sábado, 11 de julio de 2009

Derecho canónico y Teología: Capítulo Cuarto

Derecho canónico y Teología: La justicia social, norma para el seguimiento de Jesús, el Señor. Estudio del canon 222 § 2 del Código de Derecho Canónico.

Iván Federico Mejía Álvarez, i.c.d., th.d.




Capítulo Cuarto:


El Reinado de Dios y su justicia.

Fundamento cristológico del c. 222 § 2.







En los capítulos anteriores hemos señalado una serie de problemas canónicos, relativos incluso a la concepción misma del Derecho canónico, que urgían la existencia de una adecuada metodología que permitiera la resolución legítima de los mismos. Presentábamos y justificábamos, igualmente, nuestra propuesta de un "modelo hermenéutico" que consintiera la implementación de dicha metodología en una forma adaptada a la condición del mismo Derecho canónico; y, para probarlo, hemos tomado como ejemplo el caso del c. 222.2, cuyo análisis terminológico acabamos de completar. Así, pues, en orden a desarrollar los diversos pasos del modelo hermenéutico propuesto, debemos comenzar por el primero de ellos, a saber, el acercamiento a la cristología, descubriendo a través de él las resonancias antropológicas, morales y jurídico-canónicas que de dicha cristología se derivan, y, en particular, aquellas que hacen referencia al tema del c. 222.2 como el fundamento de su misma explicación.
Para la vida cristiana en general, y en particular para el ámbito del Derecho canónico, la persona de Jesucristo es propia y exclusivamente lo que la diferencia y determina ([1]). Nos preguntamos ahora, pues, ¿de qué manera es El la motivación principal y el fundamento del obrar del fiel cristiano prescrito por el c. 222.2?
El asunto nos aboca, en consecuencia, a plantearnos en primer término el problema cristológico ([2]), no teorizando sobre él sino haciendo una consideración global de los aspectos histórico y sistemático que lo componen en vistas al comportamiento moral y jurídico del cristiano.
Para nuestro propósito tomaremos la estrategia de la "cristología genética", es decir, aquella que ayuda a reproducir en nuestros interlocutores el mismo proceso que siguieron los Apóstoles ([3]) -expresada bellamente en la narración joánea del encuentro de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4,3-42)- y que va desde el encuentro humano con la persona de Jesús hasta la fe religiosa en su Trascendencia; cosa que, en verdad, puede revivir la génesis, incluso, de nuestra propia fe.
Para nosotros la relevancia de Jesús, el Cristo, va, sin embargo, más allá: nos corresponde comprender las exigencias que para el día de hoy se desprenden de la fe cristiana y propiamente las exigencias jurídicas que ella lleva consigo. De ahí que sea tarea también del canonista contribuir a despertar y formar el sentido moral y jurídico del creyente, a hacer que sus actitudes y actuaciones respondan a la madurez de fe que tiene en Jesucristo, y a que ellas sean expresión del seguimiento de Jesús por el "camino" de los "consejos evangélicos" que El ha propuesto para la realización plena de la vida humana según el querer de Dios ([4]).
En línea con lo expuesto deberemos entonces aportar algunos elementos en vistas a la conversión y al seguimiento del Señor, mostrando, como veremos en seguida, una serie de exigencias propias de este seguimiento, particularmente la del compromiso radical por los demás, una vida con los hombres y para los hombres, partiendo del presupuesto de la fe en El, de la experiencia de fe de la Iglesia, que compartimos, y la cual hará significativos -originales y nuevos- esa conversión y ese seguimiento.
Por eso, finalmente, nuestra tarea como canonistas se ha de ubicar, en continuidad con la Tradición eclesial, en la línea del anuncio y la denuncia, de modo que promueva ella también, por todos los medios, la conversión de todos los fieles cristianos -uno de los cuales es el mismo teólogo- a Jesús, en quien han depositado su fe.


1. Elementos de cristología narrativa.

Por cristología narrativa entendemos la exposición e interpretación "ascendente" de los misterios (acontecimientos de la vida de Jesús referidos por los Evangelios como capítulos integrales de la predicación de los Apóstoles y de las primeras comunidades cristianas), cuyo significado revelador para nosotros queda evidenciado por una lectura histórico-teológica de los mismos relatos, la cual nos permite comprender los diversos significados y sentidos del modo de actuar de Jesús como un modelo abierto a la aplicación de dichos misterios al seguimiento de Cristo por parte del cristiano. En verdad, al teólogo canonista, del acontecimiento histórico de Jesús le interesa una perspectiva de totalidad no tanto por la verdad o no de un hecho narrado en los Evangelios, cuanto por la significación que posee dicho acto ([5]).

a. Jesús y el binomio "Abba"-Reinado de Dios:

Los textos sinópticos de Mateo y Lucas coinciden en iniciar sus relatos sobre Jesús insertándonos en el ámbito de la espera mesiánica característica del Pueblo de Israel. Los personajes centrales de estos episodios representan y expresan dicha espera, nacida de su fe en el Dios que se fué revelando a los Patriarcas, a los Profetas, a su legislador, Moisés, y, a través de ellos, habló a todos ([6]).
Ante Dios Jesús, como cualquier otro israelita acostumbraba hacerlo, muestra una actitud reverente, y toda su vida quiere ser apertura a la voluntad soberana de Dios.
Sin embargo, esos mismos textos sinópticos muestran una discontinuidad en la actitud de Jesús; sin dejar de ubicarlo en medio de una familia típica de Nazareth, ese Dios es, para Jesús, al mismo tiempo, su "Padre". Dios es bello y es poderoso, pero es especialmente "Padre", y su amor se expresa, en la historia y en las condiciones de la historia, parcializado en favor de los hombres y, en especial, de los empobrecidos. El Reinado de Dios -al que en seguida nos hemos de referir- consiste, precisamente, en mirar las cosas desde la perspectiva que tenía Jesús y desde la relación que El tenía respecto de su Padre; es, entonces, mirar las cosas desde el amor del Padre. Responder a Dios llega a significar corresponder a Dios, hacerse afín con El, participar de su misma realidad y hacer lo que Dios hace: amar a todos los hombres... Los textos nos informan que paulatinamente en Jesús se fué desarrollando y acrecentando esta experiencia de Dios como Padre ([7]).
Era característica principal de la oración de Jesús -como quedó consignada en los Evangelios y en otros textos del Nuevo Testamento- que en cada acontecimiento de la salvación que el Padre le pedía que cumpliera, El hacía la entrega humilde y confiada de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre. Por eso podemos afirmar que el Padre es el último horizonte de la persona y de la actividad de Jesús, Quien da sentido a su existencia. El Padre, en quien se abandona totalmente, a su voluntad, a su Reino, incondicionalmente. Sin duda alguna, en los Evangelios se trasluce en Jesús un Hombre abierto y sencillo, confiado al amor del Padre; pero, simultáneamente, un Hijo que comparte en su oración humana lo que viven "sus hermanos" (Hb 2,12), que comparte sus debilidades, para liberarlos de ellas (cf. Hb 2,15; 4,15); que comparte con ellos, incluso, la "procesualidad de su fe" ([8]). Esa actitud amorosa de Dios Padre la expresó Jesús al entregarse por los hombres: toda su vida, hasta la muerte, fué entrega real por amor a los hombres. Aún entonces, en esa situación límite, se confió a su Padre; y, precisamente desde esa confianza suya "supo" que El, su Padre, se seguía haciendo presente en la historia a través del amor ([9]).
El Código vigente queriendo hacer eco expreso de todos estos elementos, y especialmente de la actitud de oración que debe caracterizar al cristiano, recoge en varios lugares normas pertinentes (cf. cc. 839.1: dentro de la función de santificar, como medio que contribuye a que el Reino de Dios eche raíces y se fortalezca en los fieles; 276,5: los clérigos, quienes deben hacerla diariamente; 663.3: los religiosos, igualmente. De la devoción a la Santísima Virgen María se habla cuando se trata de la formación seminarística, c. 246.3, y de la vida espiritual de los clérigos, c. 276,5). Así mismo, indica su importancia y fomento, en orden a que los alumnos que se preparan para el ministerio sagrado mediante ella descubran su vocación y en ella "se fortalezcan" (c. 246.3).
Ahora bien, como leemos en el texto de Marcos, "después que Juan fué puesto preso, marchó Jesús a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: <>" (Mc 1,15).
Este texto, que hace referencia al comienzo del ministerio público de Jesús, es señal inequívoca de que la preocupación por el Reinado de Dios es bien característica y central ([10]) en la obra y en las palabras de Jesús ([11]). Con ese modo de manifestarse Jesús se ponía así, expresamente, en el contexto véterotestamentario que hacía de la obra, de la acción de Dios, una constante creación. A esa acción de Dios se la denominaba "justicia" en el lenguaje bíblico. Para profundizar en los elementos característicos de esta "justicia del Reinado de Dios" a la que se refería Jesús, es necesario ubicar y profundizar, entonces, los hechos y dichos que nos narran los textos evangélicos, asumiendo con ellos el ambiente vital que Jesús conocía y vivía, y en el que dichos textos se produjeron y luego fueron escritos ([12]).
Como tradicionalmente se ha indicado, se trata de una característica importantísima que aparece en todo el Sermón de la Montaña, y en especial, dentro del mismo, en las "bienaventuranzas" ([13]), según las cuales "justo" es aquel que desde su interior, impregnado y transformado por el amor, busca no su propia utilidad sino el Reino de Dios.
En el resto del Evangelio aparecen como sinónimos "santidad" y "justicia", el "justo" ([14]), porque ha sido fiel en el cumplimiento de todos los deberes de su relación, y el hombre profundamente "religioso" (Mt 1,19). Igualmente Mt como los otros evangelistas criticarán radicalmente cualquier legalismo farisaico precisamente por estar vaciado de su correlato interior ([15]) (cf. p. 158).

En efecto, en el contexto del Sermón de la Montaña, precisamente, Jesús proclamó que el Reino pertenece a los pobres y a los misericordiosos (cf. p. 146ss), a los perseguidos por causa de la justicia (5,3.10). En este estado o lugar de felicidad perfecta entrarán solamente quienes viven la justicia o santidad evangélica, observando -como veremos un poco más adelante, pp. 155ss- hasta el fondo la ley y los profetas llevados a su culminación por Cristo (5,19s). El Sermón del Monte nos permite subrayar entonces la íntima e indisoluble ligazón que tenía para Jesucristo el proyecto del hombre, y en particular lo que en él caracterizan los temas de la justicia, la pobreza y la caridad evangélicas, una cuestión que no se reducía a lo meramente "legal": inclusive las implicaciones morales de tal condición del hombre fueron puestas de relieve por él refiriéndose a esa tríada. Incluso, cuando en ese mismo contexto del Sermón expresó que "todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón" (Mt 5,27-28), Jesús pretendía indicar que se trata en el caso de algo que ya, de por sí, implica una cuestión de respeto, de dignidad, de justicia ofrecida y debida en razón de la misma cualidad y vocación del ser humano. Así mismo se expresó con relación al matrimonio señalando una praxis coherente con esa misma condición social en justicia, caridad y pobreza, pero, aún más, por razones de una relación con Dios: "no debe el hombre separar lo que Dios ha unido" (Mt 19,8-9).
Ahora bien: De entre las siete secciones que se pueden caracterizar dentro del texto del Sermón vamos a referirnos a las secciones cuarta y quinta, que miran más directamente con nuestro propósito de presentar el Sermón bajo el punto de vista de las exigencias y condiciones que presenta el Reinado de Dios:
La sección cuarta, en efecto, se refiere a la "justicia del reino" (6,1-18).
La sección anterior (tercera) había concluido con una exhortación a imitar la perfección del Padre (5,48), con lo cual se preparaba el paso a la temática de la sección cuarta. El centro de ésta es, precisamente la proclamación de la justicia evangélica, mediante la cual se vive religiosamente, no por vanagloria, sino por una necesidad espiritual profunda. El discípulo del Reino, que es "hijo" del Padre del cielo (cf. 5,45), se empeña en evitar la ostentación de su propia santidad, porque sabe que Dios ve incluso en lo secreto, y éso recompensará.
Para proclamar la justicia del reino, Mateo ejemplificó la máxima general contenida en 6,1 con tres concretizaciones fundamentales en la vida religiosa conforme a la Tradición bíblica: la limosna (6,2-4), la oración (6,5ss) y el ayuno (6,16ss); las tres fueron tratadas en forma paralela, recalcando y ampliando los elementos estructurales contenidos en la máxima inicial: a) exhortación a evitar la ostentación; b) con el deseo de ser aplaudidos por los hombres; c) en cuyo caso no se recibirá la recompensa del Padre del cielo.
En consecuencia de lo anterior podemos decir que la inseparabilidad entre el Abba y su Reinado, que se descubre en el comportamiento de Jesús, pone de presente una realidad sumamente importante: que la justicia no puede construirse sin Dios, así como no se puede anunciar a Dios sin justicia. Y esto tiene una consecuencia definitiva, como veremos más adelante: el Reino exige un compromiso por la justicia interhumana; sin embargo, su realización supera toda obra y todo programa concreto. No sólo porque la justicia total es difícil de lograr perfectamente aquí en la tierra, sino porque, al ser el Reino don de Dios, siempre es más de lo que pudiera lograr cualquier realización nuestra. Por tanto -y este es un criterio normativo sumamente importante al momento de explicar la existencia y el sentido del c. 222.2- no sería evangélica la predicación de una justicia social puramente sociológica y horizontalista, que redujera la justicia bíblica a una antropología o a una teoría política; como tampoco lo sería una justicia "para la otra vida" -como se expresa popularmente-. La justicia total es la "santidad" y teleíosis del Reino, y supone su actuación intrahistórica como expresión de la experiencia de Dios.
En esta línea se entiende entonces por qué el Código reitera en varios lugares esta exigencia, como hemos visto (pp. 97ss): (cf. p. ej. cc. 747.2: "necnon iudicium ferre de quibuslibet rebus humanis"; 768.1-2: "cuanto es necesario creer y hacer para la gloria de Dios y salvación de los hombres"; y, en particular, para los laicos, 227: la libertad en los asuntos terrenos, y para los párrocos, 528.1: fomenten las iniciativas con las que se promueva el espíritu evangélico, también por lo que se refiere a la justicia social).

b. Jesús y la comunicación de bienes:

El tema de la comunicación de bienes es tratado también en este contexto tradicional bíblico relativo a la "justicia", en línea que concretiza el proyecto humano en su corporeidad, socialidad y cosmicidad al que Jesús aporta los elementos propios y nuevos de la fraternidad y de la finitud. (Volveremos sobre este tema al abordar las implicaciones morales que se pueden deducir de los aspectos cristológico y antropológico (p. 331; etc.).
En efecto, al fijarnos en la enseñanza de Jesús se puede observar cómo ella se caracterizaba de manera especial por subrayar que el amor a Dios y al prójimo estaban unidos por un mismo imperativo y que se exigían mutuamente. Más aún, que el prójimo era El mismo, como así lo afirmaba El, y que prójimo es todo aquel con quien se puede -y se debe- compartir toda clase de bienes, materiales y espirituales, en forma efectiva, desinteresada, activa, personal, compasiva y espontánea.
Como consecuencia de este criterio fundamental se entenderá por qué el mismo evangelio de Lucas trae una expresión como la contenida en 6,34-35 y que expresamente servirá como texto-fuente para que posteriormente se precise la praxis cristiana respecto al préstamo: "Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien... haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos". (La perícopa fué empleada, como puede verse, por el Concilio V de Letrán, cuyas expresiones fueron literalmente reproducidas por el c. 222.2 (cf. p. 443 y nota 410).
Estos elementos señalados en el Sermón de la Montaña en relación con "la justicia del Reinado de Dios" se encuentran así mismo resumidos al referirse a la verdadera oración cristiana (6,7-15) -caracterizada por evitar el multiloquio (6,7s)- y con una fórmula de oración (6,9-13).


c. El tema del destaque o la liberación de los bienes:

Refiriéndonos a la relación de Jesús con el "Abba" y con su Reino, en la sección quinta del Sermón encontramos el tema de la separación, destaque o "liberación de los bienes" (Mt 6,19-34), íntimamente ligado a nuestro c. 222.2.
En efecto, una vez Jesús terminó las grandes líneas sobre la justicia del Reinado de Dios en su discurso reasumió otra temática, ya contenida en la primera parte de las bienaventuranzas: la pobreza evangélica, que Mateo desarrolló ampliamente (6,19-34). En otros términos, podemos afirmar que las principales líneas del tema del Reinado de Dios quedaron plasmadas entonces en los planteamientos relativos al seguimiento de Jesús por el camino de la "pobreza"; en lo cual coincide con el texto de Lucas, quien de ello hace hincapié al referirnos la oración que enseñó a sus discípulos y en la que se dice "danos hoy nuestro pan de cada día" (Lc 11,3). Con lo cual éste quería enfatizar la responsabilidad efectiva hacia todos los hermanos de la tierra y la solidaridad propia que, según él, deberían caracterizar a los fieles cristianos (cf. Lc 16,19-31), llevándolos a compartir tanto los bienes materiales como espirituales -y no por la fuerza y de mala gana, sino por amor, "para que la abundancia de unos remedie las necesidades de otros" (cf. 2 Co 8,1-15), como lo puntualiza bien el c. 222.2.- y a realizar un efectivo perdón de las ofensas ("de las deudas": Mt 6,14s).
Ahora bien, según Mt en el Sermón se pueden encontrar cuatro subsecciones de esta quinta sección: 1. Algunas exhortaciones a buscar acumular tesoros no terrenales sino celestiales (6,19-21); 2. el texto sobre el ojo, lámpara del cuerpo (6,22s); 3. el dicho sobre la incompatibilidad en el servicio a dos patronos opuestos (6,24); 4. las recomendaciones a no preocuparse demasiado por las necesidades temporales, confiándose más en la providencia del Padre.
Este texto final se cierra con una doble exhortación: a no afanarse por las necesidades del cuerpo (resumidamente el alimento y el vestido, 6,25) y a no preocuparse por el mañana (6,34).
Más en detalle, puede observarse en la estructura la antítesis querida por el autor del Evangelio entre la búsqueda de bienes terrenos y la de los bienes celestiales, a la cual agregó una máxima general al final, con la cual pretendía justificar la exhortación (6,19-21).
Igualmente, el texto sobre el ojo sugiere el peligro de la avidez insaciable por las riquezas, y la antítesis que presenta, en este caso, fué precedida por una máxima general (6,22s).
El texto sobre los dos patrones (6,24) se apoya sobre la sentencia general, y pone el énfasis en la antítesis: Dios o el dinero.
Por último, los vv. 25-34 fueron estructurados sobre la antítesis entre el afán por las necesidades fundamentales de la vida y el abandono confiado a la providencia de Dios Padre con la búsqueda de la justicia de su Reino ([16]).
En consecuencia, la relación entre Jesús y el binomio Abba-Reinado de Dios es el marco en el que se puede comprender cómo estas expresiones y comportamientos de Jesús corresponden con su vivencia de las así tradicionalmente llamadas "virtudes teologales", las cuales tienen a Dios por objeto, pero que tienen también el sentido y el alcance de ser actividades del hombre frente al hombre y actitudes del hombre frente a sí mismo. En ellas consiste la vocación fundamental del hombre en Cristo ([17]). Por su parte, las necesidades temporales del hombre, que vienen reducidas al caso como decíamos, a las más indispensables, el alimento y el vestido, le permitieron ilustrar plásticamente el modelo a seguir: el afán por el alimento y el afán por el vestido como contrapuestos al interés de Dios por sus creaturas.
Como resumen del camino que hasta aquí hemos recorrido podemos observar que el texto del Sermón de la Montaña aporta una clara invitación al Reinado de Dios. Pero, igualmente, las condiciones indispensables en orden al ingreso en él, o a la exclusión del mismo, es decir, unas condiciones en orden al seguimiento de Jesús respecto a la "justicia" y a su componente la "pobreza", como criterios para la comunicación de los bienes.
Por último, en este contexto puede y debe considerarse también un punto de particular importancia para la eclesiología y significativamente para el Derecho canónico: se trata de esa realidad no menos evidente en la comunidad primera que entendió que con la elección de los Doce, a quienes envió a proclamar este Reinado de Dios y su justicia, Jesús había dado inicio a la Iglesia, al tiempo que la había dotado con su propia autoridad para ejercer debidamente esa misión ([18]). Y ésto tuvo también, con relación al c. 222.2 una magnitud bien significativa.


d. Jesús y los pobres

Como estamos diciendo (p. 135) el Reino pertenece, en consecuencia, a los que acogen su palabra con un corazón humilde, es decir, a los "pobres" y a los "pequeños" ([19]). Jesús definió su misión, precisamente, en esos términos: El fué enviado "para anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4,18; cf. Lc 7,22; Mt 11,4): a los pobres los declaró "bienaventurados" , porque "de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,3); a los "pequeños", a quienes el Padre se ha dignado revelarles las cosas que sí ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11,25). Así mismo hemos resaltado que la expresión relativa al "Reino de Dios y su justicia" (Mt 6,33) resume y enfatiza esta característica de la misión y obra de Jesús: es lo que hay que "buscar primero" -dice Jesús en el texto que referimos-, y "todo lo demás se dará por añadidura".
De este "Reino de Dios y su justicia" Jesús dió muestras al llevar una vida de pobre y pequeño: Trabajó en Nazareth con sus propias manos (cf. Lc 4,16.22b), compartió con ellos el hambre (cf. Mc 2,23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y otras privaciones (cf. Lc 9,58), como una vida desinstalada y errante (cf. Mt 8,20). Las riquezas no iban con su estilo de vida (cf. p. 150). Pero, llegó aún a más: hasta afirmar que él se identifica -en el sentido más real de la expresión- con los pobres de toda clase, y que sólo amándolos activamente -sirviéndolos- se podrá entrar en su Reino (cf. Mt 25,31-46). Esa actitud la inculcó claramente a sus discípulos (cf. Lc 14,12ss) ([20]), destacándola como un distintivo también de su misión, que exige la universalidad y la igualdad entre los hombres como fruto del amor y de la justicia que El ha venido a traer.
Estos "pobres" y "oprimidos por el diablo" aparecen en trato con Jesús: son los enfermos, los leprosos, las prostitutas, los publicanos, los samaritanos, los niños, los ignorantes... En fin, los "pobres", "pecadores" y "pequeños" por los que tiene Jesús especial dedicación son aquellos que de una u otra manera sufrían una marginación funcional, económica y/o religiosa, y que equivalía a estar fuera de la sociedad.
A éstos, Jesús les dedica tiempo e intimidad: come con ellos, les da confianza, los reconcilia, comparte con ellos la presencia de Dios. De ahí se comprende el escándalo que causa en algunos (cf. Mt 11,19). Estas actitudes de Jesús simbolizan para El la participación en el Reino que anuncia, una convivencia escatológica; no son el resultado simplemente de su conflicto con los fariseos y los letrados. Se trata de algo pretendido por El mismo, y en continuidad con la propuesta que hacía Juan Bautista, de que la llegada del Reino se muestra en los "signos" de los cojos, ciegos, sordos, leprosos y muertos sanados, y de los pobres "a quienes se anuncia el Reino de Dios" (cf. Mt 11,4). A eso mismo se refería Jesús en la Sinagoga de Nazareth cuando se aplicaba a Sí mismo el texto de Isaías (61,1) sobre el "año de gracia de Yahweh", que resumía toda la lucha de Israel por la justicia social.
De esa manera se puede entender la insistente invitación que hacía Jesús a los pecadores para que participaran en el "banquete del Reino". "Come con los pecadores", fué, por ello, considerado un "escándalo" por muchos de sus contemporáneos ([21]). A eso también había sido enviado para todos sin excepción -afirmaba-: "no a llamar a los justos sino a los pecadores" (Mc 2,17; cf. 1 Tm 1,15). Se trata de reiterar la llamada a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino ([22]).
Ahora bien, este reiterado llamado a la conversión nacía y consistía -explicaba Jesús- en la misericordia sin límites que tiene el Padre hacia los pecadores (cf. Lc 15,11-32) y que se convierte en su inmensa alegría cuando un pecador regresa (cf. Lc 15,7). La prueba mayor de la misericordia del Padre y de su especial deseo por la conversión del pecador hacia El habría de consistir en entregar a Jesús en sacrificio, "para la remisión de los pecados" (Mt 26,28).

Jesús, así mismo, señalaba la universalidad del amor como una postura capaz de eliminar las diferencias entre los hombres. El mismo superó los círculos estrechos más cercanos, los de su propia familia (cf. Mt 12,46). Era precisamente en el marco de las diferencias, de las desigualdades y aún de la ausencia de amor en donde debía situarse la oferta de salvación para todos.
Incluso el tema de la riqueza/pobreza es considerado por El en ese mismo contexto: Jesús no condena la riqueza ni exalta la pobreza en bienes materiales o no materiales por sí mismas; cuando trata el asunto las correlaciona, señalando no sólo que una y otra existen al mismo tiempo, sino que los efectos que producen son el fruto de su relación; es decir, hay empobrecidos porque hay ricos (cf. Lc 6,20-26). Por eso, el pobre no es sólo el que no tiene, sino el que es víctima del acaparamiento que ejerce quien sí tiene. Por eso, cuando el Padre se muestra Defensor del maltratado a través de su misericordia, revela su justicia. Tal es la relación entre pobreza y justicia. Se trata de devolverle al pobre lo que le ha sido arrebatado ([23]).
En este sentido deberían entenderse también las prescripciones vigentes del Código ya que éste es el sentido propio de las leyes "eclesiásticas". Se ha de aplicar, en particular, con relación al concepto de "ratio peccati" que es fundamental, como sabemos, para todo el Libro VII (cf. c. 1401ss) ([24]), que se inicia con el siguiente texto (c. 1401.1): "Son objeto de juicio: 1o. La reclamación y reivindicación de derechos de personas físicas o jurídicas o la declaración de hechos jurídicos; 2o. los delitos, por lo que se refiere a infligir o declarar una pena" ([25]).
Así, pues, la justicia de Dios que el Reino aporta es la defensa y la protección del pobre. A sus raíces ya nos hemos referido antes (pp. 138s).
Resumamos entonces estos asuntos indicando cómo el Reino de Dios tiene una dimensión fundamental e insustituible que es su historicidad; sin embargo, no se lo puede identificar simplemente con la historia (Puebla 787 y 183). El Reino, igualmente, tiene que ver con las posibilidades reales que ofrezca el progreso terreno, pero tampoco el Reino es equivalente a ellas: "La dignidad personal del hombre, y la tutela de sus derechos inalienables, la promoción de su liberación integral en lo terreno y en lo trascendente" (ib. 475: cf. c. 747.2: "quatenus personae humanae iura fundamentalia aut animarum salus id exigant") son necesarias, pero no son sino "condicionamientos" culturales e históricos para la acogida, implantación y desarrollo del Reino.
Por su parte, Jesús es el comienzo pero al mismo tiempo la coronación del Reino (ib. 197); la Iglesia, a su vez, durante su vida peregrinante, aun cuando tiene una íntima relación con el Reino de Dios (ib. 226, 228, 229) es trascendida por él (ib. 226) porque ella no es aún lo que está llamada a ser (ib. 231).
Conforme a estas exigencias es perentoria para la Iglesia la necesidad de sacar consecuencias concretas y normativas, en el sentido más exacto de la expresión, de este proyecto de Jesús para nuestra situación actual y para su Derecho canónico, pues El mismo señalaba -como recién hemos visto- cómo no era posible la realización del Reino si no se pasaba por la actuación efectiva de la "pobreza" (austeridad, uso y comunicación de todos los bienes) y de la "justicia" (dignidad humana, opción por el pobre, respeto a la libertad y responsabilidad del hombre, participación activa en todas las esferas de su vida social, económica y política...). Y así aparece, en efecto, en la actual normativa canónica: "Ecclesiae competit..., quatenus personae humanae iura fundamentalia aut animarum salus id exigant" (c. 747.2) ([26]).

e. Jesús y la ley de Israel.

En coherencia con la relación que mantenía Jesús con su Padre y con su Reino, en varias ocasiones, y muy expresamente al comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hizo una advertencia solemne: que interpretaba la ley de la primera Alianza, sellada con Israel por Dios en el Sinaí, a la luz del "principio", es decir, del querer original de Dios, y de su reafirmación y de la gracia propia de la nueva Alianza (cf. Mt 5,17-19.27-28; Mc 7,18-21).
Para el canonista se trata de un tema de la mayor importancia por cuanto, por una parte, El mismo Jesús declaró sujetarse a dicha ley, cumpliéndola en su totalidad: Afirmó de sí mismo, en efecto, haberlo hecho así (cf. Jn 8,46), cosa que los demás judíos confiesan no haber podido cumplir en esa forma (cf. Jn 7,19; He 15,10) y que, en consecuencia, al haber fallado en un solo precepto se habían hecho reos de toda la ley (cf. St 2,10; Ga 3,10; 5,3). Como Rabí (cf. Jn 11,28; 3,2; etc.) Jesús argumentó con frecuencia, así mismo, dentro del marco de la interpretación rabínica de la ley (cf. Mt 12,5; 9,12; etc.).
Pero no dejó de llamar la atención, igualmente, el hecho de que, al mismo tiempo, chocara con los otros doctores de la ley al "enseñar como quien tiene autoridad, y no como los escribas" (Mt 7,28-29). En el mismo contexto del Sermón de la Montaña al que nos hemos referido Jesús insistió en la exposición del plan del Reino de Dios con relación a la sexualidad y al matrimonio, dentro del contexto teológico del Antiguo Testamento que veía en una y otro el fundamento, el principio y el criterio para la socialidad humana (cf. p. 139).
Jesús no sustituyó simplemente unas normas por otras. Quería sobre todo insistir en una nueva concepción de libertad en la que la comunidad experimenta una superior exigencia de la ley. Esta libertad nueva se expresa máximamente en el amor, pero su realización no es fruto del esfuerzo solamente humano, sino don de Dios. Por eso la libertad en el amor requiere la ayuda de la gracia (Mc 10,27; Mt 19,11) ([27]).
La invitación que en el Sermón hace Jesús a la perfección del Padre, a la radicalidad del amor y a las exigencias propias de las Bienaventuranzas, superan toda la ley. En sí mismas no son "legalizables" ([28]), manifiestan un ideal inalcanzable que sobrepasa todo esfuerzo humano cambiando incluso el sentido de la historia ([29]).
Todo lo anterior nos permite concluir entonces que en el punto referente a la relación de Jesús con la ley El no se ubicó, en cuanto tenía que ver con la justicia, caridad y pobreza inherente a su ejercicio, en el sentido de su abolición (cf. Mt 5,17) sino de su plenificación con respecto al ser del hombre. En ello consiste el seguimiento de Jesús (cf. Mt 19,6-12.21.23-29), pues el hombre tiene la posibilidad de lograr la plenitud de sí mismo cuando todo lo ve y lo vive a la luz de Dios, o como lo expresaba el mismo Jesús, lo prefiere a El respecto a todo y respecto a todos, y por lo tanto, cuando acepta su propuesta a "renunciar a todos los bienes" (cf. Lc 14,33; Mc 8,35). Así expuesta, se entiende por qué esta actitud es, por tanto, obligatoria para cualquiera que pretenda ser su discípulo ("obligatione quoque tenentur" -recordémoslo- dice el c. 222.2), y fuera ejemplificada por el mismo Jesús con la viuda que dió todo lo que tenía para vivir (cf. Lc 21,4). Es por ésto que el c. 222.2 debe ser entendido, precisamente, como ley para la Iglesia, y que en ese sentido deba ser interpretado también el concepto "precepto" que en ese parágrafo del Código se contiene, haciendo, de esa manera, la voluntad del Padre celeste (7,21).
A partir de estos hechos podemos entender el por qué de la radicalidad con la Jesús expresa que: "si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras... también el Hijo del Hombre se avergonzará de El en la gloria de su Padre" (Mc 8,38). Y de aquí mismo se desprende cómo para el hombre, Jesús es objeto definitivo de la opción fundamental que orienta y decide su existencia. El camino del seguimiento de Jesús no es optativo, exige una respuesta humana. Pero el hacerlo no es cuestión de aceptaciones simplemente teóricas de unos contenidos de fe, sino de conducir una conducta que frente al prójimo, y en especial frente al pobre, llega en su compromiso, incluso hasta ser "perseguido por Su causa" (Mt 5,11; Mc 10,29). De este hecho, recordémoslo, la Constitución LG (n. 42b) se hizo eco: Es también exigencia para la misión de la Iglesia (cf. c. 216) el testimonio del amor ante todos, especialmente ante los perseguidores, en razón de la confesión de Jesucristo y del seguimiento que debe hacer de El. El c. 217 lo reafirma igualmente, cuando exige a todos los fieles llevar en todo y hasta las últimas consecuencias "una vida congruente con el Evangelio" (cf. cc. 225.1-2; 229.1= los laicos y la "defensa del Evangelio"; el depósito de la fe, derecho y deber originario para la Iglesia toda, con sus implicaciones en el orden de los principios morales= c. 747.1-2; cf. p. 389).
El programa de vida que Jesús propone es fruto de su conciencia escatológica del Reino ya presente pero que aún no ha llegado a su plenitud. Dicho programa de vida consiste en una exigencia mayor por la justicia como forma de realizar esa realidad escatológica del Reino. Se exige, pues, un cambio no meramente cuantitativo -simplemente producir más normas-, sino cualitativo, el del seguimiento de Jesús, el de la opción por la soberanía de Dios y por su Reinado: en ello consiste la novedad de su Ley. La santidad no consistirá especialmente en un obrar obligatorio por parte del hombre, sino en que sea el hombre que Dios quiere (cf. c. 210). Con esto que estamos diciendo -insistimos- estamos yendo más allá de lo que cualquier proyecto antropológico o cualquier proyecto humanista intrahistórico e inmanente, inclusive en el campo del Derecho, pudiera llegar a afirmar: estamos realizando, precisamente, el punto clave y central que, como vimos en los capítulos I y II de nuestra Tesis, reclamaba el Vaticano II al señalar las exigencias requeridas para la renovación de la Teología, en especial de la Moral y del Derecho canónico (cf. pp. 7; 30). El punto de partida del obrar humano es el amor de Dios. Pero ello fundamenta y engloba las posibilidades de programas concretos que Jesús no formula y que son el resultado de la decisión activa y concreta del hombre hasta el final de los tiempos. El Código canónico, recoge estos elementos y los sintetiza en el c. 575: "Los consejos evangélicos, fundados en la doctrina y ejemplo de Cristo Maestro, son un don divino que la Iglesia ha recibido del Señor y conserva siempre con su gracia" (cf. también cc. 573 y 574; cf. p. 246).
Es entonces en la línea del seguimiento como se exige entonces el ejercicio del razonamiento moral y jurídico. Igual que el amor, que como ya hemos advertido no puede "positivizarse" en una ley cualquiera, el seguimiento es la alta motivación y la fuente de la normatividad canónica (elemento "pre-jurídico"), pues la presencia del Reino hace que la utopía sea para el creyente una promesa real de paulatina realización ([30]).
Es cierto, efectivamente, que el anuncio del Reino de Dios no contiene programas políticos y sociales directos y concretos; sin embargo, sus exigencias radicales suponen, por una parte, actitudes morales fundamentales muy ajenas a una metafísica abstracta, y por el contrario, sí muy coherentes con Dios y con el prójimo. Suponen, por otra parte, que al interior de la comunidad, y en las relaciones de ésta con el mundo, se constituyan unas estructuras e instituciones de orden y normatividad que favorezcan la realización de la santidad y la ejecución de la justicia. Y estas exigencias son claves al momento de comprender y de explicar lo que es y ha de ser la juridicidad de la Iglesia.
Jesús subraya que su Ley se centra en el amor a Dios y al prójimo, como fruto de la misericordia y de la justicia de Dios. El núcleo de ese proceso es el corazón y la interioridad del hombre, de ahí que denunciara y atacara la mentalidad farisaica que había reducido la ley a su cumplimiento superficial basado en preceptos puramente formalistas y externos.
Muy reveladora al efecto fué su polémica con relación al Sábado (cf. Mc 2,27-28): el hombre no está hecho "para el sábado", sino exactamente al revés. Este criterio marcará, como veremos más adelante, toda la perspectiva antropológica, moral y jurídica que pueden deducirse de esta actitud de Jesús.
Ahora bien: A propósito del c. 222.2 es valiosa, igualmente, la indicación de la estructura global del Evangelio de S. Mateo. Éste se articula en siete secciones, y, dentro de ellas, como vimos al desarrollar la exposición sobre el Sermón de la Montaña -p. 138s-, la comprendida por los capítulos 5-7 afirma un mensaje universal de amor. En cambio, la sección comprendida por los capítulos 25-27 recogen ese mismo mensaje pero bajo la forma de un "juicio", abriéndose el panorama y el alcance, en esa forma, de esta reflexión a todo el Derecho canónico: La "ley", que es central en dichos capítulos 5-7, tiene su referente decisivo en la sanción final de los capítulos 25-27.
En efecto, este "juicio" que Jesús proclama, en la línea del Abba y de su Reino, es el juicio de un Reino escatológico, en el que la humanidad es juzgada por su caridad, por el modo en que ha vivido la caridad, como expresión de la ayuda gratuita y salvadora ofrecida por ese Abba a todos los hombres. Son seis las "obras de misericordia" allí mencionadas: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar cobijo al que no tiene techo, vestir al desnudo, cuidar al enfermo, visitar al preso.
En el texto mateano que consideramos estas "obras de misericordia" tienen como destinatario, una vez más, al empobrecido, están dirigidas al "pobre". El pobre es en ellas su objeto, así como en el Sermón del Monte los pobres eran su sujeto. Pero, por la forma como Jesús "bendice" y luego "maldice", lo que se hace es presentar unas situaciones centrales, reales y concretas de empobrecimiento, que luego son interpretadas de una manera mística: son las situaciones del mismo Jesús, Jesús se identifica con quienes viven esas situaciones. Pero a ellos, en este lugar de Mt, no se los denomina "pobres", sino los "más pequeños" (elajistoi). E interesante es observar que tales "obras de misericordia" corresponden a lo que hoy denominamos los "derechos humanos fundamentales", a saber, el derecho al alimento, a la vivienda, a la patria, al vestido, a la salud y a la libertad. Una enumeración que se repite casi exactamente en dos formas, una afirmativa, y otra negativa como para subrayar que "los pobres" son, pues, los desposeídos de alguno de esos derechos elementales o de todos ellos. A esos pobres en concreto se refiere, pues, el c. 222.2 y, como ya hemos señalado, también el c. 747.2 (cf. p. 159s).
Concluimos, así, este aparte, señalando cómo estos criterios "meta-jurídicos" son criterios de orden ciertos y obligatorios para la Iglesia cuando ella misma trata de comprender y de explicar el conjunto y a cada una de sus "reglas" (canones) de su cuerpo u ordenamiento legislativo. Pues, ciertamente, auncuando en la práctica se trata de "positivizar", como ya hemos dicho, unos valores mediante un proceso de "juridificación axiológica" -y en eso comparte las características del hecho jurídico humano-, será muy diferente inclusive el concepto de "ley" que se tenga y se maneje si en verdad los criterios señalados son operativos condicionando y dirigiendo la producción de derecho, y en vistas a su ejercicio, o, incluso, de su abrogación. Las actitudes de Jesús frente a la Ley son para la Iglesia, sin duda alguna, una "norma normans" "pre jurídica" y "meta jurídica" -como hemos insistido- que procede de la fe en El y que caracterizará "cualitativamente" los numerosos y diversos carismas, el ordenamiento de la Iglesia y sus Instituciones propias (sacramentos, virtudes teologales...; etc.) ([31]).

f. Jesús y el Templo.

Cuando leemos los escritos de la Ley y de los Profetas encontramos hasta qué punto la justicia es un tema indisolublemente religioso y social: El santo es el justo y la iniquidad es el pecado (cf. p. 324ss).
En Jesús no sólo se mantiene sino que se enfatiza este punto. La dimensión comunitaria de la historia humana conforme al Reinado de Dios queda especialmente de manifiesto con la relación que Jesús tuvo con el templo.
En efecto, para los israelitas el templo había llegado a significar lo que antes significaba el arca de la alianza, la presencia de Yahweh en medio de su pueblo. En el templo, desde la época de los reyes, llegó a desarrollarse todo el culto y el ceremonial para Dios. Después del exilio y con la aparición de la sinagoga y del sábado se fueron precisando las condiciones para que el culto fuera más auténtico, en razón de su coherencia con la vida personal; misión en la que actuaron insistentemente los profetas de esa época.
Para el tiempo de Jesús, por las construcciones aledañas que se habían fabricado junto al templo para los sacerdotes que allí desempeñaban sus funciones, y especialmente por las riquezas que llegó a almacenar, obtuvo grandes privilegios, e, inclusive, llegó a ser para grupos nacionalistas el símbolo de la unidad y de la libertad política de Israel así como de su superioridad religiosa, sentidos éstos que no son desconocidos por Jesús según nos narran los evangelios (cf. Jn 4,20-24).
Para Jesús el templo representaba un lugar privilegiado para el encuentro con Dios, "la casa de su Padre", "la casa de oración". Por eso se indigna cuando lo ve convertido en un mercado (cf. Mt 21,13) ([32]).
El alcance teológico del episodio nos revela, sin embargo, otros elementos muy importantes referentes a la justicia como característica del culto propio de los hombres nuevos que construyen un Templo universal:
En contraste con el significado nacional que poseía el viejo templo, centro de unidad y de identidad, hasta cuyo atrio, separado por niveles podían sólo llegarse los gentiles para el comercio y el cambio de moneda, Jesús proclama la llegada de un nuevo Templo, la "casa de su Padre", obra de Dios mismo. Cuando Jesús expulsa a los mercaderes admira su autoridad y se ponen de relieve los oráculos mencionados relativos a la destrucción del templo. Pero las palabras que acompañan ese gesto, tomadas de las profecías de Isaías (56,7: "Mi casa será casa de oración para todos los pueblos") y de Jeremías (7,11: "¿Creéis que este templo que lleva mi nombre es cueva de ladrones?") apuntan a una perspectiva de universalidad, es decir, de apertura de la comunidad para los extranjeros, y a una denuncia de un culto mentiroso a Dios que no considera que se basa en las injusticias realizadas. Para Jesús, entonces, el culto de los hombres nuevos, implica la apertura universal de la caridad y ser expresión de la práctica de la justicia entre los hombres. No hay lugar para separaciones que enfrenten sin posibilidad de reconciliación a lo "sagrado" con lo "profano". Sin justicia y caridad no hay culto auténtico. Es un sentido radical y escatológico, concreción de las exigencias del Reino y de las relaciones entre Dios y sus hijos. Hablar entonces del templo, en este contexto, es evocar esas dimensiones de universalidad, de sinceridad y de justicia, que deben caracterizar el seguimiento de Jesús y la urgencia de que ello se realice por el camino de la opción por los pobres ([33]) como signo de la bondad de Dios y del Reino anunciado por Jesús, como hemos señalado previamente, y ello es, una vez más, criterio fundamental para la producción y el ejercicio del Derecho en la Iglesia.


g. El conflicto de Jesús con sus contemporáneos, su pasión y su muerte.

La centralidad y radicalidad con que Jesús amaba a su Padre entregándose por completo al Reino y a la justicia del Reino de Dios, se muestran ostensibles, como hemos visto, en la actitud que asumió con relación a la ley y al templo, y llegaron a ser motivos que indujeron a los contemporáneos de Jesús a entrar en conflicto con El, particularmente a las autoridades religiosas. El problema fué aún más grave cuando Jesús asumió un lenguaje y unas actitudes enfáticas y sin atenuaciones respecto a la "redención de los pecados". Jesús, sin embargo, aceptó y asumió esa situación (cf. Lc 20,17-18).
Ya hemos encontrado que Jesús comía con los publicanos y con los pecadores (cf. Lc 5,30); pero debe decirse también que comía igualmente con los fariseos, quienes precisamente se escandalizaban de lo anterior (cf. Lc 7,36; 11,37; 14,1). Siguiendo esa misma línea de conducta, alguna vez propuso una parábola contra algunos que "se tenían por justos pero despreciaban a los demás" (Lc 18,9); así también, llegó a afirmar que "no había venido a llamar a la conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5,32); y que era verdadera "ceguera" pretender no tener necesidad de salvación quien en realidad no puede desconocer o negar el alcance real y universal del pecado (cf. Jn 8,33-36; 9,40-41).
Escandalizaba Jesús a los pusilánimes cuando identificó su conducta hacia los pecadores con la actitud misericordiosa de Dios mismo (cf. Mt 9,13), y cuando, ante las autoridades de Israel, perdonó los pecados -como igual a Dios- (cf. Mc 2,7; Jn 5,18; 10,33; 17,6.26). La misericordia de Jesús con los pecadores y con los débiles (cf. Lc15,1-2.7.10) y su ternura con los humildes y los pobres, mientras que los ricos y orgullosos que disfrutan son severamente tratados (cf. Lc 1,52-53; 6,20-26; 12,13-21; 14,7-11; 16,15.19-31; 18,9-14), muestran reiteradamente bien el perfil psicológico religioso de Jesús, al que, por otra parte, Lucas gusta resaltar. Y junto con esas cualidades, el desprendimiento (14,25-34), el abandono de las riquezas (6,34s), la gratitud y la alegría (2,14; 5,26; 10,17; 13,17; 18,43; etc.).
Insistiendo en esa misma línea de radicalidad, Jesús expresó de diversas maneras una exigencia absoluta, que sigue disonando aún hoy en día: "El que no está conmigo está contra mí" (Mt 12,30); señaló igualmente que él "es más que Jonás... más que Salomón" (Mt 12,41-42), "más que el Templo" (Mt 12,6); y que David lo llama "Mesías" y "Señor" (cf. Mt 12,36-37).
Se "entiende" por ello, por qué Jesús pidió a esas autoridades creer en El (cf. Jn 10,36-38), aunque tuvieran que renunciar a mucho, aunque tuvieran que llegar a "convertirse".
Pero esas autoridades, algunas por "ignorancia" (cf. Lc 23,24; He 3,17-18), otras por "endurecimiento" (Mc 3,5) e "incredulidad", estimaron que Jesús merecía la muerte como "blasfemo" (cf. Mc 3,6; Mt 26,64-66).
Por todo ésto, no deja menos de llamar la atención la entrega de Jesús, con todo su ser, a la humanidad; entrega que caracterizó su caridad afectiva y efectiva, de donación y de comunicación, por los hombres. En efecto, Jesús participó en todas las necesidades de los hombres mediante formas de servicio concreto y movidas por un amor infinito. Como ya hemos dicho, compartió el amor del Padre por los pecadores, los enfermos, los empobrecidos, los niños, las mujeres, los marginados..., hasta entregar su propia vida por todos.
Una vez más, resalta cómo este comportamiento de Jesús es criterio para la vida del fiel cristiano. Ya hemos expresado (p. 158) cómo el seguimiento de Jesús implica de tal forma la radicalidad de la fe, que siendo el don de la vida fundamental, derecho humano primordial a exigir y obligación principal a defender, se convierte en "medio" para dar testimonio de la fe cristiana en el martirio; y no sólo hay que entenderlo en el sentido de ese momento máximo de la entrega de la vida en manos de los perseguidores, sino ciertamente, a lo largo de toda una existencia caracterizada por el seguimiento de Jesús en la realización de las normas contenidas en el Código canónico. Y, a quien ésto realiza, sin duda puede llegarle a ocurrir lo otro, y, por eso, debe no sólo tratar de comprenderlo ([34]).
La muerte violenta de Jesús no fué fruto del azar de una desgraciada configuración de circunstancias. Pero tampoco quienes entregaron a Jesús (He 3,13) fueron ejecutores meramente pasivos del drama: cada uno de ellos, consciente o menos conscientemente, participó libremente en el desarrollo del mismo.
Los evangelios manifiestan cómo Jesús asumió un sentido para su vida que caracterizó todo su obrar en solidaridad completa con los hombres, camino que lo expondría a la muerte y hasta llegar a expresar ese cierto "alejamiento" de Dios que solemos los hombres manifestar diciendo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34).
Los relatos evangélicos convergen al señalar cómo la pretensión de Jesús, que lo había caracterizado toda su vida y que había llegado a generar tal oposición contra El hasta llegar a la violencia, fué, precisamente, la que, en definitiva, desencadenó los acontecimientos.
La muerte de Jesús fué debida a una condena. El conflicto que se había ido incrementando con las autoridades del pueblo tipificó el delito de blasfemia, delito religioso, pero que, dadas las circunstancias, y a que no tenía connotaciones para los romanos, debía ser deferido a lo político (es lo que trata de señalar Lc 22,66-71; 23,1-5). La acusación política servía de excusa para desprestigiar la interpelación religiosa que significaba Jesús.
Por su parte, Jesús era consciente de que sus propias actuaciones, sus palabras, toda su vida, las había hecho expresión de su opción personal y de su respuesta al Reino, las había puesto, como hemos ya dicho, en orientación con relación a su Padre: era El quien daba sentido a su existencia, entonces, incluso, a su muerte: Cuando ya nada tenía, El mismo se pone a disposición del Reino. El "fracaso" de su vida, tenía sentido, lo había puesto también al servicio del Reino de Dios, de su Padre ([35]).
La Cruz no tenía, pues, el significado de pura sumisión que se vería premiada con una nueva vida. Era en realidad la consecuencia de su obrar y el desenlace de una conflictividad que, a sabiendas, Jesús había asumido.
Pero, igualmente, su significación llegaba a ser lo que había sido siempre la vida de Jesús, la denuncia de la injusticia y la propuesta de una solidaridad semejante a la de Dios con el dolor del mundo y de la no indiferencia frente al sufrimiento y a toda especie de limitación humana.
Los discípulos, incluso, "huyeron todos" (Mc 14,50). En el momento de la muerte, unas cuantas mujeres lo miraban, apenas, desde lejos (Mc 15,40). "La fe" que ellos y ellas habían puesto en Jesús había sido "refutada" por su vergonzosa muerte. Para ellos, en esos momentos, se trataba de la refutación de la pretensión que Jesús había querido dar a su vida, y un "Mesías" fracasado... era ¡inconcebible!
Tales eran, nada menos, las condiciones relativas al desenlace de Jesús antes de la Pascua, en las que puede considerarse el testimonio de "fe de Jesús" para el hombre de hoy, como búsqueda de sentido total para la existencia humana. Una búsqueda que supone superar crisis y aquellos momentos de situaciones límite que hacen difícil encontrar un sentido. Esa confianza de Jesús en Dios posibilita en ese momento de su soledad y abandono la solidaridad máxima con el hombre. Esta situación nos conduce a subrayar cómo ya que toda la Vida de Cristo viene a tener su desenlace en el momento culminante de la Cruz, ésta resume y explica los diversos momentos previos, en los que Jesús iba descubriendo su vocación e identidad, su compromiso con el Reino y su opción por los pobres. Los teólogos contemporáneos suelen desarrollar ampliamente este punto ([36]), porque este aspecto teológico de la "ausencia de Dios" en Jesús tiene que ver, como hemos dicho, con el sentido profundo de la existencia humana.
También el CIC hace referencia a este aspecto del sentido de la existencia en varios lugares, especialmente, por ejemplo, cuando habla de que a los enfermos graves se los ha de "encomendar al Señor doliente y glorificado" (cf. St 5,14-16; c. 998), tarea de fortalecimiento que se le encomienda especialmente al párroco (c. 529.1); o también cuando le encarga el cuidado de los "solos y de quienes sufren especiales dificultades" en la vida (c. 529.1). ([37]). Ahora bien: este aspecto tan sumamente relevante no puede ser ajeno en la interpretación del parágrafo segundo del c. 222 en donde se ordena a todos los fieles cristianos "compartir sus propios bienes con los pobres".

h. La resurrección de Jesús.


El hecho de la resurrección de Jesús se inserta en la Tradición viva de la Iglesia de la que dan testimonio Pedro, los otros Diez, Pablo, Matías y otros más, quienes aseguraron que el que había muerto ahora está resucitado.
Se trató para ellos, sin duda, de un hecho histórico -esa relación con el Resucitado- que los afectó profunda y radicalmente. "La fe" de los Apóstoles en Jesús -como hemos advertido- había sido sometida a prueba nada menos que por el "fracaso" de la pretensión de Jesús, por su pasión, pero sobre todo por su muerte en la Cruz.
La resurrección, vista desde la perspectiva narrativa, nos permite deducir entonces unas líneas generales que se desprenden para la vida del hombre:
Primeramente, como suceso único y singular, la resurrección tiene un valor integral para la historia humana, porque ella le cambia su camino y su sentido en un nivel de totalidad cuyo horizonte es Dios. La realidad ya plenificada del Resucitado es la meta definitiva pero, al mismo tiempo, presente y actuante en la historia gracias a la promesa y a la fe radical que se exige al hombre. La fe es respuesta aún cuando el hombre dude. Esta fe es el fundamento de su esperanza que lo compromete y cuya marca se imprime en el modo concreto de obrar impidiéndole mantener una neutralidad injusta e inhumana. Con la resurrección de Jesús, en otros términos, la escatología ha irrumpido en la historia y toda ella ha quedado condicionada y orientada hacia el futuro del hombre, comprometiendo su fe y su esperanza. Con relación a Jesús, su vida histórica ha llegado a la plenitud, confirmándose así el Designio del Padre y la realización de su Reino. Pero, más aún, ha sido hecha "norma" en los valores y en las actitudes que El vivió, porque su vida fué el testimonio fidedigno del auténtico proyecto de Dios respecto del hombre y de la victoria de Dios logrado con la cooperación libre y responsable del Hombre que se ha comprometido hasta el final por el amor y por la justicia del Reino. Desde ese momento queda confiado a la Iglesia no sólo el anuncio de ese acontecimiento, sino la tarea esforzada de hacer realidad la esperanza que contiene en sí misma la resurrección y los valores que encarna: la solidaridad, el servicio, la paz, la justicia, la comunión, la participación...
Para nosotros, canonistas, esta percepción de la resurrección condiciona también la creación y la realización del Derecho en la Iglesia. Cuando está de por medio la justicia en la caridad, no se puede mantener una neutralidad y una imparcialidad que sostienen una situación anticristiana por inauténtica. Es entonces misión del Derecho restaurar la justicia y restablecer la caridad en las relaciones de igualdad (c. 208) y de comunión (c. 209.1) entre los fieles, y la tarea de cuantos estudian, explican o ejercen esta tarea necesaria en la vida de la comunidad, deben saber que "están administrando una justicia muy alta" (Z. Grocholewski), la que se origina, nada menos, que en el Misterio Pascual de Cristo, cuyas exigencias hemos podido explorar ([38]).



2. Elementos de cristología sistemática.

Por cristología sistemática entendemos la explicación e interpretación "descendente" de los núcleos centrales de la Historia de la Salvación cuya cumbre es la realidad de la encarnación del Verbo, la cual engloba también su muerte, su resurrección y su parusía. Esta teología sistemática nos conduce a examinar en la perspectiva de la reflexión creyente las dimensiones de la kénosis, encarnación, resurrección y recapitulación de Jesucristo como elementos inseparables de la búsqueda del Jesús histórico. La reflexión teológica, sea que empezara por uno u otro elemento, no quedaría completa sin el otro, y, sobre todo, no expresaría la fe de la Iglesia definida ya desde el Concilio de Calcedonia (a. 451).

a. La resurrección:
Dimensión gloriosa de Jesucristo y principio histórico de su misterio.

La resurrección de Jesús es el acontecimiento que permite reasumir su vida y su muerte en el sentido más auténtico y definitivo. Ella es la última palabra, que reafirma y confirma la decisión y orientación que El quiso darle a su vida, a su lucha y a su pretensión. Sólo ella eliminó aquella ambigüedad que permitía atribuir que era en su persona en quien se deciden para el hombre salvación y juicio. Ella fué la realización plena del hombre utópico -del proyecto humano- que Jesús proclamaba. Ella, la llegada irrevocable del Reino que había anunciado. Ella, la respuesta autoritativa que el Padre dió a Jesús, a su confianza, a su vida toda. Por eso mismo, Jesús es el Nuevo Adán, el Adán definitivo, la realización genuina de la "imagen de Dios" ([39]).
La resurrección es entonces el Acontecimiento: se ha realizado en Cristo, pero a él están llamados a participar también todos los hombres. La resurrección, desde este punto de vista, es la presencia de la escatología en la historia humana, o viceversa, la abertura de la historia a la escatología.
El temor a la muerte hace al hombre solidario con el mal y arroja al hombre al cumplimiento de la "ley" (cf. nota 179) como vía para escapar de esa esclavitud. El "pecado" ([40]) es una fuerza interior del hombre y expresa esa solidaridad del hombre con el mal. El "pecado" es distinto de nuestras limitaciones humanas, que inclinan a él y a los pecados personales concretos.
Lo que realiza la resurrección es la liberación y el rompimiento de la solidaridad con el pecado. Es la existencia de la gracia en nosotros, de la reconciliación del hombre con su Horizonte. Por tanto, la certidumbre de que vale la pena construir. Todo ello fué expresado por Pablo con la expresión "justificación" (cf. Rm 4,25; etc.).
Pero, por otra parte, la resurrección es un don de Dios: el acceso a Dios gracias al Hijo-hombre. Las formas "religiosas", son ambivalentemente la expresión del esfuerzo y de la astucia del hombre por acceder a Dios y ganarse su benevolencia. En ello se distinguen la una de las otras. Para Pablo, igualmente, existe una distancia enorme entre ellas. Sólo la resurrección de Cristo de entre los muertos permite al hombre llegar a la vida plena. De ahí que el creyente anticipa su resurrección cuando es testigo de Cristo Resucitado y vive los frutos del Espíritu Santo. Ese es el sentido de la expresión "Cristo, don salvífico" ([41]).
Para el Derecho canónico debemos advertir la resonancia grande y particular que tiene el Acontecimiento, pues con él se ha insertado la escatología en la historia y el Reino apunta ya hacia su realización plena: las leyes canónicas expresan esa saludable tensión entre el presente de la Iglesia y el futuro de su cumplimiento y acabamiento final; pero, así mismo, ese carácter de relatividad y de perfectibilidad que acompaña a todas sus instituciones no puede opacar la exigencia de historicidad que deriva de la misma resurrección. Este principio implica que el Derecho canónico, como expresión del ámbito jurídico que caracteriza a la existencia humana y particularmente a la existencia cristiana, debe asumir también las exigencias concretas que suscitan los problemas específicos de los fieles en la Iglesia y sus relaciones, por ejemplo, con los Estados o con otro tipo de Institucionalidades, respondiendo adecuadamente a ellos, e incluso precisándoles diversas funciones y ministerios apropiados ([42]).

El título de Hijo del Hombre, conexo con el de "ungido", para nosotros, canonistas, posee particular significación. Con este título Jesús se designa a sí mismo (cf. Mt 16,23) al acoger la confesión de fe hecha por Pedro en El, a quien, simultáneamente, le aclaraba y anunciaba que eso llegaría a ser ("ungido"/ Hijo del Hombre) en razón de su próxima pasión. Entonces quedó bien claro el auténtico sentido de su realeza mesiánica en la identidad trascendente del Hijo del Hombre "que ha bajado del cielo" (Jn 3,13; cf. 6,62; Dn 7,13), al mismo tiempo que su misión redentora como Siervo sufriente: "El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20,28; cf. Is 53,10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19,19-22; Lc 23,39-43). Y la resurrección, como hemos dicho antes, es la confirmación del Padre de que, en efecto, ese es el camino para ser discípulo del Mesías. En eso, precisamente, consistió el anuncio solemne de Pedro: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificásteis" (He 2,36). ([43]).
El Hijo del Hombre es, al mismo tiempo, hombre y juez, según la teología apocalíptica vétero-testamentaria. Ese título evoca, en consecuencia, el final de los tiempos y el proceso al que será sometida toda vida humana según el modelo de plenificación logrado en Jesús. Es una promesa, pero lleva consigo una exigencia: llevar una vida conforme con la salvación.

Este título relativo a la realeza de Jesús tiene una importante consecuencia en orden al ejercicio y sobre todo a la aplicación del Derecho canónico por parte de quienes desempeñan un oficio eclesiástico ([44]) y la autoridad pastoral ([45]) en la Iglesia, por cuanto éstos deben ser desempeñados, según el criterio y el ejemplo señalados por Cristo Rey: el mutuo servicio característico de los cristianos, como subrayará S. Pablo (Ef 6,21). Sin duda, la regulación y reglamentación de este servicio muestra una vez más que el Derecho es necesario e indispensable para la vida de la Iglesia, pero, así mismo, que el Derecho ha de ser el ejercicio de una "justicia informada por la caridad".
Por su parte, el título de Señor (Kyrios y Yahweh) merece una atención especial, ya que, como hemos resaltado oportunamente (pp. 106ss), en el c. 222.2 se encuentra la expresión "precepto del Señor". Nos interesa, por tanto, descubrir el valor de esa expresión desde su misma fundamentación.
En la traducción griega de los libros del AT, Kyrios fué el término empleado para expresar el inefable nombre de Yahweh, con el que Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3,14). Con el tiempo se convirtió en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. También el NT emplea "Señor" en un sentido fuerte para referirse al Padre; pero lo emplea, igualmente, para designar a Jesús, reconociéndolo Dios (cf. 1 Co 2,8).
Auncuando quedan testimonios en los evangelios de que así lo llamaron durante su vida terrena (cf. Mt 8,2; 14,30; 15,22; etc.) e inclusive en la mañana de la resurrección (cf. Jn 20,28), el término asumió una connotación de amor y de afecto en la fe en el Resucitado propia de la tradición cristiana (cf. Jn 21,7).
Con el título de Señor querían confesar esos primeros cristianos el poder, honor y gloria propios de Dios Padre y de los que participa entonces Jesús (cf. Rm 9,5; 2,13; Ap 5,13) porque "El es de condición divina" (Flp 2,6) y el Padre lo ha exaltado resucitándolo (cf. Rm 10,9; 1 Co 12,3; Flp 2,11).
El, igualmente, es Señor sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 5,1-10; 11,25; 22,20).
Ahora bien, la manera de ser Jesús "Señor" nos dice una palabra sobre cómo la justicia de Dios se hace justicia nuestra. Nos refiere a la exigencia de realización de la justicia simultáneamente en una dimensión material histórica y en otra dimensión escatológica, que enfatiza sus realizaciones parciales. Jesús, Señor, llena de sentido absoluto las esperanzas y la tarea humana. Es por eso la seguridad y el fundamento del cumplimiento de la promesa, pero, al mismo tiempo, la razón y el acicate para el compromiso del hombre en la construcción del mundo.
Jesús no ha perdido vigencia para la historia. Aunque su señorío no es intramundano, no está "fuera de la historia". Su señorío relativiza, entonces, cualquier otro señorío con el carácter escatológico que le es propio. El cristiano debe ser un hombre al servicio de los demás, pero sin reclamar ningún poder por ser cristiano. Así mismo ha de ocurrir para la Iglesia en su conjunto y también cuando se considera la distinción e integración entre la potestad de orden y la potestad de régimen. El esquema del mundo, en consecuencia, no puede ser sociológicamente "piramidal" excluyente, sino horizontal, pues la Iglesia se fundamenta en la igualdad y ésta en la participación en una misma fe, un sólo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre ([46]).
Existe, pues, una relación muy estrecha, en razón del Señorío de Cristo, entre la vida del cristiano, el culto que ha de celebrar y la exigencia canónica del c. 222.2. En efecto, la celebración litúrgica es un acto de Iglesia por excelencia. En ella el señorío de Cristo y del Espíritu se hace presente, y, como ya lo hemos advertido al referirnos a la relación de Jesús con el templo (p. 164), se convierte en instancia crítica de la efectividad de la vida comunitaria en la que se viven en todas sus consecuencias las exigencias del seguimiento del Señor. La relación del cristiano con Dios se ubica, entonces también, en la celebración litúrgica, en la línea del acceso a Dios y de su gloria.
Con relación al c. 222.2, además, se puede ver cómo nuestra participación en Jesús constituído Señor y Mesías consiste en asumir la posibilidad real de construir la historia como la efectiva llegada de la filiación y de la fraternidad que resumen las categorías de la libertad ([47]), la igualdad ([48]) y el amor y la justicia ([49]). La exigencia que de ello deriva consiste en transformar el hombre y el mundo en una historia de filiación, en la que se hagan posibles la justicia y la libertad en medio de la esperanza y del riesgo de la fe que lleva consigo el hacer nuestra la pretensión y el modo de vida de Jesús.
Podemos decir, pues, que si bien Jesús murió por la justicia, en un total abandono y carencia, pero movido por la máxima caridad, y que tales actitudes las dejó como legado a la humanidad toda, Su resurrección, al ser denuncia de toda injusticia, confirmó que la verdadera y mayor riqueza consiste en poner totalmente la confianza en Dios, y que sólo un amor como el suyo merece ser creído. Lo cual lleva consigo la lucha contra todo aquello que desdignifica al hombre, contribuyendo a la desarmonía de él mismo y a los conflictos en la sociedad. A este punto de partida de la fe cristiana que es la resurrección, en razón de estas consecuencias tan importantes, bien lo podemos denominar entonces "principio histórico". Pareciera que de ella se desprenden unas soluciones idealistas y una utopía no posible y sin fundamento para quienes no miran las cosas desde la perspectiva de Dios, que da la fe; pero, por el contrario, buscar la justicia en este mundo desde la perspectiva de la fe es garantizar la justicia plena en la otra vida.
Así mismo, la liberación de la muerte no se realiza mecánica y automáticamente, como si ya estuviera previamente asegurada. Por el contrario, implica responsabilidad y el esfuerzo de cada hombre. Su realización, sin embargo, queda en manos de Dios, que la concede como don de su amor. Es, al mismo tiempo, promesa y exigencia.
Igualmente, el "Mesías" sufriente y glorioso es el Hombre nuevo que llena la esperanza humana. Cuenta con el esfuerzo del hombre, y del cual pedirá cuentas, especialmente en cuanto tiene que ver con los gestos y con las acciones concretas de justicia, amor y pobreza, cada una de ellas signos escatológicos de la plena "justicia del Reino".
Por último, la expresión "Señor" referida a Jesús, tiene para el cristiano una connotación de esperanza. El es siempre "El que viene". Pero se trata también de una esperanza activa, que lo compromete a trabajar por construir un mundo en el que efectivamente se vivan las exigencias de la fraternidad, a través del servicio humilde que ha de caracterizar, especialmente, a quienes tienen autoridad. El título principal y esencial del cristiano es el de "hijo"; todos los otros ( el famoso "para vosotros" de Agustín, por ejemplo, o el de "vicario" -que es "quien hace las veces de"- del Mesías, ejercidos por quienes tienen a su cargo la autoridad pastoral en la Iglesia) son ciertamente funcionales y constitutivos de la comunidad de "hijos-hermanos".
De este "principio histórico" o de resurrección podemos sacar algunas conclusiones de relevancia para el orden jurídico canónico:
Una primera consecuencia consiste en que la muerte-resurrección de Jesús revela fidedignamente quién es el hombre y cómo el hombre se hace hombre según Dios: Si bien tendremos que volver luego sobre este aspecto más ampliamente, bien podemos decir, desde la perspectiva de la resurrección, que el hacerse del hombre, en su conciencia, consiste en tratar de acabar con el mal existente en sí mismo y en su contexto histórico, particularmente con las esclavitudes y con la "muerte eterna", la mayor contradicción con su dinámica humana. Para el creyente, ese proceso se remonta también y radicalmente al bautismo que lo introduce en el proceso permanente mediante el cual el hombre muere y resucita para vivir como Jesús. El Espíritu del Resucitado será esa capacidad que Dios da al cristiano para llegar a ser lo que debe ser. De ahí la importancia que tiene el paralelo que hemos presentado entre los cc. 98 y 210 (pp. 90-91).
La segunda conclusión tiene que ver con que a cada hombre ha sido entregada ya la ciudad futura de la que ha sido destinado a ser señor. Se enfatiza así su condición de caminante hacia Dios y de urgido en su compromiso frente a todo lo que signifique esclavitud y muerte. Este criterio permite enfatizar la importancia que tienen los requisito "pre jurídicas" que estipulan el Derecho de la Iglesia y que, en particular, contextualizan al c. 222.2. En efecto, el cristiano es descrito como el hombre que camina hacia el Hombre perfecto, el nuevo Adán, el Mesías, el Señor. El Resucitado anticipa la plena realidad humana como signo de la nueva creación. Por eso se puede denominar a Jesús, "signo del Reino presente y futuro". En cuanto al hombre, ello significa que "ya-no es- como Adán", puesto que ha recibido el Espíritu; pero "todavía-no es- el segundo Adán", porque apenas va en camino hacia El. En consecuencia, la justicia futura está en profunda relación de dependencia con la justicia presente y ésta es anticipo de aquélla, y el Derecho de la Iglesia debe ser nítida muestra de esta condición ("ya, pero todavía no").
Una tercera conclusión nos indica que la exigencia religiosa de "ser perfectos como el Padre" (Mt 5,48) vale también para la noción de "ley" eclesiástica a la que nos hemos referido (p. 168ss). El carácter divino del hombre formaba parte de la conciencia de Jesús que, como hemos advertido, veía todo en la perspectiva del Reino de Dios, su Padre. Pero también es consecuencia de la visión que nos da la resurrección de Jesús a la que cada hombre está destinado a participar como su destino.
La cuarta tiene que ver con las mediaciones entre Dios y el hombre: como decíamos, salvo la de Jesús, todas las demás quedan superadas, siendo su valor solamente servir de modelos imperfectos al ser incapaces de conducir al hombre a Dios. La historia, a partir del Resucitado, ha sido "cristofinalizada": ella es el lugar del encuentro del hombre con Dios, en donde Dios revela el misterio de su persona. A este Dios a quien se encuentra y quien se revela a través de la justicia interhumana, en gestos concretos hacia los demás, en particular hacia los pobres, como señalaban los profetas, refiriéndose al culto, criticado por ellos en sus solas externalidades. Estos elementos tienen que ver necesariamente con lo que hemos señalado en las páginas anteriores con relación a la misión santificadora de la Iglesia, tal como ella ha sido hecha objeto, particularmente, del Libro IV del CIC.
Una quinta conclusión brota, en conjunción con la recapitulación, con el hombre considerado como "ser genérico", es decir, con su superación objetiva, gracias al establecimiento en la ciudad futura que buscamos de la participación de todos los hombres en la misma teleíosis (santidad) de Cristo como hijos de Dios. La historia humana, con sus resquebrajamientos y sus fisuras, trasluce la historia de la salvación. Esta, a su vez, la interpreta y la desmitifica, liberándola de toda divinización. Se trata del "llamamiento universal a la santidad", que ha sido canonizado (c. 210) y que es una realidad histórica del Reino, junto con la comunión eclesial. Participa así la juridicidad de la Iglesia de estas dos categorías claves de la historia de la salvación, la santidad y la comunión, con las que se resalta su carácter amplio de sacramentalidad (cf. cc. 129.1: la institución divina en la potestad de régimen o de jurisdicción; 145: la finalidad del oficio eclesiástico; y el c. 130, sobre el tema no menos delicado del fuero interno y externo). Gracias a la participación, a su modo, del Derecho en la historia de la salvación, posee entonces una función de anuncio de la salvación y de actualización de la salvación.
En sexto lugar, la liberación de la ley consiste en la armonía del hombre y de la comunidad. Se trata de un aporte bien significativo en orden a la creación de un ordenamiento jurídico, en razón de que el Cuerpo del Resucitado es el verdadero Templo, en el que tiene cabida toda la humanidad, sin sectarismos ni lucha entre opresores y oprimidos. La plena justicia será consecuencia de la resurrección en la tensión presente-futuro, y expresa explícitamente esos elementos de armonía y convocación universal, que son tarea, y al tiempo expresión, de la Iglesia.
Resumiendo, este principio histórico de la resurrección tiene, a nuestro juicio, dos muy especiales incidencias específicas sobre el ámbito canónico en lo referente a su juridificación axiológica: subraya, por una parte, la necesidad de mantener la comunión en la Iglesia propia de su carácter de comunión-templo; y, por otra, la tensión de la misma hacia el futuro, lo cual lleva consigo la caducidad y relatividad de las formas jurídicas institucionales, necesarias para mantener y desarrollar esa comunión ([50]).


b. La encarnación:
Dimensión humano-divina de Jesús y el principio revelatorio de su misterio.


La encarnación ([51]) inició el camino de la solidaridad del Hijo de Dios con los hombres que lo llevó inclusive a su Pasión y Muerte. Nunca un dogma de la fe había llegado a tener tal densidad de realidad. En Jesús se evidenció el amor benévolo del Padre que busca incansable y denodadamente la reconciliación del hombre: "que no se pierda ni uno sólo de sus pequeños" (Mt 18,14).
Para la Iglesia en este misterio se encuentra su punto de contacto con todo lo que significa y problematiza la "ley natural" y es clave para comprender ese "salto cualitativo" que representa la locución "imagen y semejanza de Dios" (Gn 1,26) en la dimensión de la sacramentalidad. Aun cuando sobre ello volveremos en el siguiente capítulo es necesario señalar aquí que Cristo es el "icono" del Dios invisible (cf. Col 1,15), y por ello, la creación del hombre sugiere anticipadamente la encarnación del Hijo. El hombre "imagen de Dios" para que Dios pueda llegar a ser Hombre. La creación es, pues, el inicio de la encarnación, y la antropología apunta hacia la cristología. Tal "imagen y semejanza" consiste, según los textos sapienciales, en participar de la naturaleza divina y, en especial de su inmortalidad (cf. Sb 2,22-23; 3,1; Eclo 17,1-4), cuyo carácter emancipatorio se revela dentro del contexto histórico-salvífico que hemos caracterizado en el pensamiento bíblico. Consideremos algunos rasgos:
La condición encarnatoria exige que se evite toda posibilidad de dualismo en la comprensión del hombre y de "su naturaleza", y, más bien, que se constate en él una realidad única y plural (como veremos al tratar de la antropología en el siguiente capítulo).
Exige, igualmente, comprender que Dios sembró en el interior del hombre el amor, que pertenece a la esencia divina, en razón de lo cual, el hombre no puede vivir encerrado sobre sí mismo ("macho y hembra los creó": Gn 1,27): se trata de un desdoblamiento de la paternidad-maternidad de Dios en el varón y en la mujer, que son una llamada a la comunidad plena y a la generatividad en la filiación. Ahora bien, ésa fué la humanidad en la que Jesús se encarnó. Más aún, esa fué la humanidad que fué creada a imagen de Dios en Jesucristo, Encarnado y Resucitado. Para nuestra Tesis, así como para toda la antropología, la moral y el Derecho canónico, este es el punto de mayor trascendencia, sobre el que tendremos que volver entonces más adelante.
Cristo, Palabra (Verbo) ([52]) es Dios que se dirige al hombre, es Dios que se da al hombre, amorosamente, exigentemente (cf. Jn 1,4.5.9: la "luz"). Esta Palabra, en un momento culminante de la historia "se hace carne" de nuestra propia historia en el hombre Jesús: Y por eso puede interpelar al hombre y a la realidad humana (cf. en el CIC el Libro III, Título I, en los cc. introductorios 756-761 y 768).
Esta Palabra, en su manera de hablar y de actuar terrena, en su vida y en su muerte, es un signo decisivo revelatorio de Dios para el mundo. Su obediencia en la Cruz proclama el señorío de Dios que se crea un espacio en la historia: el espacio del testimonio de la obediencia y del servicio en la entrega de Jesucristo y de la fe. Una vez más, la revelación que realiza la Palabra no es ni constituye una sobre-historia ni una historia especial aparte, como si se hubiera dado en una zona "extramuros", fuera de lo habitual, en una "zona sagrada"; todo lo contrario, la Palabra acaece con y dentro de la historia concreta y cotidiana (cf. DV 4, fuente de los cc. 747 y 748).
La Palabra es, finalmente, la filiación afiliante, y, por eso, fundamento del amor humano (cf. c. 1063,3). Hondas repercusiones tiene por ello en el ámbito canónico, que van desde la necesidad de anunciarla para la fe (c. 762; cf. c. 748.1), para la gloria de Dios (c. 768.1) y para iluminar todos los asuntos concernientes a la dignidad y libertad humana, al matrimonio, a la familia y a la sociedad (c. 768.2), y desde la necesidad de presentarla en una forma adaptada a los oyentes y a las exigencias de cada época (c. 769), hasta llegar a la regulación de todo el ministerio de la Palabra: de los Obispos y presbíteros (c. 757), de los miembros de los Institutos de vida consagrada (c. 758) y de los laicos (c. 759), porque el anuncio del Evangelio concierne a todos y está dirigido a todos los hombres (c. 762), como máximo ministerio del amor de Dios.
El Dios del Antiguo Testamento, que se había revelado particularmente como "misericordia" (cf. pp. 365ss), en el Nuevo es el Abba que se da Si mismo en la relación Padre-Hijo, estableciendo de esta manera un elemento básico del orden moral y jurídico: el amor como constitutivo de las relaciones e invitación al don total. Así, la encarnación del Hijo de Dios, la Palabra, que muestra la compasión y la misericordia firmes y constantes del Padre, señala a éstas como características del Derecho en la Iglesia y de su ejercicio en la administración de la justicia, acompañadas de una amorosa exigencia.
Jesucristo es denominado también el Hijo de Dios. El anuncio del Reino y las "señales" que lo acompañaban manifestaban que Jesús era el Mesías anunciado por los profetas (cf. Lc 7,18-23), que El era verdaderamente el enviado del Padre (cf. Jn 5,36; 10,25). Así lo comprendió también la comunidad cristiana primitiva. Los milagros venían a fortalecer su fe en Aquel que hace las obras de su Padre y que dan testimonio de que El es el Hijo de Dios.
En el NT la relación Padre-Hijo, aplicada a Dios y a Jesús, evoca sobre todo la total donación de Si, la exteriorización de Si, y la equiparación de Si. Jesús es el Hijo Unigénito porque no es una fragmentación de Dios, sino su donación total. Y es Hijo "sentado a la derecha del Padre" por que en El Dios Padre aspira a "engendrar" no una autoridad despótica y traumática que crea miedo a la libertad, sino una igualdad entre hermanos libres (cf. Ga 3,25-26; 4,1-7).
Otra consecuencia, también fundamental, y a la que hemos también hecho ya referencia, deriva igualmente de ser Jesús "Hijo de Dios": la fraternidad. Se trata del proyecto de Dios de unir a los hombres, no a la fuerza, sino gracias a la recapitulación o afiliación en su Hijo. Gracias a que Jesús es el Hijo de Dios, el hombre no es mera "pasión inútil", y su trascendencia no se realiza por apropiación del mismo hombre, sino por la entrega que de ella le hace Dios.
Así mismo, la obediencia "nueva" del Hijo manifiesta que los muchos momentos de muerte que existen en esta nuestra "hora del poder de las tinieblas" (Lc 22,53) pueden ser convertidos en nacimiento a la libertad que rescata al hombre del demonio de mil ídolos que se construye. Esta es la nueva justificación que obtiene el hombre, no por sus obras, sino por la "obediencia" de su fe en Jesucristo (cf. Ga 3,11; c. 212.1).
En resumen, el principio revelador-encarnatorio de la cristología nos manifiesta a Dios como comunicación, como amor y como entrega de Sí mismo, y a Jesucristo como Hombre y Dios, Reconciliador entre lo divino y lo humano. El hombre, a esta luz, es descubierto como un proyecto de hijo y de hermano.
Este criterio ha sido clave en la reforma del actual CIC. Asumiendo que este proyecto de hijo y de hermano hunde sus raíces en el viejo Pueblo de Israel pero que Dios como comunicación, amor y entrega de Si en su Hijo ha reconciliado a los hombres consigo mismo, el Concilio Vaticano II presentaba a la Iglesia como sacramento y como el nuevo Pueblo de Dios. Tales criterios modelan la estructura del Código presente, subrayando, como ya lo hemos descubierto desde el capítulo III de esta Tesis (pp. 89ss), que esta estructura se apoya sobre el fundamento del bautismo y origina unas relaciones entre los fieles cristianos en igual dignidad y misión (c. 204). Ahora bien: en el cumplimiento de los pasos iniciales de esta tarea a la que se refieren los cc. 786-787 sobre la actividad misional por medio de la cual se implanta la Iglesia en los pueblos y grupos en los que aún no está enraizada, se debe enfatizar la necesidad del testimonio de vida y de la palabra que en sinceridad y diálogo "abren los caminos para que los que no creen en Cristo puedan llegar a conocer el mensaje evangélico". Igual reciprocidad en relación con la "fraternidad" que se constituye subraya el c. 792, que muestra unos parámetros -a nuestro juicio- de profundidad, delicadeza y exigencia notables.
Por último, el problema de la trascendencia del hombre, que, como veremos, se refleja en la imposibilidad de la comunidad y de la libertad perfectas, no tiene respuesta si no se acepta que Jesús es realmente el Hijo de Dios en Quien se ha dado una respuesta histórica a dicho problema: se trata de su filiación, la cual no se realizó sino por la propia entrega de sí mismo. Al ser fundamento y fuente de amor y de sentido totales, la Palabra y el Hijo revelan no sólo la Justicia de Dios realizada en Jesús, sino la justicia realizada en nosotros como promesa, llamado y posibilidad real de alcanzarla a plenitud. Esta justicia definitiva ya realizada integra toda la obra de Cristo presente y futura, y ello nos remite a la recapitulación, sobre lo cual volveremos un poco más delante.


c. La kénosis en el misterio de Jesús: el principio de seguimiento


Los textos neotestamentarios enfatizan que desde la misma encarnación del Verbo hasta su muerte en la Cruz todo nos refiere a la kénosis del Cristo. La realidad de su anonadamiento voluntario, de la "condición de esclavo" (Flp 2,7) que asumió, nos conduce a constatar algunos puntos que desvelan cómo es hombre el Hijo de Dios (cf. nota 202) y cómo "habiéndose hecho pobre nos enriqueció con su pobreza" (2 Co 8,9).
Ahora bien, nos interesa afrontar en seguida cómo la redención nos viene, ante todo, por la sangre de su Cruz (cf. Ef 1,7; Col 1,13-14; 1 Pe 1,18-19). La vida del Jesús terreno nos permite recalcar las condiciones en las que esa redención se ha dado. La encarnación del Verbo se expresó en esas condiciones. En otros términos, la encarnación nos dice que Jesús no se hizo pobre porque murió, sino que murió porque, siendo rico, se había hecho pobre.
El texto del himno que encontramos en la carta a los Filipenses (2,6-11) ha sido estudiado profusamente; se ha considerado la existencia de un primitivo texto arameo del cual provendría el que conocemos, y se han hecho diversos comentarios hasta los tiempos recientes ([53]).
Se ha señalado que el texto en mención se fija particularmente en el carácter fructuoso que tiene la "doble" kénosis para Jesús mismo: se anonadó, por lo cual Dios lo exaltó. Ese movimiento de la solidaridad con nosotros del Mesías nos enriquece; su debilidad vence. La Cruz manifiesta y representa especialmente cuánto penetra el sufrimiento el corazón de Dios en la intimidad de su Hijo. El silencio de Dios que la acompaña pareciera dar certeza a la superioridad del mal sobre la fidelidad y entrega amorosa de Jesús a su Padre y a su Reino. Pero no sólo la cruz, sino toda su vida terrena. Y enriquece este mundo entero, incluso, nuestra propia historia que es inseparable en nuestra existencia concreta. Asume el Verbo la humanidad, no para destruirla -como hemos visto- sino para consagrarla y elevarla. Y en esa historia humana que ha asumido, en la que campeaba el pecado, ya éste, destruido por El, no puede tener cabida ni coexistir con El.
La vida y especialmente la Cruz de Cristo expresan, entonces, una forma de ser de cada cristiano en la Iglesia, por eso las relaciones que conforme a El se establecen no pueden ser sólo ni principalmente consigo mismo, sino con toda la realidad, y deberían expresar la participación del cristiano en la vida y pasión del Señor, como servicio que presta al dolor del mundo.
Así mismo, la fraternidad de Jesús queda enfatizada por la kénosis: se trata, en efecto, de una fraternidad hasta cierto punto diversa de la que nos hemos referido al hablar de la encarnación: no proviene de una común filiación, de una común imagen del Padre, de una fraternidad proveniente "de arriba", de "lo alto", sino, por el contrario, de abajo, de los bajos fondos, de los infiernos de la historia humana en cuanto historia de libertad, destino de culpa y dolor compartidos por el Hijo.
Este Hijo, hecho hombre, comparte el destino más trágico de esa humanidad que ha hecho suya, llegándose hasta los abismos de la caída y de la decadencia. Cargando con las culpas de toda la familia humana y como cabeza de ella, es paradigma de toda menesterosidad, incluida la de la lejanía de Dios (cf. lo dicho pp. 174).
De nuevo, el c. 222.2 no es extraño a estas indicaciones. Urge, en efecto, el compromiso de los fieles a trabajar por la "justicia social", y a seguir a Jesús "compartiendo sus bienes" con los menesterosos.
Estos aspectos nos exigen detenernos en la dimensión soteriológica de la kénosis, que no es menos evidente. La encarnación, la vida y especialmente la muerte de Jesús tenían un carácter redentor del pecado de los hombres: El sacrificio de la Cruz concluye el proceso de la redención definitiva de los hombres (cf. Jn 8,34-36; 1 Co 5,7) y gracias a él, sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11,25), los hombres han sido devueltos a la comunión con Dios y reconciliados con El (cf. Mt 26,28). Este sacrificio es único, porque sólo él da cumplimiento, perfecciona y sobrepasa todo otro culto y sacrificio (cf. Hb 10,10) humano y porque Dios mismo, el Padre (cf. Jn 4,10), el Hijo (cf. Jn 15,13) y el Espíritu Santo (cf. Hb 9,14) a través de él concede al hombre su benevolencia reconciliadora.
El Código canónico, a su turno, también se hace eco de este criterio, que es un criterio fundacional de la Iglesia. La identidad y misión de la Iglesia se articulan precisamente en función de la reconciliación de los hombres como proyecto de Dios. Las diversas instituciones que ella posee deben reflejarlo y contribuir a lograrlo; citemos de paso solamente, las acciones sacramental y judicial al interior de la Iglesia y la acción misional y la iluminación que ofrece al "mundo" de los diversos problemas humanos (cf. Libros III sobre la misión de enseñar de la Iglesia, IV sobre la misión de santificar y VII sobre los procesos), como expresiones de cómo la kénosis de Jesús fija unos criterios que son determinantes en orden a su identidad como comunión y a su misión de reconciliación ([54]).
De cuanto hemos dicho podemos sacar entonces algunas conclusiones:
Respecto a la persona de Jesús, se puede decir que su vida fué una vida plenamente humana sin dejar de ser el Señor. Su relación con el Abba no fué utilizada por él como privilegio ni para eliminar nada propio de la condición humana.
En relación con sus actitudes, descubrimos a un Jesús libre ante su misión, ante la sociedad, la falsa religiosidad, el poder, la fama y la muerte. A un hombre "de fe", que manifestaba una actitud filial y reverente, amorosa y confiada totalmente en su Padre, y que persevera en la misión de su Reino a pesar de los conflictos y es consecuente con él hasta el fin.
En cuanto a las relaciones entre Dios y el hombre, Jesús resalta una primacía de la libertad en las decisiones y una llamada a superar las esclavitudes de la historia con absoluta responsabilidad: una y otra son expresión de la autonomía humana. Jesús insiste, igualmente, en la necesidad de un "corazón limpio" y bueno, que manifiesta una actitud justa.
Por último, el mesianismo que muestra Jesús es el del "justo sufriente", es decir, que las promesas de justicia que Dios había hecho desde el Antiguo Testamento se cumplen pero de una manera bien peculiar: la Cruz aparece como el fracaso del Justo en manos de los injustos. Y Dios no interviene milagrosamente, ni de ninguna otra manera, para rescatarlo. La vida de Jesús, consecuente hasta el fin, proclama la victoria de la justicia y de los demás valores del Reino que Jesús encarnaba. No podía haber una mejor denuncia de la injusticia, ni una mejor motivación para combatirla. Cada uno debe empeñarse en ello, así sea difícil el trabajo por la liberación y por la justicia. Cierto, ellas han acontecido ya en Jesús, pero aún no se han realizado plenamente para la humanidad entera. Quien quiera seguir a Jesús, en consecuencia, tendrá que vivir esa tensión entre presente y futuro, entre el silencio de Dios y la presencia del Reino. Tal "utopía" es posible, porque la última palabra no la ha dado el silencio de la muerte, sino la resurrección de Jesús, a quien no abandonó definitivamente el Padre.
Para el Derecho canónico estos elementos normativos, así sean ellos "pre-jurídicos" y "meta-jurídicos", son sumamente importantes y definitivos: La libertad y la responsabilidad humanas son imprescindibles cuando se trata de construir la historia, también en las relaciones intraeclesiales. Los actos jurídicos de las personas naturales y jurídicas explicitan y exigen esa libertad y responsabilidad, ejercidas en un contexto histórico, e incluso en unas condiciones personales, complejas muchas veces, y cambiantes. La cristología da criterios para resolver situaciones en las que la comunión eclesial, por ejemplo, se pone en juego.
La vida y especialmente la Cruz de Cristo expresan una forma de ser y de obrar de cada cristiano en la Iglesia; por eso las relaciones que conforme a El se establecen no pueden ser sólo ni principalmente consigo mismo, sino con toda la realidad, y debería expresar la participación del cristiano en la vida y pasión del Señor, como servicio que presta al dolor del mundo. La exposición del c. 222.2 debe, en consecuencia, tenerlo en cuenta.
En efecto, ya que por la encarnación el Verbo se ha unido en cierto modo con cada hombre y con su kénosis nos ha mostrado el camino para llegar a Dios, no nos ha de extrañar el llamado que hace a sus discípulos a "tomar su Cruz y a seguirle" (cf. Mt 16,24; 1 Pe 2,21), ofreciéndoles la posibilidad de que se asocien a este misterio de su Pascua (cf. GS 22b). Por eso debemos considerar, para todos sus efectos, que también, en consecuencia, el seguimiento de Jesús por el camino de la Cruz es normativo para el cristiano.
Para nuestro c. 222.2, obviamente, estas conclusiones tienen que ver con la "justicia social" y con el "consejo evangélico de la pobreza" en todos los sentidos que hemos venido mencionando, de tal manera también estas "obligaciones" muestren el compromiso histórico del cristiano que confía su esperanza en la realización plena del Reino de Dios, del que tantos rasgos son ya manifiestos en la Iglesia peregrina, pero que exige siempre una contínua conversión a lo que el Espíritu le dice en cada momento.
Por otra parte, el cumplimiento perfecto de la ley -que hemos caracterizado en Jesús- no podía ser sino obra del mismo Dios, Legislador que nació sometido a la ley en la persona del Hijo (cf. Ga 4,4). En el Hijo del Hombre, la Ley no estaba grabada sobre piedra, sino en su corazón (cf. Jr 31,33), ya que él mismo es la Alianza del pueblo (cf. Is 42,6), asumió sobre sí mismo la "maldición de la ley" (Ga 3,13) y con su muerte remitió las transgresiones hechas de la primera Alianza (cf. Hb 9,15). Por eso este título también se ha de referir a la libertad y señorío de Cristo al ser confrontados con el cumplimiento de la ley por el Siervo, y la primera comunidad cristiana los propone para su "seguimiento" con la fórmula "estar en Cristo", fórmula equivalente a la "santidad" (cf. c. 210) que debe caracterizar la vida del cristiano. Por eso podemos afirmar que la actitud kenótica de Jesús es, quizás, la dimensión más relevante en orden a la vida moral del cristiano.
De otro lado, la comunidad cristiana desde los primeros tiempos entendió que fueron todos los hombres, con sus pecados, los verdaderos autores de la Pasión de Cristo, puesto que todo pecado afecta singularmente a Cristo; inclusive, consideran los cristianos que su responsabilidad es más grave, por cuanto exponen de nuevo a Jesús a la crucifixión y a la infamia pública, cuantas veces pecan.
Estos pecados de los hombres merecían, en consecuencia, la muerte. Pero al enviar el Padre a su Hijo en condición de "esclavo" -es decir, en la condición de la humanidad bajo el efecto del pecado- lo hizo pecado por los hombres, para que nosotros viniésemos a ser "justicia de Dios" en El (cf. 2 Co 5,21).
Al considerar la Pasión y Muerte de Jesús los primeros cristianos no podían menos de entender que el fracaso de la vida de Jesús, ese fracaso que El mismo había llegado a poner en las manos de su Padre, en el acto máximo de confianza suma de su muerte ("Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"), era el camino genuino que requería la entrega del Hijo-Siervo: "Aunque era Hijo aprendió, sufriendo, a obedecer" (He 5,8). Y por eso consideraron esa "obediencia" "norma"-carisma para dirigir sus vidas, hasta el punto de haberla hecho objeto de un "voto"-institución en la juridicidad de la vida eclesial.
Finalmente, Jesús de Nazareth, es, pues, el Pobre de Yahweh por excelencia, uno de los anawim de la tierra, con quienes vive en solidaridad y en fraternidad. Está en ellos, y ellos nos lo manifiestan y nos lo hacen presente como su sacramento. De ello deriva su carácter "normativo" para la fe y el comportamiento del cristiano, como nos lo vuelve a recordar el c. 222.2.
Podemos concluir estas reflexiones sobre la encarnación kenótica del Cristo reiterando que la aparente ausencia de Dios en Jesús nos subraya su carácter histórico, es decir, que Jesús, de un modo libre, asume y se somete a los condicionamientos propios de la historia humana, como crecimiento, esfuerzo, tarea, progreso, duda, conflicto y, como lo hemos advertido también, la manera pobre y humilde que sufre las consecuencias del pecado hasta la muerte. De ahí la máxima solidaridad de Dios con el hombre que se revela en la kénosis de Jesús. En ella radica, por lo mismo, su fecundidad, que quita todo engaño acerca de Dios y se presenta como posibilidad y futuro para el hombre. El Reino, por su parte, aparece como lo más valioso para el hombre pues funda su compromiso como seguidor de Jesús.
Esta dimensión kenótica subraya, pues, que la construcción y la autonomía de la historia es responsabilidad humana, y que la justicia como la fraternidad está en manos del hombre, hasta el punto de que Dios, como lo hizo con su Hijo, no interviene para eliminar el sufrimiento humano, sino que lo padece con el hombre, único responsable del mismo, pero que ha sido llamado a evitar ese dolor de Dios en el mundo. Como puede observarse, muy distintos serían los horizontes y los criterios de la economía y de la política si se comprendiera la necesidad de la solidaridad con el dolor humano, cuando tantos sufren en su dignidad humana. Por eso, el Derecho de la Iglesia debe expresar apropiadamente esta condición de la kénosis del Verbo encarnado, y ayudar a consolidarla en la formación de una comunidad de filiación y de fraternidad, cuyo fundamento es la revelación de Dios en Jesús, sirviendo también de ejemplar para las demás instituciones jurídicas humanas.
Esta condición kenótica de la encarnación ilumina en particular al Derecho penal canónico. En efecto, éste está orientado particularmente a la construcción de la comunión fraterna mediante la reconciliación de los fieles delincuentes con Dios y con sus hermanos. Mediante las medidas "coactivas" pretende también invitarlos a cesar en su contumacia (c. 1358.1) con la que se han opuesto, igualmente, a su propia santificación (c. 210) y salvación (c. 1752) ([55]).


d. La recapitulación:
El principio de universalidad del misterio de Cristo.

Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera y original. En sí mismo recapituló la larga historia de la humanidad (s. Ireneo) para devolver a todos los hombres la comunión con Dios.
La recapitulación (tema muy apreciado por s. Pablo, cf. Ef 1,10) es el cumplimiento trascendente tanto de la historia humana como del cosmos entero, de los que Cristo es Señor (cf. Ef 4,10; 1 Co 15,24.27-28), así como es también El Señor de la Iglesia (cf. Ef 1,22).
Este final de la historia ha comenzado ya, e, incluso, se está anticipando en todos los rasgos de santidad, verdadera, aunque todavía imperfecta. Espera, pues, su cumplimiento (cf. 1 Co 15,28); pero compromete el testimonio de los discípulos de Jesús (cf. He 1,8).
Durante esta espera, y la vigilancia que ella exige, no serán escasas las pruebas, y tampoco las persecuciones, por las que deberán pasar los creyentes de Jesús. A la Iglesia, de otra parte, no le espera un triunfo histórico (cf. Ap 13,8) en el cual se realiza el Reino de Dios; ni alcanzar un estadio del progreso creciente y sostenido; le espera, en realidad, la victoria definitiva de Dios sobre el mal, cualquiera que sea la forma bajo la que se exprese (cf. Ap 20,7-10; 21,2-4).
La recapitulación, por otra parte, marca la extensión del misterio de Cristo a la universalidad del cosmos, de la historia y de la Iglesia, porque, como hemos dicho, el es su Señor. Pues bien: Como hemos advertido anteriormente, una consecuencia, también fundamental, y que deriva igualmente de ser Jesús "Hijo de Dios" es la fraternidad. Se trata del proyecto de Dios de unir a los hombres, no a la fuerza, sino gracias a la dimensión recapituladora de la encarnación de su Hijo. Gracias a que Jesús es el Hijo de Dios, la trascendencia del hombre no se realiza por apropiación del mismo hombre, sino por la entrega que de ella le hace Dios. El pecado es origen de mucho dolor y, al mismo tiempo, como hemos mostrado, se trata de la ofensa mayor a Dios. Por eso tales ofensas, al hombre y especialmente a Dios, sólo podían ser reparadas gracias a la comunicación de Dios al hombre en Jesús. Así mismo, mirando desde la kénosis, la universalidad de Cristo nos permite revalorizar el dolor humano, el dolor del mundo como dolor de Cristo y dolor de Dios en Cristo (cf. Mt 25,31ss) ([56]).
De esta manera, la recapitulación también hace relación, evidentemente, con el "Cristo total" u "Hombre perfecto" del que habla s. Pablo (cf. Ef 4,13). El marca ya la realidad, como Cabeza que es de la Iglesia, "porción del mundo en la que el mundo cobra conciencia plena de la profundidad de lo que ya es...: Cuerpo del Resucitado" ([57]).
Ahora bien, como hemos podido ir observando, todos los temas y títulos de la cristología sistemática tienen que ver los unos con los otros: encarnación y recapitulación señalan una dinámica total y la valoración universal del hombre y del cosmos. La encarnación, por su parte, incluye en sí misma la kénosis, pero apunta, intrínsecamente a la Resurrección. Y, a su vez, toda esta realidad está marcada íntimamente por la kénosis, por cuanto la Cruz de Jesús es la Cruz de la realidad y, al mismo tiempo, del escondimiento de Dios en ella. Por lo mismo, enfatizamos, camino normativo para el cristiano ([58]).
En efecto, Jesús es denominado en los textos neotestamentarios, el Primogénito. Ya al referirnos a los títulos de Jesús como Mesías y Señor hacíamos referencia a cómo ellos enlazaban con la vida e historia humana de Jesús, al tiempo que apuntaban a la Humanidad nueva. Ello tiene dos consecuencias que ahora desvelamos: en primer término, que la historia se halla envuelta en el proyecto del Hombre Nuevo. Y, en segundo término, que la historia de la humanidad entera llegará a participar en la Humanidad Nueva del Resucitado. A una y otra cosa se refiere la expresión "Primogénito" que encontramos en textos del Nuevo Testamento (cf. Rm 8,29; Col 1,15-20; Ap 1,5).
Estos textos señalan cómo la intención del plan creador es "reproducir" la "imagen y semejanza de Dios" en el hombre, y, en cuanto a la Revelación, comunicarle todo aquello que es comunicable de Sí. Por eso se dirá no sólo que el Hijo es el Unigénito sino el Primogénito de Dios. El destino del hombre, en consecuencia, estará en línea tanto de la encarnación como de la resurrección de Jesús.
En efecto, la expresión del himno de la carta a los Colosenses insiste en la intención del plan creador y salvador de Dios Padre de hacer que su Hijo Primogénito comunique a todos su propio principio comunicador, les transfiera su filiación divina, haciéndolos hermanos entre sí; y en ello consiste principalmente la vocación del hombre.
El texto señala también que Cristo es el principio de la mediación entre el Padre y el hombre "creado a su imagen". Esa "imagen", sin duda alguna, es Cristo, meta del acto creador. La recapitulación nos dice, entonces, que la inserción total en Cristo es precisamente la meta histórica de todo ese proceso de creación y re-creación del hombre; ella es el término del "acabamiento" de la obra creadora: ser Cristo Cabeza de la Iglesia y de todo el universo. Jesucristo Reconciliador y Primogénito expresa fehacientemente el proyecto de Dios sobre el hombre-hermano con un destino final en Dios.
Así mismo, Jesús es el Recapitulador en quien encuentran cumplida realización la Reconciliación y la Plenitud. Más que frente a un "título" cristológico, nos encontramos ante la obra total de Cristo, o mejor, ante "la obra que Dios quiso llevar a cabo por medio de Cristo" (Ef 1,19): la obra definitiva, la obra "acabada" de la creación.
El término "recapitulador" expresa, igualmente, la personalidad corporativa de la Humanidad Nueva del Resucitado a la que hacen referencia los conceptos de "plenificación", "Cabeza", "paz", "misterio", etc., que caracterizan el texto del himno de la misma Carta ([59]).
Para el autor del himno, sin embargo, el punto central del mismo es la afirmación de la recapitulación de todo en Cristo.
Según el texto que comentamos de la carta a los Efesios, Cristo no es sólo la causa meritoria de la gracia, sino también la causa eficiente de la misma, porque la posee como principio universal de donación. Sus obras, en consecuencia, no son sólo suyas, sino suyas y de sus miembros ([60]).
En sintonía con esta visión, la Iglesia es Iglesia, precisamente como "porción cristificada de Cristo", como "communio fidelium" -cf. p. 220- y no, precisamente, por ser la afirmación de sí misma. La Iglesia es, en consecuencia, el anticipo del Cristo total, por cuanto ha recibido de manera explícita y consciente esa plenitud de Cristo. Y su misión consistirá en poner de relieve esa donación de la plenitud nueva que el mundo recibió en la encarnación y hacia la que camina en la resurrección y recapitulación.
Varias implicaciones tiene este criterio en orden a la juridicidad eclesial:
Este es, primeramente, el contenido del anuncio evangélico (c. 768) que tiene la Iglesia toda como tarea y misión fundamental. Así mismo, señala el horizonte y las líneas como se debe ejercer el derecho en la Iglesia, es decir, que la "salus animarum" es la "suprema lex" en la Iglesia (c. 1752).
El Derecho canónico también es expresión de la normativa convocatoria a la fraternidad universal y a que ella se realice en una forma histórica, que atiende y valora adecuadamente las realidades temporales en su diversidad y en su riqueza, en sus culturas, ritos y tradiciones ([61]); por eso ordena a todos los fieles cristianos trabajar incansablemente especialmente por la unidad entre los que creen en Cristo (cf. c. 755) así como por hacerse presente como "signo e instrumento de la unidad de todos los hombres" (LG 1) mediante el ejercicio de su acción misional (cf. c. 781).
Concluyendo, entonces, podemos decir que la consideración de Jesús como Primogénito nos condujo a establecer cómo en El se unifican creación y redención. Ello es particularmente importante al tratarse del contenido del c. 222.2, pues conforme a dicha unión y continuidad de una y otra, el cristiano puede afirmar que su percepción de fe nada añade, en el orden cuantitativo, a la creación, ya que la redención es la consumación del movimiento de la creación en el que estamos introducidos como momento único del plan de Dios que da consistencia a todas las cosas. Otra cosa es en el ámbito cualitativo de la experiencia de fe, según el cual la redención lo añade todo, pues el orden de consistencia de las cosas es imposible sin la redención "por la sangre de la Cruz" (Col 1,20).
Los efectos que ésto tiene para el orden del obrar moral-canónico son de suma importancia y relevancia. En efecto, -y para observar una implicación inmediata de la afirmación anterior- el himno de la carta a los Colosenses señala que Cristo es Cabeza de la Iglesia por ser Primogénito de la creación. Entonces, por ser la Iglesia continuación de su acción creadora respecto del universo, el universo, a su vez, es ya, de alguna manera, principio de la Iglesia y comienzo de ella. Pero, a su vez, la Iglesia posee una dinámica expansiva de abrazo y de comunicación con el mundo -que no ha de entenderse en el sentido de un dominio sobre el mundo, sino, más bien, de representación o de sustitución del mundo-; y la Iglesia puede ser considerada "la porción cristificada del mundo, lugar del mundo en el que éste toma conciencia de lo que realmente es" ([62]). De ahí, nuevamente, la afirmación del Código de la obligación de todos los fieles cristianos de buscar su propia santificación (c. 210).
Finalmente, al relacionar la cristología narrativa con la recapitulación podemos señalar algunas consecuencias morales y canónicas. De la cristología narrativa hemos afirmado que es criterio fundamental en orden a normatizar el seguimiento del discípulo de Jesús. La recapitulación, por su parte, señala que Jesús es, efectivamente, el camino indispensable que ha de recorrer el discípulo. Así, pues, Jesucristo es la más alta propuesta que se hace a la libertad humana pero ella lleva consigo el compromiso de asumir en todo un comportamiento que corresponda con la novedad de todas las exigencias del Reino, entre otras, la que prescribe el c. 222.2.


3. Conclusiones generales de la Cristología.

Como hemos visto, Jesús condujo su vida toda en función del Padre y, a partir de ello, en función de los hombres. El anuncio del "Reino de Dios y su justicia", hecho por medio de sus palabras y obras, manifestaron concretamente quién fué Jesús; pero especialmente lo mostró en su muerte y en su resurrección.
La pretensión de Jesús reveló una autoridad que brotaba de su particular relación con Dios. Esa misma pretensión descifró quién es el hombre y cuál es su dignidad según la vocación a la que Dios lo llama: la de la filiación de Dios.
Cuando Jesús realizó milagros quería subrayar la presencia y el empuje de ese Reino; cuando revalorizó la ley, señalaba la santidad de Dios como el término de la vocación del hombre; al referirse al templo, indicaba el camino y el signo de una humanidad transfigurada.
En Jesús se expresó también una visión muy original del hombre en cuanto a su ideal y a su deber-ser, especialmente también en lo que se refiere a su unidad psico-somática y social; con ello hizo el aporte a la historia humana de la escatología propia del Reino.
Urgió, él mismo, el seguimiento radical de Sí a sus discípulos, como llamamiento a decidirse por el Reino, Reino que se hacía presente en El ([63]).
En el fracaso de su muerte también Jesús dió testimonio de su pretensión al denunciar la oposición autónoma del hombre al plan de Dios; pero con su resurrección expresó la justicia plena de Dios realizada en El.
La resurrección de Jesús fué, en consecuencia, la muestra definitiva de la justicia de Dios realizada, que debería regir las relaciones interhumanas y a la communio fidelium (cf. p. 220) y que debería ser el elemento que proporcione el equilibrio a una realidad que es, al mismo tiempo, presente y futura.
Los gestos, las palabras y las acciones del Jesús histórico fueron, sin duda, elocuentes: el amor efectivo al prójimo, la necesidad de una "educación" para este amor, el aprecio por el valor de cada persona, el servicio al desarrollo y a la paz, la entrega de la propia vida, la celebración del misterio eucarístico..., destacan cómo la acción por la justicia es múltiple; y la austeridad y la disponibilidad para la comunicación de los bienes caracterizan concretamente la asunción de la pobreza. Justicia social y pobreza evangélica son, pues, expresiones de su compromiso, pues una y otra muestran el significado que Jesús le quiso dar a la propia vida. Pero al cristiano le corresponde descifrar ese actuar, y aplicar a su vida el resultado de su reflexión. De todo ello no se desprende propiamente un ethos preciso y único; pero sí explica la vida de Jesús y ello nos sirve como referente y como criterio de normatividad (norma normans de la vida moral) y como determinante "prejurídico" para el Derecho eclesial. Por eso afirmamos que de todos estos aspectos caracterizados en el Jesús de la historia derivan para el creyente actitudes morales y jurídicas más específicas, que tendrían él y la comunidad eclesial que discernir y aplicar a sus situaciones concretas.
Así mismo, a la luz de los elementos expuestos en la cristología sistemática podemos señalar también algunas consecuencias en orden al obrar cristiano en general, y al Derecho canónico en particular. Comencemos señalando las relaciones entre la escatología y la acción intrahistórica.
En la resurrección del Crucificado, Dios da al hombre lo utópico del hombre: el esfuerzo del hombre no es lo primero; lo primero es el don de Dios. Y ese don crea, junto con la llamada a hacer lo asequible al hombre, las posibilidades para lograrlo. Por eso, cuando nos refiramos en el siguiente capítulo a la "autotrascendencia" del hombre, no nos estaremos refiriendo a un hombre "constituído sólo para ser en sí" o que espera simplemente ser coronado por Dios gracias a su esfuerzo propio; pero sí a un hombre que se pone a disposición de Dios, que se coloca en el campo de la acción divina, "constituído para ser más allá de sí" e incluso "sobre sí mismo". La llamada, o la dinámica creadora del hombre, es el efecto de ese don y la otra cara del don. Existe una proporción entre ellas, pero en razón de un salto cualitativo. De esa manera se señalan pistas para la acción moral del cristiano, por ejemplo para su compromiso con la realidad temporal, que le ordena el c. 222.2.
Una segunda consecuencia tiene que ver con la esperanza en la liberación, cuyo fundamento es Cristo, que ha vencido el dominio del pecado y de la muerte. Esta esperanza no engaña ni decepciona, porque se funda sobre el amor de Dios por el hombre demostrado en la kénosis y en la resurrección del Hijo de entre los muertos, y por el don que nos han hecho de su Espíritu de Amor. Se trata de una certeza cuyo fundamento es el amor intenso de Dios por el hombre, que lo ama como Padre, y que cuya respuesta es la entrega filial y confiada del hombre a Dios, como la de Jesús. La del hombre ha de ser una respuesta total y confiada a esa dignación y a ese don de Dios; primero, con la conversión radical de su existencia, y ella tanto en el orden interior como en el de la acción; y luego, con una respuesta que incluye las obras mismas que realiza el hombre "justificado por Dios" bajo la guía interior del Espíritu. Por eso podemos afirmar la exigencia de simultaneidad entre el don de Dios y la acción del hombre ante la llamada de la gracia, que exige en el hombre el ejercicio activo de su libertad -como, por otra parte, lo requiere el CIC para todo acto jurídico, como veremos un poco más adelante- al recibir y acoger el don de la justificación ([64]).
Una tercera consecuencia, en línea con la anterior, tiene que ver con la Iglesia, comprendida como la "communio fidelium", que existe en la historia gracias a la respuesta de la fe y a la comunión fraterna en los sacramentos y en la disciplina (cf. Libro II, cc. introductorios), todo ello don de Dios. En particular ésta última, aunque generalmente se dirija a ordenar los actos externos del fiel cristiano, como en el caso de los actos propios de la potestad de régimen (cf. c. 130), no puede ser entendida como un cúmulo de exigencias sin el requisito de la decisión interior propia de la fe y de los sacramentos de la fe, o peor aún, contrarias a la fe y a la justicia imbuída por la caridad. El foro interno y el foro externo, aunque independientes, no deberían ser, por eso mismo, contradictorios. En razón de ellos y desde el punto de vista de la moralidad y de la juridicidad, se presume que los actos externos realizados representan y expresan la legítima intención de su actor (c. 124), como expresamente se menciona del matrimonio (c. 1101). En su fe, sabe el fiel cristiano que cuando realiza estos actos jurídicos no llena simplemente "un requisito más" ni otra "formalidad", sino que realiza, por lo menos, la sacramentalidad general de la Iglesia y la eficacia de gracia "ex opere operantis", cuando no, en el caso específico de los sacramentos, la eficacia "ex opere operato".
Ahora bien, el cristiano se sabe viviendo esta experiencia, de ser de acá y de allá, y la integra gracias a su fe en Cristo muerto y resucitado; pero la desarrolla en una esperanza marcada por el compromiso.
La "justicia social", la "comunicación de bienes", el "consejo evangélico de la pobreza" y la "opción preferencial por los pobres", en todos sus sentidos, quedan fundamentados en esos hechos del Jesús histórico y glorioso, para ser propuestos a los seguidores de Jesús y compendiados en el c. 222.2 en la forma de "obligaciones" que expresan el compromiso histórico que debería asumir el fiel cristiano que confía su esperanza en la realización plena del Reino de Dios como camino auténtico del seguimiento de Jesús.
Cuando está de por medio "la justicia en la caridad", expresión típica que empleamos para definir el Derecho canónico, no se pueden mantener una neutralidad y una imparcialidad que sostienen una situación que es inauténtica por ser anticristiana. Es misión del Derecho restaurar la justicia y restablecer la caridad en las relaciones entre los fieles; y en el ejercicio de su tarea por parte de cuantos estudian, explican, ejercen o aplican esta dimensión y actividad necesaria para la vida de la comunidad, deben saber, como ya lo hemos destacado, que están administrando una justicia muy alta.
Para terminar debemos entonces señalar que el modelo hermenéutico que hemos desarrollado en su primer momento cristológico, aplicándolo principalmente al c. 222.2, nos ha permitido mostrar, al menos de una manera sumaria, que cuando nos referimos al ámbito de la juridicidad eclesial no podemos eludir ni menospreciar una componente teológica que la caracteriza y determina desde su raíz. Se trata del factor cristológico, del orden de la fe, de naturaleza pre-jurídica y meta-jurídica y que la condiciona en su globalidad. Pues aunque la juridicidad es un hecho propiamente humano, no por ello es exclusivo de las conformaciones estatales e interestatales; por el contrario, se trata también de una característica que en la Iglesia, tal como ha sido querida por Jesucristo para su actual estado de peregrina en la historia, adquiere una fisonomía original y propia. Ahora bien, siendo que la Iglesia es incomprensible e inexistente sin Cristo (societas sui generis), en consecuencia todo lo que se refiere a Cristo tiene necesariamente que ver con la vida de la Iglesia y, en particular, con sus diversas instituciones, y ciertamente con las canónicas de una manera del todo propia ("sui juris") -como nos ha permitido revelarlo el c. 222.2-. La cristología es fundamento de las normas eclesiásticas. Será tarea de los Pastores y de los canonistas descubrir, precisar y desarrollar en cada caso tales relaciones, a fin de que las leyes eclesiásticas correspondan cada vez más al querer de Dios para cada momento de las comunidades cristianas, universal y local.
Así mismo, cada uno de los momentos de la cristología total es susceptible de demarcar a la experiencia jurídica, tanto a la intraeclesial propiamente como a la que regula sus del todo singulares relaciones con otras instituciones nacionales y/o políticas, unos parámetros y criterios concretos a los cuales la Iglesia debe ser fiel en razón de su origen y término en Jesucristo y de su vinculación vital y permanente con El. Dichos momentos cristológicos, siendo como hemos dicho anteriores -en su razón de ser, en importancia y en el tiempo- al Código y por señalarle un horizonte que lo supera y le marca su intencionalidad final, son, con todo, verdadera "norma" abierta pero sine qua non que se expresa, por medio de la Iglesia, en "normas" (reglas= cánones) particulares, de tal modo que éstas no pueden ser comprendidas plenamente mas que a su luz. Y todo ello sin dejar de desvirtuar el contenido y la modalidad prescriptiva y coactiva propios de los ordenamientos jurídicos (proposiciones de deber ser y de deber hacer).
Más precisamente, con relación al c. 222.2 en el que hemos querido aplicar preferentemente el modelo hermenéutico, son muchos los elementos cuya importancia hemos podido resaltar, pues la persona, el mensaje, la actividad y el misterio total de Jesús, el Señor, subrayan enfáticamente cómo la justicia social y la caridad están directamente vinculados con el Reino de Dios y su justicia, más aún, son expresión concreta e insustituible de las exigencias y de los compromisos que reivindica el Reino de Dios.
De esta manera, hemos ido desglosando una y otra a partir de los datos que nos ofrecían primero los textos sinópticos y los demás textos bíblicos y luego la reflexión sistemática, en tal forma que desentrañáramos los horizontes que plantean y las urgencias que hoy reclaman, siempre buscando mostrar que sin el "seguimiento" de este "precepto" del Señor no sólo se compromete imprudentemente la vocación a la santidad y la propia salvación, sino que con ello se está asestando un golpe injusto y falto de solidaridad a la existencia humana digna y fraterna, concebida como condición indispensable para la realización del Reino de Dios. De ahí el título que hemos escogido para denominar este capítulo: "El Reino de Dios y su justicia".
Por último se debe reconocer que los elementos cristológicos que fuimos exponiendo a lo largo del capítulo el CIC los suele recoger con expresiones como "inspirados en" o "promoción de" "el espíritu evangélico", u otras semejantes. En ellas se fundamenta también la necesidad de obtener un avance en la evolución de las leyes eclesiales universales y en sus aplicaciones históricas particularizadas a las múltiples y distintas comunidades eclesiales, proporcionándoles una serie de indicaciones o de líneas cristológicas, así como criterios antropológicos, morales y jurídicos, esbozados algunos ya en sus aspectos generales.
Pero en el caso del c. 222.2 debemos enfatizar su carácter de ápax literario, en el que el fundamento cristológico es expresamente declarado por la formulación querida por el Legislador, quien al referirse al núcleo ético prescrito por el c. 222.2 lo presenta como "precepto del Señor". Será tarea nuestra para los próximos capítulos, proseguir su explicitación, formulación y sistematización, de modo que se logren los últimos propósitos del modelo propuesto.
Los puntos antes desarrollados nos permiten proponer, entonces, la siguiente conclusión de orden canónico relativa al c. 222.2, extendible a todo el resto del Código, sumamente importante por la valoración canónica que lleva consigo:
Que si bien el c. 222.2 hace referencia y presupone la "naturaleza social del hombre", enfatiza esos mismos rasgos sociales, en razón de que -como lo veremos en el capítulo siguiente- en Jesucristo se realiza y se revela plenamente el proyecto de hombre. Desde este punto de vista, dicha "naturaleza social del hombre" viene a ser corroborada por aquel "primer grado" del ius divinum del que hemos hablado, y al que hace referencia T. I. Jiménez Urresti ([65]), y que sirve como fundamento de los grados sucesivos. En este sentido, la exposición que haremos en el capítulo siguiente será verdaderamente el desarrollo de este acerto de nuestra fe, en razón de que, precisamente, Jesucristo es "Dios y Hombre verdadero".



Notas

[1] Cf. R. SCHNACKENBURG: El mensaje moral del Nuevo Testamento. I. De Jesús a la Iglesia primitiva (Barcelona 1989) 27.
[2] Para el cristiano, sin duda, Jesucristo es mucho más que un hombre que influyó en la historia por su pensamiento, o incluso por su modo de conducirse. Jesús logró que una comunidad no sólo "le creyera" su mensaje, sino que llegara a "creer en él", con todo lo que ésto comporta de personal e intransferible.
Los relatos evangélicos acerca de Jesús, reiterémoslo, no son puros recuerdos y narraciones de lo que "el dijo e hizo", sino verdaderos testimonios de la fe de la comunidad primitiva. Y el verdadero interés que ellos tienen no consiste en contarnos su historia, sino en ser testimonios de la presencia de Jesús en medio de la comunidad y del efecto que dicha presencia tuvo en esa comunidad, en su predicación, en su liturgia, en su derecho. Podemos afirmar, inclusive, que fué la fe en Jesucristo, precisamente, la única huella histórica que dejó Jesús.
Al acercarnos hoy nosotros a El no podemos menospreciar el valor histórico que su persona tuvo para aquellos primeros cristianos y de lo cual los Evangelios son testimonio. Jesús no fué simplemente una invención, ni siquiera un mito. De El se debe afirmar su "contingencia histórica", su "desvalimiento y menesterosidad", características auténticas de un ser humano. Más aún, es precisamente este Jesús histórico la norma -al menos negativa- contra cualquier manipulación ideológica que se quisiera hacer de Cristo. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia no duda al mantener la afirmación de la fe de que en ese "hombre Jesús" actuaba la libertad de Dios, con lo cual el tiempo -nuestro tiempo- se llenó de Dios y de gracia (kairós).
De esta manera, no es posible separar los dos momentos, el de la existencia del Jesús histórico y el del anuncio de la fe en el Muerto Resucitado, sin inferir a la vida de la fe una herida mortal. El cristiano cree en el que vivió y murió como cualquier otro hombre; pero afirma, en la Tradición viva de la que forma parte y es mantenida por la acción de Dios mismo, la Resurrección de Ese que vivió y murió, como un acontecimiento totalmente nuevo y original que va más allá de su historicidad y que tiene repercusiones en el orden de la salvación.
[3] "Más que de la fe de Jesús, en oposición a una posible incredulidad, (la teología latinoamericana) está interesada en la historia de ese Jesús, pues en esa historia ve un paralelismo con la situación real del creyente": Jon Sobrino, o.c. nota 24 del capítulo 3, 75.
[4] Ibid. 1-34; 235-267, especialmente 266-267; J. Ignacio GONZALEZ FAUS: La humanidad nueva. Ensayo de Cristología (Santander 1984) 15-50 y 122; ídem: Acceso a Jesús (Salamanca 1979) 76-85.
[5] Se trata de un momento importante de nuestro análisis que subraya J. Sobrino: "El problema no consiste evidentemente en elegir o simplemente yuxtaponer o armonizar los diversos pasajes, sino en relacionarlos históricamente, es decir, en ver a Jesús en su proceso histórico de desarrollo y de cambio... Lo que hay que recobrar es la totalidad del Jesús histórico, que no es la suma de sus acciones y actitudes en cuanto aparecen organizadas en su historia": o.c. nota 24 del capítulo 3, 72.
[6] Por eso no es raro que, en continuidad con la experiencia vétero-testamentaria de esa misma fe, el Dios que Jesús revela sea el Dios siempre mayor, cuya realidad más profunda es la del amor. Es el Dios que crea (cf. Mc 10,6; 13,19), el soberano (cf. Mt 11,25s), con poder sobre la vida y sobre la muerte (cf. Mt 18,23-25), e incluso, para hacer que el hombre perezca en el infierno (cf. Mt 10,28). Por eso, su nombre debe ser respetado, no se debe jurar por él (cf. Mt 5,33-37; 23,16-22), y ante él, el hombre es un siervo (cf. Lc 17,7-10), incluso su esclavo (cf. Mt 6,24; Lc 16,13).
[7] Esta es la experiencia que se trasluce y acrecienta en Jesús desde su infancia: Dice el texto lucano que Jesús progresó "en sabiduría, en estatura y en gracia" (2,52), adquiriendo aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6,38; 8,27; Jn 11,34; etc.). Aprendió, por lo mismo, a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo aprendió de su Madre. Y lo aprendió en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazareth y en el Templo de Jerusalén.
Puede observarse entonces esa característica de novedad que hemos señalado, también con relación a la oración: la suya, desde niño (cf. Lc 2,49) era una oración filial, por medio de la cual aprendía el discernimiento, a descubrir en los acontecimientos cuál era la voluntad de Dios, cuál era su vocación.
Desde entonces Jesús oraba cotidiana, permanentemente, a su "Padre". Los evangelios muestran bien a las claras cómo la oración daba sentido a su vida y a su misión: Oró antes de los momentos decisivos de su misión: antes de su bautismo (cf. Lc 3,21), antes de su transfiguración (cf. Lc 9,28), y, especialmente, antes de su Pasión (cf. Lc 22,41-44). Oró también antes de la elección de los Doce (cf. Lc 6,12), y antes de la elección de Pedro (cf. Lc 9,18-20); aún para que la fe de éste no decayera (cf. Lc 22,32). Oraba frecuentemente, en la soledad de la montaña, con preferencia de noche (cf. Mc 1,35; 6,46; Lc 5,16).
[8] No se trata de resolver de un plumazo el problema de la autoconciencia de Jesús; pero lo cierto es que el apelativo de Abba que, según consta, Jesús empleaba frecuentemente, refleja su experiencia personal de Dios, y lo lleva a tomar conciencia de su filiación única y a actuar como el Hijo, lo cual implica una forma de verse a sí mismo por referencia a Dios. Tal toma de conciencia fué gradual desde su infancia hasta su muerte.
[9] Cf. J. Sobrino, o.c. nota 24 del capítulo 3, 123-151; J. I. González F.: La humanidad nueva..., o.c. nota 4 de este capítulo, 106-114.
[10] Cf. Puebla 226.
[11] No otra cosa se colige de su relación con el Abba. El "Reino" es "el Reino de Dios". No se puede anunciar un Reino sin Dios, ni un Dios sin Reino. Esta actitud de Jesús nos sirve ya como instancia crítica para juzgar aquella clase de antropologías a las que nos referíamos antes (pp. 9ss) que se reducen a su inmanencia y optan por cercenar cualquier posibilidad de trascendencia; pero, así mismo, para enjuiciar cualquier antropología que pretendiera anunciar una trascendencia humana que excluyera todo compromiso histórico, social, político. Sobre ello tendremos ocasión de volver ampliamente en el capítulo siguiente (pp. 226ss).
[12] Para formarse entonces un criterio acerca de cuál era la concepción del pueblo de Israel por aquella época respecto a la justicia puede mirarse el texto de Gerhard Von Rad en: Teología del Antiguo Testamento (Salamanca v. 1 1972, v. 2 1973) de donde entresacaremos unos mínimos elementos en el capítulo dedicado a la moral relativa a la justicia (p. 323ss).
[13] En el Sermón de la Montaña son parte primordial las "bienaventuranzas". Tópico tan primordial ameritó siempre en la tradición de la Iglesia diversos comentarios: S. León Magno, por ejemplo, en su Sermón "sobre las bienaventuranzas", del que queremos citar estas pocas líneas: "Esta paz no se logra ni con los lazos de la más íntima amistad ni con una profunda semejanza de carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. Una amistad fundada en deseos pecaminosos, en pactos que arrancan de la injusticia y en el acuerdo que parte de los vicios, nada tiene que ver con el logro de esta paz..." (95,8-9: PL 54, 465-466. El subrayado es nuestro). Cf. también la recopilación de textos de los Padres de la Iglesia que, sobre las Bienaventuranzas, hizo s. Tomás de Aquino: Catena Aurea (Taurini 1938 emmendatissima) v. 1, 69-142; y, en especial, sobre las dos Bienaventuranzas de la justicia en Mt vers. 4, (p. 73) y vers. 8, (pp. 75-76); y sobre la de la misericordia, vers. 5, (pp. 73-74)). Para una lectura latinoamericana de las Bienaventuranzas, cf. I. Ellacuría: "Iglesia de los pobres" en I. ELLACURIA - J. SOBRINO: Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación (Valladolid 1990) v. 2, 129-151.
Como decíamos oportunamente, es pista forzosa para conocer el pensamiento de Jesús respecto del obrar humano que quiera ser realizado conforme al proyecto que Dios ha hecho del hombre. Por ello requiere dicho Sermón una atención particular; lo haremos enseguida, aprovechándonos de los recursos que nos ofrece la teología bíblica, y en particular el estudio que sobre la materia realizó el R. P. Profesor Salvatore Alberto PANIMOLLE: "La struttura del discorso della montagna (Mt 5-7)" en Parole spirito e vita 16 (1986) 329-350.
Según este autor, los capítulos 5-7 del Evangelio según san Mateo poseen una típica forma literaria semítica, dotada con características estilísticas propias. No entramos a examinar todo el texto, del cual queremos obtener sólo una visión general de su conjunto, y que, como veremos, toca directamente con el propósito de nuestra obra.
En primer lugar debe observarse que el pasaje en mención posee no únicamente un comienzo (5,3) y un final (7,21) en los que se menciona el "Reino de los cielos", sino que este "Reino de los cielos" constituye el argumento principal de todo el que es considerado el sermón inaugural de la actividad didáctica y misional de Jesús. En este sermón pueden encontrarse no sólo la proclamación de la llegada del Reino sino también las condiciones indispensables para entrar en él. En efecto, la expresión inicial "de ellos es el reino de los cielos" (5,3) se corresponde perfectamente con la final "(aquel) entrará en el reino de los cielos" (7,21).
Un segundo punto que ha de observarse en el pasaje en mención es la locución "la ley y los profetas", que encontramos en 5,17 y en 7,12. Según el texto mateano -y ello es de suma importancia para nuestro tema-, la proclamación de la ley y de la justicia del reino de ninguna manera demerita ni quita fuerza al mensaje del Antiguo Testamento en su globalidad y especialmente con relación a la justicia, la caridad y la pobreza, sino que lo completa en la revelación del Evangelio, lo cual, como es obvio, tendrá importantes consecuencias para nuestra reflexión.
Ahora bien, la bienaventuranza sobre el hambre y la sed de justicia (5,6), que aparece en paralelo con la que se refiere a los perseguidos por causa de la justicia "porque de ellos es el reino de los cielos" (5,10), incluye sin duda la exhortación a "buscar ardientemente el reino de Dios y su justicia" (6,33). En consecuencia, la proclamación de la justicia del reino es, por eso mismo, uno de los temas dominantes en el conjunto. Más aún, la expresión "ser llamado el más pequeño en el reino de los cielos" (5,19s) señala, en la mentalidad semítica, la exclusión del reino. Con lo cual comprobamos una vez más que, tanto el tema del ingreso en el reino como la exclusión del reino, son relevantes a lo largo de todo el texto de Mt 5-7.
[14] Entrando en algunos detalles (cf. G. Kittel-G. Friedrich (ed.): Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids 1974 6a) art. dikaiosyne, v. II, 192-210) encontramos el texto pre-bautismal de Mt 3,15: éste indica que Jesús es "justo", y lo es en razón principalmente de sus obras rectas, agradables a Dios.
El término significa en otros textos un don que da Dios a quien lo desea, según las expresiones de Mt 5,6 y 6,33. Nuevamente en ellos aparece la conexión entre Dios-justicia-Reino: el Reino, como su justicia, son don gratuito de Dios.
Por otra parte, la conducta recta a los ojos de Dios, indica también el texto, lleva a la persecución (cf. Mt 5,10).
En cuanto a los textos de Marcos y de Lucas, van en el mismos sentido, salvo en Lucas cuando se encuentra el término en un ambiente propiamente litúrgico (cf. Lc 1,75). Este evangelio, a pesar de su expresión griega, conserva la identidad hebrea como veremos luego más ampliamente, es decir, el sentido de una justicia entendida como cumplimiento de la voluntad de Dios mediante una conducta agradable a él.
Podemos señalar también algunas actuaciones de Jesús narradas por los sinópticos sobre relaciones de justicia y a las que dedicaremos un párrafo especial: por ejemplo, frente al Templo (p. 163), frente al Estado y a su sostenimiento económico (cf.Mt 17,24-27; Lc 20,25); cuando sale en defensa de la mujer de Magdala ante Simón (Mt 26,10-13); cuando exige respeto por la Casa de Dios, recinto de oración (Mt 21,12-13); cuando urge el cumplimiento de diversas leyes pero mirando siempre y en primer lugar el bien del hombre por sobre la institución (Lc 11,42; Mt 12,1-14; especialmente p. 155)... En estas y otras formas Jesús muestra que la justicia abarca todas las relaciones del hombre, y que ella no consiste en un mero conformarse a formalismos de comportamiento ni a leyes puramente extrínsecas al hombre.
Otros temas relativos, que no desarrollamos en atención a la brevedad, hacen referencia a los anuncios mesiánicos y a la obra mesiánica, ambos explicitados por la expresión "Reino de Dios".
Por último, aparece de la misma manera, una dimensión escatológica de la justicia en Jesús: la justicia prometida como recompensa a la práctica de los mandamientos. Se trata de la aplicación del principio de retribución que a través de los siglos fué evolucionando y perfilándose que aparece en muy discretas referencias: la justicia por el cumplimiento de los "mandamientos" -tema sobre el que volveremos al referirnos a la Ley (pp. 155), pues recordemos una vez más que el c. 222.2 emplea la expresión "precepto del Señor"- conduce a la vida, mientras que la impiedad conduce a la muerte. Precisamente la aparición en tan pocos textos de esta mentalidad se debe a la característica propia de la religión nueva que se fundamenta en la salvación, don gratuito de Dios.
[15] Cf. G. Mattai en Diccionario Enciclopédico de Teología Moral (Madrid 1986 5a) art. "justicia", 509-521; M. Cozzoli en F. Compagnoni - G. Piana - S. Privitera (ed.): Nuevo Diccionario de Teología Moral (Madrid 1992) art. "justicia", 973-994, muy completo.
Jesús llama a sus discípulos a una justicia cualitativamente diversa de la de los escribas y fariseos hipócritas (cf. Mt 5,20; 23,28).
Ahora bien, dentro de nuestro contexto y propósito causa sorpresa el hecho de que, en palabras de Albert Descamps (cf. L. Pirot - A. Robert (ed.): Dictionaire de la Bibble, Supplement (Paris 1949), art. "justice": para el AT, A. Descamps, coll. 1417-1460; para el NT, L. Cerfaux, coll. 1460-1496; y para el cristianismo no paulino, A. Descamps, coll. 1496-1510), en los textos evangélicos, y en general en todo el NT, "no se encuentra ni reglamentación jurídica de los deberes de justicia, ni reproches ni exhortaciones semejantes en esta materia a los que hacían los profetas; ni tampoco (aparece) una presentación mesiánica de Jesús como Juez íntegro en los asuntos humanos, ni oraciones de sufrientes encomendándole a Dios su justa causa, ni referencia a la clase social de los justos, abandonados de la fortuna, víctimas de la opresión de los poderosos".
La razón de ello, señala el autor que estamos siguiendo -y como veremos más extensamente después, cf. p. 147-, es que los tiempos habían cambiado: en épocas de Israel el ejercicio de la "justicia" en sentido legal abarcaba no sólo la práctica y el mandato religioso sino su dimensión al mismo tiempo moral y social, lo cual era objeto de una precisa legislación y una institucionalización de características puramente políticas (cf. la posición de Von Rad, que referimos, p. 324).
En cambio, en la época de Jesús y su mundo judío, el ejercicio de tal sentido de justicia era tarea propia de los romanos, quienes lo habían asumido y no delegado; y, por otra parte, Jesús aparece como alguien que expresamente ni se erige ni quiere erigirse en reformador social o en mesías nacional. De ello dan testimonio no sólo los textos sinópticos sino los demás escritos neotestamentarios que, también en ese punto, se muestran fieles al espíritu que animaba a Jesús, distanciándose de aquellos grupos que se detuvieron en el antiguo Israel o en el judaísmo post-exílico caracterizados por su organización nacional y teocrática.
Por ello no es extraño considerar que la falta más grave que existía en tiempos de los contemporáneos de Jesús - como continúa diciendo el autor citado- no fuera, como en los tiempos de los profetas, la injusticia social. Al emplear este texto podría parecer contradictorio sustentar esta posición con uno de los temas centrales de nuestra Tesis, la opción preferencial por los pobres como exigencia de la justicia social y de la comunicación de bienes. No se trata de una contradicción, pues lo que estamos afirmando no quiere decir que tales problemas a Jesús no le preocuparan; todo lo contrario: por lo mismo que estamos viendo (p. 147ss), y aún volveremos a ver (p. 327), se trató de un asunto de la máxima importancia sobre el que Jesús asumió clara y conscientemente una opción. Lo que le importaba a Jesús por entonces era, sobre todo, un mal específicamente religioso dentro del cual se examinaba lo demás: el formalismo y la hipocresía, sobre lo cual ya también el AT se había expresado con contundencia y cada vez más exigentemente. Por eso se puede decir que la tarea principal religiosa de Jesús, en orden a la justicia, fué, precisamente, no sólo recordar la dimensión social de la "justicia divina" y del derecho humano, sino denunciar el fariseísmo, así como lo había sido para los profetas, denunciar la injusticia social.
La justicia, entonces, no es que se vacíe de sus contenidos sociales y políticos; por el contrario, el contexto y la propuesta evangélicos subrayarán además y sobre todo la dimensión religiosa inseparable que ella posee; y viceversa, cualquier trazo de práctica legalista de la religión queda virtualmente desvirtuada.
La religión (= relación) de Jesús y sus discípulos, como hemos descubierto ya (pp. 132ss) está dominada por la experiencia de una obediencia radical a la voluntad del Padre y por las ansias de realizar su Reino, de las que el hombre se beneficia gratuitamente. Justicia será ese concepto exclusivo con el que se quiere referir Jesús al cumplimiento de la voluntad de Dios y al trabajo apremiante por actualizar su Reino (Mt 3,15) incluso en su acabamiento final (cf. p. 141).
[16] Dos valores, también fundamentales del tema del Reino, se podrían extraer de la reflexión que hemos adelantado. Por una parte, Jesús fué, como hemos podido advertir por los textos citados, un hombre que supo gozar, un hombre en quien se adivina una gran capacidad de goce manifestada en su forma gozosa de abrirse a la realidad. Se trataba de un goce acompañado de la acción de gracias por algo recibido gratuitamente y, al mismo tiempo, asumido con la actitud de no aferrarse a él, de saberlo tomar con la provisionalidad de lo que se sabe que no es propio.
Por otra parte, aparece también muy a las claras esa manera de aprender a querer de una forma nueva, es decir, de aprender a amar con el mismo amor con que Dios ama, aunque se trate de un aprendizaje que no concluye nunca.
[17] Cf. J. I. González F., Acceso a Jesús, o.c. nota 4 de este capítulo, 202-205.
[18] A los Apóstoles (cf. Mt 18,18), y particularmente a Pedro, Jesús confió una autoridad específica: "las llaves del Reino de los cielos" quedaron bajo su cuidado: "lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos; y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16,19). En este texto encontramos la fuente primera de los cc. 330, sobre la institución del Colegio episcopal con el sucesor de Pedro a la cabeza del mismo, y 756, sobre el ministerio de la Palabra de Dios confiado a sus miembros.
Se trataba, en consecuencia, de una autoridad para el gobierno de la casa de Dios, que es la Iglesia. Cargo y función que Jesús les confirmó después de su resurrección (cf. Jn 21,15-17) y que consiste, particularmente, en poder absolver los pecados, además de pronunciar sentencias doctrinales y de tomar decisiones disciplinares en la Iglesia, como vemos que ya desde entonces hicieron los mismos Apóstoles (cf. He, passim).
Por último, según aparece en los textos evangélicos, el Reino comienza por ser un "Reino" anunciado a los hijos de Israel (cf. Mt 10,5-7), pero al que están invitados todos los hombres (cf. Mt 8,11; 28,19). Para entrar al "Reino" -dice Jesús- es necesario acoger su palabra. Tendremos que volver sobre el tema en seguida, sobre todo al tratar sobre la relación de Jesús con el Templo (p. 163).
Con todo, la presencia real salvífica de Dios no se ha instaurado todavía permanentemente en la tierra -señalaba Jesús-: con la llegada del Mesías este Reino ha tenido su inauguración, pero su realización perfecta, su consumación, tendrá lugar en la era escatológica futura ("poseerán" y los demás verbos en futuro).
[19] Auncuando en la parte referente a la moral (pp. 330ss) tendremos que volver sobre el tema para hacer unas precisiones, cuando se mira de manera particular el Evangelio de Marcos encontramos que, a partir del tema de la "autoridad" de Jesús, se menciona con quiénes Jesús se relaciona y, a partir de ello, Jesús mismo, deliberadamente, va perfilando cómo quiere él caracterizar esa autoridad:
Su primer encuentro es, precisamente, con los que poseen "espíritus inmundos" (1,27; 5,9); luego, con los enfermos (1,31.41; 3,10-11); se encuentra también con quienes vienen a escuchar sus enseñanzas acerca del Reino (4,1ss; 6,34) y los acoge, incluso a pesar de las inclemencias del tiempo (4,41) o de las circunstancias del lugar (6,35ss; 8,2); más delicada es su relación con quienes se encuentran agobiados y esclavizados por el peso de unas normas legales que han llegado sólo a expresar inhumanidad (2,27; 7,6ss); sin embargo, ese encuentro llega a ser especialmente interesante cuando se realiza con los "pecadores" (2,5.9).
La autoconciencia de Jesús acerca de su misión, con la cual va íntimamente unida la conciencia de su autoridad, puede entonces concluirse a partir de los textos citados con las palabras "servicio", "liberación", "ponerse del lado de": todos esos encuentros han producido, cada uno a su manera, ese efecto: curación, en el caso de los posesos y de los enfermos; conversión, en los que lo escuchaban; abastecimiento, en los que llegan a pasar necesidad a causa de factores circunstanciales y naturales; amistad y respeto, en los que se habían visto violentados por la autoridad o por la codicia; y en los que reconocían su propia condición ante Dios, ese servicio liberador lo denomina "perdón de los pecados". Jesús surge en estos textos puesto declaradamente del lado de cuantos sufren cualquier tipo de "empobrecimiento", muy especialmente de la que tiene su origen en el abuso por parte de un otro (el empobrecido) y en el pecado (2,17).
Por eso se ha afirmado que Jesús aparece claramente comprometido con la "liberación". Un asunto, sin duda, central en el Evangelio del Reino, y que ha tenido un planteamiento controvertido, rico y crítico desde América Latina. Entre los textos que se refieren al tema pueden mencionarse, entre muchos otros, los siguientes: F. MORENO REJON: Teología moral desde los pobres. La moral en la reflexión teológica desde América Latina (Madrid 1987) 74-119; A. MOSER - B. LEERS: Teología moral. Conflictos y alternativas (Madrid 1987) 71-95; y F. A. PASTOR: "De optione praeferentiali pro pauperibus iuxta hodiernum magisterium Ecclesiae" en P 77 (1988) 195-217.
[20] La humanidad nueva..., o.c. nota 4 de este capítulo, 83-105.
[21] Cf. J. Jeremías: Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca 1974) 209-210. El autor concluye que con todo su actuar Jesús, en verdad, sólo quería manifestar una tesis: "lo ilimitada que es la gracia de Dios" (ibid.).
[22] Según el Evangelio de Marcos la opción por la liberación de los pobres y empobrecidos tiene otras características adicionales en la vida de Jesús: La opción por la liberación de los pobres y los empobrecidos, su "servicio-autoridad", no aisla a Jesús de los hombres, ni su trato riñe con la sencillez; por el contrario, Jesús "se deja atender" (Mc 1,31; 2,15).
Igualmente, su actitud no aparece como una decisión absurda, falta de juicio y de ponderación; por el contrario, la clara conciencia de su misión se ve reforzada por la falta de ingenuidad y de acriticidad (8,12) frente a sus opositores, de modo que toda su vida, en realidad, es una permanente solución de las tentaciones que se le proponen (1,13).
Por último, señalemos que Jesús llama a unos compañeros para que "estén con él" y vayan con él (1,16s.19s; 2,14; 3,13s) y sean sus "seguidores" (10,39): Para que actúen como él mismo les pide sencillez (6,8-11), servicialidad (9,35; 10,43), no confiar en las riquezas (10,24ss), capacidad de comprensión y perdón (11,25), sincero amor a Dios y al prójimo (12,33s), e incluso, dar de lo que les falta (12,43s).
A ellos les confía proseguir su obra, si bien no estarán exentos de sufrir persecuciones como él mismo las sufrió (10,30); pero, con la seguridad de que siempre les acompañará, se han de sentir alentados como él mismo, por la esperanza de que todo lo que con él hayan sembrado y construído, hallará su plenitud en "el siglo venidero" (ibid.): (cf. I. ELLACURIA: "Iglesia de los pobres", en o.c. nota 13 de este capítulo, 153-215).
[23] En esta línea de ideas, la motivación que Jesús da de la "pobreza" no es simplemente la del desprecio por los bienes materiales, ni mucho menos de los demás bienes; señala, por el contrario, que ella es el fruto de una gran libertad interior y de una opción que le permite al hombre no rechazar a nadie y tener la capacidad para determinar tanto el valor de las cosas así como el imperativo que señala cada lugar y cada momento directamente desde la perspectiva de Dios y de su Reino (cf. c. 600 al dirigirse a los Institutos de Vida Consagrada).
De otra parte, los evangelistas narraron algunas de las "señales" que acompañaban las palabras de Jesús como presencia efectiva del Reino entre ellos: "milagros, signos y prodigios", explica a su vez el autor de los Hechos (2,22). Se trataba -según decía Jesús- de maneras que El tenía para mostrarse efectivamente solidario con quienes se hallan necesitados y creen en El (cf. Mc 5,25-34; 10,52).
En efecto, el hombre y la mujer destinatarios de estas "señales" son siempre quienes padecen el hambre (cf. Jn 6,5-15), la injusticia (cf. Lc 19,8), la enfermedad y la muerte (cf. Mt 11,5); los que sufren, en fin, cualquier género de esclavitud. Ciertamente, al obrar los milagros, Jesús los realizaba sobre todo -y expresamente, como lo hemos advertido- como "signos mesiánicos", con los cuales respondía a esas diversas realidades del hombre en situación. Quedó claro, con todo, que no pretendió abolir todas esas realidades (cf. Lc 12,13.14; Jn 18,36), sino, más bien, decidió eliminar la más grave de todas y origen de las demás esclavitudes, la del pecado (cf. Jn 8,34-36), ya que éste es el principal obstáculo que se opone a la realización del Reino y al cumplimiento de la vocación de los hijos de Dios.
Por eso, la desconfianza que Jesús mostró en alguna ocasión frente a la riqueza (Mc 10,23-25) contrastó con la presentación que los textos del Antiguo Testamento hacían de la abundancia como don de Dios (cf. Gn 12,16; 24,35; etc.). De ahí que los Apóstoles mismos, interpretando este sentir, se admiraran cuando Jesús se refirió a la dificultad que tienen los ricos para entrar en el Reino y utilizó para el efecto la comparación del camello y la aguja. La reacción inmediata de aquéllos fué: "¿Y entonces, quién podrá salvarse?" (Mc 10,27).
Ello, sin embargo, no es contradictorio con lo que estamos diciendo, pues la riqueza, en cuanto apropiación discriminatoria y excluyente de la abundancia es un "ídolo", de tal suerte que ni se puede servir simultáneamente a Dios y al dinero (Mt 6,24), ni poner en ella el hombre su corazón (Mt 6,19-21): se trata de un pecado de infidelidad (Lc 16,11-12), de injusticia (Lc 16,9), de necedad (Lc 12,30). De esta manera bien se puede comprender que la riqueza se convierta en imposibilidad de participar en el Reino de Dios y su salvación. Esta renuncia, en consecuencia, es condición para su seguimiento. No basta ser piadoso (Mt 19,16-22); es necesaria la conversión que se manifiesta en la restitución y en el desprendimiento, como en el caso de Zaqueo (Lc 19,1-10), y que no elude el compromiso con los hombres, con los pobres y con la historia.
Como vimos hace poco (p. 144) desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió a unos hombres para que estuvieran con El y para hacerlos partícipes de su misión (cf. Mc 3,13-19): "los envió -en efecto- a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9,2). De entre ese grupo puso a Simón Pedro como el primero de ellos (cf. Mc 3,16; 9,2; Lc 24,34; 1 Co 15,5), confiándole una misión única: ser la "piedra" sobre la que se edificara su Iglesia (cf. Mt 16,18). A causa, y precisamente en razón de la confesión de fe del Apóstol en Cristo -en su misterio total-, Pedro tendrá en adelante la misión de custodiar esta fe ante todo desfallecimiento, y de confirmar en ella a todos sus hermanos (cf. Lc 22,32). A la luz de esta decisión de Jesús se debe leer, por eso mismo, cuanto estamos diciendo sobre las implicaciones del Reino de Dios relativas a la justicia, asunto sobre el que volveremos también al presentar la actitud de Jesús con relación al Templo (cf. p. 163).
[24] Cf. pp. 168ss y 319; y las notas: 191; 221; 224 y 229.
[25] Este Libro VII es la elaboración de un derecho para el ejercicio del derecho, es decir, un instrumento al servicio de los "derechos sustantivos" que están presentes en los seis Libros anteriores. Tales "derechos" en la Iglesia se refieren, por supuesto, a asuntos tradicionalmente denominados "espirituales" (sacramentos, votos, etc.) o a "temporales conexos con los espirituales" (relativos al bautismo, a la sepultura, etc.). Pero el Código, y especialmente el c. 222.2, bien nos damos cuenta, intuye y expresa que se trata de realidades bastante más "concretas" que algo falsa o inadecuadamente considerado "espiritual". El subrayado es nuestro.
[26] Otros cc. pertinentes a propósito son el 768.1-2, el 227 y el 528, por ejemplo, citados ya (p. 141).
[27] Sobre el tema de la libertad, entendida como libre albedrío, como autonomía y como liberación, volveremos en la parte antropológica, pp. 241ss. Se trata, en efecto, de un componente fundamental del ser humano y de la moral, que necesariamente debe formar parte de la vida jurídica (en los actos jurídicos eclesiásticos cf. cc. 124.1, y al tratar de sus impedimentos por violencia, c. 125.1, por miedo, c. 125.2, y por ignorancia, c. 126). Sobre todo cuando se mira en la perspectiva de la "salus animarum", o, como acostumbraba decir S. Tomás, de la "salus hominum", que tiene tanto qué ver con la "ontonomía", tema sobre el que volveremos (nota 233), y que, conforme a cuanto estamos diciendo en nuestra Tesis, forma parte del orden de la "justicia de Dios" que toca a todos los hombres, pero que puede ser expresado, y se expresa de hecho, en diversas "normatividades" u "ordenamientos jurídicos" (cf. p. 410s).
[28] Admira, por eso mismo, desde la perspectiva puramente "humana" del derecho, que en un Código jurídico se haga de obligatorio cumplimiento el deber de aspirar a la "santidad", como de hecho y en su debido contexto y consecuencias ya figuraba en el Antiguo Testamento, que Jesús reitera desde su propia visión del asunto, y que la Iglesia ha seguido proponiendo hasta el actual c. 210.
El concepto de ley posee también otro significado en la teología paulina, expresado en los textos de Ga 2,19 y Rm 7,1 y 6,11: "yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios". Esta declaración ha sido interpretada al menos en tres sentidos: a) El cristiano, crucificado con Cristo, está muerto con El y en El a la ley mosaica (cf. Rm 7,1) precisamente en virtud de esta ley (Ga 3,13) para participar en la vida de Cristo resucitado (Rm 6, 4-10); b) el cristiano ha renunciado a la ley para obedecer al Antiguo Testamento (Ga 3, 19.24; Rm 10,4); c) el cristiano ha muerto a la ley mosaica por otra ley, la de la fe o del Espíritu (Rm 8,2; Jr 31; Ez 36). En este contexto nos ubicaremos más adelante (p. 191) al referirnos a la "ley" interior como vía de escape a la esclavitud y a la solidaridad con el mal.
[29] La constatación que haremos de los elementos véterotestamentarios sobre la justicia (pp. 324ss) y sobre la comunicación de bienes (365ss) requieren, sin embargo, una explicitación en cuanto a los fundamentos que ellos poseen en Cristo.
[30] En esta línea deben entenderse las diversas expresiones del CIC respecto a las obligaciones fundamentales de los bautizados: "vires suas conferre debent": -ad vitam sanctam; - ad incrementum Ecclesiae; -sanctificationem promovendam eius; "constante" "iugem". Y, con relación al Obispo se indica su "caridad", "humildad", "sencillez" (c. 387), virtudes que han de leerse, sin duda, en el contexto de lo que estamos señalando.
[31] Con relación a este punto en realidad es bastante lo que podríamos profundizar. Dejamos esbozado, simplemente, el panorama, que es no sólo de actualidad, sino, como puede observarse por la índole de la materia, de central importancia. Anotemos, simplemente, una sugerencia bibliográfica: El comentario al Libro I del CIC, y en particular a los cc. 1 y 1752, así como al Título I del mismo Libro I: "De Legibus
[32] La relación de Jesús con el templo llegó incluso a que él se llegara a denominar a sí mismo el Templo, la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2,21; Mt 12,6); pero, al hacerlo, subrayó que tal acontecimiento caracterizaría la nueva edad en la historia de la salvación: "ni en este monte, ni en Jerusalén, adoraréis al Padre" (Jn 4,21; cf. 4,23-24; Mt 27,51; Hb 9,11; Ap 21,22); es decir, que lo importante de la nueva relación con Dios ("en Espíritu y en verdad") consistiría sobre todo en la respuesta fiel, generosa y humilde que le diera el hombre, comprometiéndose al servicio de los demás en la justicia, sin los abusos -expoliaciones y asesinatos- que el templo había llegado a significar.
Otras implicaciones en orden a la comunidad pueden también resaltarse de la relación de Jesús con el Templo: Las consecuencias en orden a la sacramentalidad de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, que contrasta y complementa una concepción de la Iglesia como "sociedad perfecta", equiparable en todo e la sociedad civil. El Templo es signo de unidad, reconciliación y universalidad entre los hombres. Así mismo, el Lugar santo testimonia la presencia del Santo de los santos en su seno albergando al Espíritu en medio de la humanidad. Igualmente, en él se vive la acogida al amor del Padre que hace salir su sol sobre todos (cf. Mt 5,45). Y, por último, es la expresión de la fidelidad en la fe recibida de los Apóstoles.
Esta sacramentalidad de la Iglesia ha quedado maravillosamente expresada por el Ap 21, 22-23: "Pero no vi santuario alguno en ella (la ciudad santa, la nueva Jerusalén), porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son su santuario..." Se trata de la Iglesia como presencia escatológica del Dios trino a través de su entrañable unión nupcial con El.
Pero, en el mientras tanto, la Iglesia es sacramento no a la manera de la "gloria" y de la "nube" que irradiaba en el desierto desde la tienda nómada, sino, más bien, en la forma de kénosis y de humildad: el grupo de los discípulos que siguen a Jesús en sus correrías por Galilea (cf. Lc 8,1-4); o la comunidad pospascual de Jerusalén que comparte la Palabra, la Fracción del Pan, la oración y la comunión (cf. He 2,42; 4,32); o el grupo que sufre la persecución, siguiendo los pasos del Maestro; o la comunidad de Corinto, en la que "no hay muchos sabios ni poderosos ni nobles" (1 Co 1,26)...: esas son las concreciones históricas de la Iglesia sacramento, y que el Templo exige traslucir.
La comunidad cristiana de Jerusalén en los comienzos de la Iglesia, en su gran totalidad proveniente del judaísmo, prosiguió durante algún tiempo las prácticas relativas al culto en el templo, así como su aprecio por el mismo (cf. He 2,46; 3,1; 5,20.21). Conservaron, sin embargo, la actitud celosa y crítica que había mostrado Jesús con relación al culto y a que de ninguna manera debería utilizarse lo religioso, el templo ni Dios mismo, como razón ni como ocasión para obtener beneficios e intereses económicos o políticos, etc. El culto, en definitiva, debía ser expresión de la vida, de la justicia, de la opción por los pobres, así como del sacrificio, de la generosidad y de la entrega de sí como espacios creados para una relación humana más genuina con Dios y con los hombres, en el respeto por ellos, en un sentido universal para el encuentro y la relación con ellos -en comunión y amor-, para permitir que el Espíritu Santo realice su obra divinizadora. Y todo ello, como la concreción de ese culto "en Espíritu y en verdad" al que antes nos hemos referido y que ha requerido el mismo Jesús, y más aún, ha sido "realizado en El" (cf. He, passim; 1 Pe 2; y, sobre todo, Ap 21,22).
Para el Derecho canónico es muy importante este criterio. Lo asume, ciertamente, la Constitución Apostólica Pastor Bonus de S.S. Juan Pablo II sobre la Curia Romana del 28 de junio de 1988, al señalar que ella (la Curia Romana) es el "conjunto de los dicasterios y de los organismos que colaboran con el Romano Pontífice en el ejercicio de su supremo oficio pastoral para el bien y el servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, ejercicio con el que se refuerzan la unidad de fe y la comunión del Pueblo de Dios y se fomenta la misión propia de la Iglesia en el mundo" (art. 1).
[33] La radicalidad de este "precepto del Señor" ha sido comprendida entre los carismas fundacionales de órdenes y congregaciones de Institutos de Vida Consagrada especialmente. Se trata, sin duda, de un filón que en Cristo hunde sus raíces. Entre otros ejemplos más que pudiéramos citar, mencionemos a s. Vicente DE PAUL (1581-1660) de quien podemos sacar algunas líneas de sus múltiples escritos:
"Nosotros no debemos estimar a los pobres por su apariencia externa o su modo de vestir, ni tampoco por sus cualidades personales, ya que con frecuencia son rudos e incultos. Por el contrario, si consideráis a los pobres a la luz de la fe, os daréis cuenta de que representan el papel del Hijo de Dios, ya que él quiso también ser pobre...
"Cristo, en efecto, quiso nacer pobre, llamó junto a sí a unos discípulos pobres, se hizo él mismo servidor de los pobres, y de tal modo se identificó con ellos, que dijo que consideraría como hecho a él mismo todo el bien o el mal que se hiciera a los pobres. Porque Dios ama a los pobres, ya que, cuando alguien tiene un afecto especial a una persona, extiende este afecto a los que dan a aquella persona muestras de amistad o de servicio. Por esto nosotros tenemos la esperanza de que Dios nos ame, en atención a los pobres...
"El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo, y hay que prestarlo sin demora. Por esto, si en el momento de la oración hay que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con el ánimo bien tranquilo y hacer lo que convenga, ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración...
"Así pues, si dejáis la oración para acudir con presteza en ayuda de algún pobre, recordad que aquel servicio lo prestáis al mismo Dios. La caridad, en efecto, es la máxima norma, a la que todo debe tender; ella es una ilustre señora, y hay que cumplir lo que ordena. Renovemos, pues, nuestro espíritu de servicio a los pobres, principalmente para con los abandonados y desamparados, ya que ellos nos han sido dados para que los sirvamos como a señores" (Vicente de Paul: Carta 2546 en Correspondance, entretiens, documents (Paris 1922-1925) 7: Traducción de la Liturgia de las Horas –edición colombiana- IV (Barcelona 1979) 1393-1395).
[34] Cf. al respecto el art. fundamental del R.P. Gianfranco GHIRLANDA sj: "Las obligaciones y los derechos de los fieles cristianos en la comunidad eclesial y su cumplimiento y ejercicio" en UC 17 (1988) 11-41.
[35] Los textos evangélicos concuerdan en señalar la reunión de Jesús con sus discípulos antes de padecer. Marcos (14,17-31) la ubica como una cena y la enmarca por dos historias de la traición a Jesús (17-21 y 26-31). En medio de una comida, que como hemos visto era un momento y un lugar sagrado entre amigos, predice Jesús la traición por parte de uno que comulga con El a su mesa, por parte de quien ha compartido con El las experiencias de mayor intimidad. Pero, además, es también Pedro, e incluso "los demás", quienes llegaron a fallar (vv. 27.29.31). El Cuerpo "entregado" y la sangre "derramada", que remiten a la Cruz, son hechos "Alianza" (v. 24) pero apuntan hacia el establecimiento y consumación del Reino de Dios (v. 25). De esta manera, el relato según Marcos se refiere al don que Jesús hace de sí mismo hasta la muerte a fin de que se hiciera posible la creación de un nuevo y definitivo Reino con las mismas personas que le acompañaron durante la cena, cercanas a El, pero que lo traicionaron y abandonaron. Jesús se les había dado a Si mismo, pero continuaría dándose a los discípulos que le fallaban. Su amor a los que más le fallaron es, a pesar y precisamente a causa de la no reciprocidad, una de las situaciones más contradictorias, perplejas y chocantes.
Con todo, en el mismo sentido se pronuncia Lucas (22,14-23), quien subraya esa misma característica de la donación de Jesús a quienes lo traicionaban por fragilidad. Y lo reitera en 24,13-35 en el episodio de los discípulos de Emaús. Jesús se les hace el encontradizo para "volverlos a Jerusalén" (que como sabemos, es un tópico central interpretativo de la teología de su Evangelio), al camino de Dios, abriéndoles el sentido de su Palabra y partiendo con ellos el Pan. Regresan a casa, pero sólo porque Jesús les ha alcanzado en su ruptura y en su alejamiento, y al partirles el Pan.
Idéntico mensaje se encuentra en el episodio del lavatorio de los pies narrado por Juan (13,1-17), seguido de una explicación (18-20) y luego referido al bocado de pan (21-38). En él se insiste en lo que venimos diciendo, que el trozo de pan eucarístico es dado a sus discípulos que le fallan por ignorancia, traición y negación. Se les entrega a pesar de su falta de compromiso con Jesús; más aún, incluso los enviará y les encomendará proclamarlo a El, a su Padre y a su Reino, y hacer actualización y celebración de ese mismo gesto que ha tenido con ellos. Es, pues, precisamente, en esa entrega incondicional de Sí mismo a personas que no le aman, donde El revela lo que es, su amor extraordinario, a pesar de la no correspondencia.
Sin duda, este gesto, sobre el que unánimemente se pronuncian los evangelistas, no ha sido suficientemente apreciado, y su aplicación en la práctica de la Iglesia aún no ha tocado al bien común, incluso en lo tocante al derecho de participación que afecta a la estructura de la misma comunidad aún desde la dimensión de su constitución humana (K. Wojtyla), y que compromete la acción de la Iglesia respecto a los débiles y a muchas personas que experimentan la profunda fragilidad de sus vidas y que conforman también la Iglesia. En el Código estos aspectos son subrayados en el Libro IV sobre la función de santificar de la Iglesia, la cual no se ejerce exclusivamente en los sacramentos, aunque en ellos sí se realice de modo particular; los cc. mencionan además, las oraciones, y la práctica de la caridad y de otras virtudes, mediante las cuales se realiza esta obra santificadora. (Cf. F. MALONEY: "La Eucaristía como presencia de Jesús para los rotos" en Phase 183 (1991) 183-202).
[36] Cf., v. gr., W. KASPER: Jesús, el Cristo, o.c. nota 37 del capítulo 2, 122-137; J. I. GONZALEZ FAUS, La humanidad nueva, o.c. nota 4 de este capítulo, 169-178.
[37] El CIC es muy respetuoso del derecho litúrgico, y remite a él cuando se trata de las normas que se han de seguir en la realización de los ritos (c. 2) así como cuando se trata de considerar las motivaciones teológicas de los mismos. Así ocurre en el c. 998, cuando se refiere al "libro litúrgico" en el que se contiene la Ordenación de la unción de los enfermos y de su cuidado pastoral, el cual, a éste propósito señala: "El dolor y las enfermedades se han considerado siempre como uno de los grandes problemas que angustian la conciencia de los hombres. Pero aquellos que profesan la fe cristiana, aunque también los padecen y experimentan, sin embargo, iluminados por la fe, penetran más profundamente en el misterio del dolor y sobrellevan con mayor fortaleza los mismos padecimientos" (n. 1).
Con relación a las Exequias también en el c. 1176 se refiere a las "leyes litúrgicas". En dicho ritual, a propósito de lo que venimos diciendo, encontramos: "En las exequias de sus hijos, la Iglesia celebra con fe el misterio pascual de Cristo, a fin de que todos los que, mediante el bautismo, pasaron a formar un solo cuerpo con Cristo, muerto y resucitado, pasen también con él, por la muerte, a la vida eterna..." (n. 1). Y luego: "En la celebración de las exequias por sus hermanos, procuren los cristianos afirmar la esperanza en la vida eterna..." (n. 2).
[38] "L'attività giudiziaria della Chiesa non solo appare come richiesta da ragioni teologiche ma assume altresì una dimensione del tutto propria, sicché ignorarla significherebbe snaturare e depravare il compito affidato ai tribunali ecclesiastici, con inevitabile danno per la salvezza delle anime...": Z. GROCHOLEWSKI: "Aspetti teologici dell'attività giudiziaria della Chiesa" en Studi Giuridici (1988) 195-208.
[39] Cf. J. I. González F.: La humanidad nueva..., o.c. nota 4 de este capítulo, 115-147; 154-166.
[40] Recordemos que la "ratio peccati" a la que se hace referencia en el c. 1401,2o ya había sido objeto de precisión canónica por parte del Papa Inocencio III (a. 1204) y fué luego expuesta por el Concilio IV de Letrán (a. 1215) y reiterada por el Papa Bonifacio VIII (a. 1302). Se trata, pues, de un elemento propio de la fe católica que, como veremos en la antropología, posee consecuencias en el ámbito moral que el Derecho canónico no puede desconocer.
[41] Con relación a las formas "religiosas" debemos estar atentos a su ambivalencia. En el texto, precisamente, estamos describiendo una de sus valencias. La Fiesta de Jesucristo sumo y eterno sacerdote que celebra la Iglesia en su liturgia muestra bien a las claras su otra valencia, al explicar el sentido auténtico de la Liturgia como "ejercicio del sacerdocio de Jesucristo", a lo cual hace relación el c. 834.1. En este mismo c. se habla del "culto" de la Iglesia, cuyos antecedentes se han de ubicar en las expresiones relativas de Jesucristo "probado en todo... (que) penetró los cielos" (Hb 4,14) y es así, Resucitado, la fuente y el criterio para todo culto en la Iglesia (Hb 5,1-10).
[42] En el Libro II del CIC los Títulos II y siguientes ya precisan en líneas generales algunos de estos aspectos. Es previsible un desarrollo legislativo más amplio a partir de los Sínodos Episcopales ya realizados y futuros, respecto, por ejemplo, a los fieles de vida consagrada, a los laicos, a los clérigos...
[43] La expresión "Hijo del Hombre" posee muchas consonancias apocalípticas: basta mencionar el texto de Dn arriba citado. La relación de la misma con la encarnación y con la kénosis es, igualmente evidente. Pero nos llaman igualmente la atención las resonancias soteriológicas que posee: Cf.G. Kittel-G. Friedrich (ed.), o.c. nota 14 del presente capítulo, art. uíos anthropou, v. VIII, 400-477.
[44] Se trata, en definición del CIC, de cualquier cargo constituído establemente por disposición divina o eclesiástica para un fin espiritual (c. 145.1).
[45] El c. 129.1 expresa que la "potestad de régimen" existe en la Iglesia por institución divina. Se distingue en potestad legislativa, ejecutiva y judicial (c. 135.1).
[46] Cf. p. 442ss; Luis MALDONADO: Sacramentalidad evangélica... o.c. nota 30 del capítulo 3, 130-135.
[47] Con relación al ejercicio de la libertad se pueden señalar estos "derechos" consagrados por el Código: a anunciar el Evangelio (c. 211), a manifestar la propia opinión a los pastores (c. 212.2-3), a dar culto a Dios (c. 214), a llevar una propia vida espiritual (ib.), a recibir la Palabra de Dios y los sacramentos (c. 213), a elegir el estado de vida (c. 219), a investigar la teología (c. 218) y a la educación cristiana (c. 217).
[48] Se trata, como hemos ya señalado, de una igualdad en la dignidad y en la misión-acción de la Iglesia (c. 208).
[49] Entre los derechos relativos a la justicia se deben mencionar "la buena fama y la intimidad" (c. 220) y a juicios y penas congruentes con la ley (c. 221). Con relación a la equidad canónica, volveremos más adelante. Como expresión del amor, cf. nuestro c. 222.2.
[50] Sin duda éste fué uno de los criterios que dirigieron la reforma del CIC. Para dar un ejemplo de ello tomemos el caso de las Conferencias Episcopales, cuya naturaleza y misión son ciertamente de orden eclesiástico plenamente, pero que tienen a la base fundamentos de orden divino en la institución divina del episcopado. A ellas el actual ordenamiento canónico les atribuye una serie larga de casos en los que "deben" dar normas más adecuadas a las situaciones de sus propios territorios (no citamos todos los casos, sólo una muestra de ellos: cc. 230.1; 236; 242; 496; 538.3; 1262; 1272; 1277; 1292.1; 1297...), mientras que en otra larga lista de cc. señala casos en los que ellas "pueden" dar normas (algunos ejemplos indicativos: cc. 522; 804.1; 844,4; 891; 1031.3; 1120; 1246.2; 1251; 1253; 1265.2; 1421.2; 1733.2...). Cosa semejante podemos decir de la antigua concepción del Obispo como "delegado del Papa" en muchos casos del CIC anterior, y la actual visión del Obispo dotado de diversas facultades como perteneciente a un Colegio episcopal en el cual el primado de jurisdicción es, simultáneamente, del Romano Pontífice y del Colegio episcopal mismo. Y en atención a ello, la responsabilidad del Obispo con relación a la porción del Pueblo de Dios que se le ha encomendado (Iglesia particular) y con relación a la Iglesia universal (cf. c. 392.1).
[51] El distintivo de la fe cristiana consiste particularmente en esa fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios. Esa es su alegre convicción desde sus orígenes mismos: el "gran misterio de la piedad" es, precisamente, que "el Hijo ha sido manifestado en la carne"(1 Tm 3,16).
La encarnación, pues, fué el modo escogido por la Trinidad para obrar la salvación ("redención", señala el Catecismo de la Iglesia Católica 517) de los hombres. En ella, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo cumple cada uno una misión propia, pero con un objetivo único, salvarnos reconciliándonos consigo mismo. Así lo aseveran los textos neotestamentarios (cf. 1 Jn 4,9-10.14; 3,5; Jn 3,16; etc.).
Ahora bien, como en la encarnación "la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida" por la naturaleza divina (GS 22.b), la Iglesia ha enseñado que el Hijo de Dios comunicó a su humanidad su modo propio de existir en la Trinidad, y que tanto en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14,9-10).
La resurrección de Cristo dice también una palabra sobre su encarnación: En efecto, la resurrección puede afirmarse es la fase definitiva de la encarnación. Ella ha hecho que la historia humana se convierta en el lugar y en el tiempo de la esperanza, y ha puesto al hombre, como hemos dicho, en la actitud del caminante hacia el encuentro con Dios (Cf. J. Alfaro: Esperanza cristiana y liberación del hombre (Barcelona 1972) 171-195).
[52] En el evangelio de Juan (1,1) el Lógos se sitúa "en el principio". Sin duda el autor expresamente quería ponerse en el contexto del Gn 1,1: "En el principio creó Dios..." Pero quiso ir más atrás: al "momento" que dió origen al acto creador, a la "comunicación de Dios". En otras palabras, Juan quiso referirse a Dios que de veras se comunica, "quiere darse".
El texto señala que el Lógos es creador y vivificador: "por él fueron hechas todas las cosas... él era la vida" (Jn 1,3-4) y posee unas características "personales": "Estaba junto a Dios" (Jn 1,1-2), y definitivas al hacerse carne y habitar entre nosotros (Jn 1,14). Ello le posibilita confrontarse con los hombres, y ser rechazado por ellos (Jn 1,5.10-12), y, finalmente, ser la presencia de Dios que pone su "tienda" entre los hombres, como la morada de la humanidad nueva (Jn 1,14).
Todas estas características del Lógos subrayan de manera diversa su carácter interpelativo, al cual se le puede responder cerrándose el hombre sobre sí, o, por el contrario, confiándose a él, en respeto y amor. El Lógos mismo aparece con los rasgos de la compasión y de la misericordia, pero compasión y misericordia firme, constante, leal, inconmovible, fiel hasta el fin, como la de Dios (cf. Jn 1,15.17). Y ésa, precisamente, es la comunicación que establece el Lógos con el hombre. Ahora bien, esta comunicación que revela la Palabra no exige al hombre sólo a salir de sí, sólo para amar al hombre; sino que en esa "salida" se incluye la confianza y el abandono en ese Dios que dice amarnos. Eso era, precisamente, como veíamos, lo que hacía el Jesús histórico. El Lógos Encarnado nos comunica, por tanto, la unidad indisoluble que constituyen la fe en el amor de Dios como amor infalible y la entrega al prójimo fundada en esa fe.
[53] Cf. J. I. González F.: La humanidad nueva..., o.c. nota 4 de este capítulo, 186-192; J. GUILKA: Comentarios a la Carta a los Filipenses (Barcelona 1968) 137ss); P. GRELOT: "Deux notes critiques sur Philip. 2,6-11" en Biblica 54 (1973) 169-186; etc.
[54] Confirma la cristología sistemática cuanto habíamos encontrado ya a este propósito en la narrativa, es decir, que Jesús suscitó tanto la fe en él, como la reacción de sus contradictores incrédulos hasta producir en ellos contra él escándalo y persecución (Mc 3,21; 6,4; 3,2.6; 7,37; 12,13s; 14,1).
Así mismo, hemos hecho notar cómo Jesús se mostró claro y definido cuando refería todo al anuncio del Reino de Dios y su justicia y especialmente cuando dicho anuncio conduce a una refrendación en encuentros como los que hemos mencionado. En estos encuentros no quería mostrar especialmente su bondad y rectitud personal, sino, sobre todo, la realización de la Justicia fiel de Dios Padre. Ello se observa, en forma muy indicativa, por la continuidad, pero al mismo tiempo por la discontinuidad con el profetismo de Israel que hallamos en los textos de los Evangelios, según parecieran deliberadamente haber querido coincidir sus autores, que nos refieren frecuentemente a la intencionada relación de Jesús con las constantes del obrar histórico de Dios con Israel (no ausentes en Marcos pero manifiestos en Mt y Lc).
Se trataba, ciertamente, en el caso de Jesús, no de una pura solidaridad filantrópica y exterior: La justicia y la reconciliación que en Sí mismo él realiza con los hombres y por ellos, van más allá: La reconciliación que obra Dios es justificación y liberación para el hombre que le devuelve su original dignidad de hijo, restaurando en el hombre todo su ser y en todos los hombres su igual condición humano-divina. Son la justicia y fidelidad de Dios Padre, ofrecidos al hombre como don que eleva y sana, pero que requieren, por parte del hombre, una libre acogida y una fructuosa puesta por obra.
Así podemos entonces afirmar que Jesús es el Sacramento del Padre que acoge y reconcilia a todos los hombres: cuando Jesús se encuentra con el hombre, es Dios mismo quien se encuentra con él; cuando Jesús se pone del lado del hombre para liberarlo, es Dios mismo quien obra su liberación.
[55] En efecto, las penas medicinales o "censuras" son particularmente importantes en este sentido: ellas buscan la enmienda del delincuente (cc. 1331-1333). Así también, las penas "expiatorias" procuran la reparación del daño cometido contra la comunidad eclesial (c. 1336). Por último, las "penitencias" y otros remedios penales pretenden prevenir un delito o urgir el cumplimiento de otras leyes de modo que se mantenga la comunidad de fe, de sacramentos y de régimen eclesiástico manifestado en su ordenamiento.
El arrepentimiento del fiel cristiano es, pues, una finalidad sobresaliente de las penas eclesiásticas, así como el justo castigo de su delito. Estas finalidades se obtienen mediante la privación de los bienes propios de la Iglesia (los sacramentos, por ejemplo) y por la acción medicinal de sus sanciones. El c. 222.2, como veremos, al ser criterio esencial para el seguimiento de Cristo, por eso mismo se convierte en objeto de exigencia incluso penal en el cuerpo de la Iglesia (cf. c. 1399).
[56] Cf. Kazoh KITAMORI: Teología del dolor de Dios (Salamanca 1975). Cf. J. I. González F., La humanidad nueva..., o.c. nota 4 del capítulo 4, 594-602 y 241-279.
[57] J. I. González F., ibid. 586.
[58] Con relación a cómo estos aspectos de la cristología son relevantes para el CIC podemos señalar estos ejemplos: cc. 897 sobre la Eucaristía; 959, sobre la Penitencia; 998, sobre la Unción de los enfermos; e inclusive, los sacramentos "sociales": Orden, 1008 y Matrimonio, 1055 y 1063,3o.
[59] En un primer momento, este himno se refiere a la llamada a judíos y gentiles a la misma fe. A pesar de la división existente entre ellos, a pesar de la ruptura de la universalidad -que es condición espontánea e inevitable del ser humano-, la obra de recapitulación de Dios en Cristo ¡pone al revés el mundo!, y permite creer en la unidad del género humano y en la igualdad fundamental del mismo. Por eso agrega el texto la afirmación de que en lo más auténtico de sí, el hombre capta una innegable universalidad, e intuye que no puede hallar su salud sin su universalización. Y ésto porque de Jesús se afirma que es el Reconciliador o Hermanador universal y por eso es el fundamento de la igualdad y de la unidad de los hombres.
[60] Por eso la afirmación y exposición que del tema hizo s. Tomás, cf. Summa Theologiae III, q. 48, a. 1c.
[61] Da fe de ello, por ejemplo, la existencia de dos Códigos de Derecho canónico, uno para la Iglesia Latina, el que frecuentemente citamos, y otro, para las Iglesias Orientales (cf. notas 1 y 2). Así mismo, reiteramos la acción misional de la Iglesia sin ninguna otra intención ni otro significado que el explícito (c. 786), lo mismo que en la formación de los catecúmenos (c. 206), o como también los elementos que configuran la estructura visible de la Iglesia: la fe, los sacramentos y el régimen eclesiástico (c. 205), para mencionar sólo algunos cc. en los que se advierte la explicitación de la dimensión recapituladora e histórica de Cristo en la juridicidad eclesial.
[62] Cf. J. I. González Faus: La humanidad nueva..., o.c. nota 4 de este capítulo, 293.
[63] Cf. J. Sobrino, o.c. nota 24 del capítulo 3, 67-121.
[64] Cf. J. Alfaro, o.c. nota 51 del presente capítulo, 171-195; 103-111.
[65] Cf. en o.c. nota 68 del capítulo 2, especialmente p. 59.

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