lunes, 3 de septiembre de 2012

Fe y Biología [1]





Por el R. P. Dr. Edouard Boné, S. J.


1.      Dos universos.



     ¡Fe y Biología!  Emparentar estos dos conceptos puede ser muy extraño, y en un primer vistazo hasta sospechoso. Fe y Biología: Estamos frente a dos universos heterogéneos. Al decir biología, miren que se nos viene a la mente el laboratorio, con sus microscopios, con sus análisis bioquímicos y sus cultivos de tejidos; las expediciones submarinas para conocer arrecifes de coral; las excavaciones paleontológicas para recolectar fauna extinguida del Gobi o de Karoo... Aparecen en nuestra mente los grandes nombres que han ilustrado las ciencias de la vida: Darwin, Pasteur, Mendel, Crick y muchos otros. Mientras al  decir fe entramos en otro mundo: dejamos a un lado las grandes enciclopedias, los voltímetros y los tratados eruditos. Viajamos en el pensamiento y caminamos por los campos de la abadía de Orval o por el oratorio de las Hermanitas de Jesús. Entramos al pequeño cementerio de Tibbherine [2] donde descansan los siete monjes trapenses asesinados el año antepasado (26–27 Marzo 1996). Sobre nuestras rodillas un librito abierto: es el evangelio de Jesucristo, unas modestas hojas que pretenden contener la Buena Nueva y hablan de la vida en plenitud. O quizás pueden Ustedes preferir las dunas del desierto, las olas del mar, una noche estrellada, las cimas nevadas o el silencio del corazón, donde Dios pueda decirte alguna palabra...
Biología y Fe. Dos universos, pero también dos problemas: pues la ciencia busca enseñarnos las normas de la naturaleza, mientras que la fe escucha nuestras pláticas de las irregularidades de la historia. La primera se interesa por los «comos» del mundo visible, descubre las leyes, estudia sus mecanismos, su acontecer, el azar de las causas segundas que, luego de 15 mil millones de años, llevan a dar cuerpo a las cosas en ese gigantesco y complejo entorno que hace germinar el polvo (aserrín) de vida dentro del prodigioso cortejo de la evolución biológica, hasta la claridad de la conciencia que nos ha reunido esta tarde... ¿Cómo?, ¿cuáles medios usar?  La fe balbucea respuestas a unas preguntas del todo diferentes: «¿Por qué...?» ¿Tenemos un proyecto que nos guíe? Y en caso afirmativo, ¿a dónde nos lleva? ¿Hay, acaso, algún sentido? ¿Tiene sentido la vida? ¿Tiene sentido la muerte? ¿Tiene sentido el sufrimiento? Si no tienen sentido nos encontramos en el absurdo. Ahora, si existe ese sentido, ¿dónde está Dios en todo esto?
¿Fe y Biología? Dos mundos heterogéneos; preguntas aparentemente sin relación las unas con las otras. Sus métodos, específicamente propios; una deontología particular que garantiza la rigurosa autonomía de los dos universos mentales y al mismo tiempo prohibe todo tipo de control o dominio de una sobre la otra. Y Ustedes me piden abordar en un mismo discurso las preguntas de la biología y las preguntas de la fe. Quisiéramos responder a este abordaje desde una auténtica racionalidad. Para ello nos falta, al menos en un principio, justificar esta empresa y su legitimidad.



2.      La verdadera pregunta.


Como tenemos a bien reflexionar, notemos que no es falta de razón yuxtaponer estos dos términos, fe y biología. Pues, en efecto, si biología y fe surgen de dos horizontes intelectuales distintos y autónomos, ellos se reencuentran en la unidad del mismo sujeto: la misma persona humana puede estar habitada simultáneamente por la vida biológica y por la fe cristiana; el científico, él mismo, se encuentra portador de esta doble pregunta: el cómo y el por qué. Pues es el mismo corazón y el mismo espíritu que forman en él una misma conciencia la cual, bien se encuentra frente al microscopio o, de igual forma, arrodillada en oración en la nave de la Iglesia de San Miguel. A menos que esté volcado sobre sí, a punto de morir, corroído por las dudas, o en busca de luz. Luego deja su trabajo, cuelga su bata blanca en el perchero del laboratorio pero no abandona su identidad de biólogo, no es un personaje ficticio que se reviste el domingo en la mañana para entrar a la Iglesia y participar en la eucaristía semanal. En nombre de una indispensable coherencia interna, tenemos el derecho -para los creyentes yo diría el deber- de llevar en nosotros esta doble pregunta: la fe y la biología.
Por eso es una legítima necesidad que el creyente confiese a un Dios «Padre todopoderoso, creador de lo visible y lo invisible». Es el mismo Dios revelado en Jesucristo quien lo invita a creer: Ese Dios de quien se ha dicho que no se puede tropezar ni hacernos tropezar, y quien creó nuestra inteligencia racional, la voluntad, el deseo de curiosear y nuestra capacidad crítica. El ejercicio auténtico de estas características debe permitirnos acceder a la verdad. Es el mismo Espíritu Santo quien nos enseña «todas las cosas». El Concilio Vaticano II nos anima en nuestra búsqueda audaz y en nuestra decodificación de las leyes fundamentales del universo biológico cuando dice [3]: «la búsqueda, en todos los dominios del saber, nunca se opondrá realmente a la fe, previendo que sea llevada a cabo de manera verdaderamente científica (...) Las realidades profanas y las de la fe encuentran su origen en el mismo Dios».  La Revelación puede sumarse, sin duda, a nuestra inteligencia crítica, ella no sabría contradecirla. Al menos en la escatología, es decir, en el final de los tiempos. Pues es sabido que, provisionalmente, en el tiempo del mundo y de la Iglesia, habrá falta de claridad debida, por un lado, a insuficientes o prematuras interpretaciones de la Revelación, o, por otro lado, a la falta de sentido crítico o lagunas en el ejercicio de la inteligencia racional. Nosotros conocimos y conocemos todavía esas incompatibilidades aparentes que son las causantes de estas disfunciones. Pero el asunto no termina allí.
El creyente, en efecto, tiene razón para yuxtaponer los dos conceptos de fe y biología, de preguntarse si son compatibles, de pretender estar a gusto, libre y reconciliado en este universo de realidades "de carne y hueso". Donde, por la revelación, el creyente puede también tener una mejor comprensión del mundo espiritual. Al mismo tiempo, una verdadera profundización en la fe. Aceptemos el reto.


3.    «Creador de las cosas visibles».


«Yo creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible». En el año 325 el Concilio Ecuménico de Nicea proclamó este dogma y lo inscribió en el primer verso de la confesión solemne de fe que proclamamos desde entonces cada Domingo, al principio de la celebración eucarística. Esta fórmula «usada» («gastada») y un poco extraña la debemos comprender bien. No se trata de la afirmación de un cierto monoteísmo: «Yo creo en un solo Dios..», como si nos sintiéramos amenazados por otras divinidades rivales o competidoras. La verdad es totalmente distinta y en su máxima expresión podríamos decir: «Yo creo que es el mismo Dios, Padre todopoderoso, que está en el origen de las cosas visibles e invisibles, de la tierra como del cielo...» Al confesar junto con toda la Iglesia, después de Nicea, este dogma fundamental, nosotros proclamamos que el mundo de la materia y el universo de la vida son los dos de Dios, que el cuerpo tanto como el alma son un gesto de la generosidad magnánima y un instrumento de su Gracia. Las realidades sensibles y carnales son portadoras de ternura y susceptibles de remontarnos hasta Él. No hay más que un camino al cielo, el que recorremos con nuestros cuerpos de arcilla y de la Tierra: experiencia, encanto y calor que se manifiesta es junto con todo lo visible el taller donde preparamos el paraíso.
¿Por qué es necesario proclamar solemnemente esta verdad, a punto de hacerla un dogma central de nuestra fe? Porque se trata de salvar la tierra y la vida del anatema que les amenaza, se trata de proteger todo el cristianismo de la falsa pista en la cual puede caer, y esto merece una explicación.
Si nuestra época moderna puede a veces ser acusada de ignorar, o de subestimar al menos, el universo de lo trascendente y de los valores espirituales, la verdad nos obliga a reconocer que no todos los días ello ha sido así. En los primeros siglos de su historia, nuestra Iglesia se encontraba, por el contrario, en un medio pagano. Un clima cultural profundamente marcado por una filosofía que no da ningún valor ni a la materia ni a la vida. Desde hace más de un milenio, los pensadores hindúes trataron al universo sensible como una ilusión. La filosofía griega en muchos de sus comentaristas, o al menos en el pensamiento auténtico de Platón, lanza igualmente el anatema de la materia: el alma era considerada como substancia divina, pero la metamorfosis (avatar) en la materia constituye su caída, el pecado. La salvación, por su parte, consistiría en extraerla de ese cuerpo al cual ella está desgraciadamente ligada. Lógicamente entonces, Plotino, según dice de él Porfirio, «¡se sonrojaba de tener un cuerpo!» Los Estoicos caminaban en el mismo sentido.
Para nuestro asombro, en ese clima los gnósticos, de entre quienes había cristianos, rápidamente confiscaron para su beneficio las expresiones dualistas de San Pablo sobre las oposiciones de lo carnal y lo espiritual diseminadas a lo largo de su carta a los Romanos, desviándolas de su significado original. El gnosticismo se presenta de pronto como un vasto y violento esfuerzo por establecer una teología cristiana -y, por consiguiente, una redención y una salvación- por la condenación de la materia. Veamos su doctrina: «la materia, la vida física y el cuerpo son el centro y la fuente de todo mal, un lastre para el alma espiritual. Toda esta evidencia no podría ser la obra de un Dios santo y bueno, forzosamente el peso de la carne, que es ocasión de pecado, debe brotar de un principio malo». La salvación, desde entonces, consistía en salir del mundo, en evadirse lo más posible de los compromisos con la materia y lo biológico. Este matrimonio no puede ser sino un invento del demonio: «obra de la carne». «Claro que ella es pecaminosa en sí misma, pues esclaviza a los cónyuges, los entrega al deshonor y a las tinieblas del cuerpo. Pero, para colmo, para perpetuar la raza, la carne prolonga y multiplica la esclavitud de las almas prisioneras de la materia».
Pueden Ustedes encontrar estas exageraciones en Marción, Tatiano  o Valentino, herejes sin duda. Aún San Gregorio Nacianceno, doctor de la Iglesia, no se escapó de esta corriente pesimista: él compartía el horror platónico a la materia y a lo sensible, recomendando cerrar los sentidos, ponerse fuera de la carne y del mundo, no tocar vida biológica excepto en la estricta medida en que lo podamos esconder del todo... Y llevados tales conceptos a lo largo de la tradición por San Agustín, encontramos de nuevo las pistas de esa doctrina entre los jansenistas modernos.
Así que la primera gran lucha doctrinal de nuestra Iglesia en los mismos orígenes de su historia no fue contra quienes negaban a Dios sino contra los que negaban el mundo. Su primera victoria, hoy un poco olvidada, consistió no en confesar al Señor de cielo sino en salvar la realidad de la tierra, es decir, en respetar la materia, el valor del cuerpo, la paz y la bondad de la vida. Aceptar la ruptura y  contraposición fundamental entre la materia y el espíritu, como una cuestión que atañe y abarca a la totalidad del mundo visible y de la vida -nuestra vida-, biológica y carnal, habría sido una maldición definitiva, un riesgo mortal, una blasfemia gigantesca, que amenazaba ser pronunciada. Pero el Concilio de Nicea tuvo el mérito y la osadía de conjurarla.


4.      Una bendición a priori.


Quisiera recordar brevemente esta bendición a priori pronunciada sobre el mundo de la vida. Consiste, en efecto, en que la fe nos invita a vivir el mundo y el universo de la vida como una bendición, como un don real en las cosas bellas y buenas, suscitado por nuestra alegría. Es el gran mensaje de las primeras páginas del Génesis: «¡Que la tierra se cubra de verde, de hierbas y árboles frutales! ¡Que las aguas se llenen de seres vivientes, que los pájaros vuelen por encima de la tierra y que la tierra produzca animales salvajes! Y vio Dios que aquello era bueno. El sexto día creó al hombre, hombre y mujer los creó. Y les dijo: "Sed fecundos, multiplicáos y dominad la tierra". ¡Él vio que todo estaba muy bien!»
Desde entonces  viene que el Cristianismo, sobre todo el occidental, tenga una mala reputación sobre todo lo concerniente al cuerpo humano. Alguien lo acusa de ser muy negativo respecto a la materia. En un libro reciente, Los caminos del cuerpo, un teólogo de Lyon, Henri Bourgeois, hace hincapié en que muchos de nuestros contemporáneos tienen la sensación de que el ideal cristiano privilegia lo que uno llama el «alma» y no la real ternura que surge del carácter encarnado de la condición humana. Nos hace falta examinar la contestación e interrogar la relación ambigua del cristianismo occidental y el cuerpo humano. Que ha habido mudanzas, de eso no cabe duda; pero ellas parecen no estar fundadas en una verdadera doctrina cristiana; por el contrario. Hablar de respeto por el cuerpo es todavía muy corto: el cuerpo es ciertamente respetado, pero hay también atracción, es portador de oportunidad, es lugar de una encarnación siempre sorprendente de valores más preciosos. Hay lugar para hablar de los derechos y de las posibilidades del cuerpo. Porque el cristianismo no es primero una moral, sino que se presenta como una espiritualidad, como una aventura de deseo, de imaginación y de libertad.
El corazón, y lo esencial de la fe cristiana, no lo olvidemos, es que Jesús es considerado como la presencia de Dios en la carne. El se ha encarnado. Esta encarnación lo acompañó toda su vida. Es en lo cotidiano donde él se ha hecho hombre, como cualquiera de nosotros: un bebé al que había que darle de comer y vestirlo, a quien se debió enseñar a ser él mismo, que atravesó la pubertad antes de ser un joven adulto... «El Verbo de Dios se hizo carne» (enseña el evangelio de San Juan): no es una alegoría, ni un mito, menos aún una manera de hablar. El tuvo hambre y sintió sed, cansado de fatiga se rindió en la barca, conoció la ternura, la piedad, la tristeza del luto, la enfermedad, las pruebas del camino. ¿Acaso no fue en la visita a una joven parturienta a felicitarla por la belleza de su bebé que ella le muestra con orgullo cuando él comprende al punto la alegría inundada de lágrimas y de dolor por el parto? Él sintió una enorme agonía que lo tiró a tierra hasta el punto de sudar sangre en el Getsemaní. Él no nos dejó ningún tratado de teología sobre el cuerpo minuciosamente elaborado; por el contrario él multiplicó los gestos de atención y de misericordia corporal: vamos a ponerlos al principio: abrazar a los niños, curar a los ciegos y a los leprosos, percatarse de una mujer que sufre un flujo de sangre, dar de comer a las multitudes hambrientas que lo han seguido. El promete el Reino de Dios a las gentes que han dado de comer y de beber (aunque sea un vaso de agua fría), y la beatitud a los que visten cuerpos desnudos o alivian cuerpos enfermos.


5.      Una espiritualidad bien encarnada.


¿Dónde vamos a encontrar una espiritualidad desencarnada que no conozca más que el alma y predique la evasión? Nuestra religión es, en parte, una religión de la encarnación. «El cuerpo humano es una historia nunca alcanzada: está frente a nosotros, sin duda, como una capacidad heredada y una prodigiosa potencialidad genética, pero también está frente a nosotros, como una manera de existir hacia la que caminamos pero a la que nunca llegaremos definitivamente. Pasamos nuestra  vida en esa alegría que lo hace posible y en ese trabajo que lleva a su cumplimiento». Cité de nuevo a Henri Bourgeois. El cuerpo no es una parte de nosotros mismos al lado del alma. Es todo nuestro ser, todo lo que nosotros somos, dentro de una dinámica espiritual. Es por eso que el cristianismo bautiza el cuerpo como signo de su estima -la misma estima de Dios- por la materia de que estamos hechos y con la que nos tenemos que hacer.
La fe no es esa creencia platónica en un alma inmortal sino que es referencia a Cristo resucitado. «El alma es una noción pagana», escribía, no sin paradoja, el periodista P. Fabra en su editorial de Le Monde con ocasión de la Pascua de 1992. Pero esta paradoja no es más que aparente, cuando uno se acuerda que fue Platón quien hiciera del alma una sustancia divina diluida en la materia. Para nosotros el alma no es divina, ella fue creada. Como criatura no es una realidad  distinta a la materia que ella anima. La antropología bíblica, por su parte, es unitaria, no conoce una «cosa» llamada cuerpo dentro de la cual existe otra «cosa» fusionada que se le designa con el vocablo alma. El mundo hebreo no conocía, como uno quisiera, ni un cuerpo animado, ni un espíritu encarnado. Ellos no se preocupaban de la metafísica, pero aceptaban simplemente la existencia. La persona humana es percibida, ante todo, como la unidad de una fuerza vital que se sostiene en una relación de origen constante con Dios. El ser humano es fundamentalmente una paradoja, claramente mortal y frágil, y al mismo tiempo vitalizado por el soplo de Yahvéh. Las funciones espirituales en él no están separadas de sus funciones orgánicas: los fenómenos corporales y las actividades espirituales están íntimamente interconectadas. Me atrevería de decir que no hay alma inmortal «por naturaleza»: por naturaleza el hombre es mortal, todo entero. Es por la gracia, porque ha sido creado a imagen de Dios quien quiere comunicarle su Vida e introducirlo en su familia. Es por la gracia que tenemos esta promesa y, en la fe, la seguridad de una permanencia luego de la muerte biológica. Esta visión es infinitamente más permeable al pensamiento científico moderno que las concepciones clásicas occidentales marcadas por la corriente platónica, a pesar del trabajo sobre la «forma» (hilemorfismo) de Santo Tomás de Aquino quien trató de corregir esta perspectiva.


6.      ¿Cuerpo y alma?


Confrontando las evidencias científicas recientes (la continuidad evolutiva, la neurofisiología, la bioquímica molecular y la cibernética), los biólogos de hoy están de acuerdo y sin duda reconocen el carácter específico y original de las propiedades manifiestas en el hombre por la conciencia reflexiva y el pensamiento, pero todos están de acuerdo también en que esas propiedades están necesariamente ligadas a una estructura material altamente compleja, al punto que la concepción del alma como un dualismo cartesiano les parece inaceptable o mejor, vacío de entendimiento. Nosotros sabemos hoy que una sola ley de complejidad conduce el tejido cósmico desde la Gran Explosión (Big Bang) inicial hasta la cumbre del árbol de la vida -la centella de la conciencia y la estratosfera, cobertor tejido alrededor del planeta tierra-, a la que se llegó mediante una serie de pasos: las galaxias, el polvo que formó las estrellas, el sol y sus planetas, de los cuales uno de ellos se benefició de una atmósfera favorable a la evolución orgánica... «la materia orientada a la vida, la vida orientada al espíritu».
Dominique Dubarle, un filósofo excelente, perfectamente ortodoxo con  relación a la postura católica, pero vuelto a la experiencia del problema de las ciencias, se aventura prudentemente y formula una definición complementaria de cuerpo y alma en la que se esfuerza de la mejor manera para garantizar que se toman en cuenta las observaciones de la biología y de la neurofisiología modernas, en especial la continuidad que ellas sugieren: «El cuerpo, escribe él, será en el ser vivo humano el complejo extenso, tangible, palpable, que antes de la muerte está habitado por una energía íntima y solidaria de vida mental y psíquica. Nada impide a priori, añade él, decir quién es el productor. El alma será, por su lado, eso por el cual, solidariamente unida al cuerpo (y sin prejuzgar un posible aislamiento a partir de ella), el hombre se prueba individualmente vivo con vida mental y psíquica».


7.      Habitar el cuerpo.


No hay lugar para acusar al cuerpo. El pecado no es corporal, el pecado no está nunca en el cuerpo, sino en la cabeza o en el corazón. El cuerpo está simplemente no terminado, cada día está en proceso de construirse, de encarnarse: el pecado es equivocarse sobre el cuerpo, es estar desencarnado, o mal encarnado. Jesús y San Francisco de Asís son dos modelos ejemplares de habitar el cuerpo, en la verdad, en la libertad serena y la gratuidad.
Yo sueño claramente en el Cántico de las criaturas, pero también en el Himno de la santa Materia de Teilhard de Chardin. Sueño, sobre todo, en nuestras santas Escrituras, Antiguo y Nuevo Testamento, que para nosotros hablan de la ternura de Dios, del Reino de la vida eterna. Para ello recurren constantemente a alegorías biológicas, a metáforas carnales: los profetas, desde Isaías a Oseas y a Jeremías, el Cantar de los Cantares, la literatura sapiencial, nos habla de esposos, emplean el lenguaje amoroso, el más explícito y el más preciso, caricias y besos, emociones, éxtasis, boda, banquetes, sensualidad, infidelidad, adulterio: todo el vocabulario de la pasión, de la alegría, del encanto y de la fiesta, mientras que la falta y la decepción son utilizadas por la Palabra de Dios para introducirnos en realidades más espirituales. No es este un indicador, el más elocuente, de la salud fundamental y de la riqueza capaz de informarnos sobre nuestra existencia sensible y biológica, pues nos dota también de preciosas alegorías. «Hasta el punto que en la tradición de Bernardo de Claraval, el amor místico no se puede vislumbrar sino a partir de modelos de amor humano: sin un falso pudor, él enseña a sus monjes y monjas de claustro un arte divino de amar que hace de la virginidad la plenitud erótica de la unión entre el alma y Dios en un abrazo ontológico». He citado a Dom Jean Leclercq en su libro El amor visto por los monjes del siglo XII.
El Cristianismo -en su tradición más auténtica- reconoce serenamente la sexualidad. Para él es Dios quien crea al ser humano sexuado, hombre y mujer, y le ha dado la sexualidad como un bien. El ser humano ejerce de hecho su condición de criatura cuando desarrolla esa sexualidad. El matrimonio es un sacramento que el hombre y la mujer se dan entre ellos y a ellos mismos. Como toda realidad creada,  la sexualidad es sin duda ambigua, capaz a la vez del  don pleno y de una posesión odiosa, fuente de éxtasis y al mismo tiempo instrumento de felicidad egoísta y de esclavitud degradante. Nos encontramos frente a dos polos contradictorios que la tradición cristiana siempre ha querido conciliar aunque muchas veces es una tensión dolorosa.
¿Cómo explicarlo y comprenderlo, o al menos disimularlo? Juan Francisco Sexto (Jean François Six) reconoció que el placer lleva a la absolutización y que tiende abusivamente a mostrarse como el lugar adecuado de toda la bondad posible. Es justo mostrar el carácter limitado y parcial del placer para evitar que uno lo tome por lo que no es: ¡todo! Es justo distinguir el placer de la felicidad. Pero por medio de esta prudencia el cristianismo, el más auténtico, reconoce que la sexualidad es el instrumento privilegiado de la culminación de todo el poder del deseo humano. El padre Xavier Thevenot, uno de los mejores moralistas contemporáneos, añadiría que «el placer mismo está muy ligado a la fe, es decir, a la confianza. Cuando uno goza, escribe él, uno vive siempre una experiencia de pérdida del control de sí mismo. El orgasmo es uno de los lugares donde se da particularmente el abandono, uno se abandona en los brazos del otro. El placer de una buena relación implica siempre una profunda fe en el otro».
Biología y fe.  Ya que estamos hablando de placer y de los comportamientos bien encarnados de la persona humana, yo añadiría algunas reflexiones sobre los placeres en la comida, en la mesa, el comer y el beber. El hombre no puede negarse el alimento: tiene el derecho a recobrar sus fuerzas y la alegría. La Escritura constata que «el vino regocija el corazón del hombre». La vida pública de Jesús comienza, según San Juan, en la comida de una boda inundada de «buen vino» y se termina en la última Cena, o bien en la resurrección  en un desayuno improvisado en la playa de Tiberíades, alrededor de una fogata con pescado asado y pan cocido sobre las brasas. El Evangelio nos hace partícipes de otra docena de diferentes comidas de Jesús, quien construye muchas de sus parábolas en el marco de banquetes y fiestas. Son además la ocasión de una enseñanza directa, rica y densa: «No os sentéis en los lugares de honor...»; «Vosotros orad así: danos hoy nuestro pan de cada día...»; pero sin mostrar impaciencia porque «vuestro Padre sabe de lo que necesitáis», ni glotonería pues «no sólo de pan vive el hombre...»


8.      La sabiduría del cuerpo.




¡Biología y fe! Se habrán podido dar cuenta Ustedes con qué insistencia, con qué obstinación,  con qué profusión las Escrituras, el Nuevo Testamento, pero en más ocasiones el Antiguo Testamento utilizan las metáforas anatómicas para hablarnos de Dios mismo, para revelarnos su fidelidad, su fuerza, su ternura y llevarnos a la inteligencia de sus pensamientos y de su comportamiento. De principio a fin en la Biblia el cuerpo humano presta a Dios los símbolos, las alegorías, los puntos de referencia, las comparaciones susceptibles de manifestarnos «a ese que el ojo humano jamás ha visto, pues vive en una luz inaccesible». Dios no es humano, ninguna criatura puede tener una idea de su gloria; sin embargo con el hombre tiene planes e intenciones, deseos de entrar en comunicación con él. Hay, pues, un rostro que El nos manifiesta: nosotros deseamos conocer esa cara. A esa cara que viene y que fuera reclamada por Moisés. El Señor en el libro de Ezequiel es substituido por «la espalda que acaba de pasar». El sentido es claro: la presencia de Dios se da en la visión de las huellas de su amor, dentro de la creación, dentro de la historia de salvación. La espalda es aquí la estela de la gracia dejada por el paso de Dios. (Me perdonarán que no les dé por el momento las citas precisas) [4].

Su corazón es innumerable como la arena de la playa y, para su pueblo, tiene entrañas de misericordia. Los hombros tienen también su propia significación: son símbolos del poder que aporta abrigo; de ellos nos habla Isaías cuando señala que los posee el Príncipe de la paz: "un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, él ha recibido el poder sobre sus hombros". Pero todo ese poder que abriga es para el servicio, y Jesús se identifica con el buen pastor cuando busca la oveja perdida y que, cuando la ha encontrado, lleno de alegría la coloca sobre sus hombros... Y qué decir del brazo de Dios, el brazo de santidad, la intervención majestuosa y magnánima: la que se celebra en el Magnificat: «Ha mostrado la fuerza de su brazo, ha dispersado a los orgullosos y ha llenado de bienes a los sencillos (a los hambrientos)» [5]. El símbolo es cientos de veces utilizado: desde el brazo siempre presto a la obra hasta el brazo que hará justicia, sin olvidar el brazo de la misericordia protectora: «Dejémonos en los brazos del Señor». Expresión del libro de Ben Sirá, el Sabio. La expresión «con mano fuerte y brazo extendido» aparece con frecuencia: quiere poner el acento sobre las acciones directamente benéficas de Dios. La mano de Dios no es jamás demasiado corta: ella descansa sobre Helí, sobre Elías, sobre los personajes carismáticos. Daniel se refiere a que Dios tiene en su mano el soplo de toda criatura. El no olvida a sus hijos en el desamparo, como también leemos en el libro de Isaías: «su nombre está grabado en las palmas de sus manos». Es en esas manos de Dios en las que el salmista «pone su espíritu». Hasta el dedo de Dios que interviene aparece, aunque menos seguido, en las Escrituras: El dedo que simboliza la fuerza divina actuante. Recordemos a los magos de Egipto que explican al Faraón el origen de los prodigios llevados a cabo por Moisés: «el dedo de Dios está allí...», declararon ellos. Y en el salmo 8: «al ver el cielo, obra de tus dedos...» Estas son sólo algunas notas rápidas, no por ello menos elocuentes. Dios no tiene cuerpo, sin duda, pero para revelársenos en las Escrituras Él ha preferido recurrir a toda nuestra anatomía, y con ello atestigua, al mismo tiempo, el precio y el valor de la condición biológica que es la nuestra. Más allá de los símbolos y de las alegorías, el «Creador de las cosas visibles» nos enseña de forma incomparable «la sabiduría del cuerpo», de ese cuerpo que es bueno y justo en el que habitamos, sin miedo, en la gratuidad y el orgullo responsable: Habría que hablar, entonces, de los  riñones y de los corazones, como centros de la vida emocional, de la médula y de los huesos, de la carne y de la respiración, del ojo, ventana del alma, de la desnudez, del arrodillarse del hombre devoto... Pero el tiempo es corto, y debemos alcanzar nuestro propósito...


9. Conclusión.


            Evolución astrofísica, evolución biológica, vida a la deriva, proceso de humanización, nacimiento de la conciencia: para terminar, los invito a echar un ojo al fresco del problema de los orígenes. ¿De dónde viene este polvo de vida al que se inclina Christian de Duve, nuestro Nobel? «¿Cómo se logra organizar este polvo?», pregunta Bernard Fletz. «¿De dónde venimos?», es la pregunta a la que se apega María Clara Groessens. ¿Remonta nuestro itinerario al reencuentro con nuestros ancestros? «¿Somos los únicos en el universo?», pregunta Augusto Meesen. Pero para nosotros, esta tarde -Biología y Fe-, la pregunta posee una doble dimensión: Estamos a bordo de la claridad dada por las excavaciones, que nosotros recorreremos en las galerías del Museo de Historia Natural de París, mediante las cuales seguiremos los pasos del inmenso cortejo de la  evolución orgánica de la bacteria hasta la cumbre del árbol de los primates; como creyentes contemplamos el cielo estrellado, el desfile de las galaxias y el ballet de los planetas... 5 mil millones de años después de la Gran Explosión inicial; 5 mil millones más para el nacimiento del sol; y todavía 4 mil millones más para la aparición de la vida; luego, una sección de capas fósiles de 5 mil milenios para lograr llegar a la aparición del hombre...
            Para el creyente, sin embargo, se trata de otra dimensión más: de una dimensión que no está ni en el tiempo de la historia, ni en los espesos sedimentos, sino que está en el corazón y en la intención del Creador, la fuente primordial del Ser, el absoluto primer comienzo, de alguna forma, el único que importa. No estamos contentos con conocer cómo son las cosas, -cómo la especie humana ha germinado de esa  tierra rica en materias orgánicas en esa lenta deriva hacia el siglo XXI-; quisiéramos saber por qué estamos aquí, pero, primero, simplemente, qué somos, y no según la clasificación binaria de Lineo, sino en la verdad de la historia. Es para nosotros importante saber qué deseo profundo nos llena, el sueño y la nostalgia que nos han puesto en el mundo. Pues si las causas segundas no tienen intención, si es en vano y falso buscar el engranaje de una causa final dentro de los procesos naturales, el creyente puede reconocer un proyecto en el corazón de Dios creador que provoca y mantiene todo en su ser.
            Porque nosotros nacemos no solamente de un deseo del hombre, de un deseo carnal, sino de un deseo mucho más alto, el de Dios, y para un destino infinitamente maravilloso: es la garantía de ser miembros místicos del cuerpo de Cristo (de nuevo la imagen biológica). Al menos esta afirmación la encontramos en la teología más rigurosa: es la única intención que dirige todo el gesto de la creación. El ser humano, hombre y mujer, creados por Dios para compartir en plenitud su Vida: inmersos en esa corriente de energía, de bondad, de ternura y alegría fundamental, que nosotros descubrimos como la fuente del Ser. Todo lo demás, la Vía láctea, la caótica revoltura de estrellas, las tormentas magnéticas y los caldos primitivos, el cortejo en evolución de los invertebrados, las anémonas multicolores, los pulpos gigantes, las terrazas de crinoides, los enjambres de libélulas, el universo de peces, la población de reptiles, el mundo de los mamíferos y de los primates...: todo eso es como una preparación, un bosquejo, una depuración, un molde para el humano que va a llegar; y, al mismo  tiempo, en todo ello encontramos la verdadera y ferviente intención de Dios, que nos ha querido a su imagen y su semejanza.
            Y esta intención no la podemos encontrar en un cierto tiempo y lugar, ella es «transhistórica», que pasa, sin duda a través de la evolución orgánica de la cual la ciencia nos describe las etapas y nos decodifica sus mecanismos. Pero es una intención que en su conjunto domina el tiempo, haciendo de nosotros lo que somos, a Ustedes y a mí, hoy, aquí, esta tarde: objeto de la misma creación que el Adán de la Biblia, objetos del mismo amor preferencial, destinados todos a la misma bondadosa adopción de la cual habla San Pablo a los cristianos de Éfeso.
            Más allá de la historia natural de nuestro pasado, está la historia religiosa y el sentido de nuestra vocación a Ser. El objetivo y el costo del mensaje cristiano es la forma particular de mirar, el corazón con que nosotros asumimos la arcilla que nos moldea y a la cual pretendemos habitar. La persona, el cuerpo, la cabeza y el corazón, el amor, la pareja, la sexualidad, no son invenciones cristianas, sino que nosotros posiblemente las podemos inspirar, animarlas, si es posible reinventarlas a ritmo, a fuego, de la esperanza cristiana, pues nosotros las reconocemos como un regalo de Dios: para lo cual nosotros tenemos una buena noticia, escuchamos la noticia de la esperanza. Muchas veces tenemos la impresión de que sobre estos temas la Iglesia no hace sino prohibiciones, que sólo dice: ¡No! Antes de las catacumbas y de los anatemas, hubo primero y sobre todo los ¡Síes!  de Dios, las palabras reconfortantes y las bendiciones. Porque la esperanza y la bendición son claramente la primera palabra, nunca antes pronunciada, sobre la pareja humana. Sería bueno tomar en serio todo el significado de esas pocas palabras de la primera página del Génesis: «Dios creó al ser humano a su imagen: hombre y mujer los creó. Los bendijo... Y vio Dios lo que había hecho, y vio que estaba muy bien hecho». El hombre y la mujer surgen de las manos generosas del Creador, no sabrían vivir sin amor, no pueden vivir solos, solos no pueden alcanzar su verdadera dimensión, ni reconocerse. Así, de inmediato, los tenemos creados en dualidad, sexuados, desde los orígenes, como pareja («acoplados»).
            El hombre y la mujer nacen el uno del otro, están hechos de la misma carne, comparten el mismo soplo de vida. En lo más íntimo de sus personas, en su corazón y en su cuerpo, son sacramento el uno del otro, una llamada del uno para el otro, culminación del uno para el otro, estructuralmente, por toda su biología, destinados el uno para el otro. Veamos, una vez más, esa primera palabra creadora, suprema y eficaz pronunciada en los orígenes: Una palabra jubilosa, llena de bendiciones sobre la pareja, sobre el amor que la sostiene y sobre una sexualidad que lo manifiesta: «Dios vio que todo eso estaba muy bien hecho».
            El mensaje de bendición es más explícito aún en la persona, concerniente al cuerpo mismo que en la intención del Creador manifiesta la reciprocidad de las personas. Complementariedad que marca una radical limitación. El cuerpo en su plasticidad es vocación de apertura, es un llamado nostálgico hacia ese «otro», el diferente, que es el complemento de uno mismo. Juan Pablo II vio en el cuerpo sexuado un «sacramento del don y de la comunión hacia el prójimo». Nosotros estamos diametralmente en el lugar opuesto a los anatemas y condenaciones platónicas o gnósticas a las que hacíamos alusión al principio de esta exposición; a años luz de los rigores y timideces jansenistas. Pero estamos exactamente en el filo del Credo de Nicea que confiesa al «Dios creador de las cosas visibles e invisibles».
            En el correcto filo de toda la tradición milenaria, la más auténtica, la que se conecta  desde el profeta David en el salmo 8, un salmo cantado desde los viñedos, cuando los trabajadores regresan por la tarde llenos de alegría, quemados por el sol, cansados, fatigados, pero con sus canastos llenos de uvas. La experiencia profana que ellos tienen de la exuberante recolecta de racimos, y el vino que esto anuncia, es para ellos la ocasión de un acto litúrgico. ¿Biología y Fe? Ellos no aceptaron, ni censuraron, ni diferenciaron entre lo secular y lo religioso. El vino, los racimos, la alegría, la fuerza y el mundo se celebraban en el culto, mientras que el mismo culto era el lugar de la contemplación asombrosa del mundo. Escuchemos, mejor, al salmista: «Señor, Dios nuestro, ¡que tu nombre sea exaltado en toda la tierra! Mejor que el cielo, ¡es la tierra que canta tu esplendor! ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él? Tú lo haces reinar sobre las obras de tus manos, tú has puesto todo bajo su control, todos los animales, grandes y pequeños, las bestias salvajes, los pájaros del cielo y los peces del mar, todo lo que corres, se arrastra, nada, crece, y los canastos de uvas tornasol, saturadas de azúcar....»
            ¡Biología y Fe!  A veces decimos que al quitar el misterio la ciencia moderna ha desencantado el mundo: que ella ejerce un papel corrosivo en detrimento de la fe y contribuye a un ateísmo práctico. Puede ser así en un primer momento muy superficial. Pero al reflexionar mejor es necesario inscribirse en contra de ese falso y precipitado juicio que viene a contradecir la experiencia. La ciencia -y la biología en particular- decodifica la complejidad y la prodigiosa armonía del universo; además ella se familiariza con la aventura de la vida, pues descubre sus iniciativas y sus recursos, y mientras más descubramos por investigaciones las ventajas precisas de esta «bella historia del mundo», más el que cree en Dios tiene razones de reconocer «el cielo y la tierra» como «obra de sus dedos». Más aún, se le invita a agradecer una y otra vez y a maravillarse con las palabras del salmista: «¿Qué es el mortal para que te acuerdes hasta ese punto de él? Tú lo has hecho inferior a un Dios. ¡Sí!, verdaderamente, ¡tu nombre es magnífico en toda la tierra!»


[1] Conferencia expuesta por el Autor entre el 24 y el 27 de agosto de 1998 en la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia.
[3] En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes 36b (N. del E.).
[4] El autor se refiere de memoria a los textos de Exodo 33,7-11 y, seguidamente a Ex 33, 18-23, en que, por tratarse de las dos tradiciones principales que integraron dicho libro, la yahvista y la elohista, se expresan allí, precisamente, las características primordiales de cada una de ellas. En uno y otro casos la referencia es a Moisés. (N. del E.)
[5] Lucas 1, 51ss (N. del E.).

Publico con especial cariño este texto, a mi juicio expresión del "alma" de su autor, eminente biólogo, paleontólogo, filósofo y teólogo belga, fallecido a la edad de 87 años. Falleció el 25 de noviembre de 2006.  http://www.uclouvain.be/40186.html

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