en el origen de la co¬munidad. Pero en Freud ese crimen es inútil y no funda nada. Según Girard no se trata del asesinato de un «padre»; tampoco la prohibi¬ción endogámica de las mujeres está motivada por el arrepentimien¬to posterior a ese asesinato. La impresión formidable que produce el asesinato colectivo sobre la comunidad no proviene de la identidad de la víctima sino del hecho de que esta víctima resulta unificadora: proviene de la unanimidad re encontrada contra esta víctima y alre¬dedor de ella (cf. VS 293). Es, pues, una muerte lo que une y crea comunidad, pero no del «padre, sino de una víctima emisaria» . Y la [244] prohibición del incesto pretende lo mismo que ha conseguido la víctima emisaria: canalizar fuera de la comunidad la violencia sexual, para evitar que la destruya. Las mujeres de la familia no son prohibi¬das porque sean más deseables (tabú) sino porque, al estar más a mano, crean más fatalmente conflictos violentos:
Las prohibiciones no son nada más que la violencia misma, toda la violencia de una crisis anterior, literalmente enclavada en su sitio como una muralla levantada contra el retorno de lo que ella misma fue... No hay más que un solo problema: la violencia. Y no hay más que una forma de resolverlo que es su desplazamiento hacia fuera... Las prohibiciones tienen una función primordial: reservan en el co¬razón de las comunidades humanas una zona protegida, un mínimo de no-violencia absolutamente necesaria para las funciones esencia¬les, para la sobrevivencia de los hijos y su educación cultural, para todo aquello que constituye la humanidad del hombre... El meca¬nismo de la víctima emisaria se nos aparece, por tanto, como esencialmente responsable del hecho de que exista una cosa como la humanidad (VS 301 y 303).
Esta observación se generalizará más adelante: la mímesis de apropiación tiene que ser controlada , y la función de las prohibi¬ciones es precisamente impedir lo mimético (cf. CC 18 ss.).
d) Contradicción y patologías del ser humano. La hipótesis del deseo mimético puede finalmente mostrar un camino explicativo de las patologías de la relación humana. A eso está dedicada la última parte de CC.
En efecto: el deseo mimético lleva en su seno una contradicción que es normal que acabe estallando. Por un lado, el deseo parece aspirar a una resistencia invencible, que valoriza al máximo el obje¬to: pues el modelo y el deseo del modelo confirman el valor del objeto y le hacen más deseable. Por otro lado, cuando el deseo en¬cuentra esa resistencia se desespera porque no puede remontarla. Y si logra vencerla el objeto se desvaloriza y surgen el desencanto y el abandono del objeto o del modelo que lo inspiró. Pero el deseo se volverá a nuevos objetos y modelos en lugar de cuestionarse y com¬prenderse a sí mismo (cf. CC 321-322).
Así cree Girard que se unen deseo-de-placer y deseo-de-muerte. Dos cosas que Freud no debió separar pero que no supo unir . Y, a [245] partir de aquí, desarrolla cómo la hipótesis del deseo mimético puede explicar la patología psicológica y la sexual, para concluir con la pregunta por las posibilidades de superación del deseo mimético o «piedra de tropiezo».
Pero esos caminos de superación no podemos presentarlos has¬ta luego de haber expuesto más detenidamente la segunda obra de Girard. No quisiera sin embargo dejar de preguntar qué capacidad explicativa puede tener el texto que acabamos de citar, frente a muchos de los problemas que ha de afrontar la izquierda a la hora de construir una sociedad mejor: como el dato real e inesperado de que «el oprimido lleva introyectada la imagen de su opresor como forma de su realización humana» (Paulo Freire) o el carácter violen¬to que implica a veces la asunción de la lucha de clases...

7. Conclusión de la primera parte

Pese a que la exposición ha sido larga, lenta y recargada, me voy a permitir resumida con las mismas palabras de Girard. Por extensas que sean las citas, facilitan el contacto directo con el autor, evitando la excesiva mediatización por el crítico:
Existe una unidad, no sólo de todas las mitologías y de todos los ri¬tos, sino de la cultura humana en su totalidad, religiosa y antirre¬ligiosa. Y esta unidad de las unidades está suspendida de un meca¬nismo siempre eficaz por siempre desconocido: el que asegura espontáneamente la unanimidad de la comunidad contra la víctima emisaria y alrededor de ella... Todo ritual religioso nace de la víctima emisaria; las grandes instituciones humanas, religiosas y profanas nacen del rito. Lo hemos constatado a propósito del poder político, el poder judicial, el arte de curar, el teatro, la filosofía y la antropo¬logía misma. Y es preciso que sea así, puesto que el proceso de «simbolización» se enraíza él mismo en la víctima emisaria... Ésta aparece como la educadora por excelencia de la humanidad en el sentido etimológico de e-ducación: el rito «hace salir» poco a poco a los hombres de lo sagrado, les permite escapar a su violencia, les aleja de ésta confiriéndoles todas las instituciones y pensamientos que defienden su humanidad... Lo religioso es, en primer lugar, la supre¬sión del obstáculo formidable que opone la violencia a la creación de toda sociedad humana; forma una unidad con la víctima emisaria que crea la unidad del grupo... En la evolución que les conduce desde el [246] ritual a las instituciones profanas, los hombres se alejan cada vez más de la violencia esencial; tanto que llegan a perderla de vista. Pero jamás rompen realmente con la violencia (VS 415, 425-426, 427).
También podríamos componer otro resumen sólo con los títulos de los diversos capítulos que componen la primera parte del segundo libro de Girard. Y constaría más o menos de estos tres pasos: 1) El mecanismo victimario es el fundamento de la religión. 2) A partir de él es como surge el proceso de humanización, y se van generando la cultura y las instituciones. 3) Todos los mitos (y, posteriormente a ellos, los textos de per¬secución) contienen ese linchamiento fundador camuflado.
Pero todo esto no es sólo una teoría sobre la religión primitiva. Es más bien una cuestión sobre nosotros mismos hoy, que nos deja ante el siguiente dilema:
Para en adelante, la violencia reina ya sobre todos nosotros, bajo la forma colosal y atroz del armamento tecnológico. Los expertos nos aseguran, sin temblar lo más mínimo y como si se tratara de la cosa más natural, que ella es quien mantiene al mundo en su equilibrio relativo. Lo desmedido de la violencia (idea tanto tiempo ridiculiza¬da y desconocida por los listos del mundo occidental) ha reapareci¬do de forma inesperada en el horizonte de la modernidad. El abso¬luto de la venganza (divinidad de antaño) retorna a nosotros en las alas de la ciencia, medido y calculado con exactitud. Nos dicen que él es quien impide destruirse a la primera sociedad planetaria que abraza a toda la humanidad (VS 333).
Todas las ideologías modernas son máquinas inmensas para jus¬tificar y legitimar incluso (y sobre todo) aquellos conflictos que po¬drían hoy acabar con la existencia de la humanidad. Toda la locura del hombre está aquí. Y si hoy no se admite esta locura del conflicto humano, ya no se la admitirá nunca (CC 40, subrayado de Girard).
Cada vez más se diría que la violencia, o simplemente la verdad, coloca a los hombres ante esta misma violencia y esta misma ver¬dad, quiero decir: ante la elección explícita y casi científicamente perfecta entre la destrucción total y la renuncia total a la violencia (VS 333).
Sobre el primer párrafo de esta conclusión puede ser útil recor¬dar que está escrito antes de la caída del Este, antes, por tanto, de esta década de los noventa, que casi está saliendo a guerra por año (Irak, Somalia, Bosnia, Chechenia, Ruanda, Zaire...). Sobre el segundo párrafo puede ser útil evocar ahora ese co¬mentario tópico y moralizante (pero muy exacto) de hasta qué pun¬to la cultura de los medios de comunicación social (sobre todo la industria televisiva norteamericana que puebla todo el planeta) ape¬nas contiene otra cosa más que violencia sutilmente glorificada. [247]
Ello nos sitúa ante la seriedad del dilema que propone: el tercer párrafo de la cita anterior. O, dicho de manera todavía más brutal: “La humanidad entera se encuentra ya confrontada a este dilema ineludible: es preciso que los hombres se reconcilien para siempre, sin intermediario sacrificial, o que se resignen a la extinción próxima de la humanidad” (CC 160).
No me gusta que los tonos apocalípticos se usen como profecías. El mismo René Girard ha dicho en otro momento que nunca se cumplen ni los pronósticos de los más optimistas ni los de los más reaccionarios. Dejando, pues, las profecías, comprendamos que lo verdaderamente dramático de esta cita consiste en que la teoría de Girard parece consistir precisamente en la afirmación de que es im¬posible el primer miembro del dilema (que los hombres se reconci¬lien para siempre sin víctima expiatoria).
¿Estamos, pues, abocados al segundo miembro del dilema (ex¬tinción próxima de la humanidad)? O ¿dónde encontrar la libera¬ción de él?
Pues bien: frente a esta aporía es como la teoría social de Girard ha ido a encontrar su solución en un camino inesperado: la cristolo¬gía. Ello nos lleva a presentar más detenidamente el segundo de los volúmenes que estamos comentando.

II. EL HECHO CRISTIANO: DESVELAR AL HOMBRE Y REVELAR A DIOS
(O LA VIOLENCIA DE LA SOCIEDAD
FRENTE A LA NO VIOLENCIA DE DIOS)

En efecto: los evangelios afirman que, en el momento de la Pasión, se produce la revelación de que la víctima emisaria es la fundadora de toda religión y de toda cultura. Esta revelación ha ido preparán¬dose a lo largo de todo el texto bíblico. Y tiene como objeto impedir el funcionamiento de ese mecanismo.
Esta sería en substancia la tesis central de ese segundo libro, que vamos a exponer ahora.

1. Preparación veterotestamentaria

Según Girard el Antiguo Testamento difiere de todos los demás tex¬tos culturales precisamente en que camina hacia la revelación de un Dios no violento, si bien esta revelación se queda a mitad de camino.
Por de pronto, el material que configura al Antiguo Testamento contiene una serie de situaciones de conflicto violento, de temas de exclusión (o incluso asesinato) fundadora y de prohibiciones y de [248] ritos perpetuadores (circuncisión, etc). Sus mitos son parecidos a los de todos los pueblos.
Pero, en el tratamiento bíblico de estos mitos, hay algo singular que se reduce a este doble rasgo distinto de los otros mitos no bíblicos: a) «la tendencia de la Biblia a colocarse al lado de las víctimas» (formulación de Max Weber); y b) la lección bíblica de que la cultura nacida de la violencia ha de retornar a la violencia a pesar del florecimiento inicial.
Estos dos rasgos son correcciones hechas por los redactores bí¬blicos en los mitos judíos anteriores.

1.1. Al lado de las víctimas.

Sobre el primer rasgo basten como ejemplos el mito de Caín y Abel, o el del patriarca José. Caín y Abel coinciden con el mito de Rómulo y Remo en que, tras el asesinato de uno de los dos, surgen ciudad y civilización (cf. Gén 4,17 ss.) y con ello también la venganza. Pero difieren en que, en el mito de Caín, no se justifica al asesino ni el asesinato del asesino.
En el caso de José hay un trabajo posterior de inocentización de la víctima que, en principio, cumplía claramente el doble rasgo de culpable que pasará a bienhechor al desaparecer (¡recuérdense sus sueños!). En cambio, ante la mujer de Putifar, José es ya claramente inocente.
En ambos casos, se trata de un rasgo inaudito por cuanto los mitos contienen siempre la visión de los verdugos sobre su propia persecución, y estos verdugos creen realmente en la culpa de la víc¬tima y en la legitimidad del asesinato emisario que resulta sacrificial (sacrum -faciens).
Pero lo que mejor puede ilustramos sobre esta tendencia de la Biblia a ponerse de parte de las víctimas es la historia del Éxodo, a quien todo el mundo reconoce cierto carácter como de matriz res¬pecto al texto bíblico. De hecho, también en el Éxodo encontramos una situación de crisis violenta (plagas, etc.) resuelta con una expul¬sión. Lo que ocurre con el texto bíblico es que nos da una lectura de esa situación hecha por las víctimas. Pero si dispusiéramos de la lec¬tura que hicieron los egipcios del acontecimiento, hallaríamos pro¬bablemente la culpabilidad del grupo judío, resuelta victoriosamente con una expulsión . El «pueblo elegido», por tanto, llega a identifi¬carse [249] con una víctima emisaria y a ver su origen en ella. Ésta es su novedad.

1.2. La violencia desenmascarada.

Sobre el segundo rasgo señalemos sólo que, mientras todas las otras formas culturales tienden primero a justificar el asesinato y luego a borrarlo, la Biblia intenta lo contrario: ponerlo de relieve y no justi¬ficarlo. La civilización reposa sobre el pecado, y éste es un material importante para la construcción posterior de la doctrina del pecado original:
La prueba de que no ignoramos esta inspiración es que, desde hace siglos, acusamos a la Biblia de «culpabilizar» a una humanidad que, nos aseguran los filósofos, nunca ha hecho mal a una mosca en cuan¬to humanidad. La historia de Caín culpabiliza a la cultura cainita, mostrando que esta cultura reposa toda entera sobre el injusto ase-sinato de Abel. En cambio, la historia de Rómulo y Remo no culpa¬biliza a Roma, porque el asesinato de Remo se nos presenta como justificado. Y nadie se pregunta si la Biblia no culpabilizará con ra¬zón, si nuestras ciudades humanas no estarán efectivamente construi¬das sobre víctimas disimuladas (CC 176).
Es sin duda curiosa nuestra resistencia a aceptar esa formulación de que la cultura reposa sobre el pecado, pese a que sabemos que se ha llegado a la luna con el hambre de muchos, que la revolución industrial se hizo con la sangre de tantos hombres , y su despegue inicial con la trata de esclavos africanos, que la democracia de los países que se consideran avanzados se asienta sobre el expolio de materias primas a los países pobres (expolio, eso sí, disfrazado de comercio) o que la genética no se ha recatado de experimentar en seres humanos -como propugnaban los nazis- para muchos de sus espectaculares avances.

1.3. Los Profetas

Y esta doble tendencia con la que el texto bíblico corrige los mitos fundacionales se continúa en los Profetas de Israel, cuya actuación se resume así:
- ponerse del lado de las víctimas,
- criticar el culto sacrificial que las enmascara, y
- relativizar las prescripciones legales, en favor del amor: [250] “Los tres grandes pilares de la religión primitiva (prohibiciones, sacrificios y mitos) son subvertidos por el pensamiento de los Profe¬tas. Y esta subversión general es gobernada en cada momento por la salida a la luz de los mecanismos que fundan la religión: la unanimi¬dad violenta contra la víctima emisaria” (CC 178).
Por eso, en una situación de crisis social, los Profetas no prego¬narán una víctima emisaria, sino conversión.
No obstante, el Antiguo Testamento queda como levantando a medias el velo de su revelación. Incluso cuando se reconoce el error de haber «juzgado al Siervo de Yahvé como castigado por Dios» (Is 53, 4), sin embargo, casi a continuación, se vuelve al lenguaje de Dios castigador de la víctima (Is 53, 10). El Antiguo Testamento no dispone de otro lenguaje, y su revelación se queda a mitad de cami¬no, porque la total desmitificación y secularización de los procedi¬mientos fundacionales sólo podrá llevarse hasta el final, cuando la víctima sea no sólo inocente sino realmente divina .

2. Revelación neotestamentaria.

2.1. Enseñanzas de Jesús

Ciñéndonos sólo a algunos ejemplos, señalemos que uno de los ele¬mentos más significativos de los evangelios es la polémica de Jesús con su propia cultura, es decir, con el judaísmo representado por escribas y fariseos. Jesús les acusa claramente: a) de que son hijos de los que «cuajaron» alrededor de las vícti¬mas emisarias de toda la historia, es decir: han asesinado profetas «desde Abel a Zacarías»; b) de que creen desolidarizarse de sus padres culpándolos a ellos. Pero con eso no hacen más que repetir inconscientemente el meca¬nismo. (Sobre esta doble acusación, cf. Mt 23,34-36 y 30).
Y esta misma acusación aparece en Juan con idéntico sentido, a pesar de las grandes diferencias entre Juan y los sinópticos. Llamar a los judíos «hijos de Satán» equivale a llamados hijos de los asesinos de los justos, puesto que ese Satán es definido por Jesús como «ho¬micida original» (aquí está la violencia fundante) y como «mentira» (aquí tenemos su enmascaramiento: cf. Jn 8,44).
Satán es, pues, el mismo mecanismo fundador, el principio de toda comunidad humana (¡«el príncipe de este mundo»! ): «es el [251] nombre del proceso mimético tomado en su conjunto» (CC 185). Con ello estamos otra vez ante la revelación de esa situación sin salida que antes llamé pecado original, y que no se arregla olvidándola o enmascarándola: “El asesinato [original] no es un acto cuyas consecuencias podrían borrarse sin que llegue a salir a la luz para ser verdaderamente re¬chazado por los hombres. Es un fondo inagotable, una fuente tras¬cendente de falsedad que repercute en todos los dominios y lo es¬tructura todo a su imagen, tan bien que la verdad no puede penetrar allí” (CC 185, subrayado de Girard).
Este análisis puede ir enriqueciéndose con la imagen jesuánica del sepulcro (Lc 11,44.47-48) que, a la vez, honra al muerto y lo disimu¬la. O con la acusación hecha por Jesús de «arrebatar la llave de la ciencia» (Lc 11,52), lo que equivale a ese hacerse invisible del funda¬mento. O con la reacción provocada por el discurso de Esteban, ante quien los fariseos se «tapan las orejas» y contra quien se abalanzan todos «como un solo hombre» (Hch 7, 57).

2.2. Condena y pasión.

Pero será mejor pasar ya a lo que constituye la cumbre de esta reve¬lación, precisamente porque es su puesta en acto: la pasión de Jesús en la que se reproduce y culmina el acontecimiento fundador de todos los ritos del planeta, y en la que destacan la unanimidad absoluta de la condena y la absoluta inocencia de la víctima. Esta santidad abso¬luta impide eximir de culpabilidad a los asesinos para poder suscitar así la gratitud ulterior de éstos. Por eso el mecanismo-de-la-víctima no simplemente se repite sino que llega a su paroxismo, al funcionar contra aquello mismo que lo desenmascaraba.
Cristo se manifiesta así como piedra «rechazada y angular» (Mt 21,42), para mostrar que siempre ha existido esa piedra, y que fun¬daba de manera oculta. Y que ahora, al ser revelada, ya no puede fundar o ha de fundar algo radicalmente distinto. Así es Cristo ver-daderamente revelador universal: porque «sufriendo la violencia hasta el fin, revela y desenraíza la matriz estructural de toda reli¬gión» (CC 201) .
Por eso, frente a la explicación sacrificial de la Pasión, que para Girard constituye un error de la carta a los Hebreos, desarrollará él la teoría «reveladora» o «des-veladora» apoyándose en Col 2, 14-15. Allí se habla de que Cristo, por su pasión, clavó en la Cruz el acta de [252] acusación contra nosotros, quitándola así de en medio, y triunfó de las potestades desenmascarándolas y exhibiéndolas así a la vista del mundo. Esa acta de acusación y esas potestades son la cultura huma¬na, reflejo de nuestra violencia.
De ahí se sigue que mientras los hombres no perciban su «ciu¬dad» y su cultura como reflejo de la violencia, todos los poderes sacro-violentos se mantienen en pie . En cuanto la perciban, esos poderes quedan sin apoyo . Y para que la perciban, Jesús afronta el mecanismo fundador, el cual actúa contra él esperando triunfar una vez más por el camino de siempre, pero fallando esta vez porque Jesús no queda como víctima que es «sagrada» en cuanto «culpable». Los hombres mataron a Jesús porque son incapaces de reconciliarse sin matar. Pero esta vez la muerte no fue una acción sacrificial más, sino la crisis sacrificial definitiva.
Aclaro que, para esta explicación de la redención, es esencial a Girard la divinidad de Jesucristo que, en las páginas 213-214, es deducida casi a priori con un procedimiento de sabor anselmiano, aunque los contenidos sean diametralmente diversos. En un mundo que nos tiene a todos presos en el dilema fatídico (o te opones violentamente a la violencia y le haces el juego; o no te opones y te vence), la revelación de la violencia es imposible. Sólo cabría oponerse sin oponerse, es decir: oponerse pero no violenta¬mente y sabiendo que eso va a traer como resultado la respuesta y el ataque mortal de parte de la violencia. Pero, para realizar ese tipo de oposición, haría falta alguien que no debiendo nada a la violencia, siendo totalmente ajeno a ella, sea capaz de hacerla confesar.
Confesar ¿qué? Ya lo hemos ido apuntando: que la violencia mata por la necesidad de matar para crear unión, no por la culpabilidad (real o no) de la víctima. Ahora bien: en un mundo totalmente regido por la violencia, no puede surgir nadie así: quien pertenezca a la violencia no puede por hipótesis reconocer su juego (es decir: pensará que la violencia mata sólo por la culpabilidad de la víctima). Y sin ese reconocimiento no puede actuar.
En este contexto, la divinidad de Jesús es precisamente su huma¬nidad no violenta ni presa de la violencia, en el mismo sentido en que Bonhoeffer definía esa divinidad como el «ser para los demás» de [253] Jesús : «Jesús es el único en realizar una perfección de lo humano que no forma más que una misma cosa con la divinidad» (CC 239).
De modo parecido, el hecho de que los evangelios contengan un saber auténtico sobre la violencia y sus obras no puede ser de origen meramente humano. Y la prueba de ello es que, ni aun luego de revelado ese saber podemos aprenderlo nosotros. Confesar, pues, a Cristo como Dios es confesarle como único capaz de trascender esa violencia que nos trasciende a todos y, consiguientemente, confe¬sarnos a nosotros como incapaces de trascender esa violencia que nos envuelve.
No queda tiempo para presentar cómo esta explicación se coro¬na con una exposición del Logos joánico y su rechazo: «el mundo no le conoció..., los suyos no le recibieron»: Jn 1,10.11). Mientras la cultura occidental está edificada sobre el logos griego, el logos joánico es el logos siempre expulsado porque desenmascara a esa violencia que sólo es fundadora en cuanto desconocida. La desen¬mascara al no ser recibido por los suyos ni por el mundo. Juan pre¬senta ese desconocimiento del Logos y su expulsión por los hom¬bres como un dato fundamental de la humanidad (CC 294). Y si «en el principio» del Génesis todavía va a ser la divinidad la que expulsa a la humanidad, en el otro «principio» de Jn 1, 1 ss. ya es la humani-dad la que expulsa a la Divinidad. Hasta el extremo de que Girard confiesa: «toda mi antropología no hace más que explicitar las pri¬meras palabras de Juan» (CC 298).

3. Falsificación posterior del Nuevo Testamento.

No obstante (ésta es la gran paradoja que habrá que explicar, pero cuya realidad es innegable) el cristianismo posterior va camuflando su propia revelación para resucitar el mecanismo fundador. Así, por ejemplo, convertirá su revelación en denuncia de solos los judíos, que pasarán a ser su víctima emisaria. Con ello se repite el descono¬cimiento del mecanismo fundador.
A su vez, el texto cristiano ha pasado a ser hoy, para el mundo moderno, culpable de aquello que ese mismo texto denunciaba: Girard considera, y no se recata de proclamarlo como luego veremos, [254]¬ que el cristianismo se ha convertido en víctima emisaria de la cultura moderna. Con ello vuelve a repetirse el mecanismo.
Se hace preciso, por tanto, no sólo analizar esa falsificación del evangelio, sino tratar de entender sus condiciones de posibilidad.

3.1. Relectura sacrificial de la Pasión.

Girard nos dirá que la falsificación va vinculada al hecho de que se haga una lectura sacrificial de la Pasión, en vez de su lectura no sacrificial que es la auténtica.
La lectura sacrificial de la Pasión constituye, pues, para nuestro autor, el mayor malentendido de la historia y el más revelador de la impotencia del género humano para comprender su propia violen¬cia, incluso cuando ésta se le revela de la manera más explícita. Gra¬cias a esta lectura ha podido existir «una cultura» (la cristiandad) fundada paradójicamente sobre el texto evangélico mismo.
Ello no quiere decir -ya lo hemos expuesto- que los evange¬lios no vean la muerte de Jesús como acto salvador. Pero esa acción salvífica, en todo caso, se orienta en la línea de Oseas y Jesús: «mise¬ricordia y no sacrificio» . Precisamente porque los evangelios reve¬lan un Dios no violento, quitan a Dios toda causalidad o función en las calamidades de los hombres. Por eso anuncian una reconcilia¬ción sin intermediario sacrificial, hasta el punto de que la oposición Dios-ídolos se puede reducir a la contraposición entre una divini¬dad «no sacrificial» y todas las divinidades sacrificiales.
Y no constituyen objeción a estas afirmaciones todos los textos apocalípticos, puesto que, en los evangelios, la violencia apocalípti¬ca no es divina: es sólo expresión de la crisis de la ciudad. Son los hombres los autores de la violencia apocalíptica, y Jesús habla de ella no como de una amenaza de la divinidad, sino como una conse¬cuencia de la acción humana. Por eso precisamente se produce el esfuerzo para volver a ocultar esa revelación .

3.2. Razones de esta falsificación.

Es lógico que esta revelación redentora provoque la reacción deses¬perada de todos los poderes, para oscurecerla . Por otro lado, se¬gún ha reconocido el propio Girard, una tal revelación ha de ser asimilada poco a poco, siendo parcialmente falseada y suavizada al comienzo. [255]
Estas dos causas (unidas a la rápida difusión del cristianismo en pueblos sin preparación veterotestamentaria: cf. CC 225) explica¬rían el malentendido histórico que se produce al hacer otra lectura (sacrificial) de la Pasión. O, repitiendo la argumentación con pala¬bras de Girard: “Una divinidad no violenta -si existe- no puede señalar su exis¬tencia a los hombres más que haciéndose perseguir por la violen¬cia, demostrando a los hombres que ella no puede habitar en el reino de la violencia. Pero esta demostración debe permanecer mucho tiempo como ambigua y no decisiva, pues da sensación de impotencia a los ojos de los que viven según las normas de la vio¬lencia. Por eso la divinidad no se impone de entrada, sino bajo una forma en parte falseada y edulcorada, es decir, la de la lectura sacrificial que reintroduce algo de violencia sagrada en la divinidad” (CC 243).
Estas palabras me parecen no sólo muy claras sino muy expresi¬vas del pensamiento de Girard. Reformulado rápidamente: la reve¬lación es de tal calibre que el Antiguo Testamento sólo puede hacerla a medias, y el Nuevo Testamento sólo puede hacerla exponiéndola a que se malentienda.
Este malentendido sacrificial dará lugar a todos los elementos violentos del cristianismo histórico (persecución de los judíos, etc.): a un Dios violento corresponde una Iglesia violenta. En esa lectura sacrificial se recae en el mismo proceso, ya notado, de Is 53: el Sier¬vo que era «víctima emisaria» por el juicio erróneo de los hombres (cf. 53,4) pasa a ser en cierto momento «maltratado por Dios» (53, 8.10). Así se neutraliza la verdad de la víctima.
Pero la prueba más clara de que la muerte de Jesucristo no es sacrificial, sino crisis del sacrificio, es que la teología siempre se ha resistido a hacer de la resurrección un producto de la crucifixión . La Pasión nunca ha sido presentada como un proceso divinizador, ni como causa o factor de la divinidad; más bien en todo caso como consecuencia de ella. Y la diferencia ya se ve: en el primer caso iría¬mos a dar en un Dios dominador, violento y que se aplaca con san¬gre. [256] En el segundo caso vamos a dar en un Dios-Amor que, precisa-mente por eso, sobra y molesta en este mundo .

4. Nuestra situación y nuestras posibilidades actuales

Todo este malentendido explica por qué la revelación redentora de la muerte de Cristo no parece haber tenido eficacia histórica. En realidad, «la Cruz no es eficaz sobre el plano de la sociedad» precisa¬mente porque no es una violencia (CC 218); sólo enfrenta al hom¬bre con su propia violencia. Y ello implica no sólo la posibilidad de su fracaso histórico (al ser rechazada su revelación), sino también la lentitud de su éxito. La redención, es decir, el efecto salvador de la revelación del mecanismo victimario, no se efectúa automáticamen¬te, sino de manera muy lenta y con paciencia infinita, en una histo¬ria marcada ya («gobernada» dice Girard) por el texto evangélico. En esa historia, la versión sacrificial del cristianismo (que, a pesar de todo, siempre es mucho más suave que la religiosidad general) hace de «antiguo testamento» para el mundo entero (cf. CC 275-276).
De acuerdo con esto, la lectura cristológica que hace Girard de la historia vendría a decir -si lo he comprendido bien- que el cristia¬nismo no hace «cristiano» al mundo, sino que lo hace «veterotesta¬mentario», quiero decir que lo «prepara» o lo pone en camino hacia el cristianismo. Y naturalmente, con el dilema entonces de que el mundo puede rechazarlo. Si el verdadero mito es el camuflaje de la violencia, nada hay más desmitificador que el texto cristiano. Pero, por eso mismo, se comprende que el cristianismo (o el texto cristia¬no) haya de pasar a convertirse (al margen incluso de sus fallos his¬tóricos) en el gran chivo expiatorio de nuestra humanidad (CC 301).
Por otro lado, pese a su malentendido y pese a la lentitud de su eficacia, la redención no deja de estar presente hoy en la historia. René Girard piensa incluso que la tesis de la víctima emisaria es algo así como «la cumbre (aboutissement) de la lógica de los grandes [257] sistemas ateos de pensamiento» del mundo moderno (CC 465). Y ve un ejemplo de esa presencia de la redención en la historia en el brutal desenmascaramiento de la violencia que supone el armamen¬to atómico y su amenaza: el veneno es tan enorme que se convierte -se está convirtiendo- en remedio:
Cuando los hombres hablan de nuevos medios de destrucción, di¬cen «la bomba» como si no hubiera más que una, que fuese propie¬dad de todos y de nadie o, mejor, como si el mundo entero fuese propiedad de ella. Y ella aparece, en efecto, como el Príncipe de este mundo. Reina sobre una turba inmensa de sacerdotes y de fieles que parecen no existir más que para servirla. Unos depositan en la tierra los huevos venenosos del ídolo, otros los sumergen en el fondo de los mares, otros los esparcen por los cielos haciendo circular estre¬llas de muerte... No hay una sola parcela de la naturaleza limpiada por la ciencia de todas las antiguas proyecciones sobrenaturales, que no haya sido reinvestida por la verdad de la violencia. De este poder de destrucción ya no se puede ignorar su carácter puramente hu¬mano aunque, bajo algunos aspectos, todavía funcione de manera sacral...
Nunca había ejercido tan impúdicamente la violencia su doble papel de veneno y de remedio... Sólo el arma nuclear mantiene en nuestros días la paz mundial. Los especialistas nos dicen sin pesta¬ñear que sólo esta violencia nos protege. Y tienen razón aunque no se dan cuenta de lo extrañísimas que suenan estas palabras en el seno de un discurso que, para todo lo demás, continúa funcionando como si los humanismos que lo inspiran (sea el de Montesquieu o el de Marx u otro cualquiera) siguiesen siendo válidos. Nuestros espe¬cialistas desmontan los resortes de ese discurso con una maestría tan impertérrita y tan sin dejar de creer en la «bondad natural» del hom¬bre, que uno no puede menos de preguntarse si será el cinismo, la inconsciencia o la ingenuidad lo que domina en la visión de todos estos expertos...
Y para rechazar el mal, no existe otro remedio que el mal mis¬mo. Toda renuncia pura y simple a la tecnología parece imposible. La máquina ha avanzado tanto que será más peligroso detenerse que continuar avanzando. Los medios tranquilizadores hay que buscar¬los en las entrañas mismas del terror...
Con ello está a punto de revelarse la infraestructura oculta de todas las religiones y de todas las culturas. Ninguna religión conse¬guirá ya maquillar a ese dios de la humanidad que nosotros fabrica¬mos con nuestras propias manos....
Pero lo verdaderamente nuevo es que ya no puede confiarse a la violencia el cuidado de resolver la crisis. Ya no se puede hacer pie en ella (CC 278-282).
En otras palabras: a una víctima emisaria ya no se la puede tratar con armamento atómico. Por eso no vamos teniendo ya víctimas [258] sagradas. No nos queda más que destruimos o renunciar a destruir¬nos. Todavía en tiempos de la guerra fría hubo algún teólogo que apuntó la licitud del armamento atómico para acabar con el comu¬nismo (recuérdese que era «intrínsecamente perverso»). Esto ya no parece que pueda plantearse frente al fundamentalismo islámico, que puede ser nuestra víctima emisaria hoy. Pero Girard parece dar por supuesto que el armamento atómico suponía la desaparición de todo otro tipo de violencia ejercida con armas «convencionales». ¿No parece que los hechos han caminado en dirección contraria, una vez dados los primeros pasos tímidos en la supresión de las armas atómicas?
Sea lo que sea de esta objeción, resumamos antes de pasar a las valoraciones críticas.

5. En conclusión

Formulando este resumen en forma de tesis podríamos decir:
1) La muerte violenta del Santo de Dios a manos de todos revela que la víctima emisaria y el deseo mimético son la piedra angular sobre la que reposa todo el edificio de la humanidad y la cultura .
2) Esa piedra angular, cuando es rechazada en su revelación, se convierte en piedra de tropiezo .
3) Pero aceptar esta revelación y «seguir a Cristo sería renunciar al deseo mimético» (CC 453). Y sólo Cristo, como modelo no rival, posibilita ese tipo de imitación .
Con este resumen es fácil percibir cómo Girard, en su concep¬ción de la redención preferentemente como revelación, se halla mucho más cerca del cristianismo primitivo y del cuarto evangelio que la teología posterior . Hoy tendemos a ver en esta forma de concebir un influjo del gnosticismo sobre la Iglesia primitiva. Y, en efecto, no han faltado teólogos que se preguntan si no estaremos, con Girard, ante una nueva forma de gnosis. Y, sin embargo, se trata en mi opinión de una gnosis totalmente distinta porque no simplemente revela, sino que «crea» aquello que revela. Por eso la reden¬ción no consiste en el mero saber, sino en incorporarse a lo que ese saber posibilita y exige: la renuncia al deseo mimético. [239]

III. ANÁLISIS CRÍTICO

Seguramente es todavía pronto para hacer un balance de un pensa¬miento que su mismo autor no da por clausurado. Tampoco vamos a entrar aquí en un debate con los diversos críticos de Girard. De cara a la dinámica de este libro, quisiera señalar solamente algunos matices importantes que no empañan una aceptación fundamental.
Junto a una serie de elementos muy útiles para la teología y para la construcción de la historia, quisiera comenzar señalando lo que me parecen totalizaciones indebidas.

1. Tres totalizaciones

En todo gran pensamiento crucial, hay una ley de gravedad que lo lleva a totalizarse de manera unilateral. Freud no pierde nada de su importancia en la historia de las ciencias por el hecho de haber caí¬do en un pansexualismo que es corregible sin que ello suponga nin¬guna pena de muerte para el freudismo. También Marx, deslumbra¬do por sus descubrimientos, da pie a un economicismo que su misma vida personal desmentiría. Oponerse al pansexualismo y al econo¬micismo no tiene por qué implicar un desconocimiento de la enor¬me importancia y prevalencia tanto de lo sexual como de lo econó¬mico. Más bien deberá implicar una mayor conciencia de la infinita y polifónica complejidad de lo real.
Algo semejante puede ocurrir con Girard. Su descubrimiento es importantísimo y da relieve a un factor que ya nunca podrá dejar de ser tenido en cuenta en cualquier reflexión sobre el hombre y la sociedad, sobre la religión o sobre el futuro de la historia. Pero creo que ello no autoriza a erigido en clave única o última de interpreta¬ción, a la que puedan reducirse todas las demás. Ese será siempre un sueño fallido: la «clave de la ciencia» no está a disposición del hombre.
Girard se deja arrastrar hacia ese sueño, cometiendo una triple absolutización que podemos calificar de panviolentismo (mientras que no todo es violencia en el origen de la religión), panmimetismo (mientras que no todo es mímesis en el deseo y en el conflicto huma¬nos) y panvictimismo (cuando no todo es chivo emisario en la cons¬titución de las sociedades humanas). Digamos una palabra sobre cada uno de ellos . [260]

1.1. Panviolentismo.

Por muy real que sea la experiencia de la violencia ambigua y el proceso sacralizador a que conduce, me parece muy discutible que ésa sea la única explicación del origen de lo religioso. Formas de experiencia de la relación contingencia-Plenitud, o de ese sentimien¬to oceánico que J.Ma. Rovira parafrasea como «percepción de la propia identidad en la comunión total» , no pueden ser reducidas a la hipótesis de Girard, ni veo cómo pueden explicarse desde ella.
Quizá sea posible situar el elemento que aporta Girard y los elementos que olvida diciendo que la hipótesis de nuestro autor es, sobre todo, una teoría de la religión como fenómeno social, mien¬tras que las otras explicaciones analizaban sólo los aspectos persona¬les de la experiencia religiosa.
Situadas así las cosas, creo que una acogida de la aportación de Girard ayuda a comprender por qué la relación del hombre con la Divinidad se da tantas veces a partir de la culpa, y por qué la religio¬sidad humana es tan impura (mucho más de lo que el hombre reli-gioso piensa). Esto explicaría, en mi opinión, por qué la Biblia parece desatender o corregir esos elementos personalistas de la experiencia religiosa, para presentar como primaria una Divinidad que se mani¬fiesta como Dios de los oprimidos, de los pobres, de las víctimas y, desde ahí, juzga y discierne de toda invocación a Dios. En este senti¬do, hay elementos en la teoría de Girard que no deben ser en modo alguno olvidados, aun cuando le acusemos de panviolentismo.
Panviolentismo que cabe formular también invirtiendo ahora una pregunta que hicimos durante la exposición: el hombre no es sólo animal polémico (aunque Girard haya mostrado irrefutable¬mente que lo es), es también animal político y es aquello porque es esto. De lo contrario no podría nacer ninguna sociedad, ni siquiera sobre la víctima emisaria. En esta dualidad radica una de las contra¬dicciones originales y de las dificultades casi invencibles de eso que llamamos el proyecto humano.

1.2. Panmimetismo

En segundo lugar, manteniéndonos ahora dentro del campo de lo violento, resulta también una generalización indebida el afirmar que «la esencia de todo conflicto humano es esa simetría» (del deseo mimético) . Creo que no hay tal, por importante que sea esa sime¬tría. El mismo Girard había reconocido que el deseo humano se vuelve «vago», y necesitado de que el modelo le señale un objeto, [261] sólo cuando las necesidades primarias han sido satisfechas o al menos están en proceso de satisfacción (VS 104-105, citado antes). Prescindiendo ahora de si es posible llegar a hablar de un estadio de satisfacción acabada de las necesidades primarias, la afirmación de Girard supone lógicamente que hay una amplia zona del deseo que no nace de, ni obedece a, las leyes de la mímesis.
Es, pues, ilógico universalizar el comportamiento mimético co¬mo raíz explicativa de todo deseo. Y, por tanto, es ilógico cargarse tan tranquilamente al inconsciente (VS 269 y CC 382). El modelo-rival ¿a quién imita entonces en su deseo?
Y otra vez: nada de esto disminuye la gran dosis de verdad que contiene la frase citada (en n. 42), ni la realidad del olvido de esa verdad por muchos antropólogos modernos. Pero sin que ello auto¬rice a universalizarla.
Más aún: su pretensión universalizadora tropezaría con el mis¬mo texto cristiano al que Girard considera como revelador de su tesis. En el texto bíblico, junto a la simetría del conflicto entre las prostitutas de Salomón, hallamos la disimetría del conflicto entre Acab y Nabot (1 Re 21), que no veo yo cómo pueda explicarse por una mímesis de apropiación. Hallaríamos la frase de 1 Tim 6, 10: (no la mímesis sino) «el afán de dinero es la raíz de todos los males». Puede que Girard arguyera que el ansia de riqueza brota del afán mimético. Y en parte no andaría desencaminado (antes aludimos a la tesis de P. Freire sobre el opresor introyectado en el oprimido). Pero creo que también tiene validez la inversa. Quizá la mímesis de apropiación puede producirse porque la apropiación es en el hom¬bre aún más radical que la mímesis. Y creo que no anda desencami¬nado J. Vives cuando escribe que «el impulso privatizador es segura¬mente -y con permiso de Freud- el más poderoso de los impulsos humanos conscientes o inconscientes» .
Esto obligaría a Girard a prestar más atención a todo el tipo de conflictos disimétricos y opresores por los que simplemente «el pez grande se come al chico»; sobre todo por tratarse de un tipo de con¬flictos que suelen quedar en la historia como (des)órdenes estableci¬dos. Más en concreto postularía mucha mayor atención a determina¬dos elementos antropológicos o sociológicos de la tradición marxista: sólo dos o tres rápidas alusiones a Marx, en obras donde se dedican tantas páginas a Freud, Lévi-Strauss o Lacan, resultan tanto más in-suficientes cuanto que no es exagerada la afirmación de que la tradi¬ción marxista ha constituido la clara víctima emisaria desconocida como tal, que mantuvo unido y «fundaba» al Occidente moderno.
Y todo lo que estamos formulando a nivel más estructural po¬dría plantearse incluso desde una perspectiva más personalista. En [262] este caso, la pregunta sería si el deseo mimético es anterior y llega a dar razón de esa encrucijada radical de toda existencia que se plan¬tea como rechazo o aceptación del otro en cuanto otro. O -con un ejemplo fácil- si no será que junto a los «celos» del padre no apare¬cen también en el niño los celos hacia el hermano pequeño, el cual no es vivido como modelo-rival que señala el objeto del deseo, sino como agresor que priva de un objeto ya poseído porque ya deseado.

1.3. Panvictimismo

Si todo esto es así, podremos seguir nuestra crítica de las absolutiza¬ciones cometidas por Girard, levantando ahora la sospecha de que no todos los procesos violentos son procesos de víctima emisaria.
Una vez más, no podemos levantar esa sospecha sin dejar cons¬tancia expresa de que los procesos de constitución de víctimas emi¬sarias son, a la vez, importantísimos y fontales, aunque muy descui¬dados por las ciencias modernas del hombre, que quizá de esta manera creen protegerse contra ellos, pero no hacen más que incu¬rrir en ellos.
No obstante, el mérito innegable de Girard al remitimos a ellos no autoriza a que le sigamos cuando da por sentado que todas las víctimas colectivas son inocentes (cf. CC 162), como parece lógico postular desde el esquema de la víctima emisaria, y de donde se sigue la discutible tesis de CC 289: que no hay diferencias en el seno de la violencia, y que el creerse que las hay equivale a recaer en el pensamiento sacrificial.
Para matizar en lo posible esta tesis hay que empezar recordan¬do que existen agresiones injustas: existen Faraones y Somozas y Hitlers y clases dominantes (aunque Girard no parece habérselos encontrado en su lento recorrido por la historia); y a veces (ni si¬quiera siempre) acaban cosechando tempestades de los vientos que sembraron. En este sentido, debe seguir en pie el principio famoso de que la violencia del oprimido nunca será igual -ceteris paribus - ¬a la violencia del opresor, incluso aunque a veces pueda ser difícil determinar quién es cada cual, porque también esa violencia está amenazada de enredarse en los procesos de la víctima emisaria.
Sólo luego de establecido esto tiene sentido recuperar la tesis de Girard: es innegable la tendencia fatal a convertir a los agresores injustos en víctimas emisarias, uniéndose así contra ellos. Y este paso se da cuando la legítima lucha contra ellos desborda las di¬mensiones legítimas de lo humano: se da probablemente con la pena de muerte, se da ciertamente cuando el hombre se arroga la facultad para un tipo de condena última que la justicia humana no puede, en mi opinión, pronunciar. Siempre que el hombre pronun¬cia ese tipo de condena última, queda desautorizado por la sentencia [263] evangélica contra los que ven la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio .
Pero esto ya no vale a niveles «penúltimos», en los que sigue en pie la pregunta de cómo combatir a la agresión y a la injusticia.
La complejidad del tema de la violencia no se plantea, pues, meramente a nivel de una -presunta o real- auto defensa, sino al nivel del famoso ejemplo de D. Bonhoeffer: si veo que un loco coge un automóvil y se dedica a atropellar peatones debo intentar bajarlo de allí, aunque sea a la fuerza.
Es justo reconocer que, en este nivel, Girard parece oscilar, y quizá no habría que acusarle tanto de negar lo que hemos añadido, cuanto de no darle la vigencia expresa que merece. Mi impresión es que, si en el momento de exponer el texto cristiano o de denunciar el «crimen» fundador de la cultura, Girard puede dar la impresión de una no-violencia a ultranza, más tarde, en cambio, cuando mira a nuestras posibilidades de acción y al efecto de la Revelación cristia¬na sobre la historia, quizá se vuelve más matizado: reconoce que en este mundo malo es imposible la marcha atrás o el partir de cero; y quizá su no-violencia se reduce más bien a ese nivel de la condena «última» o de la fatal sacralización de la violencia, a que acabamos de aludir: recuérdese la frase ya evocada que definía la no-violencia como «la renuncia al deseo mimético» (CC 453).
Dentro de este mismo apartado cabría señalar, ahora desde ni¬veles más personalistas, que tampoco el panvictimismo lo resuelve todo. Igual que Girard reconoce (CC 260) el peligro de un “masoquismo del sacrificarse” que tantas veces disimula un afán disimulado de autodivinizarse, también debería reconocer el otro peligro de una neurosis consistente en creerse víctima emisaria, que también disimula un afán de autodivinización.
Pero, a niveles sociales, y con todos los matices que sean necesa¬rios y que hemos intentado sugerir, no cabe duda de los muchos ele¬mentos explicativos y no suficientemente considerados que aporta Girard. Un único ejemplo: en el capítulo anterior veíamos hasta qué punto la propaganda (tan intrínseca al mercado) se configura como una exacerbación del deseo mimético: ¡cuántas veces son «modelos-¬rivales» lo que la propaganda sugiere! Esta exacerbación crea en la sociedad un estado de violencia latente porque el deseo es irrealiza-ble. Y desde esa violencia latente se defiende la sociedad creando sus víctimas emisarias «subversivos», comunistas, inmigrantes, etc.). [264] Todo esto es innegable aunque, por válido que sea un descubrimien¬to, nunca se lo podrá erigir en clave absoluta de la ciencia.
Esta era la matización más importante. Indicaremos ahora otras cuatro objeciones más breves.

2. La noción de sacrificio

En paralelismo con la objeción que acabo de presentar, queda al menos la pregunta de si Girard no opera una reducción de la idea religiosa de sacrificio. ¿Es reducible todo sacrificio al esquema de la víctima emisaria?
Tradicionalmente, los teóricos del hecho religioso han creído que la noción de sacrificio era mucho más compleja y, como míni¬mo, han aceptado, junto al sacrificio expiatorio, el sacrificio llama¬do «de comunión» , que, según muchos teólogos, era el que sumi¬nistraba un esquema más apto para aplicarlo (analógicamente) a la Pasión de Cristo. Girard considera como puramente mítica la lectu¬ra que hace del sacrificio «una ofrenda a la divinidad» (VS 367); y apostilla para que no quede lugar a dudas: «no se inmola para co¬mer sino que se come porque se ha inmolado» (VS 383).
Constatemos simplemente la disonancia de esa afirmación con los conocimientos adquiridos. El pronunciarse más definitivamente sobre ella rebasaría mis posibilidades y hay que dejarlo a los exper¬tos en historia de las religiones.

3. El asesinato primitivo

La tercera objeción quiero formularla también en forma de pregun¬ta: ¿es posible a la ciencia llegar a establecer un hecho como el del asesinato primitivo, sea del «padre» o de una «víctima emisaria»?, ¿o se trascienden con ello las posibilidades del conocimiento científi¬co? Por tentadora que resulte esa afirmación para la teología (y per¬sonalmente me parece muy tentadora), creo que el teólogo deberá abstenerse de mirarla como algo más que una hipótesis inverificable. Lo cual significa: una posibilidad entre otras varias. Y que, por tan¬to, no puede ser tomada como punto de partida sobre el que asentar una determinada teología: la del pecado original por ejemplo.

4. ¿Individualismo obligatorio?

Si no como objeción, habría que señalar al menos como peligro ac¬tual de la teoría de Girard el que pueda corroborar una forma de [265] cristianismo muy individualista, típico de la postmodernidad y que renuncia a la transformación del mundo. Es cierto que del pasado reciente del cristianismo más progresista han acabado muchas esperanzas ilusas. Es innegable que ese cristianismo debió haber sabido encararse más maduramente con la lucidez de J.P. Sartre: «El mun¬do es iniquidad; si lo aceptas eres cómplice, si lo cambias eres verdu-go» . Girard se halla muy cercano de esa lucidez cuando nos dice que, una vez desenmascarada la violencia fundadora, no queda más que el martirio o el apocalipsis, es decir: o el ser vencido por esa violencia o el que ella se desborde sin medida. Creo, no obstante, que, a pesar de todo, no cabe la retirada a una conversión puramen¬te individual, a la espera de una hipotética conversión global de todos, única que cambiaría al mundo. No puede morir el empeño por crear condiciones de posibilidad para esa conversión de los de¬más «preparando el camino del Señor» o «anunciando el reino que llega». Y la actualización de ese reino que llega, pasa por el esfuerzo hacia el cambio de estructuras, sin esperar a que éste se produzca sólo en un momento ulterior, como consecuencia (y no también como posibilitación) de la conversión de todos.
También este peligro puede formularse como reducción: la reve¬lación cristiana no es sólo revelación de la víctima emisaria. También se revela que la Buena Noticia de Dios es para los pobres: precisa¬mente éste es uno de los factores que acaba llevando a Jesús a la cruz.

5. Reducciones neotestamentarias

Para concluir con las objeciones, es preciso detenerse un poco más, aunque sin pretender agotar el tema, en lo referente al Nuevo Testa¬mento y a las dificultades propiamente teológicas. También aquí señalaré tres capítulos de objetabilidad.

5.1. La redención

A pesar de la justificada hostilidad de Girard contra toda la teología de la redención del cristianismo histórico, no sé si todavía queda prisionero de ella en algún punto: por ejemplo, en reducir la reden¬ción exclusivamente a la Cruz. Se explique la Pasión como sacrifi¬cio, o se la explique como víctima emisaria, sigue en pie el hecho de que el Nuevo Testamento no nace de esa revelación de la víctima emisaria, sino de la experiencia de la resurrección del Jesús terreno y crucificado, como hecho escatológico. En este sentido me resulta insuficiente homologar el tema de la resurrección con la «vuelta a la luz de todas las víctimas» (cf. CC 257-258). Al igual que en la teoría [266] clásica de la redención hay un olvido de la importancia teológica de la resurrección y de la vida de Jesús.

5.2. El Jesús histórico

Coherentemente con esto, falta en Girard el Jesús del reino, anun¬ciador, obrador y personificador de presencias o signos de libera¬ción. El Jesús histórico parece reducirse en él al polemista desen¬mascarador de los fariseos y de la religión violenta. Y otra vez: no cabe prescindir de este aspecto tan importante, y tan incómodo pa¬ra el mismo cristianismo posterior. Pero no se le puede considerar como el único. El reino que anuncia Jesús no es sólo el reino de la no-violencia, que viene por la aceptación de su condena: pues Jesús anuncia ese reino antes de morir y antes incluso de afrontar el hecho de su muerte hipotética. Lo anuncia desde una experiencia de Dios que se convierte por eso en conciencia de misión.

5.3. La misma Cruz

En paralelismo con lo dicho, hay que terminar señalando que Col 2, 14 ss. no es la única explicación neotestamentaria de la eficacia re¬dentora de la Cruz, aunque sea un texto que hemos tenido total e incomprensiblemente olvidado. Pero el hecho es que en el Nuevo Testamento hay varias explicaciones de la redención, y quizás esa pluralidad debe ser mantenida porque significa que ninguna de ellas es adecuada y completa. Y que muchas de ellas son casi sólo metafó¬ricas. Resulta demasiado cómodo dar un tratado sobre la Cruz de Cristo sin citar ni los textos de la Cena, ni el famoso hyper emon (por nosotros), que son también neotestamentarios. Ahí están esos textos sin que quepa un «canon dentro del Canon». Aun sin negar la «jerarquía de verdades», el ideal es que el canon dentro del Canon sea la totalidad.
En cambio, la explicación de Girard puede explicar diáfanamen¬te, como ya notó R. Schwager , el famoso edei («era necesario») con que el Nuevo Testamento se refiere a la muerte de Jesús. Desde el mecanismo de la víctima emisaria se ve claro que se trata de una necesidad histórica, y no de aquella absurda necesidad «metafísica» con que trató de explicar la Cruz la teología medieval, convirtiendo la justicia de Dios casi en una crueldad insaciable.

6. Aportaciones de interés

Tras estas objeciones es de justicia subrayar algunos trazos que me parecen particularmente estimulantes. Ya he alabado antes algunos [267] aspectos: por ejemplo, el referente a la divinidad de Jesús como esa «perfección de lo humano» que coincide con el ser de Dios. O la importancia del deseo mimético en el mundo del mercado y de la propaganda, con todos los procesos de violencia tácita que puede incubar. Ahora quisiera fijarme en tres capítulos que tienen cierta amplitud, y que son importantes para el tema de las relaciones del cristianismo con la cultura moderna.

6.1. El juicio sobre la cultura moderna.

La simplicidad y la brillantez de su dicción (así como la necesidad de subrayar un descubrimiento que cree que no va a ser aceptado por¬que choca con muchos de los dogmas establecidos) hacen que Girard parezca muchas veces duro en sus juicios sobre el mundo moderno, del que, por otro lado, se le ve formando parte con convicción, en la forma como maneja utillajes y conclusiones, tanto del psicoanálisis como de la exégesis bíblica.
Sería por ello injusto acusarle de reaccionarismo o de un retorno a antiguos regímenes. También será por supuesto lo más cómodo. Pero tendría más sentido realizar un elenco exacto de sus críticas a la cultura moderna, a lo largo de los dos libros que hemos comentado, deteniéndose luego en el análisis de cada una de ellas. A modo de anticipo enumero las que más se me han grabado en la memoria.
a) La civilización moderna está invadida por un «nihilismo de la cultura y fetichismo de la ciencia» (VS 319). Fetichismo y nihilismo que, por ejemplo, incapacitan al mundo moderno para comprender no sólo al pensamiento religioso, sino datos que ese pensamiento había sabido captar. Por ejemplo: el pensar religioso se equivoca al divinizar la violencia; pero tras ese error late el acierto de no querer atribuir la unidad social al querer de los hombres (cf. VS 358). El cientificismo moderno carece de antenas para captar algo de esto. Y es que «cada vez que triunfa la ciencia de forma indiscutible se repite el mismo proceso: se toma un antiguo misterio, terrible, obscuro, y se lo convierte en problema» (CC 11). O, parodiando a Paul Ricoeur, si «los símbolos dan que pensar», cuando el cientificismo se carga la mentalidad simbólica, acaba por no tener en qué pensar.
b) La civilización moderna cae en la contradicción de destruir todos los mitos de los otros, mientras permanece totalmente incons¬ciente respecto de sus propios mitos. O, formulado de manera más general, cae en la contradicción de estar presa de aquello mismo que critica . De esta contradicción se deriva un reflejo visceral anticristiano, [268]¬ típico de la cultura moderna y claramente injustificado según Girard.
c) Y una aplicación bien concreta de esa contradicción es el optimismo de la cultura moderna sobre la humanidad, desconociendo que está fundada sobre el crimen.
La seriedad de estas observaciones (que en mi opinión tiene mucho que ver con el economismo denunciado en el capítulo anterior) radica en que no cuestionan aspectos o realizaciones parciales de la cultura moderna, que ésta misma puede someter a revisión, sino que afectan a los presupuestos mismos, tácitos e incuestionados pero actuantes, sobre los que se levanta el edificio del mundo moderno. En este sentido constituyen una puesta en crisis radical. Y, por otro lado, al afectar a los mismos fundamentos sub¬terráneos de ese edificio, dan la sensación de ser mucho más negativas y desconocer infinidad de aspectos positivos del mundo moderno, sobre los que Girard se mueve, por otro lado, con naturalidad absoluta.¬
Pero, tanto si se aceptan como si son rechazados estos juicios de valor, al menos parece innegable que la teoría de Girard ofrece ele¬mentos importantes de autocomprensión para nuestro mundo. Pue¬de que ésta sea una de las claves de su éxito. Nuestro mundo sufre efectivamente una crisis de desmitificación de los sistemas ritual y judicial. Una desmitificación lógica y legítima (esto no hay que ne¬garlo), pero que amenaza con convertirse en una escalada imparable de la represalia. Muchas recientes teorías (o teologías) de la violen¬cia no son sino ejemplo claro de lo que Girard llama «la transgresión como fenómeno social». Por lo que toca al absurdo de nuestra paz montada sobre un equilibrio del terror, al riesgo de que ese equili¬brio se desplome y a la obsesión con que se sigue alimentando esa paz montada sobre el exceso de las armas y los ejércitos, nada pone tan de relieve ese absurdo como lo ridículamente inútil que es el denunciarlo o el poner de relieve su barbarie: cualquier Apocalypsis now sólo genera un Reagan tomorrow...
Lo único que cabe lamentar es que Girard no haya hecho una proyección de su teoría al campo económico (en concreto, a la críti¬ca al neoliberalismo), en la línea del texto de Julio de Santa Ana que citábamos al comienzo del capítulo anterior. Si el lector vuelve a mirarlo, constatará que allí se hablaba de una «violencia sacrificial», que «purifica» a una clase social (los ricos), que se presenta con un carácter «trascendente», y que se descarga sobre una víctima emisaria (aquellos a quienes el Mercado excluye)... Desde esta perspectiva, el tema del «pecado inicial», que comentaremos a continuación, no necesitará enredarse en hipótesis que, por plausibles que parezcan, no pueden ser históricamente verificadas. [269]

6.2. El tema del pecado

La teoría de la mímesis y del modelo-rival puede ayudar a hacer comprensible la tendencia del hombre a concebir a Dios como un rival, tendencia que está en la base de buena parte de ateísmo mo¬derno. Desde aquí puede ayudar a comprender el pecado como «mímesis de Dios», en la línea de Gén 3,5, y del Zaratrusta de Nietz¬sche: «Si Dios existiera, no podría soportar el no serlo yo».
Pero además, Girard resulta muy sugerente por la cabida que da a esa ambigüedad de consciencia e inconsciencia respecto del peca¬do, la cual no es fácil de explicar y el racionalismo de la teología moderna acabó por eliminarla. Para la Biblia, el mayor pecado radica en una forma de inconsciencia sobre la propia culpa; mientras que en la conciencia de ésta reside ya el principio de la conversión . Para Girard es absolutamente intrínseco a la víctima emisaria el que sus verdugos son incapaces de descubrirla como tal, por estar con-vencidos de su culpa. Así resulta que pertenecen a la raíz del pecado tanto la culpa como su enmascaramiento . Hay aquí una innegable consonancia no sólo con la concepción bíblica, sino con algo muy profundo de la experiencia humana.
Ya he dicho antes que, a pesar de eso, no hay que dejarse tentar por la hipótesis de la víctima emisaria primitiva para ver en ella algo así como una presentación científica del pecado original «originan¬te» o de lo que la Biblia llama pecado de Adán. La ciencia sólo puede presentar hipótesis y datos del existir humano que apuntan a ellas y que permiten afirmar que la referencia a algún tipo de «pecado de origen» tiene su dosis de razonabilidad, y no puede ser tildada de totalmente mitológica, anticientífica o irracional .

6.3. La redención como revelación

Ya indiqué que en la teología moderna (no sé si a consecuencia de la crisis gnoseológica de la modernidad) existe un cierto rechazo ante la idea de la redención como revelación, tan cara a la primera Igle¬sia. Es innegable también que el gnosticismo constituye una perenne tentación de la fe. Pero igualmente cabe preguntar si a un ser, mejor, [270] a una comunidad de seres racionales y autónomos (aunque debilita¬dos en su razón y en su libertad) les cabe otra forma de redención que la oferta implicada en la revelación, salvo que por redentor se conciba precisamente a un Dios suplantador del hombre, y por hom¬bre salvado se entienda al que ha abdicado de su responsabilidad.
Para el ser humano no existe redención mecánica que sea fruto de otro y que él se la encuentre como una lotería. Aunque la reden¬ción y el perdón son gracia e iniciativa de Dios, para el hombre no hay más redención que la que es fruto de su responsabilidad. Pues la gracia no actúa quitando libertad sino dándola; y libera precisamente personalizando y responsabilizando al hombre, no suplantándole.
Por otro lado, en la teoría de Girard se trata de una revelación muy concreta y determinada: las «cosas escondidas desde la funda¬ción del mundo» son, en definitiva, el pecado del hombre y el amor de Dios. El pecado del hombre como fundamento de la comunidad humana, del hecho de que los hombres se unen no entre sí sino contra alguien. Y el amor de Dios como víctima de esa unión de la comunidad. Eso es exactamente lo que revela la Cruz de Jesús: «aquel día se hicieron amigos Herodes y Pilato» (Lc 23, 12). Y aquí no cabe aún el gnosticismo, puesto que esa revelación nos remite a la historia, en lugar de abstraemos de ella.
Es verdad que la redención no es sólo revelación, porque tampo¬co acontece sólo en la Cruz. Hace un momento, al aludir a los textos del Nuevo Testamento, hablábamos de su pluridimensionalidad. El amor de Dios no se manifiesta de una manera estática sino actuante: resucitando a Jesús, constituyéndolo cabeza de una humanidad nue¬va, cuya matriz o cuyo ámbito de posibilidades Él es el primero en abrir como «Primogénito», y derramando su Espíritu sobre el mundo «afiliado», para que la historia pueda «aspirar» a Dios.
Pero todo esto sólo puede comenzar a ser vivido por el hombre como revelación o como oferta o promesa. También en el amor hu¬mano, don y manifestación se implican mutuamente. Y esta consi¬deración se intensifica si no consideramos la totalidad de la salva-ción cristiana, sino sólo el aspecto salvador de la muerte de Jesús. Se puede preguntar si la Pasión desvela simplemente el proceso victi¬mario, o si también cambia ese proceso. Probablemente Girard res¬pondería que lo cambia por la manera como lo revela. Porque lo revela para cambiarlo, y porque sitúa a los hombres de manera cons¬ciente ante ese dilema de destruirse o intentar amarse.
Aquí surgen infinidad de preguntas: ¿qué nos queda por hacer?, ¿qué vigencia tiene todo lo expuesto en una situación de «retraso de la parusía» y de recaída en la forma sacrificial de construir la comu¬nidad? Si se produjera por fin la renuncia de la humanidad a des¬truirse totalmente, ¿podría nacer de ahí otra nueva cultura que vaya aprendiendo a renunciar al deseo mimético y, con él, a la violencia? [271] Girard ya ha declarado que él no es pesimista: «No se cumple nunca ni el optimismo de los revolucionarios ni el pesimismo de los reaccionarios».
Puede que esto parezca poco. Pero, a la vista de este mundo hen¬chido de dolor, de indiferencia ante él, de crímenes gratuitos y atro¬ces cometidos en nombre de la defensa de la civilización cristiana, en defensa de la democracia «tal como nosotros la entendemos», en de¬fensa de la dictadura de un proletariado que luego sigue sin dictar nada, o del poder de un pueblo que luego sigue sin poder nada..., a la vista de este mundo que, en medio de su increíble dolor, sigue coqueteando con la fabricación refinada de armas y con los riesgos de la destrucción atómica, me atrevo a creer que no es poco. Y que ello permitiría vislumbrar la posibilidad de que en medio de este mundo empecatado existan, a pesar de todo, huellas de algo así como «redención», que nos llevan inexorablemente a tratar de construir la historia. Por lo que toca a los creyentes, la obra de Girard plantea decisivamente la necesidad de convertir toda religiosidad hacia la no-violencia de Dios, que se ha revelado en Jesús y que se entrega a los hombres antes que destruirlos, y hacia la radicación experiencial en la decisión de no combatir al mal con el mal.
Todo lo cual, visto como ha discurrido hasta ahora la historia -del mundo «laico» y del mundo religioso-, no sería ciertamente poco .

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