viernes, 3 de julio de 2009

La persona humana, centro y vértice del Derecho

Iván F. Mejía Álvarez, i.c.d., th.d.


Las siguientes reflexiones pretenden formular una invitación a considerar algunos elementos de antropología jurídica con el propósito de relacionar los datos provenientes de la experiencia y la razón humana con los provenientes de la fe cristiana, considerados sobre todo a partir de documentos de la Iglesia Católica. Examinaremos el asunto en las siguientes cinco secciones: 1°) La persona humana, fundamento de la vida social; 2°) la persona humana, primer fundamento del derecho; 3°) la persona humana, fuente de los contenidos primordiales del derecho; 4°) la persona humana justifica la obligatoriedad del derecho; y 5°) la persona humana es la finalidad última del derecho.

1°) La persona humana, fundamento de la vida social 
 
A lo largo de nuestra existencia, son muchas y diversas las experiencias que vivimos los seres humanos. De entre ellas descuella, sin duda, la experiencia jurídica, es decir, la experiencia de vivir conforme al derecho. Vivir conforme al derecho nos pertenece de una manera amplia y definitiva, ya que cada grupo social y cada pueblo, espontáneamente o no, conscientemente o no, vive la experiencia del derecho y de actuar conforme al derecho.

Vivir conforme al derecho significa, por ejemplo, que las personas, su comunicación y sus relaciones se rigen de conformidad con criterios, tradiciones y costumbres, con órdenes, normas y leyes, que son medios eficaces y obligatorios, o casi, y que a las comunidades les señalan un fin al tiempo que les ofrecen cauces para alcanzarlo. Se trata de direcciones externas que condicionan sus actividades, de razones que justifican la exigibilidad de muchas de sus opciones, y de expresión concreta de unos valores que justifican un deber.

Vivir de conformidad con el derecho es parte del camino que recorremos las personas cuando pretendemos conquistar nuestra propia “personalización” o realización y efectuar las actividades propias de la vida comunitaria.

Con todo, bien conocemos que se trata de una experiencia, la jurídica, no exenta de paradojas, e incluso, de ambigüedad: porque si bien se reconoce en la satisfacción de quien cumple con su deber y vive en paz consigo mismo, también en quien, por el contrario, transgrede las normas socialmente aceptadas cuando experimenta el remordimiento y los conflictos de conciencia; así mismo se observa en la responsabilidad del profesional y del aprendiz que cumplen sus horarios de trabajo y sus demás compromisos, pero también en la opresión que sufren personas o grupos sociales a causa de leyes injustas y de estructuras inhumanas o poco compasivas; se descubre, del mismo modo, en la vida disciplinada del deportista y en la obediencia convencida y creativa de las personas y de las comunidades a sus legítimas autoridades y tradiciones, pero así también, en la rebeldía fanática de quienes se enfrentan a toda ley, o quieren imponer a otros, a fuerza de miedo, odio y violencia, “su” ley propia; en quienes reciben una sanción por haberse apartado de los patrones sociales previamente convenidos y en el proceder del personaje autoritario que abusa del poder o en el del legalista que sacrifica las personas a un inciso.

Ya escribía a este propósito W. LUYPEN (1967, pág. 242s):


“Aunque los juristas no sean nada más que juristas y, por consiguiente, no vean el origen y el destino del sistema legal, de todos modos pueden «satisfacer una cantidad de viejas deudas» (Nédoncelle); empero, no pueden contribuir a la siempre creciente humanización de las relaciones de los hombres. Los juristas que no son nada más que juristas son tan peligrosos para el hombre como los biólogos que no son nada más que biólogos, pero que, a pesar de ello, se empeñan en hablar del hombre al nivel correspondiente a su humanidad. Considerado desde el punto de vista ideal de la humanidad, un sistema legal petrificado y formalista es tan solo un desecho del amor. La justicia y los derechos se tienen que considerar no solamente desde un enfoque jurídico sino también desde uno
antropológico. El orden legal no debe ser controlado por entero por gente que sea meramente jurista, sino que se debe confiar a aquellos que sean auténticamente humanos tanto entre los juristas como entre los que no lo son. El auténtico ser humano no repetirá simplemente la facticidad del orden legal sino que, a partir de ella, actuará para proyectarla hacia un futuro de mayor humanización”.
La vida de las personas transcurre, pues, en medio de tales o de similares alternativas, de hechos y condiciones concretas que no dependen del todo de su propia decisión y elección. ¿Qué hacer, entonces? ¿Tal cúmulo de ordenanzas sí le será de verdadera ayuda para construirse auténticamente? Porque, sin duda alguna, también nos corresponde interrogar a este tipo peculiar de experiencia y confrontarla para conocer si cumple verdaderamente unos propósitos constructivos, humanizantes, y, aún más, unos propósitos en el orden de la fe y de la salvación.

Ciertamente, diversas disciplinas han hecho del derecho objeto de sus estudios: la psicología, la política, la sociología, la teoría general del derecho. También la teología[1]. Nuestro propósito en este momento consiste en examinar la experiencia jurídica, es decir, la relación hombre-derecho, desde su perspectiva antropológica, y más precisamente, desde su perspectiva antropológica de cuño “personalista” y “abierta al Absoluto”.

Se trata de una visión de esta relación que tiene como principio el hecho de que todo ser humano es persona, es decir, un ser natural dotado de inteligencia y voluntad libre, sujeto de derechos y deberes que emanan inmediata y simultáneamente de esa su misma naturaleza, por lo cual se los denomina, precisamente, “derechos humanos”. Como afirmó el Papa JUAN XXIII (11 abril de 1963, págs. 257-304), “por eso mismo, (dichos) derechos y deberes son universales, inviolables e inalienables” (n. 5).



                                            JUAN XXIII (Giuseppe Roncalli)[2]

Así, pues, en un orden o jerarquía legítima, la persona es prioritaria ante el derecho, pero, de igual modo, ésta le impone un propósito e ideal en sí mismo exigible, a saber, que el derecho haya de ser elaborado según la talla de la persona humana, de modo que promueva efectivamente su crecimiento integral en el transcurso de la historia.

El Papa PABLO VI (26 de marzo de 1967, pág. 277ss) subrayó justamente esta exigencia:

“El derecho (como cualquier otro programa elaborado en orden a aumentar el desarrollo de los pueblos) no tiene otra razón de ser que el servicio a la persona” (n. 34).



                             Pablo VI es recibido a su llegada por el Presidente
                  Carlos Lleras Restrepo (1968) en el aeropuerto El Dorado de Bogotá[3]



El Papa JUAN PABLO II (1994, pág. 207), por su parte, justificó esta razón en los siguientes términos:
“Por tanto, el origen de mis estudios centrados en el hombre, en la persona humana, es en primer lugar pastoral. Y es desde el ángulo de lo pastoral como en amor y responsabilidad formulé el concepto de norma personalista, Tal norma es la tentativa de traducir el mandamiento del amor al lenguaje de la ética filosófica. Tal persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que afecta a una persona cuando la amamos; esto vale
para Dios y para el hombre. El amor por una persona excluye que se la pueda tratar como un objeto de disfrute. Esta norma está ya presente en la ética Kantiana, y constituye el contenido del llamado segundo imperativo. No obstante, este imperativo tiene un carácter negativo y no agota todo el contenido del mandamiento del amor. Si Kant subraya con tanta fuerza que la persona no puede ser tratada como objeto de goce, lo hace para oponerse al utilitarismo
anglosajón y, desde ese punto de vista, puede haber alcanzado su pretensión. Sin embargo, Kant no ha interpretado de modo completo el mandamiento del amor, que no se limita a excluir cualquier comportamiento que reduzca la persona a mero objeto de placer, sino que exige más: exige la afirmación de la persona en sí misma”.



                                    Juan Pablo II (Karol Woijtyla) se despide (+2005).


Entre persona y derecho se establece, pues, un tejido complejo y múltiple, que comprende, en un extremo, a la persona humana, centro y vértice del derecho, y, en el otro extremo, al derecho, entendido en su forma unitaria, como núcleo esencial que puede afirmarse de toda experiencia jurídica. Y en medio de uno y otro se encuentra el “ordenamiento jurídico” de los Estados, que es la mediación histórico-positiva del derecho.

Tratar estos asuntos no debería ser extraño para nadie, en consecuencia, y, por el contrario, contribuye a formar en los ciudadanos una conciencia jurídica auténtica capaz de expresarse en un comportamiento o actuación jurídica dignos. En el campo del derecho nos jugamos de manera importante como pocas nuestra vida y nuestro mismo futuro. Para el cristiano, además su propia identidad y la construcción del Reinado de Dios en la historia.

2°) La persona humana, primer fundamento del derecho

Norberto BOBBIO (1909-2004), filósofo del derecho, fue de la opinión de que era imposible encontrar un fundamento absoluto para el derecho y para los derechos singularmente considerados. Alude a cuatro entre las razones para sostener esa posición: que la concepción misma de derecho es sumamente variable, así como el contenido de los mismos ha cambiado con el trascurso del tiempo; de igual manera, el hecho mismo de ser tantos y tan heterogéneos, y, finalmente, los conflictos y falta de jerarquía que existen entre ellos. Proponía, entonces (1964: Coloquio de L’Aquila), que simplemente se estudiaran las diversas consideraciones que proponían las demás ciencias sociales, y que, sin más, nos dedicáramos a su puesta en obra y a su protección.

No obstante, existe un hecho al que no se ha dado suficiente divulgación, en mi opinión: me refiero no sólo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, asumida, sin votos negativos, por 48 de los 58 Estados miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas[5] reunida en París el 10 de diciembre de 1948 (Resolución 217 A –III–); me refiero sobre todo al proceso mismo que condujo a la redacción asumida por la naciente Organización: al trabajo delicadísimo de 8 personas selectas del Consejo Económico y Social de 18 integrantes, cuya procedencia, por múltiples razones, se puede juzgar de lo más heterogénea y que representaban, en ese momento, a los casi seis mil millones de habitantes que tenía por entonces el planeta. En ese pequeño comité estaban:

  • Eleanor ROOSEVELT (1884-1962, diplomática y activista norteamericana, protestante, esposa de quien había sido Presidente de los Estados Unidos);
  • René Samuel CASSIN (1887-1976, francés, jurista de origen judío);
  • Charles Habib MALIK [6] (1906-1987, laico, griego ortodoxo libanés, doctor en filosofía de la ciencia por la Universidad de Harvard, discípulo de Martin Heidegger en Friburgo, abogado jusnaturalista y diplomático);
  • Chang (o Zang) PENG-CHUN (o Penjung) (1892-1957, dramaturgo y músico chino, diplomático y filósofo especialista en la doctrina Confucianista);
  • Hernán SANTACRUZ BARCELÓ (1906-1999, educador, jurista y diplomático chileno);
  • Alexandre E. BOGOMOLOV (1900-1969, profesor universitario y diplomático), reemplazado por Alexei PAVLOV (de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas);
  • Charles DUKESTON (o Lord Duke) (1880-1948, comerciante, anglicano), sustituido por Geoffrey WILSON (del Reino Unido);
  • y William HODGSON (1892-1958, veterano de la I Guerra Mundial, diplomático australiano) – a quienes se unió en un cierto momento John Peter HUMPHREY (1892-1958, canadiense).

Pero llegaron a un acuerdo. Y sobre ese texto en el que de los “derechos humanos” había que destacar precisamente “lo humano” – como subrayó uno de los miembros del comité – había que pasar a otro asunto de no menor importancia: el trabajo de difusión y de explicación de los términos y del sentido de los mismos al Consejo Económico y Social en pleno[7] y luego al resto de los Estados miembros, a fin de que ellos pudieran manifestar sus posiciones oficiales, responderlas, acogerlas o no, etc., y así se alcanzó la votación mencionada.


                                     Eleanor (Eleonora)Roosevelt de Roosevelt

                                                            René Cassin [8]

                                                      Charles Malik [9] [10]

                                                   Zhang Pengjun (der.) 11]

                                                       John Humphrey [12]

                                                        Hernán Santa Cruz [13]

                                                                 Lord Dukeston [14]


                                                          Alexander Bogomolov [15]


                                                                William Hodgson [16]


Por su parte, el día 8 de diciembre de 1965, el CONCILIO VATICANO II (1962-1965) (Santa Sede) aprobó la "Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno", mejor conocida como Gaudium et spes (por las palabras latinas con las que comienza el escrito: abreviado GS) o “El gozo y la esperanza”, uno de los 16 documentos aprobados. En todo el texto, y muy en especial en los números 3 y 12, se destaca la constatación del hecho mencionado, esto es, que personas de tan diversa procedencia en cuanto a su ideología, nacionalidad, idioma, condiciones culturales e incluso religiosas (creyentes y no-creyentes), logran llegar a un acuerdo fundamental, coincidieran en la estimación de que
“cuanto existe sobre la tierra debe ser referido al hombre, como a su centro y a su vértice” (n. 12).


                                        Una de las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965) [17]

Al sentir de los casi dos mil padres conciliares participantes es el reconocimiento de la preeminencia que posee cada persona humana en razón de su conciencia y de su libertad (n. 3). Se trata de una preeminencia “absoluta” intramundana que hace explícito el principio Kantiano de que cada persona es siempre, y no consiente ser considerada sino como, un fin en sí mismo. De este acuerdo fundamental brota inmediatamente una exigencia proporcionada: que como tal se lo deba reconocer a cada ser humano, se lo deba acoger, respetar, promover y tutelar.

En efecto, ante la experiencia que a diario tenemos de miles y de millones de seres humanos que son tratados como un número, como un dato, como un instrumento y medio para cualesquier clase de fines, o valorado por su estructura constitutiva bio-psico-socio-cultural, las personas deben ser definidas también y muy especialmente por su condición “vocacional”, es decir, como sujetos llamados a la plena realización de sí mismos, sujetos que se conducen a sí mismos a la perfección que les es propia.

El Papa PABLO VI lo afirmaba en su encíclica citada (26 de marzo de 1967, pág. 262):


“En los designios de Dios, cada hombre está llamado a desarrollarse, porque toda vida es una vocación. Desde su nacimiento, ha sido dado a todos como un germen, un conjunto de aptitudes y de cualidades para hacerlas fructificar: su floración, fruto de la educación recibida en el propio ambiente y del esfuerzo personal, permitirá a cada uno orientarse hacia el destino, que le ha sido propuesto por el Creador. Dotado de inteligencia y de libertad, el hombre es responsable de su crecimiento, lo mismo que de su salvación. Ayudado, y a veces
estorbado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más” (n. 15).


¿Cómo entender que mujeres y hombres somos, ante todo, una vocación? A mi juicio, en un doble sentido. Por una parte, que la estructura constitutivo-existencial que somos se propone como la exigencia ética originaria que ha de ser realizada en el espacio y en el tiempo. Por otra, que nuestro vivir está llamado a expresar esa nuestra dote óntica, es decir, que nuestras actuaciones lleguen a ser la actualización histórico-dinámica de dicha estructura constitutivo-existencial.

Estos dos enunciados llevan consigo dos implicaciones: en primer lugar, que la estructura constitutivo-existencial es el fundamento deontológico de un vivir humano, y se convierte en el criterio ético primordial de nuestro despliegue en la historia. Y en segundo lugar, que el vivir humano debe ser propuesto paradigmáticamente a partir de nuestra estructura constitutivo-existencial. De tal manera que las personas sólo llegarán a tener una existencia realmente humana y humanizante en la medida que expresen con fidelidad y sin obstáculos insuperables lo que ellas son.

La Secretaría Permanente del SÍNODO DE LOS OBISPOS (Documento preparatorio del Sínodo de 1983 sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia, 25 de enero de 1983) lo explicaba de la siguiente manera:
“Opuesta a la perspectiva pesimista y determinista recién recordada se encuentra aquella otra hoy ampliamente difundida entre ambientes cultos, que se forman una concepción casi optimista de la libertad y exaltan tanto al hombre que lo convierten en el autor de la bondad de las cosas y de las normas éticas. De la manera más radical se presume que sea derecho del hombre determinar valores y normas: el hombre y sólo él establece lo que es bueno y lo que es malo. Se sucumbe, así, de manera perjudicial, como Adán y Eva, a la tentación de los orígenes: « […] la serpiente dijo a la mujer: ‘¡No moriréis ciertamente! Por el contrario, Dios sabe que cuando comáis, se os abrirán los ojos y llegaréis a ser como Dios, conocedores del bien y del mal’» (Gn 3,4-5). De manera menos radical, pero igualmente inaceptable, algunos hacen de las costumbres propias de las diversas culturas la norma ética propia para la persona. Estas y otras concepciones morales derivan de y, al mismo tiempo, se reducen a una actitud relativista, que niega la universalidad y el carácter absoluto de las normas morales […] En realidad, la norma moral es absolutamente necesaria para la
protección y la actuación de los valores del hombre en cuanto tal, de modo que se la puede considerar custodia y mediadora de aquellos valores que están presentes en la naturaleza humana misma y en el dinamismo íntimo que empuja a todos los seres humanos a realizarse plenamente en cuanto tales. Dios mismo imprime en el hombre estos bienes, cuando lo crea a su misma imagen y semejanza
y lo llama a la salvación en Jesucristo. Por eso es […] el ser del hombre, como fruto de la iniciativa creadora de Dios, el que debe ponerse como el imperativo moral de su obrar libre y responsable. Por esto, en su núcleo fundamental, el hombre encuentra la norma moral de su obrar, dentro de su corazón, dentro de su mismo ser, y lo descubre entrando en aquel sagrario en donde «el está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo del ser humano (cf. GS 16), que es la conciencia moral […]” (n. 15ab).

Precisamente sobre esta estructura constitutivo-existencial de la persona humana y su insustituible normatividad ética, que hemos denominado con algunos autores “ontonomía”[18], se apoya el derecho. El derecho como una expresión del vivir en conformidad con reglas. Entre tales reglas destacan algunas especialmente fundamentales, como la de la igual dignidad de todas las personas y la del respeto que merece la vida de todas ellas[19].

3°) la persona humana, fuente de los contenidos primordiales del derecho

Hemos señalado, pues, cómo la persona humana es el fundamento primero y original del derecho. En consecuencia, debe ser ella también el fundamento de sus contenidos primordiales, entre ellas las reglas señaladas.

En efecto, la misma estructura constitutivo-existencial de las personas es la fuente de sus exigencias, unas exigencias que las personas saben en conciencia que es posible realizar y que se multiplican en particulares “derechos-deberes” así mismo “fundamentales humanos”. Los podemos definir entonces desde una perspectiva personalista[20] como aquellas “exigencias propias del ser humano derivadas de sí mismo y que se proponen a su conciencia como obligatorias para su reconocimiento, respeto, promoción y defensa” (1986, págs. 8-9).

Esta consideración sobre los derechos y los deberes humanos fundamentales supone, pues, que existe un “orden objetivo de valores” que es inherente o intrínseco a toda persona humana, y que dicho orden la vincula en conciencia de modo que sea expresado en todo su actuar libre y responsable. Se trata de un orden de valores que se impone a partir de sí mismo, no de otros factores extrínsecos, como serían, por ejemplo, una intervención o poder humano que actuara en su favor, incluso a la manera de un eventual “acuerdo” sobre ellos, ya que dicho orden es anterior y superior a dicha intervención o poder. Se trata, lo sabemos, de una afirmación grave, pero que es especialmente nítida y constante en el magisterio de la Iglesia católica.

Tomemos el caso del Papa JUAN XXIII, historiador como fue y campesino, que en la encíclica Pacem in terris (11 abril de 1963, págs. 257-304) afirmó sin ambages:
“En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto (Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 1943 9-24; Juan XXIII, discurso del 4 de enero de 1963: AAS 55 1963 89-91)” (n. 9).


Y lo ratificó no sólo a la luz del sentido común ampliamente consensuado, como hemos visto, sino a la luz de la fe, pues seguidamente añadió:

“Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna” (n. 10).
Se trata entonces de una obligatoriedad por razones intrínsecas que exige la acogida incondicional de los deberes y derechos fundamentales humanos, un respeto efectivo y el cumplimiento fiel de los mismos. Todos los demás contenidos normativos de los derechos-deberes, aun los más simples o complejos en la organización social, no pueden sustraerse de tal obligatoriedad si pretenden regular el ámbito de la convivencia social de una manera realmente respetuosa de las personas, de sus sociedades y de la razón de ser de la misma función constitucional, judicial, legislativa o ejecutiva.

4°) La persona humana justifica la obligatoriedad del derecho

Por su propia naturaleza de justicia (= justitia, lat.) el derecho (= jus, lat.) es imperativo, ordena, se hace obligatorio y exigible, de modo que su transgresión puede implicar una sanción social o una pena. Pero, en realidad, ¿qué hace, qué justifica que una norma de derecho sea obligatoria? ¿Cualquier razón o motivo son suficientes como fundamento válido para hacer exigible una norma?
Cuando el derecho y la justicia son referidos a la persona humana es entonces cuando se halla el fundamento último de su imperatividad original y originaria, ya que la persona lo exige por sí misma, requiere aquella capacidad vinculante que manifiesta toda norma. A su vez, existe una exigencia de racionalidad en la norma, y sólo la persona humana puede otorgársela. Cada norma, por lo tanto, tendrá su capacidad vinculante y obligante precisamente en cuanto expresa y realiza en concreto a la persona humana, y el valor o el contenido que la norma quiere expresar y defender es la actualización de las exigencias primordiales humanas. Así, pues, si estas exigencias primordiales son obligatorias por ser humanas, también lo serán aquellas positivaciones o concreciones de las mismas, que son las normas. Dicho en otros términos, las normas, cualesquiera sea su denominación o estatus en el ordenamiento jurídico, participan de aquella exigibilidad que poseen las exigencias y reivindicaciones humanas primordiales.

Así, pues, cuando se busca por fuera de la persona humana y de sus exigencias primordiales un fundamento para el derecho y su carácter de obligatoriedad se lo vacía de su contenido, de su verdad objetiva.

5°) La persona humana es la finalidad última del derecho.

Finalmente, el derecho posee también su finalidad propia. Esta finalidad legitima su presencia en el ámbito de la existencia humana. El derecho pretende la realización del bien común, único en el que alcanza su crecimiento integral cada ser humano.

Este concepto de “bien común” es fundamental y requiere ser adecuadamente comprendido[21], ya que en nuestro tiempo se lo pretende hacer sinónimo de otras expresiones, que, sin embargo, son reductivas o reductoras del alcance, sentido y valor que posee en razón de su vinculación con la persona humana.

Obviamente, la finalidad del derecho se alcanza cuando cada persona humana obtiene la realización de su finalidad en el espacio y en el tiempo. La juridicidad es, por lo tanto, una categoría del obrar personal que está al servicio de la persona, y, como aseguró PABLO VI (26 de marzo de 1967, pág. 261ss) por sí misma se orienta a la promoción “de todo hombre y de todo en el hombre” (n. 14).
El derecho es un instrumento al servicio de las personas. Su razón de ser consiste en que toda persona consiga su propia finalidad. La persona es, viceversa, la finalidad última del derecho y es ella quien habría de condicionar toda la dinámica de la vida jurídica.

Conclusión

Ciertamente, a la luz del principio enunciado, que la persona humana es centro y vértice de la experiencia humana jurídica y del derecho en concreto, el derecho no se podría pensar sin un anclaje en la estructura constitutivo-existencial-vocacional que nos caracteriza a los seres humanos. Sólo si el derecho abraza a la persona como su origen, contenido y término de su obrar y realización tendrá posibilidades de ser plenamente humano y humanizante.

Este planteamiento exige un paso sucesivo: penetrar permanentemente y lo más exhaustiva y profundamente posible en la mencionada estructura constitutivo-existencial-vocacional que caracteriza y define a las personas en cuanto tales. Como hemos dicho, para toda persona ello sería sustancial cometido de su propia existencia, pero, para los cristianos, además, inquirir por el proyecto universal de Dios quien nos ha hecho “a su imagen y semejanza” (Gn 1,26-31) “en Cristo” (Col 1,15-17), a cuya luz se esclarece totalmente el misterio del hombre (cf. GS 12 y 22). Se trata, pues, no sólo de un “hecho” histórico que suscita y abre horizontes a nuestras múltiples investigaciones, sino de un “dato” de la fe, que reclama conocer al ser humano, también y muy especialmente, en su relación radical y primordial con Dios.





                                                                       Pío XII[22]

Y, consideradas desde este punto de vista las cosas, el derecho posee en Dios y en su voluntad creadora y salvadora un lugar propio, su fundamento último, como lo afirmara el Papa PIO XII en texto memorable que recogió la citada Pacem in terris (11 abril de 1963, pág. 264):
“A la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus propios derechos; defensa eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de la justicia, como advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII con estas palabras: Del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario (Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 1943 21)” (n. 27).

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[2] http://www.raoulwallenberg.net/?es/prensa/rinden-homenaje-angelo-giusepe.1925.htm
[3] http://www.arquibogota.org.co/index.php?idcategoria=9796
[4] http://fraynelson.com/biblioteca/perfiles/Papa_Juan_Pablo_II.htm
[5] Arabia Saudí, a la que siguen en esto, quizás, otros Estados que se definen totalmente musulmanes o “laicos” pero con inspiración en El Corán, se abstuvo de votar en aquel momento, junto a otros Países. Hoy en día existe el intento en el Islam por dar a los “derechos humanos” unos fundamentos más religiosos, ya que, en su concepto, sólo el auténtico derecho puede provenir de Dios – no obstante que ya en su tradición el jurista, filósofo, matemático y médico andaluz AVERROES (1126-1198) había hablado de un “derecho natural” prioritario al “derecho humano” –.
Con posterioridad a 1948, muchos Estados han ido adhiriendo a la Declaración y han entrado a formar parte de la ONU y de sus Organismos dependientes, así como, la misma Declaración ha dado origen a numerosos acuerdos con mayor o menor acogida sobre muy diversos asuntos.
[6] Véanse los excelentes apuntes biográficos de Mary Ann GLENDON sobre Malik: “Charles Malik, un laico en la escena pública. La vida de Charles Malik: ejemplo de una excelente vida política compaginada con la coherencia religiosa”, en (consulta julio 2009): http://es.catholic.net/empresarioscatolicos/484/1382/articulo.php?id=988
[7] Digna de particular mención en este contexto fue la aportación de los Estados miembros de Organización de Estados Americanos que, en su IX Conferencia Internacional, efectuada en Bogotá entre marzo y mayo de 1948, aprobó su propia “Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre”, la cual fue estudiada por los expertos durante el proceso. Puede verse el proceso completo hasta la promulgación por parte de la Asamblea General en (consulta julio 2009): http://huwu.org/Depts/dhl/udhr/meetings_1946_nuclear.shtml
No podemos dejar de mencionar la delegación colombiana que participó en las deliberaciones e hizo notables aportes a la Carta de la ONU desde 1945 en San Francisco, y cuya firma quedó estampada en el documento original: Alberto Lleras Camargo, quien la presidió, Eduardo Zuleta Angel, Alberto González Fernández, Jesús María Yepes y Silvio Villegas.
[8] http://www.america.gov/st/hr-spanish/2008/November/20081205143802pii0.1874964.html
[9] http://www.america.gov/st/hr-spanish/2008/November/20081205142952pii0.2508509.html
[10] http://www.america.gov/st/hr-spanish/2008/November/20081205142007pii0.4617273.html
[11] http://www.america.gov/st/hr-spanish/2008/November/20081205143448pii8.99905e-03.html
[12] http://www.america.gov/st/hr-spanish/2008/November/20081205142655pii0.6670954.html
[13] http://www.minrel.gov.cl/prontus_minrel/site/artic/20081215/pags/20081215193311.php
[14] http://huwu.org/Depts/dhl/udhr/members_cduke.shtml
[15] http://huwu.org/Depts/dhl/udhr/members_abogo.shtml
[16] http://huwu.org/Depts/dhl/udhr/members_whodg.shtml
[17] http://blog.chento.org/2008/10/28/1275/
[18] Debo el término y su amplia explicación a Raimundo RINCÓN ORDUÑA: Teología Moral: Introducción a la crítica Ediciones Paulinas Madrid 1980 9-41. Con todo, el autor reconoce sus antecedentes en: Joseph DE FINANCE: Ethica generalis Pontificia Università Gregoriana Roma 1959 1963 (en castellano: Ética general Pontificia Universidad Javeriana Bogotá 1985); id.: Ensayo sobre el obrar humano Gredos Madrid 1966; Nicolás HARTMAN: Ontología Fondo de Cultura Económica México 1954; id.: La nueva ontología Sudamericana Buenos Aires 1954; id.: Rasgos fundamentales de una metafísica del conocimiento Losada Buenos Aires 1957; y, especialmente, René SIMON: Moral Herder Barcelona 1972).
[19] Véase la asunción de estos derechos fundamentales en el ordenamiento de la Iglesia católica, por ejemplo, a través del artículo de Gianfranco GHIRLANDA: “Las obligaciones y los derechos de los fieles cristianos en la comunidad eclesial y su cumplimiento y ejercicio” en Universitas Canonica 17 1988 11-41.
[20] No ha sido asunto de fácil, común e inmediato tránsito por entre el pensamiento teológico – tan diverso – el involucramiento “personalista”, sobre todo en algunas de sus acepciones y de sus consecuencias. Pero nos saldríamos del tema central hacer una digresión sobre este problema. Mencionamos solamente alguna breve indicación bibliográfica, que complementaremos en otro lugar con más amplia y reciente bibliografía, dejando a la iniciativa de los estudiantes su examen prolijo: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL: “Les chrétiens d’aujour d’hui devant la dignité et les droits de la personne humaine” en Gregorianum 65 1984 229-481; id.: Documento Missio Ecclesiae “Tesis sobre la dignidad, así como sobre los derechos de la persona humana”, 6 de octubre de 1984, en Cándido POZO (ed.): Documentos 1969-1996. Veinticinco años de servicio a la teología de la Iglesia Madrid BAC 1998.
[21] Según la doctrina de la Iglesia sobre esta materia social, se deben tener en cuenta los siguientes elementos al tratar del bien común – y transcribo al respecto la síntesis del Catecismo de la Iglesia Católica (se indican los numerales de la cita) –:
“1906 Por bien común, es preciso entender ‘el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección’ (GS 26, 1; cf. GS 74, 1). El bien común afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:
1907 Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son indispensables para el desarrollo de la vocación humana: ‘derecho a... actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa’ (cf. GS 26, 2).
1908 En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común, entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc. (cf. GS 26, 2).
1909 El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros. El bien común fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva.
1910 Si toda comunidad humana posee un bien común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias.” En (consulta julio 2009): http://www.vatican.va/archive/ESL0022/__P6L.HTM
Una exposición más amplia y motivada acerca de este “principio del bien común” puede encontrarse en el valioso documento del PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», organismo de la Sede Apostólica, titulado: Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2 de abril de 2004, nn. 160-170, Librería Editrice Vaticana Ciudad del Vaticano 2004, que se puede consultar en: http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/justpeace/documents/rc_pc_justpeace_doc_20060526_compendio-dott-soc_sp.html
[22] http://radiocristiandad.wordpress.com/2008/11/04/andrea-tornielli-revela-que-pio-xii-vio-el-milagro-del-sol/

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