Derecho canónico y Teología: La justicia social, norma para el seguimiento de Jesús, el Señor. Estudio del canon 222 § 2 del Código de Derecho Canónico.
Iván Federico Mejía Álvarez, i.c.d., th.d.
Capítulo Quinto:
Antropología subyacente al c. 222.2:
El hombre, justificado por Cristo.
Prosiguiendo la aplicación de nuestro modelo hermenéutico ([1]) debemos exponer a continuación algunas líneas centrales de la antropología, procedentes de la cristología expuesta en el capítulo anterior, que subyace al c. 222.2. Se trata de confrontar dichos aportes fundamentales con los elementos de la reflexión "antropológica" elaborados con la ayuda tanto de las experiencias humanas (fenomenología existencial), de las ciencias y de la filosofía, a partir de la común condición humana, de su historia y de los determinismos que operan sobre ella.
En efecto, es menester responder a la pregunta de si el Acontecimiento revelador, que es Jesucristo, no posee también, justamente, consecuencias en orden a fijar o a causar una concepción peculiar del hombre y de su propio proyecto y sentido vital ([2]). Porque si ello es así, encontraríamos evidenciada la necesidad de que este hallazgo sea indefectiblemente relacionado con lo que acerca del hombre nos digan otras disciplinas humanas. Esto por una parte. Pero, igualmente se evidenciará que tal hallazgo procede no sólo de la búsqueda elaborada por la razón humana, sino el resultado original procedente de la fe cristiana. Y, a partir de ello, como hemos dicho, el obrar moral y jurídico canónico tendrán que ser su consecuencia y expresión.
Es necesario, pues, extender las consecuencias antropológicas de la cristología a los ámbitos de la teología moral y del Derecho canónico, no sólo las procedentes de la reflexión racional sobre la ley natural (cf. p. 43). Jesucristo es el "Hombre perfecto", como lo proclama el Concilio Vaticano II (GS 45b), y en El se le revela al hombre el Hombre que ya es y que está llamado a ser.
No creemos que sea imposible un diálogo interdisciplinar que se proponga el tema de la realidad y de la conciencia común sobre el ser humano; a pesar de los contrastes se evidenciarán especialmente las convergencias, de tal manera que quede focalizada la reflexión fundamental acerca del sentido pleno que se le debería proporcionar a la existencia, y que el cristiano encuentra en Jesucristo, centro y culmen de la historia.
Con todo, a su debido momento, dado que se trata de un paso necesario en el caso del c. 222.2 que se refiere a las problemáticas relativas a la justicia social, a la comunicación de los bienes, la pobreza evangélica y la opción preferencial por los pobres, algunas importantes propuestas contemporáneas de solución tendrán que ser justipreciadas (así algunas de ellas tengan sus fundamentos todavía no explícitos), pues presentan indicios de defectos o incompleteces con respecto a nuestra propia visión y propuesta acerca del hombre.
Ahora bien, cuando consideramos este momento antropológico, crucial en el desarrollo del modelo hermenéutico que hemos propuesto, es necesario que precisemos también sus límites, sus posibilidades y sus consecuencias:
En primer lugar, no se trata de elaborar otra teoría abstracta acerca del hombre, sino de partir de las experiencias que nos proporciona la Sagrada Escritura, en especial el Nuevo Testamento. Ella, en su conjunto, nos proporciona una concepción del hombre: ciertamente no pormenorizada y completa, pero sí a la manera de un "marco antropológico" que requiere la colaboración de la filosofía (que media, critica y reflexiona, a su vez, los aportes que proveen las ciencias hoy denominadas "socio-analíticas emancipatorias").
Este "marco", a su vez, tampoco se lo puede entender como un proyecto unívoco de ser humano, sino, más bien, como un horizonte que permite una asunción plural del mismo. Se trata entonces de un mínimo contentivo de significados abiertos, de pistas de búsqueda comunitaria e individual, de una estructura global, en la que, a manera de contexto base, se puedan ubicar los diversos elementos que la componen.
Estos elementos, evidentemente, configuran el conjunto en su relación y su mutua interpelación. Ello quiere decir que no se trata de hacer el diseño de un proyecto que habrá de realizarse por etapas sucesivas, ni de evidenciar dimensiones concebidas como estancos separados, pues, precisamente, es el conjunto el que ofrece una "adecuada" visión del hombre cristiano.
Igualmente, esta consideración cristiana acerca del hombre no permanece como algo disuelto, carente de identidad específica, que no caracteriza una nítida tendencia del ser humano tocando, inclusive, su obrar: Si bien es cierto que muchos elementos constitutivos del ser humano ya nos son conocidos mediante el uso de la razón, y que la antropología que presentaremos no admite un conocimiento directo o experimental sino de una inteligencia lograda a partir de la fe en Jesucristo, sí hallaremos aportes y ofertas específicas cristianas que repercuten en nuestra original concepción del hombre y señalan unos rasgos del todo peculiares de su obrar moral, particularmente en lo tocante a la respuesta que ha de dar el hombre a la constante e irresoluta experiencia de su propia contradicción. Contradicción que debe ser examinada bajo la doble perspectiva de la salvación humana obrada en Jesucristo, a saber, la perspectiva de la elevación del hombre por la gracia (el hombre, creatura "a imagen de Dios en Cristo") y la perspectiva de su reconciliación del pecado ([3]).
A nuestro juicio, esta manera de afrontar este paso hermenéutico de nuestro modelo tiene dos consecuencias generales:
En primer lugar, que, aun cuando las correlaciones antropológicas que se establecerán poseen una característica de universalidad (la cual hemos señalado como propia de la intencionalidad cristiana), ésto no quiere decir que se trate de enunciados meramente abstractos y genéricos. Es nuestro propósito responder de manera eficaz a intereses históricos concretos pero partiendo de las consecuencias antropológicas derivadas de la cristología presentada, y, en particular, de aquellos aspectos que en ella hemos dado relieve, la justicia, la justicia social y la comunicación de bienes, principalmente.
En segundo lugar, que nuestro propósito es hacer una propuesta. Obviamente, al efectuarla, se estará planteando nuevamente el problema del sentido de la existencia humana iluminado por la fe en Jesucristo. Obrando así no tenemos dudas de que surgirá la confrontación de ésta (la nuestra) con otras visiones antropológicas en las que se estimarán "insuficiencias" o en las que se evidenciarán algunos puntos "inconciliables" con los que deben ser considerados "elementos esenciales de la antropología cristiana" (expresiones que encontrábamos ya al citar el memorable texto de Juan Pablo II, cf. p. 6ss) ([4]). En nuestro deseo de hacer un aporte a la interdisciplinariedad queremos tender puentes, pero sin llegar a renegar de la fe cristiana en aras de cierto irenismo y escepticismo.
1. La igualdad, libertad y dignidad humanas y su fundamento de plenitud en el proyecto del hombre hijo y hermano.
Cuando se considera la existencia humana y se la compara con la de los demás vivientes, estimamos cómo ella, a diferencia de las demás, se destaca por la conciencia que tiene de sus propios límites: se trata de una conciencia que no es simplemente una función de su psyché, sino que abarca todo lo humano, interactuando entre lo que uno es y lo que uno está llamado a ser y debería ser.
En efecto, observamos que la persona humana se caracteriza por ser fundamentalmente dialéctica, es decir, que se expresa en una "tensión bipolar", en una contradicción interna, en una división en sí misma ([5]), a pesar del reconocimiento de su dignidad y de su vocación sublime ([6]).
Esta tensión genera en el hombre muchas preguntas y, no pocas veces, gozos y sentimientos. Pero sus respuestas en unas ocasiones las sitúa en sí mismo, y, en otras, por fuera de él, originándose interpretaciones "inmanentes" a él, o, en otros casos, "auto-trascendentes".
Ante estas cuestiones humanas tan fundamentales, ¿qué tiene que decir la propuesta de la fe en Jesucristo?
En el capítulo anterior ([7]) decíamos que la relación entre la Resurrección y la esperanza no quedaba resuelta sino en la perspectiva de un proyecto que tiende, en últimas, a la armonía y a la unidad del hombre consigo mismo. Más aún, señalábamos que si la historia camina hacia alguna meta ello es porque intuimos que el ser humano ha de llegar a esa coincidencia plena consigo mismo, para la que él es capaz y para la cual está ansioso, pero que aún no lo caracteriza.
Ahora bien, la fe cristiana nos dice que existe una manera de realizar este proyecto: la puesta en práctica de las dimensiones de la filiación y de la fraternidad, consecuencias antropológicas de la Encarnación. Veámoslo detenidamente:
Dios, que es comunicación, ternura y solidaridad, ha salido de Si en el Acontecimiento que es Jesucristo. En efecto, nuestra fe enseña que "el Verbo se hizo carne" (Jn 1,14) y que en El máximamente Dios se ha revelado al hombre (DV 17), así como en El también el Hombre ha sido revelado al hombre (GS 22), porque Cristo es plenamente lo que el hombre todavía no es (cf. Rm 4,17). Y ello no sólo con vistas al futuro, sino referido a nuestra propia actual naturaleza. Por eso podemos afirmar que lo que todavía nuestro ser no es, lo es ya Cristo en nosotros.
La Encarnación de la Palabra es, en consecuencia, el fundamento de nuestra antropología y de nuestra soteriología. Los diversos constitutivos humanos, y especialmente la consideración del hombre como vocación de plenitud, así como poseedor de una dignidad eminente ([8]) hunden sus raíces y hallan una respuesta en Quien es la realización del diálogo entre Dios y los hombres, Jesucristo, "Dios y Hombre verdadero", que entró a participar en la propia historia del mundo y del hombre.
De la Palabra encarnada hemos subrayado su carácter interpelante ([9]): No puede no ser Ella comunicación de amor y donación de Sí, que invitan a una relación interpersonal, susceptible, sin embargo, de aceptación o de rechazo. Ella convida al hombre a hacer de su vida entrega, confianza y amor porque esa ha sido su forma de comunicarse; y, sobre todo, porque quiere convertirse en el fundamento que le dé su sentido último al amor del hombre.
En consecuencia, en la tensión hacia su plenitud, el hombre y su historia son reclamados por el Amor de Dios en Cristo que se vuelve para cada uno exigencia de conversión al amor, mensaje central del anuncio del Reino de Dios y su justicia ([10]).
A partir de la unión de todos los hombres en la conciencia de su común dignidad e identidad humanas se puede y debe afirmar el carácter "fraternal" de este amor. Para el cristiano, sin embargo, la motivación específica proviene para él de ser "hijo". La Cristología de la filiación es, entonces el fundamento de nuestra antropología. En ésto radica, por tanto, que nuestro obrar la justicia del Reino no sea motivado por razones "extrínsecas" al hombre, sino, precisamente, en que Jesús Resucitado ha hecho al hombre "hijo" al participarle su Espíritu. Dicho en otras palabras, "ontológicamente" el hombre ha sido afectado por la acción de la gracia de Cristo, y El es para el cristiano, no sólo la meta de su impulso sino la fuerza de ese impulso ("el camino y la vida"), que opera desde el ser mismo del hombre que había sido predestinado a reproducir su imagen mediante el compromiso fraternal propio de su filiación ([11]).
Se concretiza esta filiación que hace hermanos y da relieve a la dignidad, igualdad y libertad creaturales ([12]) respondiendo a su misión en el mundo y a situaciones históricas específicas como las realidades de explotación y esclavitud del hombre por el hombre, de violencia y opresión, de riqueza y pobreza, de opulencia, de insensibilidad y de hambre.
Atendiendo a estos presupuestos, obviamente es imposible que los "hijos", al confesar su fe en el Hijo encarnado, no tengan que defender el derecho de los "elajistoi", de los más "pequeños", débiles y desprotegidos. Y desarrollar -como estrictamente lo impone el c. 222.2- una acción por la justicia social, promoviendo inclusive una ayuda eficaz en favor de los más empobrecidos: Una acción que se oriente a la implantación de la justicia en la redistribución de los bienes económicos, sociales y culturales; a la denuncia de las ideologías y de las estructuras del lucro inhumano; a la solidaridad y a la transformación pacífica del organismo social, así estas actitudes y actuaciones no estén exentas de conflictos. Sólo así Jesús no será simplemente el "Hijo" sino el "Primogénito entre muchos hermanos" ([13]) y nuestro modo de obrar será un vivir fraternal inseparable hacia Dios y hacia los hermanos, como Jesús señalaba al oponer a la rebelión del hombre contra Dios y contra el hombre, el doble mandamiento que resume "toda la ley": el amor a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,40).
Por eso, cuando se considera el ámbito eclesial en el que se realiza la juridicidad se deben comprender el alcance y las implicaciones tan perentorias a las que alude el c. 222.2. Porque a los fieles cristianos la invocación del Nombre del Señor como Palabra encarnada, como Hijo de Dios y Primogénito, realmente los compromete a que su culto litúrgico no quede disociado de la construcción de la fraternidad plena entre los hombres y de un reclamo vigoroso del valor ilimitado intramundano del hombre como fruto y participación del carácter absoluto de Dios. Porque, efectivamente, la Encarnación del Verbo es el amor y la comunicación de Dios a cada hombre, la reconciliación de lo divino y lo humano, y así, la dignidad creatural de cada persona ha sido llevada a su máxima consideración, convertido en "hijo de Dios" y "hermano de los hombres", para que vivan en igualdad, amor y libertad. Siendo ésto así, la causa última de la dignidad humana -exigencia ética del c. 222.2- radica en el honor debido al Creador y Redentor encarnado.
Jesucristo, pues, ilumina el proyecto humano al caracterizarlo por y hacia su filiación adoptante. Pero hace aún más: anticipa y realiza ese mismo proyecto humano, dejándole a sus otros "hermanos" (tema de la carta de los Hebreos) la tarea de irlo alcanzando dinámicamente. Por eso, la fraternidad es conditio sine qua non para la realización de valores humanos tales como la autonomía y la responsabilidad, que veremos en seguida. Porque de lo que se trata es de construir una historia propia de los hijos de Dios en solidaridad y en libertad. Por eso, el c. 222.2 recoge la exigencia de la "madurez del amor": sin ella, se lesiona gravemente el honor debido a Dios y la misma dignidad humana queda seriamente comprometida, al dejar de ser un don para el hombre y no simple cuestión de imposición.
2. El hombre, autónomo y responsable en la construcción de un mundo justo y solidario, como participación en el dolor redentor de Cristo.
Una de las tesis centrales de las "antropologías teológicas" ha sido siempre la tesis de la libertad humana, hecho sido ampliamente recogido y defendido por el Derecho Canónico en toda su historia hasta el Código actual ([14]). La Revelación del mysterium pietatis en Jesucristo Salvador, y todos los dones que de él se derivan, especialmente su Reino, la communio fidelium y la Resurrección, por ser dádiva de su amor, no son impuestos, como recién hemos reafirmado, sino pura gracia, oferta y llamado. La libertad, que es condición esencial para el amor, lo es también de los comportamientos y de las actitudes respectivas que debe asumir el hombre en el plano moral y jurídico ([15]), y que tendrá que abarcar desde "la opción fundamental" hasta las pequeñas decisiones y elecciones que expresan dicha opción.
Varias respuestas han sido ofrecidas al problema siempre actual de la libertad humana. Con todo, no se trata, como algunos piensan, de un obrar "independiente", en el sentido de aislado, arbitrario, autosuficiente, sino en el sentido de "autónomo" ([16]).
Tampoco se refiere a un obrar "determinado" o "condicionado" mecánicamente por el propio psiquismo, y más propiamente, por los instintos fundamentales eróticos que responden a estímulos.
Ni tampoco se dice de la "presión" social y cultural que ahoga todas las posibilidades de surgimiento y de desarrollo de las capacidades individuales y grupales.
Porque si se pensara de esas maneras, ¿cabría afirmar, simplemente, la responsabilidad personal e intransferible del hombre, y, en consecuencia, su capacidad de imputársele moral y jurídicamente ese mismo obrar? ([17])
Obviamente, de ninguna manera. Porque no se puede construir un mundo y una historia si ellos no son fruto del ejercicio de la libertad.
Pero, entonces, ¿se trata acaso de una autonomía responsable en la que, sin embargo, se puede constatar la ausencia de Dios en la historia? O, dicho en otras palabras, si el hombre y su libertad son los únicos que construyen la historia, ¿cómo puede ésto compaginarse con la "historia salutis"? Más aún: ¿Cómo puede operar la gracia simultáneamente con la libertad del hombre? Y, si Dios, como hemos afirmado, es don, y no actúa con el hombre por imposición, ni mágicamente, ¿en qué sentido es posible hablar de una "actuación de Dios en la historia" sin detrimento de la autonomía y responsabilidad del hombre?
Cuando nos referimos al tema de la libertad tenemos que ver, como puede observarse, con una de las preguntas más fundamentales que deba afrontar el ser humano. Y es, por eso, el tratado sobre la "gracia", el tratado sobre la antropología teológica, fundamental e impreterible.
Para resolver estas cuestiones es necesario regresar, una vez más, a la cristología expuesta, en la que hemos insistido en la dimensión kenótica del misterio de Jesús, el Cristo. Es precisamente ella la que fundamenta la condición de autonomía humana en su forma más radical, así como proporciona el aporte más importante de la Revelación a la antropología en lo que se refiere a sus consecuencias morales y jurídicas.
En efecto, de la kénosis de Cristo se deducen tanto la autonomía como la responsabilidad morales del hombre ante la vida y ante su propia autotrascendencia personal y comunitaria, por cuanto toda la vida de Jesús como Mesías sufriente es no sólo la afirmación de esa libertad y autonomía humanas, sino la explicitación plástica de cómo llevarlas a cabo.
La actitud libre y responsable que Jesús asumió con relación a su Padre ante su misión, ante la religión, ante la sociedad, ante las tentaciones y ante su propia muerte; las polémicas que sostuvo con relación al sábado, a las leyes de purificación y al templo: revelan una "ontonomía" ([18]) tal, que le permitía decidir sobre la bondad o la maldad de las acciones. El origen de dicha bondad o maldad, afirmaba Jesús, no está por fuera del hombre, sino en "su corazón", que no puede ser hecho puro o impuro desde fuera de él mismo, y sí por la superación de la "ley" por la justicia nueva y definitiva, cuyas consecuencias en orden al obrar son caracterizadas y puestas en ejecución en el Sermón de la Montaña.
Así mismo, la modalidad de operación de esa misma "ontonomía" se mostró y caracterizó en la forma como Jesús realizó su mesianismo -que había sido prefigurado en las connotaciones del profeta, del siervo y del justo en el AT, y que él mismo había advertido en el pasaje de las Tentaciones-: una concepción del hombre libre, en la que se excluye cualquier intervención mágica de Dios en la historia, pero cuya libertad se ejerce en el marco de las relaciones entre el hombre y Dios.
Por estas razones, la antropología derivada de esta cristología señala que es responsabilidad del hombre vivir los valores y los signos escatológicos que encarnan la anticipación de la Resurrección y la historia como filiación. Entre estos valores-signos debemos mencionar especialmente la aceptación del don salvífico ([19]), la conversión contínua, la fraternidad, el compromiso por la justicia y el amor, la igualdad y dignidad humanas y la solidaridad con el pobre y oprimido, compartiendo con ellos, incluso, los propios bienes (c. 222.2).
Es verdad que el hombre solo no puede salvarse; y que, por otra parte, esta salvación y liberación definitivas, incluso de la muerte, son todavía una posibilidad en la certeza de la fe bajo la forma de promesa. Más aún, en nuestra percepción creyente reconocemos que nuestra libertad humana es una libertad "teónoma", por nuestra referencia indisoluble a Dios. Libertad y liberación centradas en Dios. Con todo, no es el Espíritu Santo en el hombre el que cree, sino el hombre mismo: es decir, que sin la propia determinación y sin la propia elección nada se realiza, pues Dios tuvo a bien -y esto ocurre de manera especialísima para la aceptación de la fe- crearlo libre, y, al hacerlo, ha confirmado su voluntad de salvar gratuitamente al hombre.
De este principio fundamental se desprende entonces una consecuencia sumamente importante: que todos los "títulos cristológicos" que vimos en el capítulo anterior, con sus respectivos significados, dones, gracias y carismas derivados de ellos y portadores de salvación para el hombre, no serán hechos actuales sin la colaboración humana imprescindible y sin la respuesta fundamental de la fe. En efecto, estas gracias no suplen al hombre ni actúan en él de forma mecánica; son, precisamente, llamados de Dios en la fe a la conciencia moral humana para que construya autónoma y responsablemente la historia ([20]).
La apuesta de Dios por la libertad humana es, sin duda, la mejor crítica que se pudiera hacer a los determinismos que se reflejan en ciertas caricaturas de Dios (v. gr., un mago poderoso del que el hombre es esclavo perfectamente sumiso y sin voluntad propia). Dios no actúa para solucionarle al hombre los riesgos de su historia: si actúa en ella es sólo -como gustan decirlo los Evangelistas, especialmente Juan- para darnos un signo o una esperanza de su Reino; pero la historia continúa estando en manos del hombre.
Toda realidad, y enfáticamente la realidad humana, al haber sido asumida por Cristo en la encarnación, y al haber sido plenificada por Él en la recapitulación, es, por otra parte, una sola; y ella recibe en El su sentido. Por eso se puede concluir que no existen para el creyente dos historias, una de liberación humana y otra de salvación escatológica; sino una única historia que, si bien, no consiste en la confusión de la una con la otra, o en la reducción de la una en la otra, sí es la inserción de la salvación en la historia, y esta salvación es el fundamento de la liberación humana. En esa única historia se ha abierto la posibilidad para que el hombre asuma el riesgo de la fe y del encuentro con Dios.
Para el cristiano, entonces, sería realmente inconcebible que pretendiera realizar el compromiso de su fe "por fuera del mundo", al margen de la humanidad entera o de la conciencia de su dignidad; ni, incluso, "aislándose" en un ámbito cultual "sectario" o "sagrado" (en el sentido que empleábamos estos terminos al referirnos a las relaciones de Jesús con el templo, cf. p. 164s).
Ahora bien, si el planteamiento que estamos desarrollando consiste en que la autonomía de la historia humana es total, ¿cómo se hace presente y cómo actúa Dios en ella?
Ya santo Tomás de Aquino se había formulado esta pregunta de profunda intuición psicológica y antropológica. La respondió en el sentido de que si la libertad humana no fuera movida (motivada) por Dios, lo sería por algún otro "señor" extraño a ella. Por tanto, la única forma de que el hombre se mueva a sí mismo es que sea movido por Dios, y en ello consiste su libertad, en que plenamente el hombre se deje mover por Dios ([21]). Dicho de otra manera, Dios actúa en la historia por medio de la libertad humana, ofreciéndonos su amor e interpelándonos con él, haciendo que los hombres hagamos porque queramos. Por eso la "autonomía" de las realidades temporales y de la historia no excluye la posibilidad de encontrar y de vivir a Dios en ella; pero siempre será bajo la condición del Amor: Dios no se impone por sí mismo con una evidencia racional, sino como fruto de una comprensión valorativa y de una aceptación libre del hombre en la fe.
Ahora bien: ¿Qué consecuencias tiene esta autonomía en orden al obrar histórico del hombre? Podemos indicar al respecto que sólo al hombre queda encomendada la superación de la injusticia, de la pobreza y de cuanto atente contra la dignidad de los seres humanos, y sean para ellos causa de su miseria y alienación.
Así mismo ocurre con relación al dolor. En razón de su corporeidad, los hombres sufren de hambre, frío, calor y sueño, también de dolor y enfermedad. El sufrimiento forma parte de la realidad humana; pero no es siempre consecuencia de sus opciones libres. En efecto, en sus relaciones sociales no siempre se expresa un clima de paz y de concordia, y, con frecuencia sí de injusticia, de violencia y falta de humanidad, de modo que se llegan a crear situaciones personales y sociales lastimosas. Entonces se llega a preguntar él mismo, ¿cómo podría compaginar esas situaciones con su esperanza?; ¿cómo integrar esas realidades -a las que, a veces, no se les descubren salidas dignas, eficaces y prontas, pero que llevan consigo la pérdida o la puesta en crisis de su esperanza; o sí salidas violentas, como vía única para mantener su esperanza- con esa visión del sentido último que caracteriza a la fe cristiana?
Entonces divisamos otra dimensión del hombre que penetra el misterio permanente e ineludible del dolor: su compromiso con la justicia lo conduce a no llevar una pasiva resignación. Por el contrario, reclama una activa participación suya. Entonces Cristo es el paradigma para dicha acción, con tal de que se le dé una asunción personal e interna por parte del hombre, con tal de que se haga una acogida libre a partir de una opción fundamental por Él; de lo contrario, se trataría sólo de un actuar heterónomo.
Una asunción del modelo Cristo no debiera ser, por eso mismo, alienante para el hombre. Ello ocurriría si el hombre quedara en una actitud kenótica pasiva. Pero Cristo libera al hombre con una liberación que lo hace capaz de asumir la historia y sus problemas de justicia para salir de ellos.
Podemos afirmar, entonces, que existe una clara relación entre los términos kénosis-justicia-autonomía: La experiencia de Israel, y especialmente de su salida de Egipto, de la injusticia, y su paso a la libertad, se había convertido en el modelo de un pueblo sujeto de su propia historia en la que se experimenta también el dolor. Y en razón de Jesús, aún más, el hombre es capaz de liberar la historia y de actuar en ella con decisión ([22]).
En efecto, Jesús muestra cómo este dolor, así como las demás situaciones límite, pueden ser asumidas por el hombre en clave de fe, tanto aquellas que son consecuencia directa de la injusticia, como aquellas que no tienen propiamente en la injusticia su origen. La fe cristiana permite desentrañar el valor que, en razón de la kénosis, encierra el dolor. Por eso podemos decir con propiedad que la kénosis es, para el hombre, liberadora, porque el dolor y la enfermedad, problemas acuciantes y permanentes que interrogan la conciencia humana, son iluminados por la fe cristiana: considerando las palabras y el ejemplo de Jesucristo, ella comprende no sólo lo que significan y cuánto valen esos dolores y enfermedades en orden a la propia salvación y a la del mundo entero, sino que, a cuantos los experimentan y padecen les permite considerarse e incluirse voluntariamente entre aquellos elajistoi -los más pobres y desamparados-, los "más amados" de Dios, a quienes Jesús visita en sus circunstancias, y no, precisamente, por ser éstas un castigo divino.
Aún tratándose de una condición inherente a la realidad humana bajo el régimen del pecado ([23]), tal y como Cristo mismo la asumió en la encarnación, debe ser asumida también por el fiel cristiano, pero con una esperanza activa, desde la perspectiva de la resurrección, y, por tanto, como leve y pasajera en vistas a la gloria futura que se nos prepara, como indica la recapitulación.
Por eso, insistiendo en lo que decíamos al comienzo de este aparte ([24]), que el mesianismo de Jesús no es sólo la afirmación de la autonomía humana sino, en cierta forma, el modelo a partir del cual se la debería realizar, ciertas esperanzas mesiánicas contemporáneas suyas fueron denunciadas como no correspondientes al designio auténtico de Dios: Jesús se presentó como Mesías, pero por el camino de la cruz y del sacrificio de Sí mismo, por el camino de la kénosis, llevando una forma de vida solidaria, que lo condujo hasta su entrega definitiva en la pasión y la muerte: En efecto, toda su vida se caracterizó por ser el-hombre-para-los demás, por su actitud permanente de ayuda y disponibilidad, por su existencia pobre y austera, que compartió con los pobres, y haciendo de su opción personal por los marginados ([25]) un signo característico de su misión, como lo recordaba él mismo leyendo el texto de Isaías en la Sinagoga de Nazareth, al comienzo de su ministerio. Asumió, igualmente, por último, la conflictividad que esas actitudes y forma de vida le habían implicado ([26]) y murió, por esa causa, como cualquier otro marginado o delincuente, según fué comprendido desde las instancias políticas.
Todo ésto significa que la Revelación se realizó por medio de la solidaridad total del Hijo con la maldición y el empobrecimiento del hombre, fruto del pecado, como explica s. Pablo (cf. Ga 4,4s). A través de su solidaridad con la condición y con la historia humanas, que conducen naturalmente al sufrimiento y a la muerte (cf. Hb 2,10) y que nos dicen que el que era Dios vivió en todo como uno de nosotros. Comprendiendo ese sentido de la solidaridad, s. Pablo no duda en llamar a esa condición soteriológica de la existencia de Jesús "pecado" (2 Co 5,21) y "maldición" (Ga 3,13), por cuanto murió sin haber ejercido otro poder que el del servicio, entregando su vida por todos los hombres y cargando sobre Sí nuestros pecados.
Este modo de encarnación, en pobreza, entrega, obediencia y humildad ([27]) revela el gran amor y la solidaridad del Hijo de Dios con los hombres; denuncia, al mismo tiempo, todo lo que hay de injusticia y de sufrimiento en el mundo, porque y cuando son causados deliberada, arbitraria y egoístamente; y exige, a quien quiera ser su discípulo, continuar el mismo "camino" que El siguió, ligado a la cruz y a la resurrección (Él es "la verdad").
De lo cual se deduce entonces que, para el cristiano, es imposible desligar este "seguimiento" o "discipulado" de Jesús (como gusta denominarlo la teología espiritual) de poseer actitudes y de realizar actos morales (señala la teología moral) y jurídicos (tanto en la vida social de la comunidad política, según señala la teología del Derecho, como en la vida social de la communio fidelium, conforme explica la teología del Derecho canónico, y, en particular lo ordena el c. 222.2: "praeceptum Domini") que expresen su real solidaridad con las pobrezas y con los sufrimientos de los demás, y que han de conducirlo, muy seguramente, a padecer y compartir la suerte y las injusticias de las que suelen ser víctimas el justo y el profeta. Y, todo ello, sin que se trate de un puro acto de filantropía, o una ocasional ayuda asistencial, sino, por el contrario, un gesto y un comportamiento que le es propio a su condición de hombre, de hijo y de hermano, que se encuentra con Cristo, presente en el dolor y en las angustias de sus elajistoi (cf. Mt 25,31). Esta exigencia del discipulado es, precisamente, lo que expresa el c. 222.2.
Por todo lo cual, bien podemos entender, que la pregunta adecuada no es ¿por qué Dios no evita el sufrimiento del hombre en el mundo?, sino, más bien, ¿cómo puede el hombre -y más precisa y urgentemente, como señala el Código, el fiel cristiano- evitar el sufrimiento de Dios presente por su solidaridad en la historia?
Dios ha tomado la iniciativa de amar al hombre, Él lo amó primero, "ha puesto su pobre esperanza en él". Nuestros imperativos morales y canónicos no tienen otro origen más alto que la fe en que Dios se ha querido relacionar con nosotros. Pero un Dios que nos exige ser coherentes y ser fieles, especialmente cuando ésto se refiere al reconocimiento que se haga de su presencia en todos los demás y en los acontecimientos del mundo. Entonces, Dios actúa en la historia a través de nuestra libertad.
En este sentido, el c. 222.2 se refiere a un hombre-fiel cristiano, ontónomo-teónomo, libre y responsable, solidario en la conformación de un mundo justo, y "pobre" porque ha hecho la apuesta de la fe, aún en medio de los conflictos culturales, económicos y sociales que lo dificultan o, de hecho, lo imposibilitan; a pesar, incluso, de los impedimentos biológicos y/o psicológicos que lo condicionan permanentemente.
3. El hombre nuevo en Cristo, ser en gratuidad, misterio, historia y trascendencia.
La pregunta fundamental humana por el sentido que posee su existencia comporta, igualmente, la pregunta por el porvenir. Se trata, efectivamente, no sólo de saber en qué dirección se ha de enrumbar hacia la meta a través de su obrar intrahistórico, sino de saber también cómo ese sentido tiene un significado para el obrar presente guiado por las esperanzas cuya realización aspira.
Estos ideales o utopías orientan y condicionan también, de diversas maneras, la conformación y la determinación de los valores morales y jurídicos ([28]) de su medio ambiente social, así como el ejercicio de su libertad con relación a ellos. Los términos que hemos empleado ("significado" y "dirección") hacen referencia, pues, a otra realidad.
Este planteamiento implica que sea muy difícil poder separar las esperanzas más inmediatas de una persona de aquéllas que le confieren a su existencia un sentido total, otorgándole, en definitiva, una razón de ser a todos sus anhelos. Por eso, el hombre se define también, justamente, por su esperanza, y ella le aporta una motivación dinámica para su actuar histórico.
Pero, ¿qué es aquéllo último que fundamenta y activa la esperanza de los hombres? ¿Bajo qué criterios se la puede formular? ¿Puede acaso el hombre construir esta esperanza, y responder a ella, a partir de sí mismo? O, por el contrario, ¿existe algún signo en nuestra misma naturaleza humana que nos indique la posibilidad de recibir el sentido total como un don?
La experiencia muestra, al menos, que el amor ([29]), comprendido como el constitutivo esencial de lo que es para el hombre la felicidad, constituye una necesidad que debe ser satisfecha gratuitamente ([30]). Todo amor interesado o condicionado deja siempre dudas acerca de su autenticidad, aunque, en realidad, es bien difícil amar desinteresadamente. Por ello, afirmamos que parece un ideal inalcanzable amar al otro por él mismo y no por otra cosa, o por alguna de sus cualidades ([31]). Con todo, y sea cual fuere la propuesta que se haga al respecto, ¿qué garantía se puede ofrecer de que esa esperanza de felicidad tiene una razón de ser y que no se trata simplemente de una ilusión carente de fundamento?
Debe observarse primeramente que, eludir la respuesta a esta pregunta, no deja al hombre en una posición neutral, porque sus opciones posteriores seguirán pautas coherentes con esa ausencia en él de sentido total para su existencia. En consecuencia, es del todo indispensable responder a esa inquietud sobre el futuro. Y hacerlo en el contexto de su significado último implica para el hombre abordar la situación más límite de todas, la muerte, que le cuestiona todo sentido que se la haya querido brindar a la vida, que le relativiza la vigencia y el valor de cualquier experiencia o dinamismo humano. En otras palabras, la actitud que se asuma con relación a la muerte determinará de alguna forma la actitud que se adjudique uno frente a su vida.
Conforme a ésto, debemos preguntarnos si no es posible hallar ya en la existencia humana alguna base que le permita "esperar" con sentido, a pesar del hecho inevitable de la muerte.
Por supuesto, al respecto se han asumido diversas actitudes en la historia: algunos, la de la desesperanza, que niega todo sentido a esta dinámica: el hombre, se ha afirmado, es sólo una "pasión inútil"; la derrota, la frustración y el absurdo son para él, en realidad, la última palabra.
Otros, por el contrario, afirman la esperanza; pero se trata de una categoría final que se justifica a sí misma: esperar por esperar, porque su desenlace es puramente intrahistórico ([32]).
Otros, finalmente, teniendo presentes las experiencias de libertad y de comunión entre los hombres, afirman que para el ser humano la inhumanidad, el mal y la muerte no pueden ser la última palabra. Y que si bien no se sepa aún ni el cómo ni el cuándo, es necesario mantener una actitud que conserve abierta y palpitante la pregunta. Se trata, entonces, de una respuesta que se afirma en la misma naturaleza humana, en la tendencia a su plena realización, para que su periplo vital no sea un absurdo. Se trata de una respuesta que, en cierto modo, manifiesta una disposición para la fe, al menos implícita.
Ahora bien, cuando tenemos ante nuestra vista esta problemática fundamental humana salta espontáneamente a nuestra consideración la perspectiva escatológica, característica esencial de toda cristología, y, especialmente de la que hemos esbozado a propósito de la fe en la resurrección del Señor y de sus consecuencias en orden a la realización del Reino y al seguimiento ([33]). Esta perspectiva es la base para re-situar toda esa dinámica que posee el recién formalizado "principio de esperanza" en el hombre bajo la perspectiva de la plenitud de su sentido y de la consolidación de su coherencia, de modo que se compacte como tal.
En efecto, nuestra fe cristiana nos permite afirmar que la plenitud de ese sentido y la coherencia más profunda que se le pueda dar a la historia humana no es perceptible sólo al interior de la misma, y que las realidades de dolor, injusticia y muerte que acaecen en ella sólo son superables en razón de la resurrección de Jesucristo. Y que es en consecuencia, a la luz de esta Realidad original y fundante, como deberían ser examinadas las cuestiones relativas a la meta definitiva humana, a las exigencias que ella plantea a la hora presente, al sentido de la historia e, incluso, a la existencia y a la aplicación de un "Derecho canónico", así como a la gratitud y a la alegría de vivir, como posibles para la realización auténtica del hombre. Es precisamente esta problemática la que pasamos a dilucidar en seguida.
Como hemos afirmado, la resurrección debe ser considerada también como la plenitud de la pretensión de Jesús y del Reinado anunciado por El ([34]). En ese orden de ideas, ella ofrece un punto de llegada y una meta que supera todas las contradicciones, las dudas, el sufrimiento, el mal y, no excluida por supuesto, la determinación absoluta del hombre como ser-para-la-muerte.
En la resurrección del Señor triunfa la justicia de Dios, realizándose juntamente con la libertad, la verdad y el amor. Es a ésto a lo que se refieren de múltiples formas los textos bíblicos cuando emplean las locuciones "comunidad", "hombre nuevo", "plenitud" del "Reinado de Dios" "anunciado" por Jesús, espiritualización de las "promesas", "ciudad futura", "justicia final", entrada a la "nueva vida"...
Si bien es cierto, pues, que al interrogante humano por el sentido de la existencia no le podemos brindar una respuesta terminante intrahistórica sino sólo signos anticipatorios de una realidad escatológica, entonces únicamente esta dimensión escatológica -que lleva consigo un estado ulterior y definitivo- es capaz de responder adecuadamente a esa necesidad de la persona de dar fundamento a su esperanza, en cualquier situación en la que se encuentre, y ofreciéndole ese futuro definitivo que sea para ella liberación y, al mismo tiempo, promesa para toda la humanidad.
Por eso la resurrección de Jesucristo es, gracias a su dinamismo escatológico, la revelación al hombre de su ser trascendente, pleno de sentido y religioso (en el sentido más auténtico de la palabra), puesto que su vida posterior a la muerte es nada menos que la vida misma de Dios.
Simultáneamente, la resurrección lo revela a sí mismo como un misterio en el que existe una huella de lo divino, porque, al estar llamado a la vida de Dios, se descubre ilimitado, irreductible a abstractas definiciones exclusivamente científicas o filosóficas, abierto al futuro de su propia resurrección en la que se develará lo que ya somos (cf. 1 Co 15,49; Flp 3,21; Rm 8,29; 1 Jn 3,2).
Esta dimensión trascendente que nos esclarece la fe en el Resucitado ratifica, entonces, aquel dinamismo perceptible ya en la constitución natural del hombre ([35]), al tiempo que hace de instancia crítica para aquellas "antropologías" que pretenden reducir la esperanza y el sentido de la existencia humana, con su consecuente actitud moral relativa a lo espacio-temporal, a ser, por ejemplo, víctima, simplemente, de fuerzas ocultas, ante las que cabe sólo anonadarse, o colaborar indiscriminada y acríticamente con ellas ([36]), o reconocer en él mismo, como verdad, sólo lo que la ciencia puede demostrar ([37]).
Con todo, como lo hemos dicho hace poco, una meta o ideal no se quedan sólo en lo porvenir sino que su significado humano traza y define el obrar actual, y por eso es relevante. La realidad es leída desde el futuro, como imagen de lo que habrá de suceder; pero, en el contexto teológico, produce una verdadera motivación -a la que podemos denominar "anticipación cristológica"-. Hay que estar muy atentos, sin embargo, a cualquier riesgo de alienación derivado de una esperanza puramente pasiva y exclusiva para la otra vida, pues, al estar la esperanza cristiana apoyada en que el futuro abierto por el "Primogénito de entre los muertos" no es sólo temporal, podría ocurrir que se quisiera esperar a que transcurra tranquilamente el período de tiempo determinado y no se mantuviera la esperanza con ese carácter vivo y exigente que señalábamos ya en nuestro capítulo cristológico ([38]). Si esto no fuera así, ¿qué significado tienen entonces tanto el Reinado de Dios como la resurrección para la vida concreta del hombre?
En cambio, si la esperanza humana se comprende desde la fe, se comprenderá igualmente que el compromiso por el Reino, aquí y ahora, consiste en asumir y en responder a la urgencia concreta que la justicia y el amor le hacen al fiel cristiano. Pero a condición, como lo dijimos anteriormente ([39]) de que ese compromiso sea asumido con un hombre hijo y hermano, y de que sea vivido en esa fe que nos advierte la anticipación de la resurrección y su carácter liberador en la historia.
Dicho en otros términos, nuestro presente ha quedado marcado por nuestro futuro. Por eso, ese futuro exige que nos preguntemos ¿qué deberíamos hacer ahora, que sea lo más favorable para la realización de nuestro futuro?
El c. 222.2 encuentra, entonces, nueva luz y renovada vitalidad en razón de la fe en la Pascua del Señor: por eso, su insistencia en el imperativo moral de que el fiel cristiano debe obrar, desde la fraternidad, en las líneas de la justicia social y de la comunicación de bienes, hasta llegar a expresar una real solidaridad con el oprimido -a fin de que ninguno carezca de una existencia y de unas condiciones dignas, propias de su naturaleza humana- y una actitud de despojamiento centrado sólo en el Reino de Dios y su justicia.
Siendo la resurrección del Señor ([40]) una protesta de Dios contra la injusticia humana es imposible que ese fiel cristiano la pueda afirmar en la fe, mientras, al mismo tiempo, él mismo sea cómplice de dicha injusticia. Por eso debemos entender que el c. 222.2 señala que la promoción de la justicia social no es algo extrínseco a la fe cristiana, ubicándose, precisamente, entre las obligaciones y derechos propios de todos los fieles cristianos. Por el contrario, ella tiene su fundamento, propio y original, en el mismo Jesús -cuyo precepto se recalca expresamente en este c.: ápax literario-, Quien es, no sólo la meta de su existencia, sino su presente a lo largo de la vida.
La resurrección de Cristo indica, por otra parte, la condición histórica del hombre, cuya actividad ha de realizar en el ámbito concreto de la historia. Se enfatiza de esta manera que el hombre no debe ser circunscrito sólo a lo trascendental suyo, negándole a su obrar la exigencia de comprometerse con la realidad política y social, y condenándolo a una acción meramente abstracta e irreal que responde, más bien, a ciertos "intereses" (sean ellos institucionales, políticos o económicos).
Cuando la vida y la resurrección de Jesucristo, el Señor, responden a las exigencias del presente y del futuro del hombre, hijo de Dios, proporcionan, entonces, un sentido unitario a la vida humana y se constituyen en clave teológica para leer la historia: el fiel cristiano es, pues, "un hombre que sabe esperar", porque sabe conjugar el llamado a la trascendencia con el compromiso intrahistórico que ella implica; porque, sabiéndose peregrino de la plenitud escatológica, se compromete con la historia como signo y constructor de los valores del Reinado de Dios en la tierra; porque, como creyente en el Señorío glorioso de Jesús, lo espera como promesa; y, al mismo tiempo, conocedor de su espíritu mesiánico kenótico, lo sigue como discípulo suyo, teniéndolo como exigencia y norma para su vida terrena. Por eso, el fiel cristiano puede ser definido como un hombre de esperanza lúcida y realista, sin vanos triunfalismos, sin ilusiones de perfecto idealista, sin actitudes de enfermiza resignación o escepticismo.
Pero, una vez más, debemos preguntarnos: ¿Qué nos permite confirmar la esperanza natural humana?
Al fijar nuestra atención sobre el hombre ([41]) descubrimos en él su necesidad absoluta de lo que debe ser totalmente gratuito. Escapa de sus manos, sin embargo, la conciliación de este deseo de absoluto con sus propios límites, que también reconoce. La historia, entonces, le aparece como una realidad ambigua, que no sólo se aprecia compleja sino, más aún, contradictoria. En esa condición se siente incapaz de descubrir en la historia, y desde ella misma, con seguridad, un sentido.
Por eso, el primer dato que una persona debería asumir debería ser la aceptación de que, en caso de existir, esa meta última y final que le permite lograr su plenificación definitiva sólo le puede pertenecer si le es otorgada, si su meta es un don: Que la posibilidad de auto-transcenderse debe provenirle de Alguien que sea Amor que reconcilia consigo al hombre como donación total.
Por su parte, la respuesta humana que acoge ese don es efecto del mismo don: es la fe.
La fe, entonces, es humana, por ser ejercicio libérrimo, personal e intransferible de cada hombre; pero, al mismo tiempo, por lo mismo que estamos diciendo, "divina" (cf. c. 750). En consecuencia, existe una proporción entre el don de Dios y la acción del hombre que cree; pero, en razón de ser un don de Dios, hay en la fe un salto cualitativo originado exclusivamente en la iniciativa de Dios.
De Dios proviene también la capacidad para esa realización total del hombre constituído en su misma naturaleza gratuidad y misericordia; capaz, por lo mismo, de acoger incondicionalmente el amor, de vivir con alegría y con paciencia, y de reconocer gozoso los dones de Dios; capaz de responder, en contrapartida, amando de una manera semejante a la de Dios (cf. Lc 6,32-36).
Esta capacidad constitutiva para la gratuidad y para la misericordia requiere, con todo, ser renovada constantemente. Porque el amor es siempre donación y oferta, y nunca posesión adquirida por el hombre. Por eso, al considerar las exigencias particulares que el Amor le plantea por ejemplo en la formulación de un c. como el 222.2, el fiel cristiano ha de entender que para mantener esa capacidad actuante es necesaria una conversión contínua cuyo punto de partida fué su bautismo, en el que aceptó en la fe esa invitación radical formulada por Jesús para que asumiera el seguimiento del Reino y de su causa actual y futura.
Podemos concluir, entonces, diciendo que el don salvífico exige al discípulo vivir en todas sus consecuencias la "anticipación cristológica" de la resurrección. Así mismo, que el don salvífico, realizado en Cristo, es el verdadero punto de referencia y el fundamento de la vida entera del discípulo, y no él mismo. Y por tanto, que la salvación no proviene del discípulo ni de sus esfuerzos, sino de la correspondencia libre que él le conceda al don salvífico de Dios. O, en otras palabras, que la salvación es, simultáneamente, fruto de la acción de Dios en cuyo amor se origina, se sostiene y se culmina, y respuesta del hombre que en la fe y en su obrar amoroso, gratuito y alegre la acoge y la actualiza ([42]).
4. El hombre reconciliado, justificado y justo.
"Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas... Se aumenta la comunicación de las ideas; ... se busca con insistencia un orden temporal más perfecto... El curso de la historia presente es un desafío al hombre que le obliga a responder" ([43]).
Este texto del Concilio de nuestro siglo nos permite constatar cómo ya desde la época de los filósofos griegos se fueron percibiendo las tendencias humanas a la armonía y a la unidad (Parménides, Demócrito, Heráclito, entre otros). De ellas dieron testimonio también los Padres de la Iglesia (Justino, Ireneo de Lyon...). Pero es sobre todo en nuestros tiempos cuando se realizan mayores y notables esfuerzos para mostrar cómo el hombre es centro, sentido y síntesis del universo ("microcosmos") gracias al acercamiento y a la convergencia que logran las ciencias; pero también las religiones orientales, con su deseo de identificarse con el Uno; y la pretensión marxista, que afirma la existencia de la verdad del hombre, ser genérico, universal, socializado; etc.
Nos preguntamos, a pesar de todo ésto, sin embargo, si es real y efectivamente posible mostrar que sí existe un sentido total que permita que tales propuestas y afirmaciones relativas a la "recapitulación" de todo en el hombre no son vanos e inútiles.
Sin duda la presencia de estas tendencias en el ser humano y en su historia así lo estarían exigiendo y postulando para su plena realización.
Encontramos, sin embargo, que estas tendencias coexisten en el mundo con otras tendencias fuertes a la división, debidas a fuerzas contrapuestas; a fuerzas que, inclusive, llegan a producir grandes sectores excluídos de la humanidad, en nombre de la pretensión de universalidad de su propia postura... Surgen, entonces, las enemistades y las formas de dominio de unos sobre otros...
En esa forma, la humanidad vive un drama, por cuanto no acierta a conciliar en sí misma la tendencia con la realidad. Problema complejo que muestra, igualmente, las tensas relaciones entre el individuo y la comunidad. Problema siempre afrontado, pero que aún no ha encontrado su completa y mejor solución, mientras resultan sensiblemente afectadas las relaciones interhumanas en justicia y amor.
Sin embargo, lo reiteramos, el hombre conserva, a pesar de todo ésto, la esperanza de que alguna vez reinen la paz y la justicia definitivas, que le permitan vivir plenamente la felicidad.
Precisamente a estas tendencias, aspiraciones y necesidades humanas responden las dimensiones cristológicas de la recapitulación y la reconciliación.
Si se mira bien, los correlativos antropológicos de la encarnación, de la kénosis y de la resurrección han mostrado ya, en cierto modo, cómo lo específico cristiano responde adecuadamente a la naturaleza humana en sus dimensiones de dignidad, historicidad y trascendencia, aportándoles, además, un valor absoluto en razón de la plenitud de sentido que ofrece a su esperanza, a su amor y a su fe. La recapitulación de Cristo resume, entonces, todas esas dimensiones, pero dándoles un carácter comunitario, total y universal. Veamos por qué:
Efectivamente, cuando en la cristología narrativa nos referíamos a cómo la universalidad se hacía presente en todos los aspectos del ser histórico de Jesús ([44]) -recordemos algunos: la sustitución de la ley por el hombre nuevo; el templo, signo de la comunidad universal; la razón de ser de la conducta que Jesús optó por los empobrecidos como expresión de la igualdad y universalidad del amor, características del Reino; la superación de los antagonismos y de las divisiones afrontando el conflicto; etc.-, se mostró claramente cómo su propósito y su tarea consistieron fundamentalmente en la reconciliación de los hombres entre sí y con Dios. Más aún, con relación a los creyentes, en este "Signo" primordial se hacen realmente presentes la unidad universal y la armonía prometida y germinal, y sacramentalmente posibles.
Por su parte, la cristología sistemática nos permitió subrayar ese mismo carácter reconciliador del Resucitado, cuyo Cuerpo, nuevo Templo ([45]), es convocación para toda la humanidad en la que cada cual conserve, enriquecida por la interacción de todos, su propia individualidad ([46]). El "segundo" y "nuevo Adán", el "sumo Sacerdote", títulos referidos a Jesús, indican, precisamente, la universalidad que la comunidad cristiana primitiva le reconocía al Cristo como consecuencia soteriológica de su misterio y de su gracia y como hermanador de la comunidad humana.
Así mismo, con relación a la recapitulación de todas las cosas en Cristo, la cristología narrativa mostró cómo la pretensión de Jesús abarcó y pretendió con relación al hombre la propuesta de un sentido último y total para su vida, individual y comunitariamente considerada ([47]): su actividad exorcista, por ejemplo, como parte y confirmación que fué del anuncio del Reino, indica el triunfo definitivo del Recapitulador y Reconciliador sobre el mal desde su misma raíz, y cómo era ya anticipo de aquella victoria suya final, cuando, vencida la muerte, entregue el Reino a Dios Padre (cf. 1 Co 15,24-28) y, entonces, "Dios sea todo en todos".
Igualmente, la cristología sistemática resaltó cómo, en razón de la resurrección de Jesús ([48]), su vida y obra, su revelación y nuestra historia han sido constituidas en definitivas para los hombres. En realidad, El es el nuevo Adán que verifica y consuma al primero; el Primero y el Ultimo, el Primogénito de toda la creación, Quien vendrá un día para juzgar con señorío universal y cósmico (cf. Rm 8,20ss; Ap 11,15-19; 19,1-10). Su señorío es único, y engloba toda la historia y al mundo de principio a fin; lo recapitula todo como ámbito que es de todo lo creado: la Palabra definitiva del Padre, en fin, en la que lo ha dicho todo y lo ha dado todo.
En la resurrección, pues, se unifican la creación, la encarnación, la Cruz y la redención en toda su comprensión.
Ahora bien: ¿Qué dimensión del hombre se deriva de este principio de recapitulación y de universalidad de Cristo?
En realidad, ya que se trata de un principio que abarca y que condensa todos los anteriores, se refiere, por tanto, a todas las características ya señaladas que de ellos proceden; pero aportándoles la especificidad de su unidad y totalidad. Es decir: conforme a este principio de recapitulación y de reconciliación de Cristo, la constitución del hombre se colma en su individualidad personal con la comunitariedad, con la historicidad y con la plenitud de sentido. Observemos:
En primer término, por la reconciliación el hombre ha quedado insertado en un contexto comunitario de universalidad y de igualdad, cuyo sacramento es la Iglesia ([49]). Desde entonces, el concepto de "persona", auncuando hace referencia a la individualidad del sujeto, no se detiene allí, sino que considera y abarca también su dimensión comunitaria que lo plenifica (cf. c. 98: "persona in eadem (Ecclesiam)"; cf. p. 64s). En consecuencia, toda realización personal implica la realización de todos los hombres, de tal modo que es imposible trabajar y lograr la liberación personal aislándose, es decir, sin la liberación de los demás. Ante las diversas formas de opresión y de miseria en las que viven y son mantenidos muchos de sus hermanos, el fiel cristiano no puede, entonces, sentirse a gusto, libre y realizado. Es indispensable que sea consciente de la necesidad de la construcción progresiva de la comunidad y del esfuerzo permanente por responder a la invitación cada vez más apremiante de su propia conversión, e, incluso, a operar en las estructuras los cambios que sean forzosos porque impiden el auténtico desarrollo de la sociedad entera ([50]).
En segundo término, la recapitulación incorpora al hombre en el proceso de justificación y participación de la vida Trinitaria ([51]): Se trata de un proceso en el que el Espíritu va comunicando al hombre, hasta su meta final, la justicia total realizada en Cristo, conformándolo con El, hasta que llegue a ser verdaderamente "su imagen" y "según su semejanza" (como lo expresa el Génesis y Colosenses), o "justo" (como lo decía también s. Pablo), según El lo es.
Con la recapitulación se confirma, otra vez más, la encarnación del Hijo y el propósito de la misma; y, gracias a una y otra, la dignidad y el valor intramundano del hombre, como tuvimos ya ocasión de advertirlo ([52]).
El c. 222.2 así examinado, a la luz de las consecuencias antropológicas de la recapitulación y de la reconciliación, expresa precisamente que ese proceso que avanza hacia la justificación total del hombre por Dios no se realiza independientemente de la fe que caracteriza al fiel cristiano y de su práctica de la justicia (cf. St 2,13-26). Ciertamente, la recapitulación es la plenitud de todo, y será vivida por el hombre después de la muerte y de su propia resurrección, cuando todos los dinamismos históricos hayan sido transformados y alcancen su plenitud en Cristo. Pero, con relación al hombre, insistámoslo, se trata de un dinamismo y de un proceso en el que "se va haciendo justo", en el que va reproduciendo, cada vez más intensamente, la Imagen de Cristo. Y ello sólo puede lograrse, a condición de y a medida que viva la justicia ya realizada en los hombres por Cristo como promesa, y a medida que vaya participando con El en la victoria sobre el demonio y sus obras de mentira, de egoísmo, de injusticia y opresión.
Por eso, cuando el c. 222.2 nos refiere a las obligaciones con relación a la justicia social y a la comunicación de los bienes, con sus exigencias en orden al ejercicio de la pobreza y de la opción preferencial por los marginados, como ellas fueron realizadas por Jesús y ordenadas por El, está invitando a los fieles cristianos a optar por una lucha permanente a fin de construir un mundo y una sociedad en la que los hombres y las mujeres, todos y cada uno de ellos y de ellas, sean verdaderamente dignificados, auténticamente promovidas todas sus dimensiones de libertad, amor, igualdad y fraternidad, desde Dios y hacia Dios. Podemos afirmar, entonces, a la luz de la Revelación y del principio de reconciliación que estamos aplicando, que la base antropológica que aporta este c. al conjunto del Código consiste en el fiel cristiano "justo", con una "justicia" que es característica de su ser, por haber sido "justificado", divinizado, partícipe del ser justo de Dios.
Por lo dicho podemos, entonces, observar cuánto los principios de la reconciliación y la recapitulación de Cristo nos pueden decir acerca del hombre en el misterio del nuevo Adán. Y, en consecuencia, con relación al obrar que sea consecuencia de tal hecho. Se trata de unos principios imperativos e indescartables, que subrayan que dicho obrar ha de ser "en justicia y solidaridad universal" -como bien lo propone el c. 222.2 ([53]); de una indicación que condiciona, sin lugar a dudas, y que enriquece con diversos aspectos, la intencionalidad de la praxis cristiana.
En efecto, la justicia y la caridad interhumana encuentran su fundamento cristológico en la reconciliación. Primeramente, porque ella se refiere a la relación entre los hombres y a la relación de éstos con Dios. Y, en segundo término, en la recapitulación tenemos la justicia definitiva, que permite entrever desde ahora la perfección de todos los dinamismos históricos, incluidos la justicia y la caridad.
Finalmente, este principio que aúna reconciliación y recapitulación permite que sean examinadas dos realidades muy propias de la actividad humana. Nos referimos especialmente a la liberación socio-política, por una parte, y al ejercicio profesional, por la otra. Una y otra tienen que ver con todos los fieles cristianos.
En relación con la liberación señalemos brevemente cómo el principio de recapitulación-reconciliación, al integrar, como hemos dicho, todos los dinamismos existenciales del hombre en el proyecto escatológico definitivo ([54]) requiere el desarrollo y la promoción integrales de todo el hombre y de todos los hombres, evitando reducir la salvación a sus aspectos solamente sociales, económicos o políticos.
En efecto, si bien los progresos humanos y las conquistas humanas no se identifican -ni pueden identificarse- con el desarrollo del Reinado de Dios, éstos y éstas forman parte insustituible e integral del plan de Dios, cuyo fin hemos expuesto anteriormente. Conforme a ésto, es necesario un cierto desarrollo humano para poder acoger el Evangelio y para poder practicar la ley moral, sin esperar contínuos milagros de la gracia ([55]).
En consecuencia, los aspectos económicos, políticos y sociales hacen parte del dinamismo de la salvación y posibilitan que, históricamente, ella se exprese y se haga creíble (como recién hemos recordado, cf. St 2, 13-26) la fe en Cristo y en su salvación.
Con relación al segundo aspecto, el relativo al ejercicio profesional -tomado en su sentido amplio, no en el sentido de quien posee un título académico o universitario-, debemos decir que el principio de la recapitulación de todas las cosas en Cristo permitió que ya grandes teólogos de la primera Edad de la Iglesia ([56]) lo consideraran fundamentado: Cristo, que asume todos los dinamismos humanos, reconduciéndolos hacia su plenitud y a la gloria de Dios, causa que, en principio, ningún oficio sea impedimento, por incongruente, para la vida cristiana. Más aún, se consideraba que era, precisamente, la condición laboral que desempeñaba el recién convertido el ámbito normal en el que tendría que continuar desarrollando su vida ([57]). Todo trabajo merecía igual respeto orden a la salvación, fuera él manual, artesanal, científico o, incluso, filosófico.
Por el contrario, debemos mencionar, de esa misma época, el gnosticismo: fundado en un dualismo antropológico, llegó a despreciarlo, sobre todo, el que consistía en labores más sencillas; pero, en su vertiente platónica, llegó a acentuar, por el contrario, la importancia del ocio y el desdén por el esfuerzo intelectual ([58]).
Terminemos este aspecto relativo a las consecuencias antropológicas de la recapitulación y reconciliación del misterio de Cristo diciendo que, al colmar de sentido absoluto todas las dimensiones humanas, Él viene a demostrar de nuevo cómo la cristología es en verdad la culminación de la antropología, y que es necesario respetar el fin teocéntrico para el que toda persona ha sido creada.
Más aún, es necesario afirmar igualmente, y en consecuencia de lo anterior, que la cristología es radicalmente relevante para caracterizar tanto el obrar moral como, específicamente, los procesos de juridificación canónica: Cristo, el Hombre perfecto, es también justicia de Dios para el hombre, y de ello se deriva el imperativo histórico de que, sus discípulos, deban obrar en medio de la historia, a condición de que lo hagan, como lo señala la antropología subyacente del c. 222.2, como hombres justos, en comunión de igualdad y de universalidad y con perspectiva escatológica.
Conclusión
Y así, nos encontramos de nuevo con lo que fuera el comienzo del presente capítulo. Ante el tema de la jerarquía de los valores terrenos o intrahistóricos decíamos que el hombre es, sin duda, el culmen de dicha jerarquía, nunca disociado y menos antagonista del resto del universo pero, sobre todo, referido y orientado hacia su trascendencia.
Los rasgos de la existencia humana ya descritos son confirmados por el misterio de Jesucristo, modelo de Hombre perfecto para el hombre; más aún, provienen de Él. En efecto, cada una de las características del misterio de Jesucristo que considerábamos en la cristología han sido vistas como otras tantas dimensiones que se derivan de El para el ser del hombre en íntima e indisoluble unidad, por cuanto le proporcionan sentido a su existencia: Tanto la Resurrección, como la Revelación, como la Kénosis y como la Recapitulación esclarecen respectivas características del "ser cristiano", el hombre en Cristo. Podemos resumirlas con la siguiente proposición: El hombre es un ser trascendente, que ha sido llamado a vivir con gozo el misterio de su existencia, en gratuidad, promesa y esperanza, a través de su compromiso histórico con la sociedad; por medio de un compromiso en filiación, fraternidad e igualdad, como fundamentos de su dignidad humana; mediante una dignidad promovida y ejercida en la línea de su ontonomía; con la responsabilidad de ser sacramento de la justicia de Dios, indelegable, para la construcción liberadora de un mundo solidario con el dolor y con el sufrimiento. Y, todo ello, como consecuencia de la reconciliación y de la justificación realizadas para todos los hombres por Dios en Cristo Jesús.
Como puede verse en esta síntesis, las tradicionalmente denominadas "virtudes teologales" tienen aquí su puesto, y su importancia. La fe, la esperanza y la caridad proceden de la aceptación que hace el hombre de la salvación ofrecida por Cristo; y, de esta manera, llegan a ser constitutivos nuevos del hombre cristiano.
Este "hombre nuevo" es la fisonomía propia del "fiel cristiano". Una configuración para nada estática, ni abstracta, sino un proyecto dinámico, cuyo "carácter" (en sentido teologal-teológico) viene a integrarse, gracias a dichas virtudes, en el componente ontológico de base.
Con todo, se trata de un proyecto que no está exento de ambivalencia debida a la presencia del mal y de la injusticia en el mundo. Una ambivalencia que no es siempre consciente en individuos y colectividades, cuyas motivaciones afectan la puesta en práctica de dicho proyecto y las actividades consecuentes con él. Por eso, la presentación de las dimensiones cristológicas nos han permitido valorar dicha ambivalencia en la perspectiva de la historia de la salvación. Porque este proyecto dinámico es necesario que se realice efectivamente, y que se actúe históricamente, si bien esté llamado, como hemos dicho, a trascender esa misma historia. Para ello se requiere la fuerza inventiva de la razón práctica, tanto en lo moral como peculiarmente en lo jurídico canónico, como veremos en el próximo capítulo.
Porque el ejercicio de la juridicidad eclesial es un momento privilegiado de la sacramentalidad ontológica en la que participa la comunión de los fieles cristianos como expresión, particularmente, de la recapitulación.
Ciertamente, esa misma juridicidad es peculiar de las nuevas relaciones establecidas entre "hombres nuevos" por ser expresión y fruto de aquellos elementos "pre-jurídicos" y "meta-jurídicos", cristológicos y antropológicos descritos, que determinan, a su vez, toda una eclesiología.
Una juricidad que, por lo mismo, manifiesta la condición de ser plenamente histórica, a pesar de estar inconmovible e invariablemente fundada sobre Jesucristo y sobre el hombre creado y recreado por Él. Y esa es nuestra concepción original y genuina del hombre, derivada de Quien es el Primero y el Ultimo, la Revelación plena de Dios y la Revelación plena del hombre.
Por eso podemos decir que, cuando quisimos buscar en qué consiste el aporte específico de la fe cristiana a las exigencias jurídicas del c. 222.2, la justicia social y el amor, no podíamos hallar otra cosa que todo aquello que nos ha ayudado a descubrir el modelo hermenéutico empleado: a Jesucristo, en quien se encuentran y armonizan, exclusivamente, todos esos puntos en convergencia histórica.
Lo que nos queda por hacer, entonces, es retomar una vez más los análisis narrativo y sistemático de la cristología y los correlatos antropológicos elaborados en el presente capítulo que motiven y animen nuestra próxima reflexión moral y jurídica canónica. Se tratará de constatar el esfuerzo que ha ido cumpliendo la comunidad eclesial para vincular la razón moral, primero, y jurídica después, con los presupuestos metajurídicos, cristológicos y antropológicos, de manera que, a partir de ellos, dicha razón se inspire para proponer en concreto unos comportamientos conformes con dichos presupuestos, pero, simultáneamente, para impedir que tales correlatos permanezcan inútiles y en un plano meramente especulativo.
Precisamente, será nuestra tarea en el próximo capítulo, hacer nuestra parte en esa labor de constatación del paso de los correlatos antropológicos a la decisión operativa concerniente a los contenidos del c. 222.2, comprendidos como el "núcleo ético" de la norma canónica, paso previo para completar el proceso del modelo hermenéutico ya indicado.
Notas
[1] Cf. p. 39.
[2] De la raza de Adán, "verdadero hombre", como lo confiesa la fe (cf. Flp 2,7-8; cf. p. 134 y nota 51 del capítulo 4), el texto de GS 22 nos presenta a Jesucristo también como el Nuevo Adán. La reflexión se soporta sobre la expresión de Pablo acerca de Adán, "figura del que había de venir" (Rm 5,14) y se establece, como explican los exégetas, en el contexto del tema del pecado original y de sus efectos en los pecados personales (Rm 3,23). Se trata, por tanto, de un pecado que habita en el hombre (cf. Rm 5,12; 7,14-24; Sb 2,24). Con todo, la reflexión de Pablo sólo vino a quedar completa cuando se refirió al Nuevo o Ultimo Adán, cuya reparación es sobreabundante con relación a los efectos de la obra nefasta del primer Adán (cf. Rm 5,15-19; 1 Co 15,21s.25).
Estas consideraciones fueron tenidas en cuenta ya por K. RAHNER (cf. Betrachtungen zum ignatianischen Exerzitienbuch, München 1964) para señalar que "la cristología es el fin y el comienzo de la antropología". La consideración más reciente del punto puede verse en Puebla: CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO: III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO: Puebla. La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina (Bogotá 1979 2a) nn. 316; 321-324; Secretariado Nacional de Pastoral Social de Colombia: Compromiso socio-político del cristiano (Bogotá 1987 4a) 58-59; Pontificia Universidad Javeriana: Facultad de Teología: Programa de Ciencias Religiosas: Prospecto 1995 (Santafé de Bogotá 1995) 54.
[3] Cf. J. I. González Fáus: La humanidad nueva..., o.c. nota 4 del capítulo 4, 479-520; íd.: Acceso a Jesús, o.c. misma nota, 186-205. El punto que tocamos es ciertamente neurálgico. Al respecto, cf. J. M. AUBERT: "Dabats autour de la morale fondamentale" en Studia Moralia 20 (1982) 213-215; cf. pp. 46 y 286ss.
[4] El punto, por lo demás, habia sido abordado ya por el mismo Sumo Pontífice, en forma explícita y en un marco especialmente solemne: durante la inauguración de la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Puebla. Dicha línea de pensamiento aparece luego desarrollada por los Obispos en su Documento final en algunos aspectos relevantes (Puebla 304-339), sobre los que iremos volviendo en nuestro texto. Como se ve, la relectura del discurso se impone, especialmente en su parte pertinente: cf. "Esta hora", 1,9 en: Consejo Episcopal Latino Americano- III Conferencia General...: Puebla., o.c., pp. 22-23.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica o.c. nota 22 del capítulo 1: nn. 410, 425, 450, 519, 541ss, 759ss, 836, 1699ss, 1870ss, 1962, 2085.
[6] Esta dialéctica en la persona (cf. Rulla, L. M. en “Antropología de la vocación cristiana...”, o.c. nota 26 del capítulo 1) se puede caracterizar en cuatro tipos, de los cuales, los tres primeros, son generalizados:
a) Existe un primer tipo, la dialéctica del hombre consciente de esa división y tensión, que constata cuando considera la distancia entre la virtud y las transgresiones del orden moral que él mismo realiza: estamos en la única situación en la que, moralmente, se puede hablar de la existencia de un pecado.
b) Existe un segundo tipo, y es la dialéctica que se presenta conscientemente en un sujeto entre su "yo ideal" (lo que la persona determina quisiera ser o hacer) y su "yo actual" (lo que efectivamente es y hace).
c) Un tercer tipo consiste en la dialéctica en la que el hombre no es consciente (porque no existe una oposición real entre el "yo ideal" y el "yo actual", expresado por las fuerzas inconscientes que se oponen efectivamente al bien al que aspira: se trata de una expresión de la concupiscencia existente en el sujeto (cf. Catecismo 1849ss; 2483). Oposición que nace, por lo mismo, del "pecado", de la condición natural "en pecado", pero que, al igual que en el tipo anterior, no es pecado. Pero inclina al pecado, disponiendo a errores no culpables en los que existen limitaciones de la libertad efectiva.
d) Por último encontramos un cuarto tipo de tensión entre la normalidad y las patologías, la cual tiene sin duda un influjo en la vocación del hombre, pero se trata de casos y situaciones realmente excepcionales. Tampoco en estos casos cabe hablar de pecado.
[7] Cf. p. 127-128ss.
[8] GS señala que entre creyentes y no creyentes existe un acuerdo al afirmar que "cuanto existe sobre la tierra debe ser referido al hombre, como a su centro y a su vértice" (n. 12). Se trata, sin duda, de la preeminencia que posee cada persona humana en razón de su conciencia y de su libertad (cf. GS 3). De una preeminencia intramundana que constituye al hombre en ser supremo, no instrumentalizable -nunca un medio-, siempre un fin en sí mismo. De ahí que cada hombre deba ser reconocido, acogido, respetado, promovido, tutelado.
El ser humano no es un simple "dato", su "dote óntica", su estructura constitutiva. Así como tampoco es un "cifra estadística". Cada hombre es, ante todo, una vocación, un ser llamado a la plena actualización (puesta en acto) de sí mismo: es él quien se ha de llevar a su perfección (cf. PP 15 en EV 2,1060: "Ex divino consilio, quilibet homo ad sui ipsius profectum promovendum natus est, cum cuiusvis hominis vita ad munus aliquod a Deo destinetur... Intellectu ac libertate praeditus, homo in se periculum cum sui ipsius profectus, tum suae salutis recipit. Adiutus et quandoque etiam impeditus ab iis qui eum instituunt ac circumstant, unusquisque, quantumcumque apud eum valent externae sollicitationes, sortis suae prosperae vel infelicis praecipuus artifex exstat..."
Esta afirmación: "El hombre es, sobre todo una vocación" significa por una parte, que la estructura constitutivo-existencial del hombre se pone como la existencia ética originaria que ha de ser realizada en el espacio y en el tiempo, por otra, que su vivir está llamado a expresar "el dato", es decir, a llegar a ser la actualización histórico-dinámica de esa estructura constitutiva.
Estos dos enunciados, a su vez, tienen dos implicaciones: en primer término, que la estructura constitutiva del hombre es el fundamento deontológico de su vivir humano y se convierte en criterio ético primordial de su despliegue en la historia. Y, en segundo lugar, que el vivir humano debe ser propuesto paradigmáticamente a partir de la estructura constitutiva del hombre. En consecuencia, sólo tendrá el hombre una existencia realmente humanizante en la medida que exprese en concreto la fidelidad a lo que él es.
Con relación a esta estructura constitutivo-existencial de la persona humana y sobre su normatividad ética con relación al Derecho debemos citar: J. DE FINANCE: Ethica generalis (Roma 1959); íd.: Ensayo sobre el obrar humano (Madrid 1966); R. SIMON: Moral (Barcelona 1972); Secretaría permanente del Sínodo de los Obispos: Documento preparatorio del Sínodo de 1983 sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia (Roma, 25 de enero de 1983) n. 15b en EV 9,30; Gianfranco GHIRLANDA: "Las obligaciones y los derechos de los fieles cristianos en la comunidad eclesial y su cumplimiento y ejercicio" en o.c. nota 34 del capítulo 4; y, finalmente, Juan Pablo II, en su Encíclica Veritatis Splendor del 6 de agosto de 1993 (Ciudad del Vaticano 1993: AAS 65 -1993).
[9] Cf. p. 136..
[10] Cf. p. 96ss.
[11] Contrasta este proyecto de hombre en Cristo con lo que decíamos anteriormente a propósito de la situación del hombre bajo el régimen histórico del pecado. La tradición "yahvista" del Gn 4 remonta el episodio de Caín y Abel hasta los orígenes de la humanidad dándole un carácter universal: Después de la rebelión del hombre contra Dios viene la rebelión del hombre contra el hombre.
La comprensión de un "estado de naturaleza" insolidario, antisocial y enfrentado hasta el odio en la humanidad, característico de la concupiscencia, no se puede restringir a la famosa expresión de Th. HOBBES: "el hombre, un lobo para el hombre".
Puebla advertía que en América Latina existen y actúan humanismos absolutistas e historicistas, "visiones que... impiden la comunión; otras no promueven la participación con Dios y con los hombres" (Puebla 306). Y se explica así: "Al servicio de la sociedad de consumo, pero proyectándose más allá de la misma, el liberalismo económico, de praxis materialista, nos presenta una visión individualista del hombre. Según ella, la dignidad de la persona consiste en la eficacia económica y en la libertad individual. Encerrada en sí misma y aferrada frecuentemente a un concepto religioso de salvación individual, se ciega a las exigencias de la justicia social y se coloca al servicio del imperialismo internacional del dinero, al cual se asocian muchos gobiernos que olvidan sus obligaciones en relación al bien común" (Puebla 312). Cf. en nuestro capítulo sexto, la descripción y análisis de la situación colombiana.
Con todo, "opuesto al liberalismo económico en su forma clásica y en lucha permanente frente a sus injustas consecuencias, el marxismo clásico sustituyó la visión individualista del hombre por una visión colectivista, casi mesiánica del mismo. La meta de la existencia humana se pone en el desarrollo de las fuerzas materiales de producción. La persona no es originalmente su conciencia; está más bien constituída por su existencia social. Despojada del arbitrio interno (veremos más adelante el problema de la autonomía personal, p. 166) que le puede señalar el camino para su realización personal, recibe sus normas de comportamiento únicamente de quienes son responsables del cambio de las estructuras socio-político-económicas. Por eso, desconoce los derechos del hombre, especialmente el derecho a la libertad religiosa, que está a la base de todas las demás libertades... Materialista y ateo, el humanismo marxista reduce el ser humano en última instancia a las estructuras exteriores" (Puebla 313).
"No están de acuerdo expertos economistas y políticos al precisar exactamente las causas de estas tensiones -decía la Secretaría del Sínodo de los Obispos, en su Documento de trabajo para el Sínodo de los Obispos de 1983..., o.c. nota 8 del capítulo 5, n. 6, párrafo g-; entre éstas no raramente se encuentran las siguientes: crisis general de fuentes de energía; egoísmo y amoralidad en la política internacional, anteponiendo el interés particular al bien común; ideologías opuestas entre sí, pero que con muchísima frecuencia convergen en un mismo materialismo; antropología mutilada, que reduce la persona humana a un mero substrato material o económico; discordias que a veces surgen de diferencias religiosas, y finalmente, el poder gigantesco y terrible del armamento actual".
[12] Puebla 309. La dignidad eminente de la persona humana reside, pues, en su calidad de hijo de Dios gracias al Hijo. Este concepto corresponde con la expresión contemporánea de la "autotrascendencia" del hombre, que no está constituído sólo para ser-en-sí, sino para ser-más-allá-de sí, e incluso, para ser-sobre-sí mismo (cf. Secretariado Nacional de Pastoral Social, Compromiso..., o.c. nota 2 del capítulo 5, 61-63), como Jesús, imagen creadora y recreadora del hombre, como Primogénito: Es la esencia de la vida Trinitaria presente en el hombre, que hace que el hombre sea fundamental y radicalmente, como Dios, un ser-para-los demás, y que nada posee en sí mismo que no sea donación (cf. J. I. González Fáus, La humanidad nueva..., o.c. nota 4 del capítulo 4, 283-313; íd., Acceso a Jesús, o.c. misma nota, 184-205).
En Cristo se revela plenamente el plan de Dios Padre acerca del hombre, por lo cual no existe separabilidad, y mucho menos antagonismo, entre una vocación humana y una vocación cristiana (cf. GS 92e), pues existe una única vocación del hombre en Cristo a partir del hecho de que entre creación y redención existe continuidad y desarrollo de un único y mismo proceso.
Ahora bien, esta "vocación cristiana del hombre" se expresa a lo largo de toda la Revelación (Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio) con la locución "imagen de Dios" (cf. GS 12c). Sin embargo, en el marco de la Revelación y de la fe cristiana, no es sobre todo el Antiguo Testamento cuanto el Nuevo Testamento quien da pleno significado a la expresión, precisamente en atención a Jesucristo, definitivo Adán.
La doctrina de la creación y del origen del hombre miran, en consecuencia, no tanto al pasado como al futuro del hombre; subraya ante todo la fuerza motivacional tendida hacia la trascendencia de la persona humana, más que hacer referencia a un don estático. Se trata de la capacidad del hombre para Dios, para dirigirse a Dios, para conocer y para amar a Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, o.c. nota 22 del capítulo 1, nn. 1701ss; 1962; 2501; 2566). Esa misma Revelación enseña que tal trascendencia es posible para el hombre (ib. 27ss; 50ss), pues en el hombre existe tal capacidad para autotrascenderse mediante un amor teocéntrico. Es del todo fundamental captar este elemento antropológico, a fin de comprender el inicio, el desarrollo y el crecimiento de la persona en la vocación cristiana. Pero, también, viceversa: sólo puede captar ese amor de Jesús el hombre que sea capaz de amar, el hombre que "acceda" al hombre, el hombre que no se "autoafirme" con respecto a los demás hombres (cf. Jon Sobrino, Cristología...,o.c., nota 24 del capítulo 3, 153-183; J. I. González Fáus, "Jesús, figura de hombre sufriente", en La humanidad nueva..., o.c. nota 4 del capítulo 4, 95-110 y 128-153).
[13] Cf. p. 147ss.
[14] La libertad tiene que ver con la "persona jurídica" que es el cristiano (cf. p. 67s) en un doble sentido:
Primero, porque la persona jurídica se expresa también mediante sus "actos jurídicos" externos (actos "imperados", por tanto). Y los actos realizados conforme a los elementos constitutivos señalados por la norma canónica tienen como consecuencia la validez de dichos actos. Es lo que prescribe el c. 124.2. Por su parte el parágrafo anterior del mismo c. 124 señala los elementos constitutivos del acto jurídico. Ahora bien, uno de estos elementos constitutivos-exigencias consiste en que el acto sea puesto por una "persona capaz" (c. 124.1), es decir, compos sui, principalmente, por poseer uso de razón (cf. c. 99). Este uso de razón se refiere en particular al denominado "acto elícito" de la voluntad, denominado también "libre albedrío" o "libertad" a secas. Por eso el Código defiende grandemente y requiere el libre albedrío de la persona cuando señala que éste queda viciado por la ignorancia (c. 126), y, en algunos casos, también por el miedo grave y el dolo (c. 125.2). La responsabilidad personal, que es el correlativo adecuado del ejercicio de la libertad, queda ampliamente explicitada e implicada. Por eso, para lograrla plenamente, es necesario que la libertad sea un verdadero propósito de la educación (c. 795).
Existe un segundo sentido de la relación de la libertad con la persona jurídica del fiel cristiano consistente en que se trata de tomar decisiones lúcidas como respuesta a la llamada a comprometerse con la historia, en una lucha constante por eliminar todas las consecuencias y expresiones del pecado, en sí mismo y en el mundo, como hemos dicho. Siendo ésto de manera enfática tarea de los laicos (c. 225.2), cuando retomamos nuestro c. 222.2 no podemos menos que señalar que dicha respuesta a las exigencias de la historia no pueden quedarse en una acción de beneficencia paternalista, fácil y tranquilizadora, propia de los "inmaduros" que hemos mencionado anteriormente; sino que debe manifestar ampliamente el criterio de la verdadera libertad y caridad propios del discípulo de Cristo, que mantiene una actitud de conversión y cambio constante hacia el bien verdaderamente humano, aún a costa del sacrificio de la propia vida (cf. cc. 600 y 1403.1).
Podríamos hacer un elenco de la normatividad canónica referida a la libertad en sus exigencias morales y en sus consecuencias jurídicas. En atención a la brevedad presentaremos sólo lo siguiente:
a) El Código establece que una de las tareas en la misión de la Iglesia es pronunciarse y defender la "dignidad y libertad humana" (c. 768.2), ejerciendo sus atribuciones inclusive penales contra quienes atenten contra ellas (c. 1397).
b) La potestad de régimen o de jurisdicción queda ampliamente resguardada, sobre todo cuando se explicita y ejerce en los "oficios eclesiásticos" (v. gr. cc. 147; 170-172; 159 y 162; 150; 187-188).
c) Siempre que el Código se refiere a los sacramentos y al estilo de vida consecuente con ellos, aparece la exigencia de una diáfana y deliberada libertad (v. gr. cc. 206.1; 787.2; 851. 1 y 2; 1191.1; 573.2; 1200.1; 207.2; 654; 656.3 y 4; 653.1; 726.1; 298.2; 299.1; 111.2; 112.1,2; 246.4; 889; 891; 912-913; 960; 962; 987; 1026; 1036; 1095-1107).
d) El Código exige expresamente esa misma plena libertad para determinadas funciones en la Iglesia (cf. cc. 332.1 y 2; 377.1; 523; 477.1; 793; 797; 807; 815).
e) También con relación a otros temas no es menos pormenorizado (cf. cc. 1261.1; 1299; 1281; 1285; 1286.1 y 2: éste c. tiene una relación bien especial con nuestro c. 222.2; 1291; 1321.2 y 3; 1323; 1330; 1620,3).
f) Por lo demás, son por lo menos 44 los restantes lugares del CIC en donde se menciona la exigencia de la libertad para el ejercicio de derechos y para el cumplimiento de obligaciones (algunos de ellos: cc. 18; 157; 465; 523; 1042.2; 1114; etc.).
[15] Al hacer esta reflexión debemos tener de presente cómo es de importante esta cualidad de libertad en el hombre a pesar de los obstáculos y de los condicionamientos que se ejerzan sobre ella. La repercusiones sobre la moral y el Derecho canónico lo confirman. Se trata de asegurar una "libertad para" la realización de la vocación cristiana (y de ahí su implicación en la respuesta moral desde la fe en Cristo) y de una "libertad de" coacciones que impidan esa realización (respuesta jurídica dentro del marco jurídico).
[16] Volveremos sobre el tema más adelante, p. 169ss.
[17] Puebla 310.
[18] La expresión es novedosa pero precisa y significativa. La asumimos de Raimundo RINCON ORDUÑA: Introducción a la teología moral (Madrid 1980) 73-77. Se refiere la expresión no "propiamente a ser una tercera 'concepción', sino sobre todo (a) una síntesis superadora de la heteronomía y de la autonomía, de no excluye en modo absoluto, sino que incluye aquellas dos actitudes y posiciones". Una autonomía consciente de los aspectos heterónomos de la convivencia humana; o viceversa, de una heteronomía que hace valer la individualidad y el propio juicio autónomo.
Y prosigue el autor: "Ahora estamos en condiciones de entender el rechazo de la dicotomía entre ética o moral autónoma y heterónoma. Nos parece que la moral ha de ser, y de hecho es, heterónoma y autónoma al mismo tiempo. De ahí nuestra preferencia por la connotación de moral ontónoma, que incluye en unidad superadora a las otras dos.... Dentro de este contexto de moral ontónoma, como reflexión y respuesta que brota de la autocomprensión integral de la persona en todos sus niveles y dimensiones frente a las exigencias de la realidad... optamos por una ética que se elabore como reflexión crítica a partir de la autocomprensión del hombre en su totalidad y de las exigencias objetivas del proceso necesario para satisfacer sus necesidades prácticas... La ética ontónoma que propugnamos ha de ser, por consiguiente, lúcida en sus fundamentos y motivaciones, total en sus dimensiones, autógena en su radicación psicológica y abierta a una cosmovisión que libere y salve el desfondamiento radical del "animal ético" que es el hombre" (76-77).
[19] La aceptación por el hombre del don gratuito de la salvación ofrecido por Dios en Jesucristo es, sin duda alguna, primordial tanto en el orden del tiempo como de la importancia. El Concilio la señaló como una de las búsquedas más características de las culturas y de la historia humana, y la más radical y definitiva para el hombre (DH 10a).
Haciéndose eco de tal valor humano, signo escatológico de la resurrección, dado en vistas a la filiación divina, el Código, por su parte, explicita el deber/derecho del hombre a la búsqueda del mismo, a la libertad religiosa y de conciencia (cf. cc. 748.2; 787.1-2; 788.1; 851; 865.1), y a que los actos jurídicos que los ejecutan estén exentos de vicios en su deliberación y albedrío (cf. cc. 124.1 y 125.2), así como en su ejecución e imperio (c. 125.1).
[20] Valga la pena mencionar que los condicionamientos de la libertad humana, entre los que se ha de mencionar la concupiscencia (cf. nota 6 del capítulo 4), no quedan, por esa acción salvífica de Dios en el hombre creyente y justificado, inmediata y automáticamente inactivos o ineficaces; mucho menos desaparecidos.
En el pecado se encuentran dos elementos: la alienación de Dios y el rechazo del fin último para el cual el hombre ha sido creado, es decir, la autotrascendencia por el amor teocéntrico, que consiste, precisamente, en ese llamado de Dios a que cada hombre construya la historia con autonomía y responsabilidad.
Sea la ocasión para señalar que con relación a la materia relativa a la justicia social, a la comunicación de bienes, a la pobreza y a la opción preferencial por los pobres, en muchos casos se las ha considerado pecado casi exclusivamente por ser una transgresión de normas éticas, cuando éstas son apenas expresión del núcleo ético del pecado. Lo grave del asunto es, sin embargo, la carencia absoluta de responsabilidad personal en las circunstancias que las rodean; pero, aún más, se olvida el verdadero significado de dichas normas éticas: su significado religioso de alienación de Dios.
Dada la importancia que tiene la concupiscencia como oposición inconsciente, la consideración psicosocial podría contribuir eficazmente a la comprensión más existencial de sus componentes y de su acción sobre los individuos singulares. Efectivamente, también en las actitudes reclamadas por el c. 222.2 las fuerzas del hombre frente al pecado no son tan plenamente eficaces hasta el punto de no necesitar él de la gracia, especialmente de la reconciliación. La concupiscencia ejerce en esos casos, sin duda, una enorme presión, que inclina al pecado, y que, a su manera, expresa la dialéctica de grandeza y miseria que se puede concretar en las tres primeras dimensiones anteriormente señaladas (nota 221). Por otra parte, de los sentimientos sensitivos y de las tendencias de la propia naturaleza se pueden originar fenómenos tanto conscientes como inconscientes que causen motivaciones conscientes o inconscientes del obrar.
Estos fenómenos son de mucha importancia, también para el Derecho canónico. Dése el caso, por ejemplo, de un acto jurídico cualquiera, para el que se requiere, como hemos dicho, que sea puesto por una persona "capaz", y que, en un caso particular, sea puesto por una persona cuyos sistemas, especialmente el nervioso, no estén bien configurados anatómicamente o fisiológicamente en buen funcionamiento...
[21] Summa Theologiae I-IIae, q. 109, a. 2 resp. y ad 1.
[22] Cf. pp. 131 y 133ss.
[23] Cf. pp. 139; 159-160 y la nota 6 del capítulo 5.
[24] Cf. p. 167s.
[25] Cf. p. 105s.
[26] Cf. p. 113ss.
[27] Que desarrollamos al tratar los respectivos títulos cristológicos del "siervo" (p. 139), del "justo" (p. 142) y del "profeta" (p. 144).
[28] Cf. el aparte sobre las vicisitudes históricas del ordenamiento jurídico, pp. 48 y 270ss.
[29] Perdónese la presente disgresión. A propósito del amor y del "amor conyugal" como elemento jurídico relevante en orden a la validez del matrimonio sacramental, cf. el escrito del R.P. Urbano NAVARRETE sj: Structura iuridica matrimonii secundum Concilium Vaticanum II. Momentum iuridicum amoris coniugalis (Roma 1968).
[30] En la experiencia y en la reflexión bíblicas, el ser humano, al que hemos visto ya como creado a imagen de Dios en Cristo, es el mismo hombre al que Dios no dejó "solo", sino al que "desde el principio los creó hombre y mujer". La semejanza humana con Dios está relacionada, entonces, con la existencia de la humanidad como hombre y mujer, es decir, con la sexualidad.
La sexualidad humana, de hecho, supera los fenómenos puramente naturales de la reproducción, para elevarse al nivel de un diálogo hecho de amor psicológico y espiritual, de un amor que asume a la persona toda del hombre y de la mujer.
Así, el hombre, imagen de Dios en Cristo, es una especial y viviente relación con Dios, una relación de diálogo (al que hacíamos referencia al desarrollar las implicaciones antropológicas de la encarnación, p. 134ss) que también la sexualidad expresa, y que implica la autotrascendencia teocéntrica de toda la persona humana.
Por eso, con justa razón, la relación humana entre varón y mujer (cf. GS Segunda Parte, capítulo I, 47-52) es considerada la primera relación propiamente humana. La importancia que tiene este punto, especialmente para nosotros, canonistas, debe ser subrayada suficientemente: La humanidad se caracteriza, como dijimos (p. 163), por la mutua igualdad en la dignidad que se han llegado a reconocer hombre y mujeres, así como en la calidad que ha de expresarse en todo su trato, particularmente en la esfera de las relaciones denominadas "íntimas matrimoniales".
La comunicación interpersonal que caracteriza a esta relación específica es descrita ya por los autores bíblicos mencionados como el encuentro entre dos que son "carne de su carne y hueso de su hueso": "varona" -en la traducción que hace alguno para expresar mejor los términos queridos por el autor hebreo- "porque del varón ha sido sacada". Texto que luego fué glosado por s. Ireneo de Lyon para enfatizar la igualdad ontológica que percibía en cada hombre y mujer. Texto que, tal como hoy lo interpretan los exégetas, habla de una reciprocidad fundamental en la relación esponsal, y nunca de una primacía ni histórica, ni, mucho menos, ontológica en el querer original de Dios, según aparece en los relatos etiológicos del Génesis (1,27ss).
La entrega recíproca, según el mismo texto, es significada también por el aspecto carnal de la unión. De esa manera, se asume el significado simbólico esponsal del cuerpo (tema sobre el que el S. P. Juan Pablo II dedicó los tres primeros años de su pontificado en las catequesis de los miércoles) y se lo hace cumplir su destino implícito, que no consiste en cerrarse sobre sí mismo sino en lograrse y realizarse plenamente mediante el don de sí, que es la característica esencial del amor humano. Gracias a ese don de sí el ser humano trasciende hacia el nivel de la libertad, de los valores y del sentido de la vida, del espíritu y de lo divino. Por eso también la entrega carnal, característica y exclusiva de la unión matrimonial, ha sido privilegiada por Dios para ser símbolo, y, más aún, sacramento de su alianza con el hombre (recuérdense los textos de Os 2 y Ez 16,23, y, especialmente, de Ef 6).
La unión entre hombre y mujer, reiteramos, constituye la primera forma de comunión entre personas, y, por tanto, la primera manera paradigmática de referirnos a la justicia y a la caridad. De tal convicción hace eco el CIC cuando define, por ejemplo, la unión matrimonial como "foedus" y "consortium totius vitae" "evectum ad sacramenti dignitatem" (c. 1055), en razón de su referencia tan particular al misterio esponsal de la unión y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia.
[31] El c. 1097 asume el tema de la cualidad de la persona como elemento relevante para la validez o nulidad del consentimiento matrimonial cuando ella es pretendida principal y directamente en la comparte. Y luego, en el c. 1098, cuando dicha cualidad fuera dolosamente ocultada y de tal envergadura que afecte los elementos vivenciales que permiten la realización del consorcio mismo matrimonial (cf. sentencia coram STANKIEWICS del 27 de enero de 1994, en P 84 (1995-3) 515-552.
[32] Cf. Bernard LONERGAN sj: El método en teología, o.c. nota 8 del capítulo 2, 45-46.
[33] Cf. p. 144ss.
[34] Cf. p. 124.
[35] Cf. más adelante la exposición que haremos sobre el tema, p. 270ss.
[36] Cf. Puebla 308.
[37] Puebla 315.
[38] Cf. p. 145ss.
[39] Ibid..
[40] Cf. p. 124ss.
[41] Cf. p. 176.
[42] Cf. Juan Pablo II, Cruzando... o.c. nota 20 del capítulo 2, ibid.
[43] GS 4de.
[44] Cf. p. 96ss.
[45] Cf. p. 145.
[46] Como puede observarse, si referimos este punto a la mutua entrega de los que se aman con amor matrimonial (cf. notas 29 y 30 del capítulo 5), bien podrá entenderse cómo ella no puede consistir en la absorción del uno por el otro, en la desintegración de alguno de ellos en sus peculiaridades; las considera siempre, por el contrario, en la propia riqueza de la individualidad. Obrando de esa manera se evita "cosificar" al otro, quitarle su debido "espacio", manipularlo en sus pensamientos, en sus gustos o en sus condiciones propias de ser, mientras se lo ayuda a ser él mismo, en su originalidad. De ahí que la mutua entrega permita seguir aportando al otro, en su comunicación, la riqueza de su permanente desarrollo, y así la unión de ambos se afirma y consolida más.
El principio revelatorio de la encarnación kenótica fué referido por s. Pablo, precisamente, en términos nupciales, de manera que se realza que el amor está formado por características comunes a los que se aman y por características individuales, amalgamadas en tal forma que permiten la integración personal de cada uno de ellos y la integración esponsal de ambos. "Permiten", decimos, pues ello se logrará sólo con la "benevolencia" de los esposos, es decir, con tal que ellos quieran nutrir y renovar permanentemente su decisión de entrega y recepción del otro. Corresponde esta afirmación con lo que el c. 1055 denomina con toda la Tradición de la Iglesia el "bonum coniugum".
[47] Cf. p. 124.
[48] Cf. p. 126.
[49] Cf. notas 15 y 18 del capítulo 4; p. 119 y LG 5 y 9.
[50] Cf. Puebla 30; 134; 199; 438; 1155; 1221; 1250. Como puede observarse, es ésto lo que afirma, en términos canónicos, nuestro c. 222.2.
[51] La expresión "sinergismo", empleada por la Iglesia en Oriente y la expresión "teleíosis" en la terminología teológica contemporánea, particularmente en la empleada por J. I. González Fáus (cf. o.c. nota 4 del capítulo 4), corresponden también con la indicación que hace, desde su propio enfoque, L. M. Rulla (cf. o.c. nota 4 del capítulo 2) al denominarla "autotrascendencia por el amor teocéntrico".
[52] Cf. p. 161s..
[53] Cf. p. 187s. Este sinergismo, teleíosis, y autotrascendencia por el amor teocéntrico, (cf. nota 51 de este capítulo) deben ser comprendidos ante todo como una capacidad del hombre para orientarse hacia Dios y para ser transformado por El gracias a la “asimilación de la justicia y solidaridad de Dios”. No se puede hablar, en consecuencia, de un desarrollo humano, de una madurez humana, su ella no es, por sí miama, en solidaridad. Ya lo enfatizaba el documento del Pontificio Consejo “Cor Unum”: El hambre en el mundo. Un reto para todos: el desarrollo solidario (Ciudad del Vaticano 1996) 17: “El desarrollo de los hombres pasa a través de su capacidad de altruismo, es decir, de su capacidad de amar; lo que es de enorme importancia en el ámbito práctico. Brevemente, y en términos realistas, el amor no es un lujo, es una condición para la supervivencia de los seres humanos”.
[54] Cf. p. 165.
[55] Cf. M. FLICK: "L'attività umana nel universo" en AA. VV.: La Costituzione Pastorale sulla Chiesa nel mondo contemporaneo (Torino-Leumann 1966) 627. S. Tomás lo había advertido ya al señalar que hacía falta un mínimo de bienestar para que se pudiera practicar la virtud.
[56] Cf. s. Ireneo de Lyon: Adversus Haereses II,32,2; s. Justino: Diálogo con Trifón 2-8.
[57] Por lo general, sin embargo, los cristianos no escogían profesiones deshonestas, o que invitaran a la idolatría. Pueden verse, al respecto, los textos del Concilio de Ancyra, cuyos cánones recogen, simplemente, lo que era estimación general entre los cristianos (cf. v. gr., Tertuliano: De idolatria 8-11; s. Hipólito: Traditio Apostolica 16).
Según consta en el Syntagma Canonum o Corpus Canonum Orientale -compuesto, al parecer, por el obispo Melecio de Antioquía entre 342 y 381- el Concilio particular de Ancyra (a. 314) hizo mención "de his qui renuntiaverunt et iterum ad saeculum sunt regresi". El tema fué retomado por el Concilio Ecuménico de Nicea (a. 325) en la siguiente forma: "Quicumque vocati per gratiam primum quidem impetum demonstrarunt deponentes militiae cingulum, postmodum vero ad proprium vomitum sunt relapsi, ita ut quidam ad pecunias tribuerent et beneficiis militiam se pararent, hi decem annis post trienni tempus, quod inter audientes erunt, in afflictione permaneant..." (c. XII): ("Todos los llamados, que demostraron por la gracia un primer ímpetu, renunciando al cinturón militar, pero después volvieron a su propio vómito, de tal manera que se consagraron a reunir fortuna y se dedicaron a los beneficios de la milicia, éstos han de permanecer durante diez años en la aflicción (azotes?) después de tres años entre los oyentes": J. ALBERIGO et alii: Conciliorum Oecumenicorum Decreta (Bologna 1973) 11-12. El original es griego, reproducimos la traducción al latín. El subrayado es nuestro, lo mismo que la traducción española).
Con relación a los clérigos dicho Concilio fué aún más preciso y exigente: "Quoniam multi sub regula constituti avaritiam et turpia lucra sectantur, oblitique divinae scripturae, dicentis 'qui pecuniam suam non dedit ad usuram' (Ps 14,5), cum mutuum dederint, centesimas exigunt: iuste constituit sancta et magna Synodus, ut, si quis inventus fuerit post hanc definitionem usuras accipiens aut per adinventionem aliquam vel quolibet modo negotium transigens aut himolia, id est sescupla, exigens vel aliquid tale prorsus excogitans turpi lucri gratia: deiciatur a clero et alienus exsistat a regula" (c. XVII) ("Porque muchos que están bajo la regla ("canon") prosiguen en la avaricia y en ganancias deshonestas y se olvidan de las divinas Escrituras que dicen: 'quien no presta dinero a usura' (Ps 14,5), cuando hacen préstamos exigiendo el uno por ciento mensual: Este santo y grande Sínodo ordena justamente que, si alguno fuera encontrado, después de esta determinación, recibiendo usuras por sí mismo o por otro medio, o de cualquier forma aceptara un negocio de himolia, es decir, del seiscientos por ciento, exigiendo o pensando algo por el estilo que redunde en una ganancia deshonesta: sea expulsado del clero y téngaselo por extraño de la regla": Ibid. 14, subrayado y traducción nuestros).
Como puede observarse en estos antiquísimos textos, la cuestión del apartamiento de ciertas conductas -incluso consideradas normales o comunes en la época- era asunto de primera magnitud cuando se trataba de la identidad de aquellos primeros cristianos. Y signo concreto de tal apartamiento era, sin duda, todo lo relativo al uso de los bienes, y, en general, al manejo y a la administración de los mismos. En este asunto, los clérigos debían ser excepcionalmente cuidadosos, y por eso los castigos conminados tenían que ver no sólo con penitencias, como los tres años entre los "audientes" y diez "in afflictione", sino con otras censuras como la suspensión o la pérdida del estado clerical, que había ya aparecido más diferenciado.
[58] Para una ampliación de la materia, cf. Alberto VICIANO: "El trabajo profesional en el pensamiento teológico de s. Ireneo y de s. Justino" en VIII SIMPOSIO INTERNACIONAL DE TEOLOGIA: La misión del laico en la Iglesia y en el mundo (Pamplona 1987) 893-904.
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