lunes, 27 de julio de 2009

Rehaciendo la Oikonomía: Capítulo 2°


Carlos Eduardo Román


CONTRA LA MULTITUD:
PRAXIS DEL CUERPO CONTRA SISTEMAS
DE VIOLENCIA Y EXCLUSIÓN.


Al indagar en el anterior capítulo sobre las perspectivas desde las cuales se construyen los textos evangélicos, hemos mostrado que el mundo evangélico se enraíza en el mundo social del oikos, cuyas intuiciones fundamentales se dirigen hacia un respeto del cuerpo y hacia una construcción de formas de relación no sacrificiales, en contraste con las formas sociales del kapelicos, que en su tendencia fuerte a lo sacrificial suele ocultar o justificar tal sacrificialidad. Por demás, y apoyando tales análisis, se tocaron aspectos en cuanto al origen del cristianismo primitivo, las imágenes elaboradas históricamente alrededor de tal origen, así como aspectos relativos a la necesidad de rescribir la historia económica en tanto, tal como se le estudia en la actualidad, tergiversa la pluralísima y compleja historia humana al insistir de manera unilateral en lo europeo-occidental.

El Nuevo Testamento en su teología primera manifiesta una visión sobre la vida humana centrada en su relacionalidad. Esta manifestación es en doble vía: por un lado, se pone de manifiesto en el relato neotestamentario lo que los hombres son realmente, como fundamentados en la violencia; por otro, manifiestan un proceso de autocomprensión de tal fundamentación violenta que permite encaminarse hacia fundamentaciones no violentas. Desnuda, pues, la narrativa bíblica y neotestamentaria al ser humano, y lo referencia permanentemente. Por esto, y tal será la guía del presente capítulo, indagaremos alrededor de aquellas claves de lectura que proporcionan los evangelios para comprender los procesos de violencia y sus estructuraciones. Y esto a partir de lo que es radicalmente central en el Nuevo Testamento: la muerte y resurrección de Jesús.

1. LAS POTESTADES AL DESNUDO: CONDENA Y MUERTE DE JESÚS.

Lo central de la predicación neotestamentaria, el kerigma- es constituido por la experiencia de muerte y resurrección que, en su particular lenguaje, manifiesta una experiencia relacional violenta que invita a una experiencia relacional no violenta. Tal núcleo kerigmático es algo inusual respecto de la manera de vivir típica de las sociedades. Pablo de Tarso percibe que, mientras para los creyentes tal mensaje es salvador y “fuerza de Dios”, que -siguiendo la tradición veterotestamentaria- destruye “la sabiduría de los sabios” e inutiliza “la inteligencia de los inteligentes”, para muchos no es más que “locura” (1 Cor 1, 18-19), pues mientras “los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (1 Cor 1, 22-23). Esta “locura divina” que es anunciar un mesías crucificado, es, sin embargo, “más sabia que los hombres”, y esa “debilidad divina, más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,25). Lo central de esa crucifixión, con su locura y debilidad, es despojar a “los principados y las potestades” de su poder sobre el hombre, exhibiéndolas “públicamente, en su cortejo triunfal” (Col 2, 15), de manera que se cancela “la nota de cargo que había contra nosotros [con sus] prescripciones con sus cláusulas desfavorables” (Col 2,14), que era propiedad de aquellas potestades.

Se trata, en el lenguaje paulino, de formas de relación violentas que someten y atenazan al humano; “principados y potestades” son imágenes para designar el imperio romano con sus formas de kapelikos, que someten y degradan a la sociedad entera. El poder imperial y las lógicas violentas que posibilita e introyecta, llevan al sometimiento y destrucción de Jesús, de manera que toda su resistencia y toda su predicación de comunión y solidaridad activa con el desfavorecido, quedan arrasadas. Parecería, pues, locura y necedad oponerse a las lógicas violentas. Pero a pesar de todo, desde el fondo del fracaso, surge en los primeros creyentes -desde la experiencia de resurrección- la intuición de que aquello vivido valía la pena, y se dan cuenta que, en realidad, en la cruz todos los mecanismos de la violencia quedaron al desnudo, evidenciados ya sin posibles justificaciones, mostrando su cara salvaje, sin la posibilidad de seguir llamando a engaños. Es por esto, para Pablo, que las potestades y principados quedan exhibidas, y canceladas sus pretensiones al ser clavadas en la cruz.

De esta manera, lo que evidencia la cruz es una locura que “sabiduría de Dios”, y una violencia que es la de potestades y autoridades. Se trata, en términos antropológicos, de formas de relación que se muestran en la narración, y las lógicas que los rigen. Será esta la indagación del presente apartado, centrándonos primero en la lógica de muerte (del poder) que se muestra y denuncia en el evangelio, examinar enseguida la lógica de vida (reinado de Dios) que se muestra y anuncia en el evangelio, y analizar, finalmente, cuál es el marco de actualización de la lógica del poder en nuestra sociedad.

1.1. PILATO Y LA ESCENIFICACIÓN DE LA LÓGICA DEL PODER.

En la intención de desnudar las lógicas relacionales humanas que, por lo normal, están preñadas de violencia y exclusión, la narración evangélica muestra, como en un escenario, la evidencia de lo que ocurre. En la acción, se evidencian relacionalidades que son representaciones no sólo de lo que el respectivo evangelista percibe, sino de aquello que es la misma cultura humana. Relato ejemplar de ello es el juicio a Jesús por parte de Pilato (Juan 18,28-19,16) , que evidencia las relacionalidades violentas típicas humanas junto a sus simulaciones y justificaciones que esas relacionalidades reciben de parte de nuestra cultura. Con esto último nos referimos a que, por lo normal, el texto mencionado se lee desde una perspectiva “antijudía”: el inocente Pilato, pagano pero honrado, intentó defender a Cristo por todos los medios -aunque no con el suficiente coraje-, aún ofreciendo opciones para su salvación; pero, presionado por los judíos y su terca insistencia asesina, finalmente le tiene que condenar a muerte, a su pesar .

Es esta versión bajo la cual se lee el pasaje, muestra más bien la genialidad de Pilato como hombre del poder que, estando directamente implicado en la muerte de un justo, logra “lavarse las manos”, pasar como inocente para la historia posterior, y aún lograr que sus víctimas (los judíos) sean culpabilizadas y señaladas como “asesinos”. Sin embargo, una lectura atenta del texto bíblico, desnuda esa dinámica justificatoria, que conforma la tipificación de la lógica del poder, tanto en sociedades del pasado como en sociedades del presente. Esta lógica revelada se desarrolla en tres momentos, a manera de “actos”.

1.1.1. Primer momento: Las artes del dominio (Jn 18, 28-33).

El inicio del fragmento es claro en ambientar quién es Pilato. Si quienes arrestan a Jesús (Jn 18, 1-11) son “la cohorte [es decir, un destacamento de la guarnición romana] y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos” (Jn 18,3), se indica con ello que de alguna manera está Pilato al tanto de lo que ocurre; por otro lado, un pequeño grupo de la élite dirigente judía (no los judíos), enemigos del enfoque de la predicación de Jesús, han promovido su arresto, pero, en razón de su dependencia política al enviado del César (Pilato) no pueden tomar decisiones judiciales con autonomía y deben buscar el consentimiento del hombre que ejerce el poder de manera efectiva: Pilato. De esta manera, este pequeño grupo de judíos sometidos acuden al amo, y a donde éste habita, el pretorio (Jn 18,28a). Pero ocurre algo curioso: ellos “no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder así comer la Pascua” (Jn 18, 28b), lo que obliga a Pilato a salir de su hogar y atenderlos (Jn 18, 29a).

En realidad, Pilato no tendría por qué salir hacia los judíos: son los judíos quienes deben acudir a él, en razón de que él ejerce el poder. Sin embargo, los judíos con su actitud y sin palabra alguna, le están recordando a Pilato tres cosas: por un lado, que él, Pilato, no es el Poder –aunque actúe como tal- sino un simple representante del mismo; segundo, que ese mismo Poder les ha otorgado a ellos, los judíos, un status de autonomía que debe respetar, aunque, como se insinuará a Pilato poco le guste; finalmente, este status respeta sus creencias, entre las cuales está considerar de manera abierta las costumbres romanas como contaminantes y no participar de ellas. De esta manera, Pilato, que es el Poder, es apenas un representante, y sabe que ellos, los judíos, le desprecian aunque sea el Poder . En esta dinámica, Pilato no sale a discutir: sale a demostrar su dominio, de manera sutil pero efectiva.

Pilato inicia el diálogo fingiendo ignorancia: “¿Qué acusación traéis contra este hombre?” (18, 29b). Los acusadores de Jesús no se quedan atrás en fingir: “Si este no fuera malhechor, no te lo habríamos traído” (18,30). Pilato ha estado al tanto de lo que hace Jesús (no sólo porque participó en su arresto enviando tropas; Jesús mismo -según Juan- insiste en que siempre ha “hablado abiertamente ante todo el mundo (…) y no he hablado nada a ocultas: Jn 18, 20), y, por las mismas razones, los judíos enemigos de Jesús. ¿Qué esconde esta aparente ignorancia de parte y parte?. La aparente pregunta y la aparente respuesta tratan de una acusación, que es la verdadera respuesta pero que ninguno de los dos bandos quiere decir esperando a que lo diga el otro, acusación que para Pilato y para los judíos del texto posee diferente significación.

Momentos antes de este juicio, ya ha expresado un sector judío por qué desea dar muerte a Jesús: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10, 33). Se manifiesta aquí una corriente interpretativa de corte sacrificial al interior de la cultura judía (Hinkelammert 1991, 1993) donde el ser humano ha de someterse infinitamente a Dios. Si bien Jesús se mueve en otra corriente interpretativa que entiende que “dioses sois” (10,34) , importa señalar aquí que, desde la primera corriente, Jesús es un blasfemo que merece la muerte. Ahora bien, mereciendo Jesús la pena de muerte, sin embargo no pueden los judíos aplicarla pues deben contar con la autorización de la autoridad política romana .

Para Pilato, el juego es otro. Como hombre de poder, es muy posible que Jesús represente un judío más, de molestas actividades pero poco trascendente para su gobierno: se trata de un profeta Galileo, dirigente de una pequeña secta que, incluso en este momento, ya se ve muy mermada. La única acusación posible ante él es que dicho profeta reivindique alguna realeza, lo que representa un delito contra la seguridad del estado (Pixley 1999: 26). Pero, fijando su atención en este hombre y en este delito, simbólicamente fija su atención en una aspiración cultural judía y, teniendo a Jesús como chivo expiatorio, les va a mostrar a los judíos el desprecio que merece tal aspiración y les va a incitar a abandonarla.

Estas perspectivas tanto Pilato como los judíos la saben, y por eso no la mencionan. Saben los judíos que su acusación de blasfemia cae ante el poder, que solo admite la acusación política; pero si admiten esa acusación política, reniegan de su tradición; prefieren que Pilato se pronuncie. Pilato sabe esto, y por eso prefiere que sean los propios judíos quienes hablen, que ellos mismos acusen a Jesús y con ello que renieguen de su tradición: el hombre del poder siempre busca (cuando es inteligente, como Pilato) que su humillado se autohumille. Al no lograrlo en el primer instante, les hace una oferta: “Tomadle vosotros y juzgadle, según vuestra ley”; oferta mentirosa, pues es lo que no pueden hacer, y si lo hacen, se declaran rebeldes. Obtiene entonces Pilato, por lo menos, una declaratoria de humillación: “Nosotros no podemos dar muerte a nadie” (Jn 18,31). Estos judíos admiten que no son dueños de ellos mismos, que Pilato es su dueño. Pilato domina, y ellos lo han admitido.

1.1.2. Segundo momento: El dominio de este mundo. (Jn 18, 33-38).

Obtenida la declaratoria de sumisión por parte de los judíos, entra Pilato a interrogar a Jesús, iniciando con una pregunta que no es pregunta, en tanto contiene ya la respuesta y la acusación: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (Jn 18,33b). Tal acusación Pilato, como buen ejercitante del poder, no desea hacerla, sino que sea el mismo implicado se autoacuse. El hombre del poder sabe lavarse las manos. Jesús no cae en su juego. Le devuelve su pregunta-acusación con una pregunta que evidencia el proceso victimizador en el cual lo han puesto: “¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mi”? (Jn 18, 34). Pilato, sin querer admitir tal proceso victimizador, insiste que alguna culpa ha de tener Jesús si está allí, y lo conmina a admitir la culpa: “¿Qué has hecho?” (Jn 18, 35).

A esto, indica Jesús que, si bien es rey, no lo es “de este mundo”, en tanto que si lo fuera “mi gente habría combatido”, y que lo suyo, por el contrario, es “dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 36-37). No está pronunciando Jesús palabras ocultas o esotéricas, sino de una referencia clarísima: Jesús no funciona en el modo relacional violento en que suele funcionar el mundo, que suele no conocer y no recibir inclinándose por la expulsión y la violencia (Jn 1, 10-11); Jesús busca misericordia y no el sacrificio, el acogimiento y no la condena, en tanto lo suyo es la inteligencia de la víctima que hace comunión antes que expulsión, y desde tal actuar muestra y denuncia los modos relacionales violentos.

Pero Pilato no entiende esto. Por lo normal, quien está dentro de las lógicas del poder, “ve” enemigos por todas partes, y es incapaz de concebir que se pueda funcionar de otra manera . Para Pilato, lo importante es que Jesús se ha declarado rey, y basta eso para condenarlo . Es muy posible que alcance a vislumbrar, en menor instancia, a Jesús como una competencia para su reinado, y en mayor instancia, lo vislumbre como manifestación del anhelo cultural judío de poseer su propio rey: en ambas instancias, se trata de una competencia para su poder que ha de ser controlada y eliminada. El hombre del poder elimina o controla a la competencia, para que no le quite su puesto hegemónico; el hombre del poder no puede concebir que haya personas que funcionen bajo otros esquemas relacionales, y a todos los juzga atribuyéndoles su misma relacionalidad. Para Pilato no hay, pues, nada más que hablar. Se trata de un rey, se trata de una competencia, se trata de un subversivo. Jesús es hombre muerto. Ante la insinuación de la verdad que porta Jesús, Pilato le responde: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38). Manera despectiva de decir: “La verdad es la verdad del poder”.

1.1.3. Tercer momento: la falsa inocencia del poder. (Jn 18, 38b - 19, 1-16).

De nuevo sale Pilato a hablar con los judíos. Ya tiene en sus manos la humillación obtenida en el primer momento (los judíos dependen de él), la acusación política contra Jesús (se ha declarado rey de los judíos), y ahora procederá a humillar una cultura, buscando que sean los mismos judíos quienes se autodesprecien y ayuden a lavar sus manos. Inicia con una falsa afirmación, en tanto es algo que ya ha probado en el pasaje anterior y le interesa seguir sosteniendo: “Yo no encuentro ningún delito en él” (Jn 18, 38); con ello, realiza su oferta mentirosa: “¿Queréis (…) que os ponga en libertad al rey de los judíos?” (Jn 18,39). Es oferta mentirosa, porque ofreciendo una opción, en realidad acorrala a los judíos contra la pared: si ellos se pronuncian por la vida de Jesús, admiten que desean un rey, por lo que se hacen culpables y pierden la vida; sólo les queda intentar preservar la vida, e inclinarse por Barrabás. Es falsa la opción que Pilato ofrece: el chantaje de Pilato es el chantaje del ladrón , oferta violenta y mentirosa.

Enseguida, Pilato va a mostrar lo que piensa de Jesús, de los judíos y de cualquier rey judío: “tomó a Jesús y mandó a azotarle” (Jn 19,1). Con ironía cruel, muestra en seguida ese cuerpo destrozado por la tortura, y declara: “Mirad: os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él” (Jn 19, 4).

Se trata, en realidad, de una economía del poder. Pilato es un genio en esto: podría maltratar a cada judío para que reconozca su poder y abjure de sus tradiciones, pero prefiere la fuerza del ejemplo: castigando con fiereza a uno y mostrándolo, dice algo así como: “Mirad lo que pienso de vosotros y de lo que soy capaz, mirad y temblad”. A su vez, Pilato se declara inocente: el no ha tocado a ese hombre, sino sus soldados. A su vez, sus soldados, que cumplen en duras condiciones su servicio militar en tierra ajena, bárbara y desagradecida, que se ven sometidos a las humillaciones de sus superiores, es posible que poco conozcan o les interesa aquel sucio profeta galileo, y simbólicamente golpean al poder que maneja sus vidas y los manda a vivir duras condiciones vitales de milicia, poder que no pueden golpear en directo pero sí por desplazamiento del objeto de odio: los soldados no golpean a Jesús, golpean lo que odian: a Pilatos, y al Emperador Romano; por esto le disfrazan de rey y emperador, con “corona” y “manto púrpura”, saludándolo como “rey” y dándole “bofetadas” (Jn 19,2-3). Esto es beneficioso a Pilato: posee mando sobre sus hombres, pero sabe que le odian: como buen ejercitante del poder, les proporciona un pequeño juego en el cual descarguen su rabia, asegurando que esta rabia no se vuelva contra él sino que se difumine en beneficio propio .

Con razón los judíos se alteran más y más. Las continuas provocaciones de Pilato, su ambigua y consciente declaratoria de inocencia hacia Jesús, la amenaza latente de la vorágine violenta que amenaza cernirse sobre ellos, hace que deseen que esta cruel comedia culmine rápido. Ante sus gritos de “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”, Pilato sigue haciendo su falsa oferta, “Tomadlo vosotros y crucificadle, porque yo no encuentro en él ningún delito” (Jn 19,6), buscando la completa humillación de los judíos. Pero los acontecimientos toman un giro inesperado: presionados, los judíos responden: “Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios” (Jn 19,7); ante estas palabras, Pilato “se atemorizó aún más” (Jn 19,8).

En realidad, Pilato no esperaba esto, y tampoco los judíos deseaban pronunciarlo. Todo hombre de poder, en su ejercicio, de alguna manera se hace hijo del poder, y esto lleva a una condena ineludible. Los judíos no sólo están pronunciando una sentencia contra Jesús: la están pronunciando contra Pilato, y contra el Emperador: el poder lleva, en su entraña, la condena a muerte contra todo el que ejerce el poder . Pilato tiene “más” miedo en este momento, como todo hombre de poder tiene miedo aunque no lo reconozca: miedo a que se le quite el poder. Solo que, confiado en su poder, piensa no tener miedo, hasta que las circunstancias lo asaltan. Confiado y seguro, pero con miedo, porque el poder desatado no perdona.

Ante esta dimensión de los acontecimientos en el relato, entiende Pilato que por mucho que desee ejercer su poder, en esto no es más que un delegatario, tan sujeto a las dinámicas de desprecio y muerte como aquellos a los que él desprecia y quiere dar muerte. Pilato queda resentido, y tan sólo desea la humillación completa de sus oponentes. No es omnipotente, pero es poderoso: algo es algo. Sigue jugando con los judíos (19,12-15) y finalmente obtiene lo que quiere: una declaratoria de lealtad al César (19,15), quizás una abjuración de parte de algo muy querido en la tradición (respecto de un rey judío). Pero no obtiene, de parte de los judíos, la abjuración definitiva: ellos no entregan lo innegociable: la ley de condena a muerte de aquel que se tiene como Hijo de Dios (Hinkelammert 1998: 121-125).

1.1.4. El despojo y sometimiento de las autoridades y potestades.

Queda en evidencia, en el relato, la forma de funcionar del poder, de todo poder. Esto es lo que se muestra y desnuda. El ejercicio del poder (político, económico, empresarial) es ante todo una forma de reconocimiento relacional que actúa sobre la base del sometimiento y del chantaje. El hombre del poder es, ante todo, prudente, y busca que sean sus subordinados quienes acepten tales formas de relación autovalidándolas y asumiéndolas, de manera que él aparezca como víctima de las circunstancias. Ofrece ofertas, opciones, es un hombre que escucha y trata de conciliar, pero como buen político ya tiene “amarradas” las respuestas y las opciones, sabiéndolas orientar para que, a ojos de sus subordinados, aparezcan como elección de estos, dando así la impresión de magnánimo y benefactor. Apela a la fuerza del ejemplo, para que sus subordinados asuman sus propuestas de manera “voluntaria”. Economiza recursos, utilizando medios eficientes para “convencer”; de recurrir a la violencia, siempre la delega, y esta delegación la utiliza para su propio beneficio. De recurrir al chantaje, lo disimula, para no herir la susceptibilidad de la sociedad y los bien pensantes. Siempre sabe aparecer como inocente .

Pero esta dinámica, aunque modélicamente brillante, es perversa. Por esto Juan la describe con tanta minuciosidad, aunque de manera tal que solo una lectura no religiosa dará cuenta de ello. Juan no cree en tal lógica del poder, y por ello, en el relato que solemos denominar los buenos cristianos “la Pasión de Cristo”, se muestra la pasión desatada de todos (seguidores y contradictores de Jesús) que lleva al justo a la muerte.

El dato de estructura narrativa es curioso: el único que no participa de la pasión es Jesús, en tanto es él quien recibe todo el peso de la pasión desatada de los demás. En esto insiste el relato, y desde allí entenderá la validez de Jesús y su manera no violenta de funcionar. La “fuerza” y “salvación de Dios” en este contexto, entre otras dimensiones y como piedra de toque -de llamado de atención, de tropiezo-, es la posibilidad de desnudar los mecanismos relacionales violentos que sustentan todo ejercicio de poder. Esto, con razón, es calificado como “locura”: todos los Pilato de la historia no conciben que se pueda funcionar de otra manera, y por la misma razón lo califican como “debilidad” e “ignorancia”. Si esta “locura” es calificada como “triunfante” y “fuerza de Dios” es porque pone en evidencia la violenta fundamentación humana, sus absurdos, sus manejos, y desde allí invita a otra forma relacional. Es aquello que el Jesús joánico denomina “mi reino que no es de este mundo”, y que el Jesús de los sinópticos denomina Reino de Dios.

1.2. LA LÓGICA DEL REINO DE DIOS.

Interesa ahora visualizar la lógica bíblica desde la terminología del Reino de Dios. Sobre tal temática es abundante la bibliografía , pero deseamos intuir aquí su perspectiva relacional y organizacional, su “lógica”. Si bien es claro que los evangelios hablan del Reino de Dios en un lenguaje teológico, sus diversas metáforas y su asunción tienen incidencia en la forma organizacional que asumen las sociedades. El Reino de Dios no aparece como una teoría o una visión tan solo escatológica: sus vivas imágenes hablan de cierta forma social de incidencia radicalmente concreta, e insinúan la posibilidad de intentar funcionar socialmente de una nueva manera que se aparte de la lógica normal de rivalidad y exclusión: la solidaridad y la misericordia para con las víctimas. El evangelio de Juan tematiza esta intuición a partir de una orientación -en sus términos- hacia la Luz; de manera similar, los sinópticos elaboran la noción de Reino de Dios. Es desde allí donde se construye lo plenamente humano como proceso.

1.2.1. Noción y espacio del Reino de Dios.

La noción de Reino no es algo estático en la historia israelita, en tanto su relación con formas sociales concretas. Encuentra sus raíces más hondas en los movimientos migratorios verificados entre el 1850 y 1220 a.c. hacia las tierras que hoy conforman palestina: los grupos abrahámicos, sinaíticos, mosaicos y hapiru se van encontrando y mezclando, y todos traen una vivencia dolorosa de expulsión. A partir de esta vivencia, y por contraste con las estructuras vigentes de su tiempo, procuran una organización que no repita la estructura opresora de la que provienen originalmente. La comprensión de la revelación de Dios se articula con esta vivencia negativa y se tematiza en la noción de Reino de Dios.

El espacio del Reino ante todo tiene un destinatario: el pobre, en su sentido sociológico y económico . Por esto, el espacio del Reino se conforma a modo de una fiesta, donde nadie ayuna porque es la boda y la presencia del novio, porque se trata de un vino nuevo y un vestido nuevo (Mc 2,18-22). Este Reino implica una actividad de proclamar y enseñar en todos los pueblos, llevando, por pura conmiseración, curación de enfermedades y dolencias a la multitud de maltrechos y desfavorecidos, que son comparados a la mies o cosecha del campo (Mt 9, 35-38) (recuérdese, además, que de la mies recogida se hace el alimento). Es, se compara en otro lado (Jn 4, 34-38), como una obra a la cual hay que dar remate, ya que el campo está maduro para la cosecha, y cuando los braceros recojan ésta, celebrarán al final del día. Además este Reino no es un cálculo o un lugar: es algo que “está entre vosotros” (Lc 17,21).

¿Qué podemos interpretar de estos elementos? Este último elemento nos advierte que no estamos ante una realidad geográfico-política, pero tampoco nos referimos exactamente a una “interioridad”, pues el resto de elementos nos advierte una fuerte relacionalidad. Es la relación establecida con el maltrecho y postrado que, como la mies, se recoge (es la cosecha). Se recoge porque alimenta. Recoger al maltrecho alimenta, y esto es alegría del bracero (seguidor de Jesús) y del sembrador. Y también es alegría del maltrecho, que se ve recogido y realzado, recuperado socialmente. Es interioridad de relacionalidad.

Ahora bien, otros ya han sembrado. Se trata de una nueva forma de funcionar social, que otros ya han ensayado, y ya se está maduro para asumirla con plenitud. Recoger al excluido, no funcionar con excluidos: tener excluidos es seguir sobre vestidos viejos y odres viejos, que echan a perder todo. Todo esto es gozo, y gozo corporal. Se celebra el trabajo, que es trabajo de recuperación. Para eso se trabaja, para recoger, recuperar al postrado. Así, el trabajo viene atravesado por el gozo, no por la obligación; es fiesta; es ámbito de recuperación humana, no de productividad humana. Por ello no ayunan, porque tienen el novio al lado. Así, la interioridad es relacionalidad: gozosa frente al trabajo, y que dirige el trabajo a la recuperación del maltrecho. Lo central de la vida (está entre vosotros) es el gozo. No es organización; es fundamento de organización. Tal, pues, la lógica fundamental organizativa del reino de Dios. Es un mundo de inclusión suficiente, que se repite en las consignas del movimiento antiglobalización actual: “por un mundo en el que quepan todos”.

De tal manera que la noción de Reino narra una relacionalidad efectiva en torno a la recuperación gozosa del desecho, y esto como ámbito central humano. Es esto el dar remate a la obra por la cual el Padre envía a su hijo (Jn 4, 34). La relacionalidad básica y verdadera se da en torno al acogimiento de la mies, de la cosecha, del desecho, lo que implica, dicho de otra manera, el no matar, que es lo que, para Juan, guía la actividad de Jesús: hacer la obra del Padre, que es hacer la obra de Abraham, que es no matar y dar vida al hijo acogiéndolo, y rechazando las tradiciones que malinterpretan la voluntad de Dios como un querer matar al hijo (Jn 8, 31-59) .

En suma, la lógica del Reino se orienta como lógica recuperadora de la corporeidad lastimada, animada por la relacionalidad del no matar. Pero esta lógica se traduce en el intento de estar desestructurando los sistemas organizacionales en su efecto no intencional de exclusión, de reconocer los chivos expiatorios de las sociedades, y procurar que estos no existan, de reconocer las muertes que causa toda organización y no repetirlas. En la misma línea, se trata de cultivar una actitud hacia el pasado: leer la historia no es sólo leerla en sus realizaciones positivas, sino buscar sus realizaciones negativas que la pueden poner en duda. No se trata de quedarnos con la historia triunfante de occidente, sino de reconocer sus errores y la sangre que ha derramado para ser lo que hoy es: re-visar el pasado y deconstruirlo también. De esta manera, se dibujan ciertos criterios para las organizaciones, lo que podemos comprender narrativamente desde Pablo de Tarso.

1.2.2. El espacio del Reino como crítica a los sistemas imperiales .

Pablo comprende que “Cristo murió por nuestros pecados”, y esto, no de una manera abstracta sino enraizada en su vida. Toma conciencia que la Ley, dada para la vida, produce la muerte (Rm 7,7ss.); da cuenta, entonces, de un error de relación, que conlleva a la muerte de los cuerpos. Sobre este error de relación se desarrollarán todos los posibles sentidos teológicos de su confesión. Si Pablo está confesando su error de relación, lo está confesando aquí de una manera extrema. Ha sido tal su saña, que creyendo servir a Dios lo estaba matando: frente a ello, Pablo se denomina “aborto” (1 Cor 15,8), el último de los últimos. Y esto es una experiencia común a todo ser humano: cuando tiene la oportunidad de darse cuenta que su vida ha estado funcionando sobre mecanismos de rivalidad y exclusión o, si se quiere, “el devenir inteligible de lo que no era” (Girard 1986: 214), tendrá la oportunidad de sentirse una “mierda” , por aquel pasado vivido en el que ha estado implicado y por este futuro que se abre con las posibilidades de repetir aquel pasado de mierda.

Pablo ha vivido como un aborto, y reacciona frente a él por experiencia negativa de contraste . En primera instancia, este mundo tiene sus coordenadas específicas. Las formas tradicionales de vida del conjunto societal palestinense vienen afectadas con fuerza por el Imperio Romano: pérdida de tierras por parte de campesinos libres y endeudamiento progresivo de las familias, creciente monetarización de la vida cotidiana, quiebre de los ciclos naturales con generación traumática de otras formas de concebir la realidad, el tiempo y el espacio, enajenación de la identidad colectiva (Míguez 1996). Lo anterior se acompaña de una forma de funcionar social típica del Imperio, no sólo política sino también social, el clientelismo:

Todo se lograba por la beneficencia de un superior, un patrón. El patrón máximo era el emperador, especialmente a partir de Augusto César (27 a.c. a 12 d.c.). La burocracia era mínima. Los romanos asumieron el sistema económico ‘democrático’ de los griegos, pero lo gobernaban mediante redes de patronazgo. Un patrón daba favores a una ciudad, o una persona, y esperaba de ella gratitud y lealtad. Esta se expresaba, entre otras cosas, con el culto y los honores que el cliente le ofrecía a su patrón (Pixley 1998: 63).

Es este el mundo abortivo que percibe y ha vivido Pablo. Si Pablo exhorta a vivir de una manera digna de Dios y en santificación (1 Tes 2,12; 4,3), es, por contraste, la formulación de la manera indigna de vivir, el mundo abortivo frente al cual reacciona Pablo.

La independencia. Crítica al sometimiento.
Invita Pablo a sus eklesiai a una orientación vital en torno a la independencia, de manera que cada uno se ocupe de sus asuntos sin ser carga para otros (1 Tes 2,9; 4, 10-12). En este momento, el trabajo de Pablo es independiente: la tradición de Lucas (Hch 18, 3) nos indica que Pablo confecciona tiendas o carpas, y es plausible que se trate de un trabajo manual al cual Pablo se dedica de manera que obtiene allí su sustento, aunque esta actividad le reporte frecuentes trabajos y fatigas. Como trabajador independiente, Pablo se sitúa al margen de la red clientelar y comercial del mundo romano, participando de ella solo en el nivel estrictamente necesario. Se trata, precisamente, de no ser gravoso a nadie, no necesitar de nadie, y esto se logra al interior de oikos organizados en torno al trabajo independiente y necesario.

¿Qué pasa si Pablo decidiera integrarse a la red clientelar romana y a las sucesivas dependencias que tal modo de vida crea? Las deuteropaulinas de Timoteo y Tito dibujan la cuestión. Es posible que estas cartas, que asumen la autoría del apóstol, presenten la evolución de las eklesiai de la cuenca del Egeo “unos cuarenta años después de la actividad fundadora del apóstol” (Pixley1998: 81). En ellas, la idea de una independencia se ha disuelto, dando paso de nuevo a estructuras clientelares con sus primeros asomos de jerarquía y dependencia de las diferentes instancias organizativas hacia ésta. Al igual que el mundo romano, presidido por un varón-emperador al que se le debe sumisión, el mundo eclesiales presidio por un varón-epíscopo que replica las virtudes del varón-emperador: “Es, pues, necesario, que el epíscopo sea irrepensible, casado una sola vez, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, ni bebedor ni violento, sino moderado, enemigo de pendencias, desprendido de dinero, que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad” (1 Tim 3, 2-4). El asumir las condiciones clientelares trae la sumisión de los sujetos que conforman el grupo social. Se esboza una idea de ciudadanía cristiana (Marxsen: 219) . De nuevo aparece el tema de “vivir con tranquilidad” -esbozado en 1 Tes- como un “vivamos con sensatez, justicia y piedad” (Tito 2, 12), pero ya con el signo de la sumisión familiar y social: “la mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión” (1 Tim 2,11); el pseudopablo es enfático: "No permito que la mujer enseñe y domine al hombre. Que se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero, y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión. Con todo, se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad" (1 Tim 2, 11-15) (similar perspectiva hacia la mujer, en Tito 2, 3-5).

Las formulaciones de Timoteo y Tito equivalen a una capitulación de lo que había logrado Pablo. En el caso de las mujeres, se insinúa su modo de vida ajena a la dependencia patriarcal de los hombres (Richter 1998). En la parte final de la epístola a los Romanos (16, 1-16), Pablo no ahorra alabanzas a las mujeres que menciona: Febe, diaconisa de Cencreas, “protectora de muchos, incluso de mi mismo” (16,2); Aquila, “colaboradora en Cristo Jesús” que reúne una iglesia en su casa (16, 4-5); María, “afanad[a] por vosotros” (16,6), junto a Trifena y Trifosa, “que se han fatigado por el señor”, y Pérside (16,12); Junia, “ilustre” apóstol que ha llegado a Cristo antes que Pablo (16,7). Las mujeres tienen, pues, un puesto central en la evangelización primera, y a ello no es ajeno Pablo (y, en general, buena parte de los libros del Nuevo Testamento, aunque con matices que revelan la difícil aceptación de parte del mundo masculino, como ya se evidenció en Timoteo y Tito).

La santificación. Crítica a la fornicación.
En este sentido, la segunda gran manera de la vida digna de los hijos de Dios que se enfrenta al mundo abortivo es alejarse de la “fornicación”, en tanto la voluntad de Dios es “vuestra santificación” (1 Tes 4,3). Se trata, decíamos, de un aspecto mucho más amplio que el sexual: la fornicación (porneia) viene referida al “poseer (el) cuerpo (...) dominado por la pasión”, y esto se realiza faltando al hermano y aprovechándose de él (1 Tes 4, 4-6), contrario a poseerlo “con santidad y honor” para llevar a cabo el “amor mutuo” (1 Tes 4, 9).

La porneia se dibuja de manera clara con el cuerpo de la mujer. En la relación clientelar y patriarcal romana, el cuerpo de la mujer se posee (junto al cuerpo del esclavo, del siervo, del diácono, del niño, del anciano, etc.) . Por esto, el poseer el cuerpo con santidad y honor atraviesa la relación conyugal, por ejemplo, en una responsabilidad mutua (“No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer”: 1 Cor 7, 4) donde varón y mujer participan de las decisiones corporales de la relación y las profundas necesidades afectivas que en ella se vinculan (“No os negueis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia”: 1 Cor 7, 5). Tal corporeidad responsable es lo primero, antes que el sometimiento por causas ideológicas o religiosas, pues se trata de que el cuerpo viva:

(...) si un hermano tiene una mujer no creyente, y ella consiente en vivir con él, no se divorcie de ella. Y si una mujer tiene un marido no creyente y él consiente en con ella, no se divorcie. Pues el mardio no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido no creyente (...). Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe, en ese caso el hermano o la hermana no están obligados: para vivir en paz os llamó el Señor. (1 Cor 7, 12-15).

De esta manera, ella relación conyugal “no debe ser una expresión y realidad de la esclavitud. No debe ser mantenido a toda costa causando daño y sufrimiento” (Richter 1998: 112). Y esto es palabra de Pablo (“lo que os digo es una concesión, no un mandato”, 1 Cor 7, 6; “digo yo, no el Señor”, 1 Cor 7,12), sugerencias de un modo de vida que lo que intenta hacer es cumplir el mandato de vivir la vida digna de los hijos de Dios. La exigencia ética se verifica en los cuerpos no sometidos (cfr. Mt 25, 31ss) . Lo declarado, pues, por Timoteo y Tito, forma parte del horizonte de porneia censurado por Pablo, aunque el pseudopablo lo logrará recuperar, espiritualizándolo en cierto modo .

Parte del horizonte del maltrato al cuerpo, de porneia, lo conforma también el tema de las comidas. Al encontrarse las eklesiai en su celebración diaria (Pixley 1998: 73-75), surge un asunto muy práctico: “Cuando os reunís, pues, en común, eso no es comer la cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga” (1 Cor 11, 20-21). No tiene sentido la celebración de la cena del Señor si no se ha dado una solidaridad efectiva con el hermano/hermana que pasa hambre en la cena de su casa.

Comunidades en resistencia frente a la persecución y el rechazo.
Estas formas de vida reseñadas, donde el cuerpo se respeta en base a alejarse de las relaciones clientelares y comerciales romanas, produce un hondo escozor. Cayo Plinio, en carta al emperador Trajano, realiza una investigación sobre la secta de los cristianos en su territorio y manifiesta preocupación. Ha torturado, para obtener información, “a dos esclavas que eran llamadas ministras”. A pesar que estos cristianos poseen un comportamiento honrado (declaran que se obligan en sus reuniones “a no cometer hurtos ni latrocinios ni adulterios, a no faltar a la palabra dada, a no negar, al reclamárseles el depósito confiado”), se trata de una “superstición” peligrosa y contagiosa: las esclavas son, ni más ni menos, personas que rompen todo el orden social, al hacerse en ellas ‘ministras’ o presidentes. “El mal que esto ocasiona se refleja en la decadencia de las prácticas cívico-religiosas, que pueden afectar la Pax deorum, base trascendente de la Pax romana, que garantiza el ejército. Sus consecuencias afectan la auctoritas del Emperador ya que niegan a darle culto. Esto es lo que Plinio decide combatir” (Míguez 1998: 102).

Se entiende, pues, que frente a las soterradas consecuencias que esta manera de vida produce, diversos grupos reaccionen negativamente, sean políticos, o sean eclesiales, bien por ataque directo o bien por asimilación y corrección, como es el caso de Clemente en Roma enfrentado a la tradición del Pastor de Hermas . Pablo es consciente de tal situación. Por esto, y como tercera característica de la vida digna de los Hijos de Dios, pide resistencia a todas estas presiones: “Porque vosotros, hermanos, habeis seguido el ejemplo de las iglesias de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, pues también vosotros habéis sufrido de vuestros compatriotas las mismas cosas que ellos de parte de los judíos” (1 Tes 2,14).

Lo que Pablo formula como manera indigna de vivir, en su triple horizonte, es posible que sea la manera de vivir de la cual Pablo se ha arrepentido. Es posible que Pablo haya conocido grupos de seguidores de Jesús, es posible que haya tomado algún contacto con comunidades pospascuales, y es posible, dada su actitud persecutoria, que las haya censurado con fiereza. Pablo no es un hombre aislado; es posible que haya participado de las dinámicas culturales del ethos cultural predominante. Es posible que Pablo, antes de su conversión, hubiera podido escribir líneas como las expuestas en las epístolas de Timoteo y Tito.

Pero Pablo cae del caballo. El aborto Pablo se da cuenta que ese mundo que ha vivido es un mundo de mierda, y en él, él mismo un aborto. A partir de esta conciencia, empezará a funcionar socialmente, en sus relaciones, de otra manera, porque son estas relaciones las que evidenciarán la divinidad: “El perseguidor se hace adepto de la fe, el corredor ha sido alcanzado en su carrera, el que desconocía a Cristo le conoce” (León-Dufour 1999: 108). La experiencia paulina da cuenta, devela, formas de funcionar social, y las señala, formas en las cuales -es posible- ha estado inmerso, formas de sometimiento y persecución (“Entretanto Saulo hacía estragos (...) entraba por las casas, se llevaba por la fuerza a hombres y mujeres, y los metía en la cárcel”; Hch 8, 3) que le ha sido revelada por aquel que le tumbó del caballo (“Yo soy (...) a quien tú persigues”; Hch 9, 5). Lo que se revela impide que tal revelado siga funcionando: “Revelado el mecanismo fundador (...) se ha convertido en caduco a través de su revelación” (Girard 1986: 247).

1.2.3. Reino de Dios: signos de vida para el cuerpo.

Como va quedando expuesto, la lógica del Reino de Dios dibuja una comprensión de tipo relacional que, respetando el oikos, procura recoger (como cosecha) todo aquello que es afectado negativamente por las dinámicas del kapelikos. Todo lo anterior no se presenta como una fórmula, sino como un horizonte narrado y revisitado que permite revisar la historia presente.

Un tercer aspecto que manifiesta la concretud del Reino se refiere al cuerpo. El evangelio de Juan, en perspectiva similar a la de los sinópticos y a la reflexión paulina, declara lo constitutivo del Reino a partir de la metáfora de la Luz, donde esta Luz es la misma Palabra que contiene vida para toda la humanidad y la posibilidad de vida está en su no rechazo, en la superación de lo expulsivo (Jn 1, 1-18). Lo que interesa destacar aquí es su contenido concreto, que se expone narrativamente desde los signos o señales que se exponen en el evangelio de Juan.

Juan, con una parquedad que contrasta con los otros tres evangelistas, nos relata apenas siete signos realizados por Jesús: la boda en Caná (2,1-12), la curación del hijo de un funcionario real (4,46-54), la curación del enfermo de la piscina de Betesda (5,1-18), la multiplicación de los panes (6,1-15), Jesús caminando sobre el agua (6, 16-21), la curación del ciego de nacimiento (9,1-41) y la resurrección de Lázaro (11,1-54). Un somero análisis de cada relato va proporcionado una serie de datos reveladores.

- En la boda de Caná, la actuación de Jesús se realiza frente a una celebración que está incompleta (se ha acabado el vino). Es motivada por una petición (o insinuación) de su madre. Y el resultado de tal acción es que “creyeron en él los discípulos” (Jn 2,11).
- En la curación del hijo del funcionario real, Jesús actúa frente a un niño enfermo, a punto de morir. Su actuación es motivada por la petición expresa del padre del niño: el funcionario acude a Jesús -no nos lo dice el evangelista, pero quizás ha oído su fama de curandero- para que le cure a su niño, pero a su petición, en un primer momento, Jesús responde: “Si no veis signos ni prodigios, no creéis” (4,48b); pero, narrativamente hablando, el funcionario no busca ni signos ni prodigios, ni siquiera creer; lo único que quiere es que le curen a su hijo, e insiste: “Señor, baja antes de que muera mi hijo” (Jn 4,5). Sólo hasta ese momento, Jesús accede al deseo del funcionario el cual, más tarde, cuando comprueba que la palabra de Jesús se verificó, cree en él y justo con él toda su familia (Jn 4,53).
- En el tercer signo, la curación del enfermo de la piscina, a diferencia de los dos anteriores, no hay una petición expresa hacia Jesús. Jesús acude, en medio de una multitud de necesitados (Jn 5,3), a uno en particular, el cual ni siquiera pide que le devuelva la salud, sino que tan solo se queja que nadie le puede acercar a la piscina curadora (Jn 5,7). El hombre recobra su salud por la acción de Jesús pero -Juan no nos dice nada al respecto- el hombre ni se convierte ni cree en Jesús; incluso, cuando Jesús le aconseja no volver a pecar, el hombre habla con las autoridades y revela que él le curó (Jn 5,15). El resultado de esta señal, para Jesús, no implica una nueva fe o conversión del paralítico (o por lo menos de ello nada sabemos), pero sí una fuerte animadversión de los judíos del evangelio a punto de querer matarlo.
- En la multiplicación de los panes, Jesús actúa movido por tener a la vista la necesidad de comida de la gente que a él acude. Esta vez, el resultado de su acción deviene en un gran entusiasmo de la multitud que se ha beneficiado, a punto de querer alzarlo como rey. Ante esta muestra de fervor, Jesús se esconde (Jn 6,15).
- El siguiente signo implica una situación de peligro debido al mal tiempo marino, superada por la presencia de Jesús (Jn 6, 16-21). No hay aquí un resultado visible (exceptuando, claro, que los embarcados llegan vivos a tierra firme).
- La curación del ciego de nacimiento es uno de los relatos más cuestionantes del evangelio de Juan. De nuevo, aquí no existe una petición de curación, ni de parte del ciego ni de parte de los discípulos que acompañan a Jesús; éstos, más bien, se limitan a querer confirmar una mentalidad religiosa: “Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn 9,2). El Jesús joánico parece ir en contra de estas dos posibilidades: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3). Jesús actúa, y le cura la vista. El antiguo ciego despierta toda una polémica sobre si quien ha actuado sobre él es enviado de Dios o un pecador (Jn 9,13-17, 24-34), a lo cuál él con sinceridad responde: “Si es pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa, que era ciego y ahora veo”. Sobre la base de esta constatación, de tal saber concreto, el antiguo ciego cree, mientras que los fariseos que están en polémica, se niegan a creer. La conclusión de Jesús es dura: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís 'vemos', vuestro pecado permanece” (9,41).
- Finalmente, en la resurrección de Lázaro, Jesús actúa no desde una petición -puesto que los parientes de Lázaro sólo están esperando que él participe de la vida eterna (Jn 11,22-23)-, sino desde su propio dolor y conmoción (Jn 11,33-35). La reacción frente a su acción es extrema, a tal punto que los judíos enemigos de Jesús deciden darle muerte(Jn 11,53), pues piensan, según Juan: “¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra Nación” (Jn 11, 47b-48).

Independiente del problema de la facticidad de tales señales y de los detalles de su construcción literaria y de apologética teológica, queremos insistir aquí nosotros en el dato corporal que centraliza la narración: el beneficio de la acción de Jesús se da en torno a un cuerpo que, en los diferentes casos, está falto de su necesidad central: el cuerpo juega y celebra, pero su fiesta está incompleta o bien está a punto de morir; el cuerpo come, pero tiene hambre; el cuerpo camina, ve, habla y siente, pero está tullido o ciego o muerto. Es frente a esta necesidad corporal que Jesús actúa. Además, cuando no actúa por iniciativa propia, a Jesús se le pide que actúe. Pero no desde la necesidad de fe primariamente, sino desde el dolor del cuerpo: así, el caso de la boda de Caná o del hijo del funcionario.

Sobre el cuerpo -a cuya necesidad corporal se acude- recae una culpa. Juan no retrata casos particulares, sino casos modélicos que le ha legado su tradición y que conforman un marco de pensamiento. Esto aparece muy explícito en torno al ciego: “¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Jn 9,2). Esta pregunta supone una corriente de mentalidad conductista del temprano judaísmo rabínico, donde de no cumplir cada judío su parte del contrato con Dios (la observancia de la Ley) se harían culpables de diversos males, desde enfermedades físicas hasta transtornos psíquicos, productos del castigo divino. Frente a tal culpa impuesta, el Jesús joánico logra salir de esta mentalidad y la confronta, pues lo que importa es atender a la necesidad del cuerpo, y en tanto tal tipo de atribución (que el enfermo tenga un pecado escondido en su pasado o en el de sus padres) parece más bien funcionar como un mecanismo enmascarador de la dinámica de exclusión de la misma Ley judía o de la misma sociedad del momento.

En todos los relatos, Juan va dibujando un elemento sobre el cual se descubre el verdadero (para Juan) actuar divino: la atención a lo corporal. Quizás donde más explícito se hace esto es en la respuesta del ciego, ante el desconcierto de los fariseos: “Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo” (Jn 9,25). Sobre la base de esta constatación, fundamental e interesada desde su necesidad corporal, el ciego podrá declarar su creencia más adelante (Jn 9,38). Pero el elemento central que posibilita su creencia no es una experiencia de tipo espiritual, sino corporal: constató que de ciego pasó a vidente, y ese fue su criterio para creer en Jesús.

Es este el contenido concreto de la Luz joánica. El contenido concreto se determina desde un actuar. Surge entonces un criterio de distinción. Las señales de Jesús contienen un dato fundamental para elaborar su significación: son señales inmanentes, corporales, cotidianas, que parten o se motivan desde la necesidad concreta del cuerpo. El término Luz, o Vida, es eso: vida corpórea, de necesidades materiales o fundamentales: comer, dormir, jugar, ver, caminar. Digámoslo de esta manera: la Palabra se revela desde el cuerpo, que pide señales para la vida.

Lo anterior no es simplemente un análisis. Ya es patrimonio de la reflexión teológica entender que el tema de los signos (o milagros, como quedan denominados en los sinópticos) presentes en los evangelios no se refieren a una actividad mágica, sino a cierta orientación de la actividad (Sobrino, 158-164; Hinkelammert 2002). En efecto, no se trata de actuaciones extraordinarias (teras) ni sorprendentes (thaumas), sino de actuaciones que de alguna manera logran rescatar los cuerpos afectados negativamente por las dinámicas sociales existentes. En este sentido, tal actuación es leída como signo (semeia) del actuar de Dios, como un acto de poder (dynameis) que posibilita una transformación solidaria de núcleos sociales en los que todos caben y satisfacen sus necesidades de manera suficiente, lo que es leído también como obra (erga) de Jesús y el Padre. Manifiesta el milagro un modo de vida tal que hay suficiente para todos, y en este sentido, se recuperan los cuerpos lastimados. Por esto, nos dirá Sobrino, “los milagros son signos liberadores del Reino” (158) desde los sufrimientos concretos corporales de los pobres: están relacionados con la salvación cotidiana concreta. La actitud de Jesús, como dejamos entrever en el análisis de las señales joánicas, se mueve desde una profunda conmoción (misericordia) por el dolor ajeno, de manera gratuita que no pide o exige recompensas (Sobrino: 161-164).

Podemos concluir entonces que la vida humana, evangélicamente hablando, revela a Dios desde el cuerpo, y desde el cuerpo sufriente corporal (no otro diferente), débil, desde la víctima, pidiendo simplemente señales para la vida. Desde esto se es incapaz propiamente de construir una Institución, sino que más bien el corporal sufriente se convierte en una constante instancia crítica de toda institución: por ello su debilidad, y su capacidad crítica. Porque es en la víctima donde aparece el silencio de Dios.

1.3. LAS LÓGICAS DEL MERCADO COMO ACTUALIZACIÓN DE LAS LÓGICAS DEL PODER.

Esta lógica de relación, la del Reino, actúa como una intuición fundamental de criterios centrales en torno a las formas organizativas de la vida humana, y no como un plan programático de lo que ha de ser la vida humana. En este sentido su virtualidad crítica, y también su enraizamiento en las tradiciones materiales de las culturas de la humanidad. Pero, en la actualidad, y gracias al cambio introducido por la predominancia del paradigma europeo del kapelikos desde el medioevo, esta orientación, si bien urgente, ha perdido actualidad. La lógica de Mercado actual subsume toda otra posible lógica.

1.3.1. Noción y espacio de la lógica mercantil.

Siguiendo el esquema presentado en 1.2.1., podemos decir que, en términos generales, esta lógica reconoce también una interioridad en relación. Pero tal interioridad es vista en términos del individualismo liberal, como egoísta, negociante racional, poderoso, consumidor (cfr. Nota 17, capítulo 1). Tal relación no es, como en el caso bíblico, con un determinado tipo de personas, sino ante todo con el capital: todo libro de texto, en los actuales estudios, parte del supuesto que el objetivo básico de todo negocio es maximizar la rentabilidad, generar riqueza para el propietario, maximizar los ingresos, optimizar el capital de trabajo. En esta medida, toda relación humana posible es mediada por el capital.

Las relaciones generadas a través del capital se pueden considerar de tres maneras. Una primera, la más excelente, es entre iguales, es decir, entre propietarios; al respecto, afirma Hayek: “las únicas reglas morales son las que llevan al ‘cálculo de vidas’: la propiedad y el contrato” (cit. en Hinkelammert 1990: 88). Una segunda parte de la conmiseración: el propietario desea proporcionar prosperidad a los desfavorecidos; en tan perspectiva se pronuncia Juan Manuel Santos: “Todo ajuste es doloroso desde todo punto de vista, y nadie está negando eso, pero si no hacemos el ajuste, quienes más van a sufrir son los pobres y los desempleados porque nunca van a tener ninguna esperanza de mejorar su situación” ; esto esconde, en realidad, la posibilidad de recrear propietarios que se integren a la dinámica de generación de capital. Y una tercera: frente a aquellos que, por motivos sociales, biológicos o culturales, no se integran a la dinámica de generación de capital, son simplemente abandonados a la muerte; dice Tofler: “Esta es la economía rápida del mañana (…) Estar desacoplado de ella es estar desacoplado del futuro (…) Un gran muro separa a los rápidos de los lentos, y ese muro está creciendo cada día que pasa” (cit. en Hinkelammert 1998: 231).

Por esto, el trabajo en la lógica de Mercado no es una actividad de recuperación de lo corporal sufriente, como aparece en la mentalidad bíblica, sino una actividad generadora de utilidad creciente, que, para conseguir su fin eficientemente, pone como esencia de la actividad humana “El riesgo y la competencia, la muerte y el cambio” (Gilder, cit. en Asmann: 40).

No se trata, entonces, de un mundo para desfavorecidos. Se trata de un mundo de ganadores, cuyo horizonte central es una exclusión inclusiva: sólo los rápidos y productivos caben en él. Al respecto, Samuel DiPiazza, presidente de la consultora Pricewaterhouse Coopers, durante el Foro económico Mundial reunido en New York en 2002, piensa que la recuperación de la mayor economía mundial llegará, más pronto o más tarde, de la mano de un incremento de la productividad: “'Menos trabajadores, más productivos”, afirmó .

Se trata, entonces, de un mundo sólo para los rápidos y eficientes. El resto, merece la muerte. Es claro que la lógica evangélica es muy otra.

1.3.2. El espacio del mercado como afirmación del imperio.

Si, como analizábamos en 1.2.2., la vivencia de fe neotestamentaria impulsa a construir espacios plurales y democráticos desde la recuperación del cuerpo, a partir de la búsqueda y construcción de la independencia y una negativa a utilizar el cuerpo del otro, y ello en resistencia frente al imperio, la lógica actual del mercado parece ser de signo totalmente contrario.

El mercado se presenta como parte central de la configuración sistémica actual y global, desempeñando un papel articulador respecto de la propiedad privada y el trabajo asalariado:

En el mercado, quienes disponen de dinero expresan sus necesidades y sus gustos demandando unos productos u otros. Los propietarios de los medios de producción llevan los productos de sus empresas al mercado, tratando de obtener de ellos la máxima ganancia posible. Del mismo modo, los trabajadores ofrecen en el mercado su capacidad de trabajo, que es comprada por aquellos capitalistas que lo necesitan para sus empresas. (González, A.: 40).

Ejerciendo el mercado tal papel central en la configuración de la vida humana, éste se convierte en sinónimo de la comprensión de la globalización actual. Esta, antes que presentarse como una conciencia de nuestro ser globo en un mundo limitado en el que tenemos que aprender a convivir (Hinkelammert 2003), aparece en términos de mercado como un núcleo económico desde la organización de procesos de producción integrados transnacionales y de desterritolización del capital; núcleo que a su vez implica un núcleo político que pide la socavación del estado desde difusos proyectos político-sociales liderados por el capital financiero, y un núcleo mágico que indica su carácter inflacionario en torno a su naturalización e imperiosidad (Dietschy: 11-13) Ahora bien, el hilo conductor de tales núcleos es el brusco crecimiento de los mercados financieros acompañado de tres grandes procesos que actúan como fuerza motriz: la informatización que gracias a las tecnologías TIME (telecomunicación. Informática, medios de comunicación, electrónica) que hacen posible un globo de tiempo compacto para el mercado monetario, incluso para la economía real; la liberalización y desregularización, que se posibilita y resulta en la creciente independencia del Capital (en especial del financiero); y la financiación o desacoplamiento de los flujos de mercancías con respecto a los financieros, con lo que es éste el que se hace disciplinante respecto de aquéllos y de la sociedad real que los produce, para adecuarlos a sus propias exigencias de crecimiento. Tal centralidad y procesos indican la novedad de esta globalización en torno al mercado: un poder que concatena estratégicamente relaciones de fuerzas que logran recorrer la totalidad del cuerpo social, y que produce tres grandes y críticas transformaciones: el nuevo poder hegemónico de los mercados financieros (logrado desde los procesos arriba indicados, pero también desde el endeudamiento del sur), una nueva geografía de la producción (desnacionalizada y desterritorializada) y un nuevo orden de poder –ambos definidos desde una exigencia de acomodación social a las necesidades del Capital (Dietschy: 16-18).

Interesa de este panorama indicar sus efectos. En primer lugar, el hecho de los mercados financieros independientes de las reales condiciones de la vida humana, impulsa un mundo trascendental que somete el mundo real a las exigencias del capital (Dietschy: 15). La necesidad del capital de obtener creciente utilidad implica, en el campo de la economía real, desatender todos aquellos aspectos que conllevan a frenar el crecimiento de ganancia: condiciones laborales y ambientales; todo dominio de lo humano y ambiental empieza a hacerse válido con tal de conservar la utilidad. De ello sigue una nueva desigualdad social frente a la cual cabe una actitud superflua. Con esto, el problema humano frente a la economía se reduce a estar integrado dentro “de la gran máquina de bienestar acelerativa”, que “es el destino que enfrentan muchos de los países menos desarrollados” (Tofler, cit. en Hinkelammert 1998: 231).

En este marco, la independencia y el respeto convivencial por el oikos ya no es posible: se hace necesario integrarse a la economía de mercado, y si algún grupo social, por razones éticas o culturales, se opone a ello, sencillamente se le condena a la inexistencia (por aislamiento o por presión militar). Pero, acompañando la sutil presión a integrarse al mercado, aparece a nivel ideológico una fortísima presión que, mediante una serie de estrategias discursivas mediáticas, insiste en el perfil normativo del concepto mercatodológico de globalización. Se trata de un discurso trasluce la globalización como una necesidad imperiosa a ejecutar, y como la única forma de vida racional. Argumento de necesidad imperiosa que se ofrece como única alternativa, que se acompaña de suponer las relaciones-modelo, también imperiosas, que le acompañan, en torno a la capacidad de competencia global y la responsabilidad privatizada (Dietschy: 18-24).

En todo ello, la vida humana concreta queda borrada, o mejor decir, utilizada, en cuanto se hace del cuerpo no espacio para el gozo o la convivencia, sino espacio para la inversión, el uso y la utilidad.

1.3.3. El mercado: signo de vida para el cuerpo útil.

Si, como analizábamos en 1.2.3., los signos joánicos están referidos a lo inmanente y lo corporal, esto es poco creíble para la mentalidad contemporánea, donde la compasión desinteresada tiene poca cabida. Lo creíble se suele configurar en torno a lo trascendente del capital y la utilidad del cuerpo.

Una narración ejemplar al respecto nos la proporciona la propaganda (¡son los grandes metarelatos de nuestro tiempo, por cierto!) de la firma de ingeniería ABB, que acompaña una hermosa foto de una indígena peruana cargando a su guagua (niño) con el siguiente escrito:

Para esta familia, una chacra nunca sería realidad sin el sistema de riego. El sistema de riego nunca sería realidad sin electricidad. Tal vez la electricidad nunca sería realidad, si no fuera por los ingenieros de ABB. [ -foto-]
Cuando la corriente eléctrica comience a suministrarse a la región costera del norte del Perú, quizás algunos de los habitantes piensen que es un milagro. Tal vez no se equivoquen (...) Es el tipo de solución que sólo podría crear la cooperación de un equipo integrado por personas dedicadas, con enfoques multiculturales, conocimientos multidisciplinarios y orientación local y global. Y si a cierto grupo de agricultores peruanos la ingeniosa obra de ingeniería de ABB les parece un milagro, está bien para nosotros .

Hay varios elementos, en este texto, que lo emparentan con el evangelio de Juan. Existe una realidad creadora y emanativa (ABB), que posibilita la existencia de electricidad, que posibilita la existencia de sistemas de riego, que posibilita la existencia de chacras, y las chacras, que dan alimentación al campesino peruano, le posibilita vivir. Se trata de un milagro: ABB es vida.

Pero hay algo que no dice el texto. Si ABB hace tal inversión en medio de condiciones inhóspitas y difíciles como lo es la costa peruana, debe ser porque los índices de rentabilidad del proyecto son altos, y los directos beneficiados, los campesinos peruanos, son clientes potenciales de una oferta que crecerá, a largo plazo, según aumente la demanda. Lo curioso de signo milagroso es precisamente esto: su dato primordial no es lo corporal, sino simplemente la utilidad. En caso de que tales campesinos peruanos no representaran un cliente de demanda potencial, seguramente no serían atendidos. No sería buena inversión.

El cuerpo que se recuerda queda entonces relegado al cuerpo útil. El cuerpo inútil, ni tiene por qué ser recordado: aquí solo aparece el indígena en tanto posibilidad de inversión o, a lo sumo, como marco humano de un transfondo puramente utilitario. El mercado actúa sobre tales cuerpos, atiende sus necesidades primordiales, pero en la medida que estas necesidades son susceptibles de convertirse en preferencias y generar una utilidad. Lo humano no proviene ya de la actitud de acogida, como era el caso de los signos joánicos, sino desde la actitud de inversión, pues percibido el Mercado como la fuerza que da vida a la humanidad, se percibe también como el único ámbito posible en el que se puede desenvolver el vivir humano: el actual discurso mercatológico trasluce la globalización como una necesidad imperiosa a ejecutar, y como la única forma de vida racional; argumento de necesidad imperiosa que se ofrece como única alternativa, que se acompaña de suponer las relaciones-modelo, también imperiosas, que le acompañan, en torno a la capacidad de competencia global y la responsabilidad privatizada (Dietschy: 19-24).

Si la motivación del actuar milagroso de ABB viene de su actitud de inversión, y se actúa frente a un humano necesitado en cuanto cliente y fuente de utilidades potencial, este actuar tendrá consecuencias, que el texto apenas insinúa. ABB ha realizado estudios “multiculturales” y “multidisciplinarios” con “orientación local y global”. La razón es sencilla: se debe asegurar con tales estudios la viabilidad, retorno y utilidad de la millonaria inversión. En términos generales: mientras el signo joánico se arriesga a un resultado negativo (la poca fe, o el rechazo de los signos de Jesús), el signo económico asegura un resultado positivo.

Por último, un pequeño detalle. La millonaria inversión de ABB no será retornada por el consumo de un “cierto grupo de agricultores peruanos” de la región costera. ABB dice atenderlos, pero en realidad espera a otros: a quienes van a construir los puertos, y a quienes ellos le van a proporcionar una infraestructura. Estos agricultores seguramente ya habrán vendidos sus tierras; es posible que de ellos, algunos “afortunados” sean los encargados de la limpieza y de los tintos en las oficinas de ABB.

2. LA RESURRECCIÓN: ECONOMIZAR VITALMENTE EL CUERPO.

Si el dar cuenta de las fundamentaciones violentas y el encaminarse hacia fundamentaciones no violentas constituye, en términos antropológicos, lo central del kerigma neotestamentario, esto acontece en dos dimensiones mutuamente imbricadas: la confesión de que se da muerte al justo en razón de sus opciones no violentas que resultan inadmisibles para la manera típica como funciona el mundo, y la confesión que aquella manera de vivir no violenta y en solidaridad con el desfavorecido es realmente lo válido para lo humano.

Esta segunda dimensión es la que ahora reflexionaremos. La resurrección, por demás, es central para el kerigma, en tanto que desde ella se motiva la fe naciente y una relectura del pasado relacional violento. Con los elementos reflexionados hasta el momento, podemos afirmar de ella: (a) Es algo que ocurre como acontecimiento, en tanto sobre ello se da testimonio, independiente de que la manifestación de lo ocurrido permanezca oscura para nosotros. (b) Como acontecimiento, esta cambia las vidas de los discípulos y sus seguidores: les hace entender que viven en modos de relación violenta y les motiva a construir modos de relación no violenta. (c) En consecuencia, permite ir entendiendo lo que es una sociedad violenta, y proyectando una sociedad (organización) no violenta. (d) En consecuencia, se reconoce la vida de Jesús como una vida no violenta y cuestionadora de la violencia. Desde allí, con el ánimo de dar cuenta de tal comprensión, se escriben los evangelios y en general el Nuevo Testamento.

Se tratará entonces, en esta parte de nuestro capítulo, de insinuar algunas cuestiones alrededor de la resurrección, entendiendo que la lógica evangélica del Reino, que pide funcionar integradoramente, también es lógica de denuncia, lógica de cruz, que desnuda las violencias relacionales humanas. Y esta lógica se concreta en un particular lenguaje: el de la resurrección.

2.1. APROXIMACIÓN A LA NOCIÓN DE RESURRECCIÓN DESDE LOS TEXTOS DEL NUEVO TESTAMENTO.

Nuestra aproximación quiere insistir en algunos datos obvios y elementales, inexcusables para una posterior reflexión teológica más elaborada. Estos datos surgen de la misma narrativa que ofrece el Nuevo Testamento.

De esta manera, los evangelios al testimoniar la resurrección no nos dicen qué es, sino que nos narran lo ocurrido a los apóstoles cuando se les aparece el resucitado. Los sinópticos, en su actual forma literaria, suelen iniciar con el relato del sepulcro vacío (Mt 28, 1ss; Mc 16, 1ss; Lc 24, 1ss; Jn 20, 1ss.). En su estructura básica, un grupo de mujeres va al sepulcro y no encuentran el cuerpo muerto; en Mateo, Marcos y Lucas, figuras angélicas advierten que Jesús ha resucitado, o que no busquen entre los muertos al que está vivo; en Juan, las posteriores apariciones (Jn 22, 11ss.) despeja la incomprensión que provoca la tumba vacía. Ya en los relatos de apariciones, insisten los evangelistas cómo las mujeres y los discípulos ven a Jesús sin reconocerle en un primer momento, cómo hablan con él y él les habla, cómo lo tocan, e incluso, cómo este Jesús resucitado (en Lucas) se sienta a la mesa, come y bebe. Pero este personaje, a la vez, aparece y desaparece de repente, no es reconocido en un primer momento, causa inquietud, y asciende a los cielos.

La vivencia de Pablo de Tarso respecto de la resurrección es bastante particular. Lo suyo es un encuentro con el resucitado (el resucitado le sale a su encuentro, mejor decir), que le hace comprenderse como un aborto. Esto le lleva a realizar una serie de afirmaciones sobre la resurrección, de las cuales destacamos la realizada en 1 Cor 15, 44: “se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” (soma phisikon // soma pneumatikon). Es decir, para Pablo nuestra vida corriente es soma phisikon, y como resucitados seremos soma pneumatikón (soma=cuerpo).

En este primer nivel nos interesa, decimos, el dato que ofrece la narrativa. La cuestión es abrumadoramente elemental: sea lo que sea que vivencien o piensen los autores neotestamentarios sobre la resurrección, de algún modo ellos están diciendo que el cuerpo permanece en la resurrección. Es decir, no se pierde, y es algo central para que pueda hablarse de resurrección. Esto, a su vez, implica una pregunta: ¿por qué se insiste en esa presencia del cuerpo? Esta pregunta guía nuestro segundo paso: acercarnos a interpretar el dato sobre el cuerpo.

En términos generales y respecto del cuerpo, los textos neotestamentarios nos afirman que el cuerpo del resucitado es a la vez el mismo, pero es a la vez diferente. Es el mismo en cuanto tiene nuestro mismo cuerpo (manos, pies, torso), en cuanto actúa como nosotros actuamos (camina, habla, come, pesca), en cuanto el mismo que vimos morir (tiene aún las heridas), en cuanto no es un “espíritu” sin carne ni huesos (Lc 24, 39) sino alguien como nosotros: en cuanto es soma, cuerpo, como nosotros. Pero sin embargo es diferente, a la vez, en cuanto aparece y desaparece por propia iniciativa, en cuanto vive para siempre, no sufre lo que nosotros sufrimos, en cuanto es soma, pero no ya phisikon como nosotros, sino pneumatikón.

Es necesario aquí tener presente el tipo de pensamiento que mueve a sus autores que, dentro de su mentalidad semita, entienden que el ser humano es una unidad en la cual se pueden distinguir (no a manera de separación, sino de integración) los siguientes elementos: (a) el humano es soma, cuerpo, todo lo biológico, material, corpóreo, que lo integra al mundo físico y es sustento de interacción y comunicación; (b) el humano es psiké, algo así como todo lo cognitivo, volitivo y afectivo que define la individualidad única e irrepetible del sujeto, aquel principio vital que nos anima, el alma humana; (c) el humano es, finalmente, pneuma, hálito o espíritu de Dios, aliento de Dios, que es lo que le define como creación amorosa de Dios y lo que da al humano la última razón de su existencia .

¿Qué implican todos estos elementos en su conjunto? Se trata de una persistencia del cuerpo cuando se habla de resurrección, persistencia que está en continuidad, pero a la vez en discontinuidad. El dato ofrecido por Pablo es bastante duro: para él, en vida somos soma phisikon, vale decir, un cuerpo con identidad propia e individual, puesto que este cuerpo posee psiké -alma- y pneuma de dios. Para el momento de la resurrección, sin embargo, el soma se hace por completo pneumatikón, es decir, cuerpo invadido de Dios, donde todo lo demás cede o se borra. Así, la psiké “ha de desaparecer ante el pneuma para que el hombre encuentre de nuevo la vida divina” (Nueva Biblia de Jerusalén, nota a 1 Cor 15, 44). De tal que, en realidad, la resurrección es una persistencia del cuerpo que, en Pablo por lo menos, borra aquello que solemos denominar “alma”. Notemos que, a pesar de este dato tan claro, en la reflexión de Occidente parece otorgársele una mayor importancia al alma a la hora de hablar de resurrección, lo que parece ser una influencia del pensamiento griego: allí, el cuerpo es la cárcel del alma, el que impide que el alma se libere para acceder a la contemplación de las verdades eternas, por lo que se le debe controlar y castigar.

¿Qué podemos decir entonces sobre resurrección? El dato bíblico no nos ofrece una explicación, sino elementos a tener en cuenta en la elaboración de nuestra explicación. El dato habla, de una u otra manera, de la presencia del cuerpo. Y si interesa que el cuerpo esté presente, esto indica que la tradición bíblica está hablando, de una u otra manera, de un respeto al cuerpo. Y esto es lo básico e inalienable para poder pronunciarse o vivenciar la resurrección. Esto no implica, por cierto, perder de vista la influencia del pensamiento griego. Cuando se insiste en la perviviencia del alma y el acabamiento del cuerpo, la resurrección es interpretada en torno a un dominio al cuerpo: se debe acabar, domar, dominar, maltratar.

Ambas perspectivas, pues, la griega de dominio, y la semita de respeto, dicen una relación con el cuerpo: sea de respeto, sea de dominio. Y asumiendo ese respeto o ese dominio, se asume una relación.

2.2. LA RELACIÓN CON EL CUERPO EN LA PERSPECTIVA BÍBLICA: FUNDAMENTO ECONÓMICO DESDE EL CUERPO.

En cierto modo, si se trata de pensar el cuerpo, se trata entonces de establecer formas económicas alrededor del cuerpo y sus imperativos éticos. Es una exigencia que “economize” los cuerpos hacia formas relacionales en verdad dadoras de vida. Es el cuerpo y su rostro que exige una organización que no cierre sus posibilidades. Esta perspectiva bíblica la desarrollaremos desde dos tópicos: el respeto al cuerpo implica que al cuerpo no se le mata, e implica que al cuerpo no se le domina.

2.2.1. La tradición abrahámica: no matar .

Las posibilidades de lo que aquí llamamos “tradición abrahámica” surge de una discusión presentada en el Evangelio de Juan (8, 31ss). Esta tradición es muy importante en el nivel cristiano en tanto se suele referenciar el acto de la fe como un acto de obediencia, en relación con Abraham. Así, en la tradición católica, “Abraham es el modelo [de obediencia] que nos propone la Sagrada Escritura” (CIC #144) , pues como explica la carta a los Hebreos, que “insiste particularmente en la fe de Abraham: ‘Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba’ (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17)” (CIC #145). En este sentido, Abraham es calificado como “el padre de todos los creyentes”.

Sin embargo, surge una pequeña incongruencia desde el sentido común, en especial desde el último aspecto nombrado en CIC 145. Abraham ofrece en sacrificio a su hijo. En un sentido primario, esto es por completo incompatible con una elemental ética vital. Pero tiene su sentido, aunque en una dirección insospechada. La clave la ofrece el fragmento mencionado de Juan. Pasemos a examinarlo.

La obra de Abraham en el evangelio de Juan.
Iniciando la escena del capítulo ocho, Jesús ha acudido al templo y salva de ser apedreada a una mujer “sorprendida en adulterio” (Jn 8, 2-11). En la construcción literaria del texto actual, inicia un discurso Jesús (“habló otra vez diciendo”: Jn 8, 12) que enfrenta algunas incomprensiones (“tu testimonio no vale”, Jn 8,13; “¿dónde esta tu Padre?”, Jn 8, 19; “¿es que se va a suicidar?”, Jn 8, 22; “no comprendieron…”, Jn 8, 27), y que concluye con un grupo de oyentes que “creyeron en él” (Jn 8,30).

En este punto inicia el relato que nos interesa. Se dirige el judío Jesús “a los judíos que habían creído en él” (Jn 8, 31), y les insinúa que todavía no son discípulos en tanto no conocen la verdad y aún no son libres (Jn 8, 31-32). Esto lo entienden muy bien los judíos del texto, que reaccionan: “Nosotros somos descendencia de Abraham, y nunca hemos sido esclavos de nadie” (Jn 8,33). Pero Jesús insiste, y lanza una nueva acusación: “Ya sé que sois descendientes de Abraham, pero tratáis de matarme” (Jn 8, 37), y precisa: “Si sois hijos de Abraham, haced la obra de Abraham. Pero tratáis de matarme (…) eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro Padre” (Jn 8, 37-41). La insinuación es clara, así venga de la boca del hijo de Dios: está acusando a los judíos del texto de ser hijos bastardos, ilegítimos, de decirse hijos de Abraham perteneciendo en realidad a otro padre que no es Abraham; con razón se indignan los judíos y replican: “Nosotros no hemos nacido de la protitución; no tenemos más padre que a Dios” (Jn 8,41). Jesús vuelve a insistir, y ya dice de manera directa: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y quereis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; (…) es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44). Furiosos, los judíos le increpan (“¿No decimos con razón que eres samaritano y que tienes un demonio?”: Jn 8, 48) y llegan a la seguridad de que Jesús tiene un demonio (Jn 8, 52), y ante la última declaratoria de Jesús (“antes de que Abraham existiera, Yo Soy”: Jn 8, 57) llegan al grado sumo de indignación y “tomaron piedras para tirárselas” (Jn 8, 59). Obsérbese el delicado movimiento literario: los judíos del texto que creen el él (Jn 8, 31) en realidad no creen en él; piensan, en el fondo, que Jesús es un samaritano y un demonio (Jn 8, 48). Jesús les va desnudando implacablemente, a tal punto que ellos terminan buscando la lapidación de Jesús, el asesinato. Y viene el problema central que plantea el texto: si ser hijo de Abraham es hacer la obra de Abraham, ¿es la obra de Abraham un asesinato?

Adelantemos la respuesta de nuestro planteamiento. El Jesús joánico defenderá la obra de Abraham como un dar vida. Y ataca a la vez una manera de entender la obra de Abraham como un asesinato, pues esto es, aunque se automencione como obra de Abraham, en realidad obra del diablo, “homicida desde el principio”, y siendo obra del diablo, se presenta como obra de Abraham por la razón que el diablo “es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44); por esto, el Jesús joánico advierte a sus oyentes que ni son libres ni conocen la verdad (Jn 8, 31-32) pues piensan que son hijos de Abraham sin serlo; y esto es lo que demuestra, pues efectivamente, los judíos del texto deciden lapidar a Jesús, asesinarlo.

Pero a su vez, surge una pregunta acuciante: ¿es Abraham un asesino?. Abraham sube al monte a sacrificar a su hijo. Y hay que decirlo: sacrificar a un hijo, hundirle un cuchillo, así sea para gloria de Dios, es asesinar una vida humana. Pero, sin embargo, el Jesús joánico parece afirmar de Abraham que es un padre que no asesina. ¿Es esto cierto? Habrá que volver la mirada, entonces, sobre la mismísima tradición de Abraham.

Examen de la tradición de Abraham: Génesis 22,1ss.
Si nos remitimos al texto veterotestamentario aludido, esto es, Génesis 22, 1ss, nos encontramos con el relato del sacrificio de Isaac. En este relato, tal como lo leemos hoy día, encontramos lo siguiente: Yahvé exige a Abrahám: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, vete al país de Moria y ofrécelo en holocausto, en uno de los montes, el que yo te diga” (Gn 22, 2). Abraham sube al monte, amarra al hijo, y en el momento en que le va a matar, Yahvé (representado con la voz del ángel) le dice: “No alargues la mano contra el niño ni le hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único” (Gn 22, 12). Producto de esta obediencia, el ángel promete: “Por mi mismo juro (…) que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de tus enemigos; por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido mi voz” (Gn 22, 16-18). Terminado el relato, Abraham emprende la marcha, junto a sus hijos y mozos, hacia Bersebá, donde se queda a vivir (Gn 22, 19).

¿Qué esquema nos ofrece este texto? Ante todo, una continuidad en la orden de Yahvé: “sacrifícamelo” y “no lo sacrifiques que ya se que respetas a Dios pues no me niegas al niño” conforman en lo básico una misma orden: en la primera, Abrahám va a sacrificar a su hijo y tiene la intención de matarlo; en la segunda orden, aunque Abraham ya no sacrifica a su hijo conserva la intención de matarlo, pues, como dice el ángel, ‘no niega al niño’. En la segunda orden la primera orden se pospone, pero sigue vigente. Producto de esta intención, aparecen cuatro promesas: bendición, descendencia, conquista y centralidad. Así, el acto de Abrahám es un acto de matar o de tener la intención de hacerlo, lo que acarrea las promesas mencionadas. Si Abrahám no es asesino, es por lo menos un potencial asesino.

Pero teniendo en cuenta algunos datos de hermenéutica bíblica, es posible hacer otra lectura. En efecto, el texto en cuestión proviene quizás de una antigua tradición oral del siglo XI ó XII, que encuentra su forma escrita definitiva hacia el siglo VIII a.c. Sin embargo, a este texto definitivo se le hace un añadido del redactor sacerdotal entre los siglos IV y II ac : son, precisamente, las palabras en cursiva del texto que arriba hemos mencionado. Así pues, el texto original quedaría sin las siguientes frases: “que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único” (Gn 22, 12); “por no haberme negado tu hijo, tu único” (Gn 22, 16); “y se adueñará tu descendencia de la puerta de tus enemigos; por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido mi voz” (Gn 22, 17-18).

Sin los añadidos, el sentido del texto cambia de manera radical. En su redacción primera, hacia el s.IX-VIII a.c., predomina una mentalidad elohista que insiste en una renuncia a lo que era regla común en la época, el sacrificio humano. En este sentido, el texto de Génesis se estructura como un reconocimiento de Yahvé como aquel que reniega de los sacrificios humanos, a partir de conocimiento previo -culturalmente hablando- de un Yahvé que pide sacrificios humanos (relato prototípico sería el del juez Jefté en Jueces 11, 21-40, quien ofrece en sacrificio a su hija y la sacrifica) pero que se ve confrontado y deconstruído desde el rostro sufriente del hijo . Así, en la redacción sin los añadidos sacerdotales, aparece primero una orden de Yahvé, el matar; pero al momento de ejecutar el acto, aparece la orden contraria, también de Yahvé, el no matar; en este momento, Abrahám tiene que discernir entre dos órdenes de la divinidad, pero obedeciendo una, se hace desobediente a la otra; finalmente decide, haciéndose obediente a la segunda orden (no matar) y desobedeciendo la primera (matar), obediencia-desobediencia que le trae tan sólo dos promesas de parte de la divinidad: bendición y descendencia.

Entre el Padre asesino y el Padre no asesino, de los creyentes.
Ambas posibilidades presentadas en el texto de Abraham son ciertas al interior de la cultura judaica. Se trata de corrientes interpretativas en permanente tensión, aunque las concepciones y los resultados difieran, y la imagen que elaboran de la divinidad obedecen a dinámicas culturales y grupos sociales que las elaboran desde sus inconscientes intereses.

Pero estas imágenes, que aluden a lo fundacional de toda cultura (y en este sentido, siguen hablando para nuestro presente), tienen sus consecuencias concretas. La narrativa de la discusión del Jesús joánico lo pone de manifiesto. Existe un fundamento, un Padre, cuyo surgimiento se da en torno a la inclusión; insiste Jesús en que Abraham no mata (Jn 8, 37), en que él mismo no funciona desde la lógica de Pilato (“si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido”, Jn 18, 36) en tanto lo suyo es dar testimonio de las obras del Padre, que son obras de Vida y Luz (la lógica del Reino de Dios), obras que no se refieren a una especie de conocimiento interior de tipo gnóstico sino que son obras corporales de caridad eficaz (Mt 25, 31ss), en torno a atender necesidades corporales y posibilitar que el cuerpo viva. Tal fundamento inclusivo recibe un nombre narrativo: Abraham. Pero lo recibe desde la tradición elohista, donde Abraham, en un medio ambiente cultural que asesina, se decide a no asesinar, logrando reformular el contenido concreto de su Yahvé hacia una voluntad concreta de vida que abjura del sacrificio y que pone todo acto humano -en cuanto acto divino- en dirección a la inclusión. En este sentido, si se habla de Abraham como modelo de la fe, es en torno a una obediencia disidente de todos aquellos órdenes (institucionales, humanos o divinos) que maten o maltraten al ser humano, obediencia que obedece solo a la voluntad intuida de dar vida, y que disiente y desobedece a las voluntades intuidas que dan muerte o maltratan al cuerpo. Se implica también una renuncia a cierto horizonte de relación: la mentalidad inclusiva impide asumir, por ello mismo, la conquista (queda anulada con la convivencia) y la centralidad (queda anulada por el ser-con-el-otro bajo un mismo oikos).

Se implica, a su vez, un abierto conflicto con aquel otro fundamento que también es nombrado como Abraham: un Padre cuyo surgimiento se da en torno a la expulsión. Es el Abraham que está preso del cumplimiento obsesivo de las órdenes -aún las mas atroces- de la institucionalidad o divinidad, y que, por defenderlas, niega los derechos más elementales de la vida humana concreta. Un Abraham que reformula el contenido concreto de su Yahvé en torno al dar muerte o estar dispuesto a hacerlo, como abono a su propia e inconsciente causa, o a la causa de la divinidad. Por esto, como modelo de fe, pide una obediencia obediente de todo orden, excusando o justificando su dar muerte o maltrato de corporeidades concretas. Desde aquí se puede formular la conquista y la voluntad de hacerse el centro de las naciones.

Pero ambos fundamentos están presentes. De allí la discusión del judío Jesús con los judíos. Son formas de interpretar el fundamento. Jesús se atreve a reconocer ambos fundamentos, a optar por uno válido en tanto su posibilidad de inclusión , y denunciar el fundamento excluyente, que aunque siendo suyo merece ser denunciado y puesto en evidencia. A su vez, los judíos del texto insisten en su fundamento religioso y excluyente, se hacen presos de él, pero es posible que tengan tienen presente aquel otro de manera inconsciente, lo que les impide funcionar con plenitud en la exclusión. De allí que, por más que quieran, no puedan equipararse a Pilato. Pilato a su vez, como ya se explicó, no tiene tal problema y puede matar abiertamente: es un Pagano y espeta a todos: “¿Es que yo soy judío?” (Jn 18, 35); Pilato, romano de herencia griega, no conoce el fundamento inclusivo, no lo comprende, y no se preocupa por ello: su preocupación, su único temor religioso es que lo excluyan de los exclusivos excluyentes.

Pero existe la posibilidad también de acallar los fundamentos. Es lo que hace nuestra cultura occidental, que asumiendo la forma del fundamento judeocristiano, borra la ambigüedad inherente a ella con base en inculturar el fundamento grecolatino, que es el que solo reconoce el fundamento del matar. Confiesa a Abraham como padre de la fe, pero en realidad confiesa en Abraham a Agamenón; confiesa a Jesús como el hijo de Dios, pero en realidad confiesa en Jesús a Ifigenia. Nos cuenta Esquilo (en su tragedia “Agamenón”) cómo Agamenón, para poder salir con su flota a conquistar Troya, es apelado por la diosa para que sacrifique a su hija. Agamenón delibera y, finalmente, accede a matar a su hija, con lo que consigue la promesa de conquista. Nos cuenta Eurípides (en sus tragedias sobre Ifigenia), cómo la hija de Agamenón se entrega incondicionalmente a la muerte que le provoca su padre, para que Grecia pueda realizar sus grandes designios .

No es simplemente un sueño de antiguos autores. Aún hoy día este esquema sigue estando presente. Se trata de realizar en la actualidad presente ciertos sacrificios de vidas humanas con el fin de asegurar una conquista futura. Los equilibrios macroeconómicos de un país -se suele formular- se logran sobre la base del sacrificio de una población presente. Dice Hayek: “Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la mantención de vidas: no a la mantención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas”. En términos de los antiguos relatos: la conquista y centralidad sólo se logra matando algunas vidas. Un claro ejemplo de esto lo conformó las declaraciones del ex-General Canales, con ocasión del secuestro de diputados del valle del Cauca: “La Institución antes que la vida”, declaró a la prensa .

Resurrección: el Padre que acoge al cuerpo y que niega la presencia del Padre que mata al cuerpo.
La vivencia de resurrección, como expusimos, hace alusión a una presencia del cuerpo. Esto indica una valoración del mismo, cuyo contenido propio se va desenvolviendo en una serie de vivencias particulares percibidas por los seguidores de Jesús, enraizadas en su tradición cultural y expresada a manera de relatos. En la globalidad significante de los relatos neotestamentarios, pensamos, se alude a aquellas tradiciones que perciben el surgir de Dios en torno a interrelacionalidades concretas que afirman la vida humana, en conflicto y tensión respecto de aquellas tradiciones que desdicen de la vida humana y aún la llegan a arrasar con tal de sostener la divinidad a costa del hombre.

2.2.2. La tradición del jubileo: no dominar.

Una de las tradiciones bíblicas aludidas en la vivencia de la resurrección es la del no matar, como respeto al cuerpo y como indicio de resurrección y de vida resucitada o de vida de quien busca la resurrección. A la par, existe otra fuerte tradición de corte similar: la del jubileo bíblico o perdón de las deudas, que se puede interpretar como una exigencia de no dominio sobre el cuerpo.

En lo que llevamos expuesto, se percibe que la vivencia de fe se concreta en torno a la justicia, y esto implica un nuevo tipo de relacionalidad nueva: se trata, por un lado, de un proceso de comprensión en torno a cómo funcionan en lo típico las sociedades humanas como sociedades violentas y, a partir de allí, se intenta construir una nueva relacionalidad que supere el juego de rivalidades; por otro, esto implica una apuesta confiada por tal manera de vivir no-violenta como la realización de lo propio de Dios y del humano, su comunión. Uno de los referentes concretos, como relato, de este horizonte es la temática del perdón.

Los evangelistas, quienes escriben ya desde una perspectiva de resurrección, relatan cómo Jesús, en cierto momento, enseña a sus discípulos la oración del Padre Nuestro (Mt 6, 7-15; Lc 11, 1-4), oración que se vuelve referente central para el creyente. Este texto, que se suele configurar para la ortodoxia cristiana como “la oración fundamental” (CIC, 2761), la “más perfecta de todas las oraciones” (CIC, 2763) y “modelo de nuestra oración” (SIC, 2765), reviste particular importancia porque en una de sus peticiones recoge la tradición del jubileo, lo que configura un marco relacional modélico para el creyente u orante.

Mateo nos ofrece esta versión: “y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (6,12). Lucas nos redacta: “y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (11,4). En la liturgia normal, se suele recitar: “y perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, que es, por cierto, la versión ofrecida por el CIC (2838-2845). Las versiones difieren con radicalidad, y en similar instancia, la relacionalidad que ellas insinúan.

Una lectura religiosa del perdón: Someter al cuerpo.
“Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, por lo normal es una lectura preferida por su sentido ‘más espiritual’, o por tener más mérito el perdonar a alguien que nos ofende que alguien que nos debe (lo que es ‘más material’). Por demás no deja de ser, por cierto, una preferencia incómoda estar todo el tiempo callando o perdonando al que ofende de continuo.

Para el CIC es central, si se quiere acercarse a la santificación en Dios y obtener el “desbordamiento de misericordia” del Señor, haber perdonado al que nos ha ofendido, ya que “Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre” (CIC 2840): perdonar la ofensa es “exigencia crucial del misterio” (CIC 2841) y concreción del amor al hermano (1 Jn 4,20) (CIC 2840), es ejercicio de misericordia y concreción del mandamiento del amor al prójimo (CIC 2842), es apartarse del mal comportamiento del siervo sin entrañas (Mt 18, 23-35) y llegar incluso al perdón del enemigo (Mt 5, 43-44) (CIC 2843-2844).

De esta manera, el perdón al ofensor es condición de la presencia del misterio. Pero lo paradójico en esta interpretación, es que la presencia del misterio se da en tanto una relación de sometimiento. Lo que ofrece la frase, en la versión que venimos comentando, es una doble situación de relación: en la primera parte, se describe una situación del orante respecto a Dios, quien le ha ofendido y solicita su perdón; tal perdón se verificará en tanto el orante cumpla la segunda parte de la petición (“como”); en la segunda parte, el orante ha sido ofendido por un prójimo, y él, como afectado, le perdona, para que se verifique la primera parte de la oración. Por cierto que nada garantiza que ese prójimo no siga ofendiendo al orante: antes mejor, pues ese prójimo, con todas sus continuas ofensas, será una excelente prueba de fe para el orante. Estamos ante una situación asimétrica. El prójimo tiene en sus manos al orante: le puede hacer lo que quiera, destruirlo incluso, que el orante -ocupado en mantener su relación con Dios- siempre le perdonará. El orante está sometido a Dios y a su prójimo. Incluso, si llega a morir, Dios será satisfecho y el orante se sentará a su diestra. En lo fundamental, nuestra frase mantiene la situación asimétrica. En esta lectura, ello es la justicia, la realización de misericordia y la comprensión del amor al prójimo.

El horizonte espiritual de esta lectura posee su correlato en la materialidad relacional. La presencia del Misterio, o de Dios, se verifica en la horizontalidad de los seres humanos que interioriza una situación asimétrica. Y esto es, necesariamente, un correlato económico: la ofensa es permitida y es prueba de fe para el orante. Si el orante es sometido, sea a nivel económico, político, cultural, éste confía en que Dios le “libere”, aunque con tal confianza obvia la tarea histórica de construir y exigir su liberación. Interiorizando tal situación asimétrica, se puede entender tranquilamente que toda deuda se puede y debe cobrar (así ello implique la muerte del deudor), y que toda ofensa se puede y debe perdonar, pues esto mismo conforma la justicia que ha traído la redención de Jesús.

Una lectura no religiosa del perdón: acoger al cuerpo.
Pero la anterior lectura es falsa, aunque sea aceptada. Este tipo de lectura y, es posible, de versión de los textos evangélicos, surgen en el medioevo con Anselmo de Canterbury y Bernardo de Claraval (Hinkelammert 1993: 72-86). Este último escribe: “Perdona a los que te han ofendido y se te perdonarán tus propios pecados. De este modo podrás orar confiado al Padre y decir: perdona nuestros pecados como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Hinkelammert 1993: 83).

De hecho, los textos de Mateo y Lucas hablan de ‘deudas/deudores’ o de ‘pecados/el que nos debe’, respectivamente. En ningún momento de ofensas. Hay que indicar que el término ‘ofensa’ es aceptado en tanto se análoga a ‘pecado’, aunque los ‘pecados’, término frecuente en los evangelios, no son equiparables a genéricas ofensas: ellos se inscriben en la línea corporal y concreta de la justicia veterotestamentaria: el pecado es la acción destructora (religiosa, política, social) que excluye y crea ciegos, cojos, leprosos, deshumanizados y muertos en vida, que son, precisamente, con los que Jesús se compromete. Desde esta perspectiva, Lucas está pensando en término ‘pecado’ como algo concreto. Y esta concreción nos la ofrece con más claridad la versión de Mateo: se trata de una deuda.

La pecaminosidad de la deuda se inscribe en la línea de su posibilidad de dominio y destrucción sobre el prójimo. La petición mateana (“y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, Mt 6,12) conlleva una comprensión relacional: en la primera parte, se describe una situación del orante respecto a Dios: le debe algo, y solicita su perdón (de la deuda); tal perdón se verificará en tanto el orante cumpla la segunda parte de la petición (‘así como nosotros’) ; en la segunda parte, al orante un prójimo le debe, y él, como acreedor, le perdona, para que se verifique la primera parte de la oración. Estamos, pues, ante una situación asimétrica, pero de signo contrario al de nuestra lectura anterior. Aquí, es el orante el que tiene en sus manos a su prójimo: lo domina, le puede cobrar intereses, le puede embargar; seguramente el prójimo se cuida de pagarle los intereses puntualmente para que el orante no le presione y le deje vivir. Ahora bien, el orante, que es el que está pidiendo a Dios el perdón de su Deuda con El, ha de tomar la iniciativa frente a su prójimo: al perdonarle la deuda, este prójimo quedará liberado por la acción del orante, y podrá mirarlo sin desconfianza, miedo o falso respeto. En esta frase existe entonces la posibilidad de romper la asimetría. Y la iniciativa es del orante que, para acercarse a Dios, decide romper la asimetría que mantiene con su prójimo.

Pero, ¿no es ésta una lectura demasiado material del hecho de la revelación divina? Sí, lo es. Precisamente, la trascendencia que formulan Jesús y la primitiva comunidad cristiana, y la tradición veterotestamentaria que les precede, procede de la inmanencia, de la materialidad concreta de la vida humana. El código de la alianza (Ex 21-23) ha insistido en la manumisión del trabajo esclavo y el cuidado o descanso del siervo y de la tierra; el código deuteronómico (Dt 15) ha insistido en la voluntad de Dios como necesidad de realizar frecuentes nivelaciones socioeconómicas que restituyen los derechos del pobre mediante los perdones de deudas; las diversas posiciones de los profetas insisten en las realizaciones efectivas de los decretos de jubileo (Ringe: 39-58). En suma, la tendencia predominante de la teología veterotestamentaria “es que la estructura económica y social debe encarnar la afirmación del pueblo de la soberanía de Dios” (Ringe: 58), soberanía que no es un “sometimiento a Dios”, sino una creación continua de vida interhumana. Jesús, y los primeros discípulos, se inscriben en esta tradición de jubileo o perdón de deudas impagables, de manera que “en vez de ofrecer un diseño de lo que será el Reino de Dios (...) muestran lo que sucede cuando los seres humanos tienen un encuentro con la soberanía de Dios” (Ringe: 62): el rompimiento de la asimetría.

Indicios de este tipo de comprensión lo representan las tradiciones aludidas en el CIC (aunque allí se hayan espiritualizado). En general, los autores neotestamentarios perciben la voluntad de Dios como la santificación de la humanidad (como es el caso paulino), pero la tarea de buscar la santificación pasa por la acción efectiva por evitar la porneia y acoger al otro misericordiosamente: esto, no en términos abstractos, sino muy concretos. Desde una elemental oikonomía, es dar de comer al hambriento y de beber al sediento, acoger al forastero, al encarcelado-despreciado y al enfermo, vestir al desnudo (Mt 25, 31ss); desde una elemental economía, es perdonar la deuda a aquel deudor cuya deuda ya es impagable (Mt 18, 23-35).

Y es dentro de este marco genérico que aparece el tema del perdón al enemigo (Mt 5, 43-44). No se trata, ni mucho menos, de someterse a él o de dejar caer un manto de impunidad y olvido sobre sus acciones. La experiencia de la resurrección de Jesús ha permitido comprender a los discípulos que ellos han sido perdonados, a pesar de haberse mostrado cobardes y haber abandonado a su rabí en el momento más duro, y participar, en cierta manera, de su muerte. Se trata, no de un perdón pasivo - como el que insinuaba con la lectura anterior -, sino de uno activo, pues la muerte de la víctima Jesús evidencia la sociedad violenta, y tal evidencia impulsa a un actuar que no repita el actuar violento. El perdón que sienten impulsa al arrepentimiento, acto que consiste en ver la discrepancia entre una conducta violenta y una evangélica (conducta de nueva relacionalidad que rompe y denuncia constantemente las asimetrías provocadas por la institucionalidad), discrepancia hecha presente gracias a la víctima que perdona, reconociendo que se ha actuado de forma violenta creyendo que se era libre; tal reconocimiento es el inicio de la curación (de la relacionalidad violenta) y el perdón, pues eso significa que se está empezando a tener una nueva conducta, no violenta, con los demás. Se trata de un perdón en tanto la persona se niega a funcionar de manera violenta a la del ofensor, y le exige que desmonte sus mecanismos de violencia.

El no dominio en el mundo actual.
Esta visión bíblica del Jubileo y Perdón de las deudas no conforma tan sólo un capricho de un pueblo del desierto, sino una original intuición de lo mortal que puede llegar a ser una determinada institución crediticia. El caso más patético actual está dado sobre la Deuda Externa del Tercer Mundo (Hinkelammert 1999). Los mecanismos crediticios que la sustentan impiden su pago efectivo y la creciente dependencia del país deudor hacia el país prestamista: su resultado, la estrangulación de las economías nacionales y la muerte productiva (y real) de los nacionales. Se configura este resultado usurero, no por maldad del prestamista, sino por el marco compulsivo del mismo sistema crediticio, que impide actuar de otra manera. Por otro lado, el crecimiento de la deuda, que se llega a hacer impagable, implica que ella misma, por su impagabilidad, es inexistente, aunque se suponga su existencia en los sistemas financieros especulativos (las famosas burbujas especulativas). La necesidad de superación del endeudamiento impagable viene dado, precisamente, por su impagabilidad, y por la muerte del deudor, pues esta muerte implica, a mediano o largo plazo, la misma muerte del cobrador, por efecto del rompimiento del circuito económico: el mundo es redondo, y todo asesinato es suicidio.

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Se ha tratado, pues, de comprender la narrativa de la muerte y resurrección de Jesús como un desnudamiento de las relacionalidades violentas humanas, y como la intuición fundamental de lo que es la vida humana en su dimensión de acogimiento (relacionalidad no violenta), que en el ámbito organizacional implica el no matar y el perdón del jubileo. Esto, insistimos, como orientación fundamental, tendrá su incidencia en formas organizativas concretas, no sólo al interior del mundo bíblico, sino como inspiración para formas organizativas actuales. Este será el tema de nuestro tercer capítulo.

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