Por el R. P. Dr. Edouard Boné, S. J.
1. Dos universos.
¡Fe y Biología! Emparentar estos dos conceptos puede ser muy
extraño, y en un primer vistazo hasta sospechoso. Fe y Biología: Estamos frente
a dos universos heterogéneos. Al decir biología, miren que se nos viene a la
mente el laboratorio, con sus microscopios, con sus análisis bioquímicos y sus
cultivos de tejidos; las expediciones submarinas para conocer arrecifes de
coral; las excavaciones paleontológicas para recolectar fauna extinguida del
Gobi o de Karoo... Aparecen en nuestra mente los grandes nombres que han
ilustrado las ciencias de la vida: Darwin, Pasteur, Mendel, Crick y muchos
otros. Mientras al decir fe entramos en
otro mundo: dejamos a un lado las grandes enciclopedias, los voltímetros y los
tratados eruditos. Viajamos en el pensamiento y caminamos por los campos de la
abadía de Orval o por el oratorio de las Hermanitas de Jesús. Entramos al
pequeño cementerio de Tibbherine [2]
donde descansan los siete monjes trapenses asesinados el año antepasado (26–27
Marzo 1996). Sobre nuestras rodillas un librito abierto: es el evangelio de
Jesucristo, unas modestas hojas que pretenden contener la Buena Nueva y hablan
de la vida en plenitud. O quizás pueden Ustedes preferir las dunas del
desierto, las olas del mar, una noche estrellada, las cimas nevadas o el
silencio del corazón, donde Dios pueda decirte alguna palabra...
Biología
y Fe. Dos universos, pero también dos problemas: pues la ciencia busca
enseñarnos las normas de la naturaleza, mientras que la fe escucha nuestras
pláticas de las irregularidades de la historia. La primera se interesa por los «comos»
del mundo visible, descubre las leyes, estudia sus mecanismos, su acontecer, el
azar de las causas segundas que, luego de 15 mil millones de años, llevan a dar
cuerpo a las cosas en ese gigantesco y complejo entorno que hace germinar el
polvo (aserrín) de vida dentro del prodigioso cortejo de la evolución
biológica, hasta la claridad de la conciencia que nos ha reunido esta tarde...
¿Cómo?, ¿cuáles medios usar? La fe
balbucea respuestas a unas preguntas del todo diferentes: «¿Por
qué...?» ¿Tenemos un proyecto que nos
guíe? Y en caso afirmativo, ¿a dónde nos lleva? ¿Hay, acaso, algún sentido?
¿Tiene sentido la vida? ¿Tiene sentido la muerte? ¿Tiene sentido el
sufrimiento? Si no tienen sentido nos encontramos en el absurdo. Ahora, si
existe ese sentido, ¿dónde está Dios en todo esto?
¿Fe
y Biología? Dos mundos heterogéneos; preguntas aparentemente sin relación las
unas con las otras. Sus métodos, específicamente propios; una deontología
particular que garantiza la rigurosa autonomía de los dos universos mentales y
al mismo tiempo prohibe todo tipo de control o dominio de una sobre la otra. Y
Ustedes me piden abordar en un mismo discurso las preguntas de la biología y
las preguntas de la fe. Quisiéramos responder a este abordaje desde una
auténtica racionalidad. Para ello nos falta, al menos en un principio,
justificar esta empresa y su legitimidad.
2. La verdadera pregunta.
Como
tenemos a bien reflexionar, notemos que no es falta de razón yuxtaponer estos
dos términos, fe y biología. Pues, en efecto, si biología y fe surgen de dos
horizontes intelectuales distintos y autónomos, ellos se reencuentran en la
unidad del mismo sujeto: la misma persona humana puede estar habitada
simultáneamente por la vida biológica y por la fe cristiana; el científico, él
mismo, se encuentra portador de esta doble pregunta: el cómo y el por qué. Pues
es el mismo corazón y el mismo espíritu que forman en él una misma conciencia
la cual, bien se encuentra frente al microscopio o, de igual forma, arrodillada
en oración en la nave de la Iglesia de San Miguel. A menos que esté volcado
sobre sí, a punto de morir, corroído por las dudas, o en busca de luz. Luego
deja su trabajo, cuelga su bata blanca en el perchero del laboratorio pero no
abandona su identidad de biólogo, no es un personaje ficticio que se reviste el
domingo en la mañana para entrar a la Iglesia y participar en la eucaristía
semanal. En nombre de una indispensable coherencia interna, tenemos el derecho
-para los creyentes yo diría el deber- de llevar en nosotros esta doble
pregunta: la fe y la biología.
Por
eso es una legítima necesidad que el creyente confiese a un Dios «Padre
todopoderoso, creador de lo visible y lo invisible».
Es el mismo Dios revelado en Jesucristo quien lo invita a creer: Ese Dios de
quien se ha dicho que no se puede tropezar ni hacernos tropezar, y quien creó
nuestra inteligencia racional, la voluntad, el deseo de curiosear y nuestra
capacidad crítica. El ejercicio auténtico de estas características debe
permitirnos acceder a la verdad. Es el mismo Espíritu Santo quien nos enseña «todas
las cosas». El Concilio Vaticano II nos
anima en nuestra búsqueda audaz y en nuestra decodificación de las leyes fundamentales
del universo biológico cuando dice [3]:
«la
búsqueda, en todos los dominios del saber, nunca se opondrá realmente a la fe,
previendo que sea llevada a cabo de manera verdaderamente científica (...) Las
realidades profanas y las de la fe encuentran su origen en el mismo Dios». La Revelación puede sumarse, sin duda, a
nuestra inteligencia crítica, ella no sabría contradecirla. Al menos en la
escatología, es decir, en el final de los tiempos. Pues es sabido que,
provisionalmente, en el tiempo del mundo y de la Iglesia, habrá falta de
claridad debida, por un lado, a insuficientes o prematuras interpretaciones de
la Revelación, o, por otro lado, a la falta de sentido crítico o lagunas en el
ejercicio de la inteligencia racional. Nosotros conocimos y conocemos todavía
esas incompatibilidades aparentes que son las causantes de estas disfunciones.
Pero el asunto no termina allí.
El
creyente, en efecto, tiene razón para yuxtaponer los dos conceptos de fe y
biología, de preguntarse si son compatibles, de pretender estar a gusto, libre
y reconciliado en este universo de realidades "de carne y hueso".
Donde, por la revelación, el creyente puede también tener una mejor comprensión
del mundo espiritual. Al mismo tiempo, una verdadera profundización en la fe.
Aceptemos el reto.
3. «Creador de las cosas visibles».
«Yo
creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de
todo lo visible y lo invisible». En el
año 325 el Concilio Ecuménico de Nicea proclamó este dogma y lo inscribió en el
primer verso de la confesión solemne de fe que proclamamos desde entonces cada
Domingo, al principio de la celebración eucarística. Esta fórmula «usada»
(«gastada»)
y un poco extraña la debemos comprender bien. No se trata de la afirmación de
un cierto monoteísmo: «Yo creo
en un solo Dios..», como
si nos sintiéramos amenazados por otras divinidades rivales o competidoras. La
verdad es totalmente distinta y en su máxima expresión podríamos decir: «Yo
creo que es el mismo Dios, Padre todopoderoso, que está en el origen de las
cosas visibles e invisibles, de la tierra como del cielo...»
Al confesar junto con toda la Iglesia, después de Nicea, este dogma
fundamental, nosotros proclamamos que el mundo de la materia y el universo de
la vida son los dos de Dios, que el cuerpo tanto como el alma son un gesto de
la generosidad magnánima y un instrumento de su Gracia. Las realidades
sensibles y carnales son portadoras de ternura y susceptibles de remontarnos
hasta Él. No hay más que un camino al cielo, el que recorremos con nuestros
cuerpos de arcilla y de la Tierra: experiencia, encanto y calor que se
manifiesta es junto con todo lo visible el taller donde preparamos el paraíso.
¿Por
qué es necesario proclamar solemnemente esta verdad, a punto de hacerla un
dogma central de nuestra fe? Porque se trata de salvar la tierra y la vida del
anatema que les amenaza, se trata de proteger todo el cristianismo de la falsa
pista en la cual puede caer, y esto merece una explicación.
Si
nuestra época moderna puede a veces ser acusada de ignorar, o de subestimar al
menos, el universo de lo trascendente y de los valores espirituales, la verdad
nos obliga a reconocer que no todos los días ello ha sido así. En los primeros
siglos de su historia, nuestra Iglesia se encontraba, por el contrario, en un
medio pagano. Un clima cultural profundamente marcado por una filosofía que no
da ningún valor ni a la materia ni a la vida. Desde hace más de un milenio, los
pensadores hindúes trataron al universo sensible como una ilusión. La filosofía
griega en muchos de sus comentaristas, o al menos en el pensamiento auténtico
de Platón, lanza igualmente el anatema de la materia: el alma era considerada
como substancia divina, pero la metamorfosis (avatar) en la materia constituye
su caída, el pecado. La salvación, por su parte, consistiría en extraerla de
ese cuerpo al cual ella está desgraciadamente ligada. Lógicamente entonces,
Plotino, según dice de él Porfirio, «¡se
sonrojaba de tener un cuerpo!» Los
Estoicos caminaban en el mismo sentido.
Para
nuestro asombro, en ese clima los gnósticos, de entre quienes había cristianos,
rápidamente confiscaron para su beneficio las expresiones dualistas de San
Pablo sobre las oposiciones de lo carnal y lo espiritual diseminadas a lo largo
de su carta a los Romanos, desviándolas de su significado original. El
gnosticismo se presenta de pronto como un vasto y violento esfuerzo por
establecer una teología cristiana -y, por consiguiente, una redención y una
salvación- por la condenación de la materia. Veamos su doctrina: «la
materia, la vida física y el cuerpo son el centro y la fuente de todo mal, un
lastre para el alma espiritual. Toda esta evidencia no podría ser la obra de un
Dios santo y bueno, forzosamente el peso de la carne, que es ocasión de pecado,
debe brotar de un principio malo». La
salvación, desde entonces, consistía en salir del mundo, en evadirse lo más
posible de los compromisos con la materia y lo biológico. Este matrimonio no
puede ser sino un invento del demonio: «obra
de la carne». «Claro
que ella es pecaminosa en sí misma, pues esclaviza a los cónyuges, los entrega
al deshonor y a las tinieblas del cuerpo. Pero, para colmo, para perpetuar la
raza, la carne prolonga y multiplica la esclavitud de las almas prisioneras de
la materia».
Pueden
Ustedes encontrar estas exageraciones en Marción, Tatiano o Valentino, herejes sin duda. Aún San
Gregorio Nacianceno, doctor de la Iglesia, no se escapó de esta corriente
pesimista: él compartía el horror platónico a la materia y a lo sensible, recomendando
cerrar los sentidos, ponerse fuera de la carne y del mundo, no tocar vida
biológica excepto en la estricta medida en que lo podamos esconder del todo...
Y llevados tales conceptos a lo largo de la tradición por San Agustín,
encontramos de nuevo las pistas de esa doctrina entre los jansenistas modernos.
Así que
la primera gran lucha doctrinal de nuestra Iglesia en los mismos orígenes de su
historia no fue contra quienes negaban a Dios sino contra los que negaban el
mundo. Su primera victoria, hoy un poco olvidada, consistió no en confesar al
Señor de cielo sino en salvar la realidad de la tierra, es decir, en respetar
la materia, el valor del cuerpo, la paz y la bondad de la vida. Aceptar la
ruptura y contraposición fundamental
entre la materia y el espíritu, como una cuestión que atañe y abarca a la
totalidad del mundo visible y de la vida -nuestra vida-, biológica y carnal,
habría sido una maldición definitiva, un riesgo mortal, una blasfemia
gigantesca, que amenazaba ser pronunciada. Pero el Concilio de Nicea tuvo el
mérito y la osadía de conjurarla.
4. Una bendición a priori.
Quisiera
recordar brevemente esta bendición a
priori pronunciada sobre el mundo de la vida. Consiste, en efecto, en que
la fe nos invita a vivir el mundo y el universo de la vida como una bendición,
como un don real en las cosas bellas y buenas, suscitado por nuestra alegría.
Es el gran mensaje de las primeras páginas del Génesis: «¡Que
la tierra se cubra de verde, de hierbas y árboles frutales! ¡Que las aguas se
llenen de seres vivientes, que los pájaros vuelen por encima de la tierra y que
la tierra produzca animales salvajes! Y vio Dios que aquello era bueno. El
sexto día creó al hombre, hombre y mujer los creó. Y les dijo: "Sed
fecundos, multiplicáos y dominad la tierra". ¡Él vio que todo estaba muy
bien!»
Desde
entonces viene que el Cristianismo,
sobre todo el occidental, tenga una mala reputación sobre todo lo concerniente
al cuerpo humano. Alguien lo acusa de ser muy negativo respecto a la materia.
En un libro reciente, Los caminos del
cuerpo, un teólogo de Lyon, Henri Bourgeois, hace hincapié en que muchos de
nuestros contemporáneos tienen la sensación de que el ideal cristiano privilegia
lo que uno llama el «alma»
y no la real ternura que surge del carácter encarnado de la condición humana.
Nos hace falta examinar la contestación e interrogar la relación ambigua del
cristianismo occidental y el cuerpo humano. Que ha habido mudanzas, de eso no
cabe duda; pero ellas parecen no estar fundadas en una verdadera doctrina cristiana;
por el contrario. Hablar de respeto por el cuerpo es todavía muy corto: el
cuerpo es ciertamente respetado, pero hay también atracción, es portador de
oportunidad, es lugar de una encarnación siempre sorprendente de valores más
preciosos. Hay lugar para hablar de los derechos y de las posibilidades del
cuerpo. Porque el cristianismo no es primero una moral, sino que se presenta
como una espiritualidad, como una aventura de deseo, de imaginación y de
libertad.
El
corazón, y lo esencial de la fe cristiana, no lo olvidemos, es que Jesús es
considerado como la presencia de Dios en la carne. El se ha encarnado. Esta
encarnación lo acompañó toda su vida. Es en lo cotidiano donde él se ha hecho
hombre, como cualquiera de nosotros: un bebé al que había que darle de comer y
vestirlo, a quien se debió enseñar a ser él mismo, que atravesó la pubertad antes
de ser un joven adulto... «El
Verbo de Dios se hizo carne»
(enseña el evangelio de San Juan): no es una alegoría, ni un mito, menos aún
una manera de hablar. El tuvo hambre y sintió sed, cansado de fatiga se rindió
en la barca, conoció la ternura, la piedad, la tristeza del luto, la
enfermedad, las pruebas del camino. ¿Acaso no fue en la visita a una joven
parturienta a felicitarla por la belleza de su bebé que ella le muestra con
orgullo cuando él comprende al punto la alegría inundada de lágrimas y de dolor
por el parto? Él sintió una enorme agonía que lo tiró a tierra hasta el punto
de sudar sangre en el Getsemaní. Él no nos dejó ningún tratado de teología
sobre el cuerpo minuciosamente elaborado; por el contrario él multiplicó los
gestos de atención y de misericordia corporal: vamos a ponerlos al principio:
abrazar a los niños, curar a los ciegos y a los leprosos, percatarse de una
mujer que sufre un flujo de sangre, dar de comer a las multitudes hambrientas
que lo han seguido. El promete el Reino de Dios a las gentes que han dado de
comer y de beber (aunque sea un vaso de agua fría), y la beatitud a los que
visten cuerpos desnudos o alivian cuerpos enfermos.
5. Una espiritualidad bien encarnada.
¿Dónde vamos a encontrar una
espiritualidad desencarnada que no conozca más que el alma y predique la
evasión? Nuestra religión es, en parte, una religión de la encarnación. «El
cuerpo humano es una historia nunca alcanzada: está frente a nosotros, sin
duda, como una capacidad heredada y una prodigiosa potencialidad genética, pero
también está frente a nosotros, como una manera de existir hacia la que
caminamos pero a la que nunca llegaremos definitivamente. Pasamos nuestra vida en esa alegría que lo hace posible y en
ese trabajo que lleva a su cumplimiento».
Cité de nuevo a Henri Bourgeois. El cuerpo no es una parte de nosotros mismos
al lado del alma. Es todo nuestro ser, todo lo que nosotros somos, dentro de una
dinámica espiritual. Es por eso que el cristianismo bautiza el cuerpo como
signo de su estima -la misma estima de Dios- por la materia de que estamos
hechos y con la que nos tenemos que hacer.
La fe no es esa creencia platónica en un
alma inmortal sino que es referencia a Cristo resucitado. «El
alma es una noción pagana»,
escribía, no sin paradoja, el periodista P. Fabra en su editorial de Le Monde con ocasión de la Pascua de
1992. Pero esta paradoja no es más que aparente, cuando uno se acuerda que fue
Platón quien hiciera del alma una sustancia divina diluida en la materia. Para
nosotros el alma no es divina, ella fue creada. Como criatura no es una
realidad distinta a la materia que ella
anima. La antropología bíblica, por su parte, es unitaria, no conoce una «cosa»
llamada cuerpo dentro de la cual existe otra «cosa»
fusionada que se le designa con el vocablo alma. El mundo hebreo no conocía,
como uno quisiera, ni un cuerpo animado, ni un espíritu encarnado. Ellos no se
preocupaban de la metafísica, pero aceptaban simplemente la existencia. La
persona humana es percibida, ante todo, como la unidad de una fuerza vital que
se sostiene en una relación de origen constante con Dios. El ser humano es
fundamentalmente una paradoja, claramente mortal y frágil, y al mismo tiempo
vitalizado por el soplo de Yahvéh. Las funciones espirituales en él no están
separadas de sus funciones orgánicas: los fenómenos corporales y las
actividades espirituales están íntimamente interconectadas. Me atrevería de
decir que no hay alma inmortal «por
naturaleza»: por
naturaleza el hombre es mortal, todo entero. Es por la gracia, porque ha sido
creado a imagen de Dios quien quiere comunicarle su Vida e introducirlo en su
familia. Es por la gracia que tenemos esta promesa y, en la fe, la seguridad de
una permanencia luego de la muerte biológica. Esta visión es infinitamente más
permeable al pensamiento científico moderno que las concepciones clásicas
occidentales marcadas por la corriente platónica, a pesar del trabajo sobre la «forma»
(hilemorfismo) de Santo Tomás de Aquino quien trató de corregir esta
perspectiva.
6. ¿Cuerpo y alma?
Confrontando
las evidencias científicas recientes (la continuidad evolutiva, la
neurofisiología, la bioquímica molecular y la cibernética), los biólogos de hoy
están de acuerdo y sin duda reconocen el carácter específico y original de las
propiedades manifiestas en el hombre por la conciencia reflexiva y el
pensamiento, pero todos están de acuerdo también en que esas propiedades están
necesariamente ligadas a una estructura material altamente compleja, al punto
que la concepción del alma como un dualismo cartesiano les parece inaceptable o
mejor, vacío de entendimiento. Nosotros sabemos hoy que una sola ley de
complejidad conduce el tejido cósmico desde la Gran Explosión (Big Bang) inicial hasta la cumbre del
árbol de la vida -la centella de la conciencia y la estratosfera, cobertor
tejido alrededor del planeta tierra-, a la que se llegó mediante una serie de
pasos: las galaxias, el polvo que formó las estrellas, el sol y sus planetas,
de los cuales uno de ellos se benefició de una atmósfera favorable a la
evolución orgánica... «la
materia orientada a la vida, la vida orientada al espíritu».
Dominique
Dubarle, un filósofo excelente, perfectamente ortodoxo con relación a la postura católica, pero vuelto a
la experiencia del problema de las ciencias, se aventura prudentemente y
formula una definición complementaria de cuerpo y alma en la que se esfuerza de
la mejor manera para garantizar que se toman en cuenta las observaciones de la
biología y de la neurofisiología modernas, en especial la continuidad que ellas
sugieren: «El
cuerpo, escribe él, será en el ser vivo humano el complejo extenso, tangible,
palpable, que antes de la muerte está habitado por una energía íntima y
solidaria de vida mental y psíquica. Nada impide a priori, añade él, decir quién es el productor. El alma será, por
su lado, eso por el cual, solidariamente unida al cuerpo (y sin prejuzgar un
posible aislamiento a partir de ella), el hombre se prueba individualmente vivo
con vida mental y psíquica».
7. Habitar el cuerpo.
No
hay lugar para acusar al cuerpo. El pecado no es corporal, el pecado no está
nunca en el cuerpo, sino en la cabeza o en el corazón. El cuerpo está
simplemente no terminado, cada día está en proceso de construirse, de
encarnarse: el pecado es equivocarse sobre el cuerpo, es estar desencarnado, o
mal encarnado. Jesús y San Francisco de Asís son dos modelos ejemplares de
habitar el cuerpo, en la verdad, en la libertad serena y la gratuidad.
Yo
sueño claramente en el Cántico de las
criaturas, pero también en el Himno
de la santa Materia de Teilhard de Chardin. Sueño, sobre todo, en nuestras
santas Escrituras, Antiguo y Nuevo Testamento, que para nosotros hablan de la ternura
de Dios, del Reino de la vida eterna. Para ello recurren constantemente a
alegorías biológicas, a metáforas carnales: los profetas, desde Isaías a Oseas
y a Jeremías, el Cantar de los Cantares, la literatura sapiencial, nos habla de
esposos, emplean el lenguaje amoroso, el más explícito y el más preciso,
caricias y besos, emociones, éxtasis, boda, banquetes, sensualidad,
infidelidad, adulterio: todo el vocabulario de la pasión, de la alegría, del
encanto y de la fiesta, mientras que la falta y la decepción son utilizadas por
la Palabra de Dios para introducirnos en realidades más espirituales. No es
este un indicador, el más elocuente, de la salud fundamental y de la riqueza
capaz de informarnos sobre nuestra existencia sensible y biológica, pues nos dota
también de preciosas alegorías. «Hasta
el punto que en la tradición de Bernardo de Claraval, el amor místico no se
puede vislumbrar sino a partir de modelos de amor humano: sin un falso pudor,
él enseña a sus monjes y monjas de claustro un arte divino de amar que hace de
la virginidad la plenitud erótica de la unión entre el alma y Dios en un abrazo
ontológico». He
citado a Dom Jean Leclercq en su libro El
amor visto por los monjes del siglo XII.
El
Cristianismo -en su tradición más auténtica- reconoce serenamente la
sexualidad. Para él es Dios quien crea al ser humano sexuado, hombre y mujer, y
le ha dado la sexualidad como un bien. El ser humano ejerce de hecho su
condición de criatura cuando desarrolla esa sexualidad. El matrimonio es un
sacramento que el hombre y la mujer se dan entre ellos y a ellos mismos. Como
toda realidad creada, la sexualidad es
sin duda ambigua, capaz a la vez del don
pleno y de una posesión odiosa, fuente de éxtasis y al mismo tiempo instrumento
de felicidad egoísta y de esclavitud degradante. Nos encontramos frente a dos
polos contradictorios que la tradición cristiana siempre ha querido conciliar
aunque muchas veces es una tensión dolorosa.
¿Cómo
explicarlo y comprenderlo, o al menos disimularlo? Juan Francisco Sexto (Jean
François Six) reconoció que el placer lleva a la absolutización y que tiende
abusivamente a mostrarse como el lugar adecuado de toda la bondad posible. Es
justo mostrar el carácter limitado y parcial del placer para evitar que uno lo
tome por lo que no es: ¡todo! Es justo distinguir el placer de la felicidad.
Pero por medio de esta prudencia el cristianismo, el más auténtico, reconoce
que la sexualidad es el instrumento privilegiado de la culminación de todo el
poder del deseo humano. El padre Xavier Thevenot, uno de los mejores moralistas
contemporáneos, añadiría que «el
placer mismo está muy ligado a la fe, es decir, a la confianza. Cuando uno
goza, escribe él, uno vive siempre una experiencia de pérdida del control de sí
mismo. El orgasmo es uno de los lugares donde se da particularmente el
abandono, uno se abandona en los brazos del otro. El placer de una buena
relación implica siempre una profunda fe en el otro».
Biología
y fe. Ya que estamos hablando de placer
y de los comportamientos bien encarnados de la persona humana, yo añadiría
algunas reflexiones sobre los placeres en la comida, en la mesa, el comer y el
beber. El hombre no puede negarse el alimento: tiene el derecho a recobrar sus
fuerzas y la alegría. La Escritura constata que «el
vino regocija el corazón del hombre». La
vida pública de Jesús comienza, según San Juan, en la comida de una boda
inundada de «buen
vino» y se termina en la última Cena,
o bien en la resurrección en un desayuno
improvisado en la playa de Tiberíades, alrededor de una fogata con pescado
asado y pan cocido sobre las brasas. El Evangelio nos hace partícipes de otra
docena de diferentes comidas de Jesús, quien construye muchas de sus parábolas
en el marco de banquetes y fiestas. Son además la ocasión de una enseñanza directa,
rica y densa: «No os
sentéis en los lugares de honor...»; «Vosotros
orad así: danos hoy nuestro pan de cada día...»; pero sin mostrar
impaciencia porque «vuestro
Padre sabe de lo que necesitáis», ni
glotonería pues «no
sólo de pan vive el hombre...»
8. La sabiduría del cuerpo.
¡Biología
y fe! Se habrán podido dar cuenta Ustedes con qué insistencia, con qué
obstinación, con qué profusión las
Escrituras, el Nuevo Testamento, pero en más ocasiones el Antiguo Testamento
utilizan las metáforas anatómicas para hablarnos de Dios mismo, para revelarnos
su fidelidad, su fuerza, su ternura y llevarnos a la inteligencia de sus
pensamientos y de su comportamiento. De principio a fin en la Biblia el cuerpo
humano presta a Dios los símbolos, las alegorías, los puntos de referencia, las
comparaciones susceptibles de manifestarnos «a
ese que el ojo humano jamás ha visto, pues vive en una luz inaccesible».
Dios no es humano, ninguna criatura puede tener una idea de su gloria; sin
embargo con el hombre tiene planes e intenciones, deseos de entrar en
comunicación con él. Hay, pues, un rostro
que El nos manifiesta: nosotros deseamos conocer esa cara. A esa cara que viene y
que fuera reclamada por Moisés. El Señor en el libro de Ezequiel es substituido
por «la espalda que acaba de pasar».
El sentido es claro: la presencia de Dios se da en la visión de las huellas de
su amor, dentro de la creación, dentro de la historia de salvación. La espalda
es aquí la estela de la gracia dejada por el paso de Dios. (Me perdonarán que
no les dé por el momento las citas precisas) [4].
Su
corazón es innumerable como la arena de la playa y, para su pueblo, tiene entrañas de misericordia. Los hombros tienen también su propia
significación: son símbolos del poder que aporta abrigo; de ellos nos habla
Isaías cuando señala que los posee el Príncipe de la paz: "un niño nos ha
nacido, un hijo nos ha sido dado, él ha recibido el poder sobre sus
hombros". Pero todo ese poder que abriga es para el servicio, y Jesús se
identifica con el buen pastor cuando busca la oveja perdida y que, cuando la ha
encontrado, lleno de alegría la coloca sobre sus hombros... Y qué decir del brazo
de Dios, el brazo de santidad, la
intervención majestuosa y magnánima: la que se celebra en el Magnificat: «Ha
mostrado la fuerza de su brazo, ha
dispersado a los orgullosos y ha llenado de bienes a los sencillos (a los
hambrientos)» [5].
El símbolo es cientos de veces utilizado: desde el brazo siempre presto a la
obra hasta el brazo que hará justicia, sin olvidar el brazo de la misericordia
protectora: «Dejémonos
en los brazos del Señor».
Expresión del libro de Ben Sirá, el Sabio. La expresión «con mano fuerte y brazo extendido»
aparece con frecuencia: quiere poner el acento sobre las acciones directamente
benéficas de Dios. La mano de Dios no
es jamás demasiado corta: ella descansa sobre Helí, sobre Elías, sobre los
personajes carismáticos. Daniel se refiere a que Dios tiene en su mano el soplo de toda criatura. El
no olvida a sus hijos en el desamparo, como también leemos en el libro de
Isaías: «su nombre está grabado en las palmas de sus manos». Es en
esas manos de Dios en las que el salmista «pone
su espíritu». Hasta
el dedo de Dios que interviene
aparece, aunque menos seguido, en las Escrituras: El dedo que simboliza la
fuerza divina actuante. Recordemos a los magos de Egipto que explican al Faraón
el origen de los prodigios llevados a cabo por Moisés: «el
dedo de Dios está allí...», declararon
ellos. Y en el salmo 8: «al ver
el cielo, obra de tus dedos...» Estas
son sólo algunas notas rápidas, no por ello menos elocuentes. Dios no tiene
cuerpo, sin duda, pero para revelársenos en las Escrituras Él ha preferido
recurrir a toda nuestra anatomía, y con ello atestigua, al mismo tiempo, el
precio y el valor de la condición biológica que es la nuestra. Más allá de los
símbolos y de las alegorías, el «Creador
de las cosas visibles» nos
enseña de forma incomparable «la
sabiduría del cuerpo», de
ese cuerpo que es bueno y justo en el que habitamos, sin miedo, en la gratuidad
y el orgullo responsable: Habría que hablar, entonces, de los riñones y de los corazones, como centros de
la vida emocional, de la médula y de los huesos, de la carne y de la
respiración, del ojo, ventana del alma, de la desnudez, del arrodillarse del
hombre devoto... Pero el tiempo es corto, y debemos alcanzar nuestro
propósito...
9. Conclusión.
Evolución astrofísica, evolución
biológica, vida a la deriva, proceso de humanización, nacimiento de la
conciencia: para terminar, los invito a echar un ojo al fresco del problema de
los orígenes. ¿De dónde viene este polvo de vida al que se inclina Christian de
Duve, nuestro Nobel? «¿Cómo
se logra organizar este polvo?»,
pregunta Bernard Fletz. «¿De
dónde venimos?», es la
pregunta a la que se apega María Clara Groessens. ¿Remonta nuestro itinerario
al reencuentro con nuestros ancestros? «¿Somos
los únicos en el universo?»,
pregunta Augusto Meesen. Pero para nosotros, esta tarde -Biología y Fe-, la
pregunta posee una doble dimensión: Estamos a bordo de la claridad dada por las
excavaciones, que nosotros recorreremos en las galerías del Museo de Historia
Natural de París, mediante las cuales seguiremos los pasos del inmenso cortejo
de la evolución orgánica de la bacteria
hasta la cumbre del árbol de los primates; como creyentes contemplamos el cielo
estrellado, el desfile de las galaxias y el ballet de los planetas... 5 mil
millones de años después de la Gran Explosión inicial; 5 mil millones más para
el nacimiento del sol; y todavía 4 mil millones más para la aparición de la
vida; luego, una sección de capas fósiles de 5 mil milenios para lograr llegar
a la aparición del hombre...
Para el creyente, sin embargo, se
trata de otra dimensión más: de una dimensión que no está ni en el tiempo de la
historia, ni en los espesos sedimentos, sino que está en el corazón y en la
intención del Creador, la fuente primordial del Ser, el absoluto primer
comienzo, de alguna forma, el único que importa. No estamos contentos con
conocer cómo son las cosas, -cómo la especie humana ha germinado de esa tierra rica en materias orgánicas en esa
lenta deriva hacia el siglo XXI-; quisiéramos saber por qué estamos aquí, pero,
primero, simplemente, qué somos, y no según la clasificación binaria de Lineo,
sino en la verdad de la historia. Es para nosotros importante saber qué deseo
profundo nos llena, el sueño y la nostalgia que nos han puesto en el mundo.
Pues si las causas segundas no tienen intención, si es en vano y falso buscar
el engranaje de una causa final dentro de los procesos naturales, el creyente
puede reconocer un proyecto en el corazón de Dios creador que provoca y
mantiene todo en su ser.
Porque nosotros nacemos no solamente
de un deseo del hombre, de un deseo carnal, sino de un deseo mucho más alto, el
de Dios, y para un destino infinitamente maravilloso: es la garantía de ser
miembros místicos del cuerpo de Cristo (de nuevo la imagen biológica). Al menos
esta afirmación la encontramos en la teología más rigurosa: es la única
intención que dirige todo el gesto de la creación. El ser humano, hombre y
mujer, creados por Dios para compartir en plenitud su Vida: inmersos en esa
corriente de energía, de bondad, de ternura y alegría fundamental, que nosotros
descubrimos como la fuente del Ser. Todo lo demás, la Vía láctea, la caótica
revoltura de estrellas, las tormentas magnéticas y los caldos primitivos, el
cortejo en evolución de los invertebrados, las anémonas multicolores, los
pulpos gigantes, las terrazas de crinoides, los enjambres de libélulas, el universo
de peces, la población de reptiles, el mundo de los mamíferos y de los
primates...: todo eso es como una preparación, un bosquejo, una depuración, un
molde para el humano que va a llegar; y, al mismo tiempo, en todo ello encontramos la verdadera
y ferviente intención de Dios, que nos ha querido a su imagen y su semejanza.
Y esta intención no la podemos
encontrar en un cierto tiempo y lugar, ella es «transhistórica», que
pasa, sin duda a través de la evolución orgánica de la cual la ciencia nos describe
las etapas y nos decodifica sus mecanismos. Pero es una intención que en su
conjunto domina el tiempo, haciendo de nosotros lo que somos, a Ustedes y a mí,
hoy, aquí, esta tarde: objeto de la misma creación que el Adán de la Biblia,
objetos del mismo amor preferencial, destinados todos a la misma bondadosa
adopción de la cual habla San Pablo a los cristianos de Éfeso.
Más allá de la historia natural de
nuestro pasado, está la historia religiosa y el sentido de nuestra vocación a
Ser. El objetivo y el costo del mensaje cristiano es la forma particular de
mirar, el corazón con que nosotros asumimos la arcilla que nos moldea y a la
cual pretendemos habitar. La persona, el cuerpo, la cabeza y el corazón, el
amor, la pareja, la sexualidad, no son invenciones cristianas, sino que
nosotros posiblemente las podemos inspirar, animarlas, si es posible
reinventarlas a ritmo, a fuego, de la esperanza cristiana, pues nosotros las
reconocemos como un regalo de Dios: para lo cual nosotros tenemos una buena
noticia, escuchamos la noticia de la esperanza. Muchas veces tenemos la
impresión de que sobre estos temas la Iglesia no hace sino prohibiciones, que
sólo dice: ¡No! Antes de las catacumbas y de los anatemas, hubo primero y sobre
todo los ¡Síes! de Dios, las palabras
reconfortantes y las bendiciones. Porque la esperanza y la bendición son
claramente la primera palabra, nunca antes pronunciada, sobre la pareja humana.
Sería bueno tomar en serio todo el significado de esas pocas palabras de la
primera página del Génesis: «Dios
creó al ser humano a su imagen: hombre y mujer los creó. Los bendijo... Y vio
Dios lo que había hecho, y vio que estaba muy bien hecho».
El hombre y la mujer surgen de las manos generosas del Creador, no sabrían
vivir sin amor, no pueden vivir solos, solos no pueden alcanzar su verdadera
dimensión, ni reconocerse. Así, de inmediato, los tenemos creados en dualidad,
sexuados, desde los orígenes, como pareja («acoplados»).
El hombre y la mujer nacen el uno
del otro, están hechos de la misma carne, comparten el mismo soplo de vida. En
lo más íntimo de sus personas, en su corazón y en su cuerpo, son sacramento el
uno del otro, una llamada del uno para el otro, culminación del uno para el
otro, estructuralmente, por toda su biología, destinados el uno para el otro.
Veamos, una vez más, esa primera palabra creadora, suprema y eficaz pronunciada
en los orígenes: Una palabra jubilosa, llena de bendiciones sobre la pareja,
sobre el amor que la sostiene y sobre una sexualidad que lo manifiesta: «Dios
vio que todo eso estaba muy bien hecho».
El mensaje de bendición es más
explícito aún en la persona, concerniente al cuerpo mismo que en la intención
del Creador manifiesta la reciprocidad de las personas. Complementariedad que
marca una radical limitación. El cuerpo en su plasticidad es vocación de
apertura, es un llamado nostálgico hacia ese «otro»,
el diferente, que es el complemento de uno mismo. Juan Pablo II vio en el
cuerpo sexuado un «sacramento
del don y de la comunión hacia el prójimo».
Nosotros estamos diametralmente en el lugar opuesto a los anatemas y
condenaciones platónicas o gnósticas a las que hacíamos alusión al principio de
esta exposición; a años luz de los rigores y timideces jansenistas. Pero
estamos exactamente en el filo del Credo de Nicea que confiesa al «Dios
creador de las cosas visibles e invisibles».
En el correcto filo de toda la
tradición milenaria, la más auténtica, la que se conecta desde el profeta David en el salmo 8, un
salmo cantado desde los viñedos, cuando los trabajadores regresan por la tarde
llenos de alegría, quemados por el sol, cansados, fatigados, pero con sus
canastos llenos de uvas. La experiencia profana que ellos tienen de la
exuberante recolecta de racimos, y el vino que esto anuncia, es para ellos la
ocasión de un acto litúrgico. ¿Biología y Fe? Ellos no aceptaron, ni
censuraron, ni diferenciaron entre lo secular y lo religioso. El vino, los
racimos, la alegría, la fuerza y el mundo se celebraban en el culto, mientras
que el mismo culto era el lugar de la contemplación asombrosa del mundo. Escuchemos,
mejor, al salmista: «Señor,
Dios nuestro, ¡que tu nombre sea exaltado en toda la tierra! Mejor que el
cielo, ¡es la tierra que canta tu esplendor! ¿qué es el hombre para que te
acuerdes de él? Tú lo haces reinar sobre las obras de tus manos, tú has puesto
todo bajo su control, todos los animales, grandes y pequeños, las bestias
salvajes, los pájaros del cielo y los peces del mar, todo lo que corres, se
arrastra, nada, crece, y los canastos de uvas tornasol, saturadas de azúcar....»
¡Biología
y Fe! A veces decimos que al quitar el
misterio la ciencia moderna ha desencantado el mundo: que ella ejerce un papel
corrosivo en detrimento de la fe y contribuye a un ateísmo práctico. Puede ser
así en un primer momento muy superficial. Pero al reflexionar mejor es
necesario inscribirse en contra de ese falso y precipitado juicio que viene a
contradecir la experiencia. La ciencia -y la biología en particular- decodifica
la complejidad y la prodigiosa armonía del universo; además ella se familiariza
con la aventura de la vida, pues descubre sus iniciativas y sus recursos, y
mientras más descubramos por investigaciones las ventajas precisas de esta «bella
historia del mundo», más
el que cree en Dios tiene razones de reconocer «el
cielo y la tierra» como «obra
de sus dedos». Más
aún, se le invita a agradecer una y otra vez y a maravillarse con las palabras
del salmista: «¿Qué es
el mortal para que te acuerdes hasta ese punto de él? Tú lo has hecho inferior
a un Dios. ¡Sí!, verdaderamente, ¡tu nombre es magnífico en toda la tierra!»
[1] Conferencia
expuesta por el Autor entre el 24 y el 27 de agosto de 1998 en la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia.
[3] En la Constitución
Pastoral Gaudium et Spes 36b (N. del E.).
[4] El autor se refiere
de memoria a los textos de Exodo
33,7-11 y, seguidamente a Ex 33,
18-23, en que, por tratarse de las dos tradiciones principales que integraron
dicho libro, la yahvista y la elohista, se expresan allí, precisamente, las
características primordiales de cada una de ellas. En uno y otro casos la
referencia es a Moisés. (N. del E.)
[5] Lucas 1, 51ss (N. del E.).
Publico con especial cariño este texto, a mi juicio expresión del "alma" de su autor, eminente biólogo, paleontólogo, filósofo y teólogo belga, fallecido a la edad de 87 años. Falleció el 25 de noviembre de 2006. http://www.uclouvain.be/40186.html
Publico con especial cariño este texto, a mi juicio expresión del "alma" de su autor, eminente biólogo, paleontólogo, filósofo y teólogo belga, fallecido a la edad de 87 años. Falleció el 25 de noviembre de 2006. http://www.uclouvain.be/40186.html
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