Reflexiones sobre la pobreza y sobre la opción preferencial (del cristianismo) por los pobres[1]
Iván Federico Mejía Álvarez
Tabla de
contenido
1. El pobre en el Antiguo Testamento
2. El
pobre en el Nuevo Testamento
3.1. Durante el período
apostólico
3.2. El período subapostólico y patrístico
3.2.1. La comunión de bienes en la Didaké
3.2.2. El derecho de propiedad en las
legislaciones de Israel y de otros pueblos
3.2.3. Comunicación de bienes y dignidad eminente
del pobre en el resto de la época patrística
3.3. Los pobres, la pobreza y la comunicación de
bienes en el resto del período
Las “definiciones” que propone el Diccionario de la lengua española[2]
en relación con la pobreza constatan cinco hechos diferentes: la cualidad
de la persona que es “pobre”; la situación misma de “falta, escasez” de
algo o de todo por la que puede pasar una persona; la condición que
asume la persona que, mediante un voto religioso, “deja voluntariamente todo lo
que posee”; puede designar también los “escasos haberes de la gente
pobre”; y, en sentido más amplio y moral, la cualidad negativa que describe a
una persona a quien “falta magnanimidad, gallardía, nobleza de ánimo”. Así,
pues, de una apreciación descriptiva de la pobreza, se llega a una calificación
más cultural de esta.
En la literatura se han hecho muchos ensayos tanto para describir las
situaciones de pobreza como para acercarse a su análisis y a su comprensión: la
de quienes viven en el campo o en la ciudad, la de quienes vivieron en una
época de la historia o en otra, en una cultura o en otra, e, inclusive, la de
quienes, ellos mismos, la experimentaban. Para sólo mencionar ejemplos de la
literatura en lengua española, de donde se toman las mencionadas “definiciones”
del Diccionario, debemos remitirnos ya a una obra del siglo XVI: en
esta, de manera original aunque pesimista, se plasman en el Lazarillo de Tormes diversas
experiencias de pobreza y vilipendio que le han sido infligidas, se las critica
y se las denuncia, sólo que, con semejante relato, su anónimo autor, al tiempo
que niega de forma absoluta la vivencia de principios religiosos, políticos y
sociales, afirma la falsedad e hipocresía de una autoproclamada dignidad
humana. En el siglo XX también son de destacar por realistas e, incluso, por
objetivas y/o científicas, obras como las del español Miguel Delibes Setién,
del uruguayo, censurado en su momento, Eduardo Germán Hughes Galeano (en
literatura, Eduardo Galeano), y, más cercano a nosotros, del colombiano Gabriel
García Márquez, el cual, en Cien años de soledad, descubre y recrimina la
miseria de Macondo, compuesta de guerras, inclemencias del clima, desigualdad
social y ciertas formas de “progreso” poco discernidas que terminan afectando
en sus mismas raíces la cultura y las expresiones sociales más nobles de un
pueblo.
Pero, sobre el sujeto, es decir, sobre el pobre
mismo, son pocas, en realidad, las obras clásicas que lo destaquen,
incluso, que lo enaltezcan. Quizás por esas mismas razones que consideran la
pobreza como algo de lo que no se debería hablar sino ocultar,
realidades que no deberían existir.
Muy por el contrario, la Biblia no opera así[3].
1.
El pobre en el
Antiguo Testamento
Como sabemos, las primeras capas literarias escritas de la Biblia en
hebreo expresan la cultura de la Edad del Bronce en los territorios cananeos y
fenicios que ocupan actualmente Israel, Líbano, Jordania y Palestina, es decir,
tienen mínimo tres mil trecientos años de antigüedad. Caracteriza dicha cultura
el empleo de un vocabulario muy concreto, lo cual ya nos señala que no existía
propiamente para ellos una “pobreza” en abstracto, sino “pobres”, y estos, de
manera muy precisa, pueden ser el “indigente” (ras = sr), el “flaco” o “raquítico” (dal = ld)), el
“mendigo” que no ha sido saciado (ebyon = nyb),
el que “ha sido abajado, humillado, afligido” (ani, anaw y anawim = wna y mwna). Llama la atención, sin
embargo, que estos “pobres” no son sólo carentes de bienes materiales, es
decir, resultado de factores sociales y económicos, sino también pueden ser
tales por una actitud y por una decisión personal e interior. En este último
sentido, estas personas, muy concretas, aunque aparecieran a los ojos de muchos
“pobres”, son, en realidad, poseedoras de una “riqueza” de otra índole.
En efecto, la idea
generatriz del pueblo hebreo durante el período que señalamos era la
denominada, aunque todavía imperfecta, “retribución” divina: Dios recompensaba
con bienes materiales a quien le era fiel y cumplidor de sus mandatos. Por lo
tanto, los bienes materiales no eran considerados malos en sí mismos, ni,
espontáneamente, la pobreza de ellos era un ideal deseable: a lo sumo, era una
situación soportable. Una idea de desprecio de los bienes materiales era para
ellos, pues, prácticamente inconcebible. El Salmo 1,1-4 afirma:
“¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los
malvados,
ni se detiene en el camino de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los impíos,
sino que se complace en la ley del Señor y la medita
de día y de noche!
Él es como un árbol plantado al borde de las aguas,
que produce fruto a su debido tiempo,
y cuyas hojas nunca se marchitan:
todo lo que haga le saldrá bien.
4 No sucede así con los malvados…”
Y el Salmo 112,1.3, un acróstico elaborado a partir de las
letras del alfabeto reitera la misma idea:
“¡Aleluya!
[Alef] Feliz el hombre que teme al Señor
[Bet] y se complace en sus mandamientos.
[Guímel] Su descendencia será fuerte en la tierra:
[Dálet] la posteridad de los justos es bendecida.
[He] En su casa habrá abundancia y riqueza,
[Vau] su generosidad permanecerá para siempre.”
Con el reinado de Salomón (965-928 a. C.) y el surgimiento de la
“literatura sapiencial” se acentuaron la observación analítica y la reflexión
crítica sobre la realidad de los hechos, de modo que, de acuerdo con ellas, las
diversas expresiones de miseria podían tener causas distintas. Ella, sin duda,
podía provenir, y sucedía con frecuencia, de la falta de iniciativa y de
esfuerzo por parte de algunos, o del desorden personal; pero, de igual modo, la
miseria puede convertirse en ocasión de pecado. De acuerdo con el libro de los Proverbios:
“Fíjate en la hormiga, perezoso, observa sus
costumbres y aprende a ser sabio: ella, que no tiene jefe ni capataz ni dueño,
se provee de alimento en verano y junta su comida durante la cosecha.
¿Hasta cuándo estarás recostado, perezoso, cuándo te
levantarás de tu sueño? «Dormir un poco, dormitar otro poco, descansar otro
poco de brazos cruzados»: así te llegará la pobreza como un salteador y la
miseria como un hombre armado” (Pr 6,6-11).
“El que ama el
placer termina en la indigencia, el que ama el vino y la buena vida no se
enriquecerá” (Pr 21,17).
Capítulo aparte merece, sin embargo, la miseria que es producto del
desorden social, y, muy concretamente, de la injusticia “institucionalizada” o
convertida en “estructura social” tipo y es refrendada por parte de las
personas: estos pobres no merecen, sin duda, esta suerte. Y así lo describió el
libro de Job:
“Los malvados remueven los mojones, se apoderan del rebaño y del pastor.
Se llevan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la viuda;
arrancan al huérfano del pecho materno y toman en prenda al niño pequeño del
pobre. Desvían al indigente del camino, y los pobres del país tienen que
esconderse. Como asnos salvajes en el desierto, salen los pobres, buscando una
presa; y aunque ellos trabajan hasta la tarde, no tienen pan para sus hijos.
Cosechan en el campo del impío, vendimian la viña del malvado. Pasan la noche
desnudos, por falta de ropa, sin un abrigo para taparse del frío. Empapados por
el aguacero de las montañas, sin refugio, se acurrucan contra las rocas. Andan
desnudos, por falta de ropa, cargan las gavillas, y están hambrientos. Exprimen
el aceite entre dos máquinas de moler, pisotean el lagar, y están sedientos. De
la ciudad, salen los gemidos de los moribundos, las gargantas de los heridos
piden auxilio, ¡pero Dios no escucha sus plegarias!” (Jb 2,2-12).
Estas listas de crímenes
“económicos” fueron extensas, no se restringieron a una sola época de su
historia (cf. Is 5,8; 10,1s; Am 5,7; 8,5; Os 12,8; Ez
22,29; Miq 2,2; Jr 22,13-17; 34,8-22; Ne 5,1-13), y la ley
estableció penas contra sus autores y sustentadores (cf. Ex 20,15ss;
22,21-26; 23,6; Dt 15,1-15; 24,10-15; 26,12).
Los profetas, hablando en
nombre de Dios, el gran Abogado de los pobres (cf. Pr 22,22; 23,10),
fueron los grandes defensores de esos pobres inmerecidos. Los personificó Amós,
quien ejerció su ministerio en el reino de Israel durante el reinado de
Jeroboam II (783-743 a. C.), y quien denunció tales hechos:
“Así habla el Señor: Por
tres crímenes de Israel, y por cuatro, no revocaré mi sentencia. Porque ellos
venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias;
pisotean sobre el polvo de
la tierra la cabeza de los débiles y desvían el camino de los humildes; el hijo
y el padre tienen relaciones con la misma joven, profanando así mi santo
Nombre;
se tienden sobre ropas
tomadas en prenda, al lado de cualquier altar, y beben en la Casa de su Dios el
vino confiscado injustamente... […]
Escuchen esta
palabra, vacas de Basán, que están sobre las montañas de Samaría, ustedes, que
oprimen a los débiles, maltratan a los indigentes y dicen a sus maridos: «¡Trae
de beber!». […]
Por eso, por haber
esquilmado al débil, exigiéndole un tributo de grano, esas casas de piedras
talladas que ustedes construyeron, no las habitarán, de esas viñas selectas que
plantaron, no beberán el vino.
Porque yo conozco la
multitud de sus crímenes y la enormidad de sus pecados, ¡opresores del justo,
que exigen rescate y atropellan a los pobres en la Puerta!” (Am 2,6-8; 4,1;
5,11-12).
De otra parte, sin embargo, también puede ocurrir que existan pobres
que, al mismo tiempo, sean virtuosos, como el libro del Eclesiastés afirmó:
“Yo volví mis ojos a todas las opresiones que se cometen bajo
el sol: ahí están las lágrimas de los oprimidos, y no hay quien los consuele.
La fuerza está
del lado de los opresores, y no hay nadie que les dé su merecido […]
y consideré más
feliz aún al que todavía no ha existido, porque no ha visto las infamias que se
cometen bajo el sol.
Yo vi que todo el esfuerzo y toda
la eficacia de una obra no son más que rivalidad de unos contra otros. También
esto es vanidad y correr tras el viento.
El necio se cruza de brazos y se
devora a sí mismo. […]
Más vale un joven
pobre y sabio que un rey viejo y necio, que ya no es capaz de hacerse
aconsejar” (Qo 4,1.3-5-13).
Los sabios concluyeron por esto que, ante la disyuntiva entre riqueza o
miseria, lo mejor sería “ni pobreza ni riqueza”, como afirmaron en los Proverbios:
“Hay dos cosas que yo te pido, no me la niegues antes que muera:
aleja de mí la falsedad y
la mentira; no me des ni pobreza ni riqueza, dame la ración necesaria,
no sea que, al sentirme
satisfecho, reniegue y diga: «¿Quién es el Señor?», o que, siendo pobre, me
ponga a robar y atente contra el nombre de mi Dios” (Pr 30,7-9).
El ideal y valor moral así
conquistado se mantuvo firmemente en los textos sucesivos, postexílicos, seguramente
y redactados ya bajo la influencia de tendencias dualistas o binarias
(mazdeístas, pitagóricas o platónicas). En ellos las expresiones de sabiduría
se entrelazaron con narraciones de tipo histórico, que nos aproximan a las
enseñanzas del Nuevo Testamento, como sucede en el libro de Tobías:
“Aquel día, Tobit se acordó
del dinero que había dejado en depósito a Gabael, en Ragués de Media,
y pensó: «Ya que he pedido
la muerte, haría bien en llamar a mi hijo Tobías para hablarle de ese dinero
antes de morir» […] Y ahora, quiero hacerte saber que yo dejé en depósito a
Gabael, hijo de Gabrí, en Ragués de Media, diez talentos de plata.
No te preocupes de que nos
hayamos empobrecido. Tú tienes una riqueza muy grande si temes a Dios, si
evitas cualquier pecado y si haces lo que agrada al Señor, tu Dios».
Pero ¿cómo podré recuperar
ese dinero que tiene Gabael? Él no me conoce a mí, ni yo a él. ¿Qué señal le
daré para que me reconozca, me crea y me entregue el dinero? Además, no sé qué
camino hay que tomar para ir a Media».
Tobit le dijo: «El me dio
un recibo y yo le di otro; lo dividí en dos partes, cada uno tomó la suya y yo
puse mi parte con el dinero. Ya hace veinte años que deposité esa suma. Ahora,
hijo mío, busca una persona de confianza para que te acompañe; le pagaremos un
sueldo hasta que vuelvas. Ve entonces a recuperar ese dinero».
Su madre se puso a llorar y
dijo a Tobit: «¿Por qué has hecho partir a mi hijo? ¿Acaso no es el bastón de
nuestra mano, el que guía nuestros pasos? ¿Para qué acumular más dinero? No
importa nada comparado con nuestro hijo. Con lo que el Señor nos daba para
vivir ya teníamos bastante»” (Tb 4,1-2.20-21; 5,2-3.18-20).
2. El
pobre en el Nuevo Testamento
El carácter cristológico de nuestro
asunto se expresa en los textos de los Evangelios y demás escritos del Nuevo
Testamento: ellos muestran, por activa y por pasiva, que su centro es el Verbo
encarnado y salvador, y elaboran los núcleos primordiales de la cristología. Esbozo
de cristología descendente se encuentra en su segunda carta a los Corintios
(2 Co 8,9) donde san Pablo resumió la manera como el Hijo de Dios se
hizo hombre y nos salvó de nuestros pecados:
“Ya conocen la
generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por
nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza.”
Él es, por antonomasia, el
Pobre. San Pablo y los demás autores del Nuevo Testamento no dejaron de
referir y de destacar la manera ejemplar cómo Jesús, efectivamente, no sólo se
dirigió a los pobres, cómo denunció la miseria, y cómo propuso un nuevo estilo
de vida en pobreza, sino cómo él mismo lo inauguró y lo consagró con su ejemplo
de vida. Comencemos, precisamente por este último aspecto.
Nació en Belén, desplazado, como
relató san Lucas:
“Mientras se encontraban en
Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo
primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había
lugar para ellos en el albergue” (Lc 2,67).
Se crio en Nazareth, sin ostentación,
como lo refirió san Mateo:
“[…] y, al llegar a su
pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos
estaban maravillados. «¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder
de hacer milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que
llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y acaso
no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?». Y
Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Entonces les dijo: «Un profeta es
despreciado solamente en su pueblo y en su familia».” (Mt 13, 54-57).
Durante su vida pública se
caracterizó por llevar un estilo modesto de conducta lejano de acumulación de
bienes, de apariencias y de explotación, como lo describe el mismo Mateo:
“Entonces se aproximó un escriba y le dijo: «Maestro,
te seguiré adonde vayas».
20 Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y
las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar
la cabeza»” (Mt 8,19-20).
Y así se mantuvo (cf. Mt 21,5 haciendo referencia a Zc
9,9) hasta su desamparo final, hasta el último momento de su vida, hasta su
muerte en la cruz:
“Después de crucificarlo, los soldados sortearon sus
vestiduras y se las repartieron” (Mt 27,35).
El anuncio del Evangelio a los
pobres por parte de Jesús, de otro lado, no sólo mostró el cumplimiento de las
promesas divinas (cf. Sal 22,27), sino que en dicho anuncio se
halla un signo de su misión y es su característica central y esencial (cf. Lc
4,18-21; Mt 11,3-6). Por eso, en su discurso inaugural Jesús afirmó:
“Felices los que
tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos” (Mt
5,3).
“Entonces Jesús, fijando la mirada
en sus discípulos, dijo: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios
les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán
saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán! […]” (Lc
6,20-21).
Jesús explicó perfectamente en
qué sentido los pobres son “privilegiados” y así nos llevó a considerar otro
nivel de la realidad, es decir, cuando se observan las cosas desde la escala de
valores de Dios, su Padre. María y los Apóstoles comprendieron desde su fe la
consistencia de esta nueva realidad. Ella lo destacó y lo cantó así:
“[…] el Todopoderoso he
hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de
generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su
brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono
y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los
ricos con las manos vacías” (Lc 1, 49-53).
Y el Apóstol Santiago lo precisó de la siguiente manera:
“Escuchen, hermanos muy
queridos: ¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para
enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que ha prometido a los
que lo aman? Y, sin embargo, ¡ustedes desprecian al pobre! ¿No son acaso los
ricos los que los oprimen a ustedes y los hacen comparecer ante los tribunales?
¿No son ellos los que blasfeman contra el Nombre tan hermoso que ha sido
pronunciado sobre ustedes?” (St 2,5-7).
Esta denuncia, no obstante, no
es falta de coherencia con la manera de proceder de Jesús. Por el contrario, Él
no dejó de subrayar las obligaciones de quienes poseen bienes en abundancia,
materiales o de otra índole, respecto de quienes no los poseen, y la necesidad de
obrar según la imagen de Dios providente, misericordioso y generoso:
“¡Ay de ustedes,
escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y
del comino, y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y
la fidelidad! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello” (Mt 23,23)
“Al contrario,
cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos,
a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y
así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos! […] A su regreso, el sirviente contó todo esto al
dueño de casa, este, irritado, le dijo: "Recorre en seguida las plazas y
las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos
y a los paralíticos" (Lc 14,13.21).
Pero Jesús enseñó además que a
la denuncia y al estilo exterior de vida pobre debe corresponden una actitud
sincera de pobreza interior. En efecto:
“El que ama a su
padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a
su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37).
“Vendan sus bienes y denlos como
limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en
el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla. Porque allí
donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón” (Lc 12,33-34).
Por
todo lo dicho, bien se entiende por qué para Jesús, el Pobre, como luego para
la Iglesia, los pobres ostentan un honor, una dignidad del todo singular y
eminente, un título que él mismo les participa y que tendrá su recompensa en
Dios mismo. Escuchémoslo de él mismo en estas palabras:
“Entonces el Rey dirá a los
que tenga a su derecha: "Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en
herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque
tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber;
estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me
visitaron; preso, y me vinieron a ver".
Los justos le responderán:
"Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te
dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te
vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?".
Y el Rey les responderá:
"Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis
hermanos, lo hicieron conmigo".
Luego dirá a los de su
izquierda: "Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue
preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me
dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me
alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron".
Estos, a su vez, le
preguntarán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o
desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?". Y él les responderá:
"Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis
hermanos, tampoco lo hicieron conmigo". Estos irán al castigo eterno, y
los justos a la Vida eterna».” (Mt 25,34-46).
Jesús, de la misma manera,
afirmó:
“Había un hombre rico que
se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A
su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba
saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer
sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El
rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los
muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham,
y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: «Padre Abraham, ten piedad de mí y
envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi
lengua, porque estas llamas me atormentan». «Hijo mío, respondió Abraham,
recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió
males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre
ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar
de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta
aquí»” (Lc 16,19-26).
La revelación nos invita,
pues, a centrarnos no sólo ni principalmente en la pobreza, en su descripción,
en su análisis y en sus teorías, cuanto en la atención prioritaria y concreta a
los pobres. Podemos concluir esta sección dedicada al Evangelio y a la
cristología citando a propósito de esta el breve y catequético resumen que hizo
el
“La miseria
humana es el signo evidente de la condición de debilidad del hombre y de su
necesidad de salvación [cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 2448]. De ella se
compadeció Cristo Salvador, que se identificó con sus «hermanos más pequeños»
(Mt 25,40.45). «Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho
por los pobres. La buena nueva "anunciada a los pobres"
(Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo» [Catecismo
de la Iglesia Católica, 2443].
Jesús dice: «Pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí
no me tendréis siempre» (Mt 26,11;
cf. Mc 14,3-9; Jn 12,1-8) no para contraponer al servicio
de los pobres la atención dirigida a Él. El realismo cristiano, mientras por
una parte aprecia los esfuerzos laudables que se realizan para erradicar la
pobreza, por otra parte, pone en guardia frente a posiciones ideológicas y
mesianismos que alimentan la ilusión de que se pueda eliminar totalmente de
este mundo el problema de la pobreza. Esto sucederá sólo a su regreso, cuando
Él estará de nuevo con nosotros para siempre. Mientras tanto, los pobres
quedan confiados a nosotros y en base a esta responsabilidad seremos juzgados
al final (cf. Mt 25,31-46): «Nuestro Señor nos advierte que
estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los
pobres y de los pequeños que son sus hermanos» [Catecismo
de la Iglesia Católica, 1033].
3.
La comunicación de bienes y la dignidad eminente
del pobre, una relación que se estrecha y perfecciona en la tradición viva
3.1.
Durante el período apostólico
Ausente perceptiblemente la persona de Jesús, su ejemplo y su enseñanza
en relación con los pobres fueron vivamente considerados, apreciados y conservados
por los Apóstoles y por las primeras comunidades cristianas. Las citas que
hemos hecho en la sección anterior de los textos de Mateo, Lucas, Pablo y
Santiago y sus contextos vitales son evidencia de ello. Podemos afirmar que se
trató de la toma de conciencia y de la auto imposición de una verdadera “regla”
(en gr. ka,non) por parte de la comunidad
cristiana naciente. De ahí la importancia que tienen los pobres en la
revelación cristiana, su dignidad eminente.
Hasta tal
punto llegó tal conciencia y vivencia, que Pablo no dudó en escribir:
“Por eso, Santiago, Cefas y Juan –considerados como columnas de la
Iglesia– reconociendo el don que me había sido acordado, nos estrecharon la
mano a mí y a Bernabé, en señal de comunión, para que nosotros nos encargáramos
de los paganos y ellos de los judíos. Solamente nos recomendaron que nos
acordáramos de los pobres, lo que siempre he tratado de hacer” (Ga 2,9-10).
Simultáneamente con esta toma
de conciencia, y afianzándola y profundizándola aún más, debemos referirnos a
otra experiencia típica y original, que se presentó en la primera comunidad
apostólica: la de la “comunión” o “comunicación de bienes”.
En efecto, la “comunión de
bienes” fue ante todo la experiencia que vivió la comunidad cristiana en sus
propios comienzos, espontáneamente similar a la peripatética que existió entre
Jesús, los Doce Apóstoles y los demás discípulos y discípulas que lo
acompañaban, según la lacónica descripción de Lucas (13,22).
La comunidad posterior a
Pentecostés se resolvió entonces como la sociedad de la “comunicación de
bienes”, por cuanto
“Todos se reunían
asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida
común, en la fracción del pan y en las oraciones […] Todos los creyentes se mantenían
unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y
distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno.
Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus
casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (He
2,42.44-46).
Tal situación duró un buen tiempo, según afirmó el mismo
texto:
“La multitud de los creyentes tenía un solo corazón
y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo era
común entre ellos. Los Apóstoles daban testimonio con mucho poder de la
resurrección del Señor Jesús y gozaban de gran estima. Ninguno padecía
necesidad, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían y ponían el
dinero a disposición de los Apóstoles, para que se distribuyera a cada uno
según sus necesidades. Y así José, llamado por los Apóstoles Bernabé –que
quiere decir hijo del consuelo– un levita nacido en Chipre que poseía un campo,
lo vendió, y puso el dinero a disposición de los Apóstoles. Un hombre llamado
Ananías, junto con su mujer, Safira, vendió una propiedad, y de acuerdo con
ella, se guardó parte del dinero y puso el resto a disposición de los
Apóstoles. Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué dejaste que Satanás se apoderara
de ti hasta el punto de engañar al Espíritu Santo, guardándote una parte del
dinero del campo? ¿Acaso no eras dueño de quedarte con él? Y después de
venderlo, ¿no podías guardarte el dinero? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? No
mentiste a los hombres sino a Dios». Al oír estas palabras, Ananías cayó
muerto. Un gran temor se apoderó de todos los que se enteraron de lo sucedido
[…]” (He 4,32-5,11).
3.2.
El
período subapostólico y patrístico
A partir del momento en que
empieza la difusión del Evangelio “entre todas las naciones” se exigió a los
misioneros una diferenciación de los acentos de este y, sobre todo, según el
misterio de la encarnación del Verbo, atender a la diversidad misma en las
condiciones generales locales mediante la asunción o inculturación de
lenguajes, formas sociales, expresiones jurídicas y culturales, etc., que facilitaran
y expresaran al mismo tiempo la conversión a la fe. Pero bien se puede afirmar
en relación con cuanto estamos exponiendo que, de las etapas correspondientes a
los primeros siete siglos del cristianismo, período llamado “de los Padres de
la Iglesia”, la tradición respecto de los pobres y de la comunicación de bienes
se mantuvo constante.
Un primer subperíodo de este,
al que se suele llamar “período apostólico” precisamente por su cercanía a los
Apóstoles, denota de qué manera fue acogida tal tradición: en textos que fueron
una especie de respuesta “apologética” a ciertas costumbres presentes en los
nuevos pueblos en donde llegaba por primera vez el anuncio del Evangelio, las
exposiciones asumieron un carácter sumamente lúcido y, al mismo tiempo, estricto
y exigente.
3.2.1. La comunión de bienes en la Didaké
Mencionemos, ante todo, textos
de finales del primer siglo y de comienzos y mediados del segundo[5].
La Didaké (4,8), por ejemplo, enseñaba:
“No rechazarás al
necesitado, sino que comunicarás en todo con tu hermano y de nada dirás que es
tuyo propio. Pues si os comunicáis en los bienes
inmortales, ¿cuánto más en los mortales?”[6]
Como se puede observar, el
texto introdujo en apoyo de su argumento sobre la consideración que merece el
pobre, aquel nuevo elemento que hemos encontrado ya presente en la tradición
bíblica y apostólica: la “comunión en los bienes”[7].
3.2.2. El derecho de propiedad en las legislaciones
de Israel y de otros pueblos
El texto contrapone tal
“comunión de bienes” a un “derecho de propiedad” absoluto, es decir, sin
ninguna condición ni limitación. Ese “derecho”, como es sabido, era de hecho
reconocido por el más antiguo “derecho de guerra” o “derecho militar” a partir
del “derecho” que ejercía el vencedor de apropiarse de las personas y cosas del
vencido, y del “derecho” del conquistador a apoderarse de lo que consideraba
desierto, inhabitado, a lo cual se accedía por primera vez, y, por lo mismo
estaba sin dueño, al menos conocido. Esta norma se mantuvo por siglos, y
mantuvo a los pueblos que la seguían en condición prácticamente salvaje.
Tres hechos deben ser
mencionados brevemente en orden a establecer una atemperación progresiva de
esta manera de proceder: primero en el tiempo fue la Ley del talión y su
principio de reciprocidad exacta, como la conocemos por el Código de
Hammurabi, escrito en Babilonia durante el siglo XVIII a. C.; vinieron
luego las Leyes de Solón, entre los siglos VI-V a. C., con sus reformas
constitucionales sobre la anulación de deudas de los agricultores, la
prohibición de la esclavitud por deudas, y el estímulo a la producción; por
último ocurrió la creación del Derecho romano, a partir de la fundación de Roma
en el 753 a. C. En este se puede observar no
sólo el simple resultado de los sistemas legales anteriores sino el sistema
legal que alcanzó, hasta su momento, un acabamiento más brillante y duradero.
Se afirma que en él sus leyes más antiguas
conocidas como Lex duodecim tabularum o también como Duodecim tabularum
leges, redactadas en el siglo V a. C., contuvieron en semilla lo que más
tarde se denominó el Derecho
civil romano. En las Tablas VI y VII se trataban los temas relacionados con las
propiedades y las solemnidades que debían mantenerse cuando se gestionaban los
contratos. Desde entonces, gracias a la labor de augures, pretores, senadores,
magistrados y emperadores las normas en relación con la propiedad y los demás
asuntos privados y públicos se fueron desarrollando y precisando. Notables
jurisconsultos fueron resumiendo y sistematizando tales normas, de modo que una,
relacionada con la propiedad, estableció la disposición de esta bajo la fórmula
“ius utendi, ius fruendi”, que se encuentra en el Digesto[8],
promulgado por el emperador Justiniano en el año 533 d. C.; a los
glosadores y comentaristas del Digesto debemos, en cambio, el “ius
abutendi”, que complementó dicha fórmula, de igual modo en relación con los
bienes y con la propiedad de estos.
Para situaciones similares, en
contraste, el pueblo de Israel había colocado límites “sensatos” a un “derecho”
originalmente así de violento y de indiscriminado, convirtiéndose en antecedente
de la teoría de la “guerra justa” durante la Edad Media, y en precursor del
actual “derecho internacional humanitario”. Tales límites los encontramos en
textos tales como Dt 20,19-20 y 21,10-14. El primero de estos –inclusive
primero por su antigüedad y por las condiciones morales que introduce para su
ejercicio – si bien no desechó, de manera alguna, los avances en las
estrategias, técnicas y armas de guerra, estableció una significativa
restricción, que tiene qué ver con un importante tema contemporáneo: el cuidado
de la naturaleza:
“Si para conquistar una
ciudad tienes que asediarla mucho tiempo, no destruirás sus árboles a golpes de
hacha. Come de sus frutos, pero no los cortes. ¿Acaso los árboles del campo son
hombres, para que los hagas también a ellos víctimas del asedio? Podrás
destruir y cortar, en cambio, los árboles que sepas que no dan ningún fruto, a
fin de construir máquinas de asedio contra la ciudad que te oponga resistencia,
hasta que logres someterla”.
El segundo texto se refiere al
trato que se debe dar a una mujer prisionera de guerra. El derecho deuteronomista
no ocultó ni disimuló el hecho, por el contrario, estableció acerca de ella una
“presunción” (cf. cc. 1584-1586): que ella, muy seguramente, había sufrido un
acto de violencia, una violación. Ese mismo derecho y punto de partida instituyó
en favor de ella y en tales circunstancias unas obligaciones, típicas de la
piedad – humanitarias y razonables, por lo tanto – pero que deben ser cumplidos
por nuevas y aún más poderosas razones: esa legislación es la peculiar no de un
pueblo cualquiera, sino la del “pueblo de Dios”, la del pueblo con el que Dios
ha establecido una alianza. En tal condición a la mujer se le ha de reconocer,
y no excluir, el derecho que tiene a ser convertida en “esposa”, en todo el
sentido de la palabra, por parte del hebreo que la toma como parte de un botín
y se quisiera casar con ella tras su retención: en tal caso, sin embargo, él podrá
efectuarlo siempre y cuando la haga sentir segura y tranquila – “en casa” dice
el texto bíblico – y le respete los sentimientos familiares que ella posee; la
mujer, por su parte, deberá realizar algunos actos de higiene y manifestar su
respeto hacia el grupo que va acogerla mediante el cumplimiento de algunos
ritos de purificación religiosa. En relación con ella, del mismo modo, el
hebreo puede querer divorciarse de ella, pero, en tal caso, deberá reconocerle su condición de sujeto, así no
fuera propiamente de judía por sangre, y deberá acatar los derechos que ella adquirió
y pudo ejercer a partir de su ingreso y participación en la comunidad, primordialmente
aquellos que hacen relación al respeto por su persona y por su libertad,
básicamente, “a disponer de ella misma”, a que “no pueda venderla”, y a que “no
pueda maltratarla”[9].
3.2.3. Comunicación de bienes y dignidad eminente
del pobre en el resto de la época patrística
En la perspectiva de la Didaké,
entonces, la “comunicación de bienes” no consistía en la abolición del “derecho
de propiedad”, incluso atenuado como el que hemos venido considerando, sino que
señala que dicho derecho no es, de ninguna manera, “absoluto”, sino que, por su
propia índole, implica el deber de compartir, y ello debido a que todos los
bienes terrenos están destinados razonablemente no para (ser apropiados y
disfrutados sólo por) algunos, sino para (beneficio de) todos.
Y, desde los primeros símbolos de la fe cristiana en el siglo I, en sus dos
formulaciones, se señala a este Autor y Destinador universal:
“Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”;
y:
“Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible” [10].
Ese principio de la “comunicación
de bienes” que expresó la Didaké se reiteró en otros textos de la misma
época, tales como la Carta de Bernabé (130) y el Discurso a Diogneto
(150). En el primero de ellos encontramos efectivamente:
“Comunica todas las cosas con tu prójimo y no tengas
nada como tuyo, pues si todos sois copropietarios de los bienes incorruptibles[11]¡¿cuánto
más no debéis serlo de los corruptibles?!” (19,8) [12].
En el segundo se declara
también:
“El que toma sobre sí la carga de su prójimo; el que
está pronto para hacer bien a su inferior en aquello, justamente, en que él es
superior; el que, suministrando a los necesitados lo mismo que él recibió de
Dios, se convierte en Dios de los que reciben de su mano, ése es el verdadero
imitador de Dios” (10,6) [13].
En adelante, al menos en el
seno de la comunidad cristiana, no podrá hacerse escisión entre este principio
y el de la dignidad eminente del pobre, con todas sus consecuencias. Un paso
más se dio en esa dirección con el aporte de San Basilio (330-379), uno de los
Padres capadocios, quien evidenció el carácter no sólo inicuo sino francamente
carente de razón de aquel que se comportara como dueño absoluto de unos bienes,
y no quisiera compartirlos con ninguno. En su Homilía 6, “sobre
la parábola del rico insensato”, afirmó:
“(Como afirmaba ya Cicerón)
te pareces a un hombre quien, llegando al teatro, quisiera impedir que los
otros entraran y se imaginara poder gozar solo de un espectáculo al cual todos
tienen derecho. Así son los ricos: se adueñan de los bienes comunes que han
acaparado, porque fueron los primeros que los ocuparon. […] El que despoja a un
hombre de su vestimenta es un ladrón. El que no viste la desnudez del
indigente, cuando puede hacerlo, ¿merecerá otro nombre? El pan que guardas
pertenece al hambriento. Al desnudo, el abrigo que escondes en tus cofres. Al
descalzo, el zapato que se pudre en tu casa. Al mísero, la plata que escondes”[14].
Este, como representante de la
tradición de Oriente en la Iglesia. Pero no menos encontramos en la tradición
de Occidente. Veamos como ejemplos de ello, a San Ambrosio, Obispo de Milán
(340-397) y a San Agustín, Obispo de Hipona (354-430).
De San Ambrosio leemos:
“No es tu bien el que
distribuyes al pobre. Le devuelves parte de lo que le pertenece. ¿Por qué
usurpas para ti solo lo que fue dado a todos, para el uso de todos? La tierra a
todos pertenece, no sólo a los ricos”[15].
En San Agustín encontramos:
“Si quieres tenerle misericordioso, sé tú
misericordioso antes de que venga; paga al acreedor, y da de lo que te sobra.
¿Pues de quién das? De Él. Si dieses de lo tuyo, sería prodigalidad; pero dando
de lo que es de Él, es simple devolución. ¿Qué tienes que no hayas recibido?”[16].
3.3.
Los
pobres, la pobreza y la comunicación de bienes en el resto del período
Sobre tales
fundamentos, y otros que omitimos por razón de brevedad, se fueron
desarrollando normas morales y canónicas en relación con el denominado “derecho
de propiedad”, cada vez considerado, en su sustancia y realidad más profunda,
“una administración estable” de los bienes. Simultáneamente con ello, además de
un régimen de vida ordinaria ciudadana o rural, se debe constatar el
surgimiento de modos de vida – “espiritualización de la pobreza” – ligados a un
régimen de pobreza asumida voluntariamente, mediante las diversas formas de
vida eremítica y comunitaria[17].
Los Concilios, particulares y generales, de la misma manera, no dejaron de
establecer normas en relación con la formación de los clérigos y con la
atención de los pobres especialmente por parte de estos[18].
3.4.
Derecho
de propiedad y comunión de bienes en el canonista Graciano y en el teólogo
Santo Tomás de Aquino
Así llegamos al estudio de Graciano (s. XI-XII), el compilador de las normas de la Iglesia en su primer milenio. Sistematizó en su Concordia discordantium canonum, mejor conocido como el Decreto, las doctrinas de teólogos y las leyes de Concilios y de Papas en relación con la comunidad de bienes, la propiedad y la esclavitud – que se solía asimilar a cualquier tipo de bienes materiales – bajo su criterio de distinción entre aquello que proviene del “derecho natural” y aquello que proviene del “derecho de gentes” o derecho universal. En tal virtud, en la primera parte de su obra, a la que denominó Distinciones (D), en la VIII de ellas, en el canon 1, resumió:
“Iure divino omnia sunt communia omnibus;
constitutionis hoc meum, illud alterius est”[19].
Y al explicar esta regla señalaba que, por el impulso egoísta, el más
fuerte se propia no sólo de las cosas sino de otros hombres, generándose un
régimen de esclavitud. Y de esta manera, en virtud del derecho universal, de
invención humana, las cosas y los hombres son hechos objeto de propiedad;
mientras que, conforme al derecho natural, que expresa el querer de Dios por
medio del Evangelio, todas las cosas son comunes, y los hombres, libres[20].
Tomás de Aquino (1224-1274), por su parte, elaboró su sistema a partir
de la definición de los conceptos de “justicia”, y en relación con la propiedad
precisó importantes elementos. ¿Está permitido a alguien poseer algo en forma
propia?, se preguntaba. Y no se contentó sólo con afirmar o negar, sino que
estableció una importante distinción:
“Si se llama propiedad a la facultad de administrar o
de dispensar los bienes, entonces está permitido poseer algo en forma propia;
pero, si se trata del uso de los bienes, entonces ellos son comunes, y quien
los posee debe cederlos con facilidad a quienes los necesitan”[21].
Es decir, los bienes pueden
ser “de” uno, pero son “para” todos. Sobre las bases del ejercicio del libre
albedrío, de la propia responsabilidad y como regla general, el propietario de
los bienes ha de satisfacer primeramente sus verdaderas necesidades; pero de
los bienes que le sobren (“lo superfluo”) debe proporcionarlos a los demás para
el cubrimiento de las necesidades de ellos. Las necesidades de uno y otros
deberían ser medidas bajo idénticos parámetros. Lo superfluo es, pues, de los
pobres, y consiste en lo que supera lo verdaderamente necesario.
Pero Tomás esclareció aún más
el asunto: la comunidad de bienes corresponde a una situación ideal a la que
apuntan la ley y el derecho natural, mientras que la apropiación individual de
los bienes pertenece a la naturaleza humana bajo el régimen de corrupción
nacido del pecado, es decir, se trata de una derogación del derecho natural
como concesión a la naturaleza caída en debilidad. Esta apropiación, vistas así
las cosas, complementa en realidad el régimen de comunidad de bienes:
“La comunidad de bienes era
atribuida al derecho natural no en el sentido que el derecho natural prescriba
que todo deba ser poseído en común y nada como propio; sino en el sentido de
que, según el derecho natural, no existe distinción de bienes, la cual es
resultado de la convención entre los hombres, lo que se origina del derecho
positivo. De allí se concluye que la apropiación individual no es contraria al
derecho natural, sino que lo amplía por invención de la razón humana”[22].
Y concluye:
“En cuanto a la facultad de
administrar y de gobernar, es lícito que el hombre posea cosas como propias; en
cuanto a su uso, no debe el hombre tener las cosas como propias sino como
comunes y debe estar dispuesto a comunicarlas con facilidad”.
4.
La dignidad eminente del pobre, cuestión de
antropología y de moral teológica en interdisciplinariedad con las ciencias
sociales. La actuación de teólogos y del Magisterio
Una de las marcas del tránsito de época entre la Edad Media y la Edad
Moderna en Europa ha sido considerada la finalización del feudalismo. Se
caracterizó por cambios en el poder político y en la forma de gobierno
absolutista – incluidos los sucesos vinculados a la Revolución Francesa –, por transformaciones
sociales y económicas asociadas al cambio en el modo de producción esclavista y
de servidumbre que ceden el paso al surgimiento del capitalismo, y por la
fragmentación del aparato institucional jurídico proveniente del Imperio
romano. En cada una de estas condiciones deben reconocerse también otros
factores, tales como la presencia de la Iglesia, del Judaísmo y del Islam, en
lo religioso, pero, igualmente, en lo cultural, los adelantos en la nueva
ciencia y en el comercio con su impacto en la agricultura y en la revolución
industrial consiguiente, la Reforma Protestante, las universidades y la
conmoción de las ideas por la filosofía, las migraciones, y, no menos
importantes, en cuanto a la salud y a la demografía, las pestes que afectaron
enormemente a las poblaciones. En el medio de este torrente debe colocarse, por
supuesto, un hecho de alcance mundial y transformador, como una “revolución
copernicana”: el encuentro de Europa con América, y, derivadas de él, las
consecuencias negativas y positivas para ambos lados del mundo.
En lo que toca a los pobres, una repercusión inmediata tuvo el suceso:
por lo general, se impuso la ley del más fuerte, de modo que ya a pocos años de
este, llegó a afirmar el dominico Fray Antonio de Montecinos (1475-1540) en
célebre homilía pronunciada en la víspera de la navidad de 1511, en la isla La
Española y ante el propio virrey Diego Colón:
“«Para os lo dar a conocer me he subido aquí, yo que soy la voz de Cristo en el desierto de esta isla y, por tanto, conviene que con atención, no cualquiera sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos la oigáis; la cual será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás pensasteis oír [...]. Esta voz os dice que todos estáis en pecado mortal, y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas gentes inocentes. Decid: ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras...? Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?»”[23]
La reacción del rey Fernando no
se hizo esperar en cuanto lo conoció de la propia voz del fraile, y, como resultado
de la junta de teólogos y juristas que convocó, expidió las primeras leyes, las
Leyes de Burgos de 1512, con las que pretendió dar organización a la conquista
y reconocer los derechos legítimos de los “indios”[24].
Las posteriores intervenciones de Francisco de Vitoria y de Bartolomé de las
Casas, entre otros, condujeron a que el Papa Pablo III, el 2 de junio de 1537,
mediante la Bula Sublimis Deus reconoce que los indígenas eran seres
humanos y no “bestias”, y que, en consecuencia, tenían derecho a la libertad y
a ser evangelizados, y a recibir a sus visitantes e intercambiar bienes con
ellos. Un extracto de la bula señala:
“A todos los fieles cristianos que lean estas letras, salud y bendición apostólica. El Dios sublime amó tanto la raza humana, que creó al hombre de tal manera que pudiera participar, no solamente del bien de que gozan otras criaturas, sino que lo dotó de la capacidad de alcanzar al Dios Supremo, invisible e inaccesible, y mirarlo cara a cara; y por cuanto el hombre, de acuerdo con el testimonio de las Sagradas Escrituras, fue creado para gozar de la felicidad de la vida eterna, que nadie puede conseguir sino por medio de la fe en Nuestro Señor Jesucristo, es necesario que posea la naturaleza y las capacidades para recibir esa fe; por lo cual, quienquiera que esté así dotado, debe ser capaz de recibir la misma fe: No es creíble que exista alguien que poseyendo el suficiente entendimiento para desear la fe, esté despojado de la más necesaria facultad de obtenerla de aquí que Jesucristo que es la Verdad misma, que no puede engañarse ni engañar, cuando envió a los predicadores de la fe a [cumplir] con el oficio de la predicación dijo: "Id y enseñad a todas las gentes", a todas dijo, sin excepción, puesto que todas son capaces de ser instruidas en la fe; lo cual viéndolo y envidiándolo el enemigo del género humano que siempre se opone a las buenas obras para que perezcan, inventó un método hasta ahora inaudito para impedir que la Palabra de Dios fuera predicada a las gentes a fin de que se salven y excitó a algunos de sus satélites, que deseando saciar su codicia, se atreven a afirmar que los Indios occidentales y meridionales y otras gentes que en estos tiempos han llegado a nuestro conocimientos -con el pretexto de que ignoran la fe católica- deben ser dirigidos a nuestra obediencia como si fueran animales y los reducen a servidumbre urgiéndolos con tantas aflicciones como las que usan con las bestias.
Nos pues, que aunque indignos hacemos en la tierra las veces de Nuestro Señor, y que con todo el esfuerzo procuramos llevar a su redil las ovejas de su grey que nos han sido encomendadas y que están fuera de su rebaño, prestando atención a los mismos indios que como verdaderos hombres que son, no sólo son capaces de recibir la fe cristiana, sino que según se nos ha informado corren con prontitud hacia la misma; y queriendo proveer sobre esto con remedios oportunos, haciendo uso de la Autoridad apostólica, determinamos y declaramos por las presentes letras que dichos Indios, y todas las gentes que en el futuro llegasen al conocimiento de los cristianos, aunque vivan fuera de la fe cristiana, pueden usar, poseer y gozar libre y lícitamente de su libertad y del dominio de sus propiedades, que no deben ser reducidos a servidumbre y que todo lo que se hubiese hecho de otro modo es nulo y sin valor; asimismo declaramos que dichos indios y demás gentes deben ser invitados a abrazar la fe de Cristo a través de la predicación de la Palabra de Dios y con el ejemplo de una vida buena, no obstando nada en contrario.
Dado en Roma en el año 1537, el cuarto día de las nonas de junio [2 de junio], en el tercer año de nuestro pontificado.”[25]
Sucesivos
Papas como Gregorio XIV, en 1591, Urbano VIII, en 1639, Benedicto XIV, en 1741,
y Gregorio XVI, en 1839, repitieron y enfatizaron los términos de esta disposición.
Pero un nuevo factor nos llevó a observar otra nueva especie de pobres,
aquella que provenía del sometimiento a una máquina y de los factores
relacionados con la “condición obrera”.
Tomando como modelo los “gremios” medievales y su sistema de ayuda mutua,
se crearon hermandades o cofradías de artesanos en las distintas artes,
principalmente de los tejedores. Siendo que en la Gran Bretaña a partir de
finales del siglo XVIII había desarrollado la máquina de vapor y la había
aplicado industrialmente a la elaboración de tejidos, y que en 1799 se había
promulgado una ley que prohibía “las asociaciones ilegales de trabajadores”,
para 1834 se suscitó una revuelta de trabajadores que fue reprimida y los
manifestantes fueron deportados a Australia. El número de horas diarias que
debían de dedicar al trabajo – hasta quince –, el empleo de mujeres y niños,
los pocos días de descanso que tenían, salarios muy bajos, barrios sin
servicios para obreros, alimentación insuficiente y de mala calidad, tabernas
como lugares únicos de ocio, caracterizaron las prácticas consuetudinarias de
esa situación. Una y otra vez el movimiento obrero fue reprimido. A partir de
1850 se operaron en Europa cambios políticos importantes, pero, especialmente,
fue la intervención de Karl Marx y de Federico Engels la que proporcionó el
fundamento teórico de las luchas “revolucionarias” de esas “clases” obreras por
cuanto se trata de una “alienación del trabajo” por parte del capital.
La problemática fue considerada por parte de las “Semanas sociales” en
Bélgica, y en algunas universidades, como la de París, por estudiosos como San
Federico Ozanam (1813-1853), en donde se planteó si acaso el cristianismo tenía
alguna respuesta ante tales situaciones. Se acudió entonces a las enseñanzas de
Santo Tomás de Aquino sobre la justicia, se profundizó en ellas y se las impulsó
dotándolas de una impronta nueva, la de la “justicia social”. Resultado de todo
este proceso fue la encíclica del Papa León XIII, en 1891, a la que denominó Rerum
novarum[26].
En adelante, todos los Sumos Pontífices han hecho referencia a ella de una
manera o de otra.
No puede negarse que cuando se trata del análisis de los hechos
sociales y de su interpretación, para la teología y para el magisterio
pontificio y conciliar ha sido un reto permanente tener en cuenta el
surgimiento y el aporte de las ciencias “experimentales” y de las
“matemáticas”, y, muy especialmente, de las ciencias “sociales” bajo el
paradigma de las “ciencias” modernas – caracterizadas por su método – con el
nacimiento de la economía, de la sociología, de la política, de la
administración y de la antropología, entre otras[27],
en los siglos XIX y XX. Los documentos y los estudios que se han producido en
tales complejas condiciones son dignos de especial consideración por la altura
y alcance de sus investigaciones y de sus propuestas, las cuales han sido
potenciadas gracias a que a cada una de dichas áreas ha ido correspondiendo el
surgimiento de facultades universitarias y de academias no sólo dentro del
ámbito eclesiástico sino en el más general de la cultura católica[28].
Nuevos tipos de pobres y de pobreza han sido denunciados desde entonces:
el Papa San Juan XXIII mencionaba en su Mater et magistra, entre otros,
a los campesinos y a los analfabetos; San Pablo VI, en su Populorum
progressio, aludía a quienes van quedando por fuera del desarrollo, “marginados”;
el Concilio Vaticano II, convocado y llevado a cabo por ellos dos, no dejó de exponer
las múltiples, graves y urgentes expresiones de pobreza que eran padecidas por
millones en ese momento, todas ellas “indignas de la persona humana” (GS
63), y consideró que se trataba de enormes “desigualdades económico-sociales” que
deberían “desaparecer” con medidas adecuadas pero, ante todo, manteniendo “bajo
el control del hombre” todo el engranaje económico y su desenvolvimiento (GS
65); el Concilio, además, reiteró que la Iglesia no puede dejar de fijar su
mirada en Cristo, el pobre (cf. LG 8c; PO 17d), y que imitar su
ejemplo es una orden para todos los cristianos (cf. LG 8c; 42de); el
Papa San Juan Pablo II, posteriormente, en sus encíclicas Laborem exercens,
Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus no dejó de referirse a
quienes sufren de “hambre, miseria, enfermedades endémicas, analfabetismo” y a
diversas clases de nuevos obreros y otros sujetos sociales “empobrecidos” no
sólo por razón de un trabajo cada vez más tecnificado sino también por cuantos
lo sufren como un nuevo “analfabetismo”[29].
Mención especial merece Benedicto XVI, en Cáritas in veritate[30].
En ella recriminó el nacimiento de nuevas formas de pobreza – asimiladas muchas
de ellas con la corrupción y con la ilegalidad – que surgen ya también
inclusive en países ricos (cf. n. 65), “derrochadores y consumistas”; o la de
países enteros cuyos productos no son admitidos en el comercio internacional
por razones simplemente de competencia; o aquella que se conforma donde
“perduran aún modelos culturales y normas sociales de comportamiento que frenan
el proceso de desarrollo” (n. 22); o la de quienes se encuentran en la
desocupación o por fuera de los sistemas de seguridad social y de la educación,
sobre todo moral; o la de quienes sufren diversas exclusiones, opresiones y
agresiones por razón de los derechos humanos, y, en particular, el de la
profesión de la propia religión. El mismo Pontífice señaló también que
“Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de pobreza [cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 18. 59. 63-64] y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas (n. 28)”.
En este sentido, son considerados pobres también quienes son víctimas
de la mortalidad infantil, del aborto o de la práctica de la esterilización sobre
todo sin consentimiento, particularmente cuando se trata de las mujeres.
Mencionemos una última caracterización del Papa en relación con los pobres:
“Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento[cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 41]. Toda la humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías falsas[ Ibíd.]. Hoy la humanidad aparece mucho más interactiva que antes: esa mayor vecindad debe transformarse en verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro[cf. Id., Carta Enc. Evangelium vitae, 20:]” (n. 53).
El Papa
Francisco, apoyándose sobre estos soportes, ha proseguido en la identificación
y en la denuncia de las diversas formas de pobreza y de empobrecimiento que
muchos habitantes del planeta viven en el momento presente. En sus dos
encíclicas “sociales” ha abordado sendas problemáticas que ocasionan el
nacimiento y el mantenimiento de nuevos pobres. Consideremos, ante todo, cómo
en Laudato si’[31], por ejemplo, el problema
central es “el cuidado de la casa común”, sobre el cual afirma:
“[…] entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura” (n. 2).
Son nuevos “sujetos” de derechos “los pobres crucificados” y “las
criaturas de este mundo arrasadas por el poder humano” (n. 241). En tal virtud,
se originan nuevas o se mantienen viejas formas de afectación de la naturaleza,
y entre estas, el tráfico de animales en peligro de extinción, la desaparición
de especies y la degradación del agua, de la tierra y del aire.
Así mismo, se producen de ello nuevas formas de empobrecimiento, por
causa, por ejemplo, de la contaminación atmosférica que origina numerosas
muertes prematuras; o del sobrecalentamiento, que causa, entre otros fenómenos,
inadecuada o insuficiente alimentación y migraciones; o por la sobreexplotación
de los recursos naturales, que afecta el suministro de agua potable y la
destinada a otros usos como en la agricultura; o a causa de la obsesión por implementar
medidas de “salud reproductiva” señaladamente contra la natalidad; o por el
desperdicio de alimentos o por el sobreconsumo inadecuado de los mismos. Son
pobres también quienes son víctimas de la trata de personas; quienes, hoy o en
las futuras generaciones, sufren el robo de lo que necesitan para vivir; el
embrión humano descartado; las personas en discapacidad; quienes son mantenidos
en una situación que debería ser meramente transitoria de recibir donaciones y
subsidios en dinero y no se les crean las posibilidades reales para trabajar y
para desempeñarse en un empleo digno; quienes no tienen acceso a una vivienda
digna.
En la encíclica Fratelli tutti[32],
sin perder de vista la necesidad de examinar y de tratar todos los asuntos
sociales en un contexto de justicia (cf. n. 126) y del derecho (cf. n. 262), el
Papa aporta, en primer término, el enfoque de la globalización y de la
masificación para analizar el problema actual de los pobres. Estos, dice el
Papa, se han ido tornando cada vez en más “carentes de identidad, débiles,
vulnerables y dependientes”:
“Estamos más solos que nunca en este mundo masificado que hace prevalecer los intereses individuales y debilita la dimensión comunitaria de la existencia. Hay más bien mercados, donde las personas cumplen roles de consumidores o de espectadores. El avance de este globalismo favorece normalmente la identidad de los más fuertes que se protegen a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y pobres, haciéndolas más vulnerables y dependientes. De este modo la política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes económicos transnacionales que aplican el “divide y reinarás”.”
Por eso, como subraya el Papa, se debe ir contra las “causas
estructurales de la pobreza” (n. 116), ya que
“Si la sociedad se rige primariamente por los criterios de la libertad de mercado y de la eficiencia, no hay lugar para ellos, y la fraternidad será una expresión romántica más” (n. 109).
Al mismo tiempo, se debe
proporcionar a todos, y de manera especial a cuantos están viviendo y sufriendo
estas innumerables caras de la pobreza, el ejercicio de sus derechos políticos
relacionados con la participación en cuanto tan directamente les incumbe y les
afecta:
“En ciertas visiones economicistas cerradas y monocromáticas, no parecen tener lugar, por ejemplo, los movimientos populares que aglutinan a desocupados, trabajadores precarios e informales y a tantos otros que no entran fácilmente en los cauces ya establecidos. […] Con ellos será posible un desarrollo humano integral, que implica superar «esa idea de las políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos»[Discurso a los participantes en el Encuentro mundial de Movimientos populares (5 noviembre 2016): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (11 noviembre 2016), p. 8]. Aunque molesten, aunque algunos “pensadores” no sepan cómo clasificarlos, hay que tener la valentía de reconocer que sin ellos «la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino»[Ibíd.]” (n. 169).
Pues, como el Papa señala,
“[…] es importante entender que muchas veces esas reacciones (con actitudes que parecen antisociales) tienen que ver con una historia de menosprecio y de falta de inclusión social” (n. 234).
Así, pues, podemos afirmar que a
lo largo de la historia se ha ido dando una especie de transfiguración del
pobre y de su imagen. Algunos elementos, sin embargo, se mantienen constantes
en su definición. Como el Papa Francisco ha escrito en su carta del 21 de mayo
de 2021 al cardenal Peter K. A.
Turkson, prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano
Integral, con motivo de la Conferencia online "Construir la
fraternidad, defender la justicia. Retos y oportunidades para los pueblos insulares",
en el cuadro permanecen hechos gravísimos que atentan contra la dignidad de las
personas y contra la dignidad eminente de los pobres:
“[…] la violencia, el terrorismo, la pobreza, el hambre y las muchas formas de injusticia y desigualdad social y económica que hoy en día perjudican a todos, pero en particular a las mujeres y los niños. También es preocupante el hecho de que muchos pueblos insulares están expuestos a cambios medioambientales y climáticos extremos”.[33]
5.
Breve síntesis del Magisterio actual en relación
con los pobres, con su dignidad eminente y con su opción preferencial
Se ha de recordar que, aún en un
momento inicial, esto es, por los años 1960 y posteriores, hubo autores que se
opusieron a la así denominada por entonces “teología de la liberación” nacida
en Latinoamérica. Ella, entre otros elementos, incluía entre sus planteamientos
y reflexiones la expresión “opción por los pobres (y oprimidos o marginados)”
que, si bien no fue empleada en el documento conclusivo de la II Conferencia de
los Obispos reunida en Medellín (1968)[34]
sí apareció en la enseñanza de los Obispos reunidos en Puebla, México, en 1979[35],
y de manera particular, en la meditación y oración del propio Papa San Juan
Pablo II:
“Con
su opción por el hombre latinoamericano visto en su integridad, con su amor
preferencial pero no exclusivo por los pobres, con su aliento a una liberación
integral de los hombres y de los pueblos, Medellín, la Iglesia allí presente,
fue una llamada de esperanza hacia metas más cristianas y más humanas”[36].
Los prejuicios en contra de la
posibilidad y, sobre todo, de la eclesialidad y pertenencia de una tal
“teología” al conjunto y armonía de la fe cristiana, y las objeciones
justificadas a la misma, fueron paulatinamente despejadas. Primero, por el Papa
san Pablo VI, quien consideró que en el núcleo mismo del Evangelio la categoría
de la “liberación” es un componente “propio” del mismo, sin el cual el anuncio
quedaría incompleto y su resultado en las personas y las comunidades no sería
genuino[37].
Dos intervenciones más por parte
de la Congregación para la Doctrina de la Fe anduvieron en el mismo sentido, de
modo que tanto la mencionada categoría, así como la auténtica y eclesial noción
de “opción preferencial por los pobres” quedaron legitimadas en la reflexión
teológica, en la acción pastoral y en la vida de la Iglesia[38].
Así las cosas, podemos entender
de qué manera se deben considerar como parte del Magisterio de la Iglesia –
recogido en el mencionado
En el primero de ellos (n. 182) se afirma
que
“El principio del destino universal de los bienes exige que se vele con particular solicitud por los pobres, por aquellos que se encuentran en situaciones de marginación y, en cualquier caso, por las personas cuyas condiciones de vida les impiden un crecimiento adecuado. A este propósito se debe reafirmar, con toda su fuerza, la opción preferencial por los pobres[39]: «Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes. Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor»[40].”
El segundo de estos textos lo encontramos en el n. 184, que
a la letra dice:
“El amor de la Iglesia por los pobres se inspira en el Evangelio de las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús y en su atención por los pobres. Este amor se refiere a la pobreza material y también a las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa[41]. La Iglesia «desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables»[42]. Inspirada en el precepto evangélico: «De gracia lo recibisteis; dadlo de gracia» (Mt 10,8), la Iglesia enseña a socorrer al prójimo en sus múltiples necesidades y prodiga en la comunidad humana innumerables obras de misericordia corporales y espirituales: «Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios»[43], aun cuando la práctica de la caridad no se reduce a la limosna, sino que implica la atención a la dimensión social y política del problema de la pobreza. Sobre esta relación entre caridad y justicia retorna constantemente la enseñanza de la Iglesia: «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia»[44]. Los Padres Conciliares recomiendan con fuerza que se cumpla este deber «para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia»[45]. El amor por los pobres es ciertamente «incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta»[46] (cf. St 5,1-6).”
Por todo lo anterior bien
podemos entonces comprender por qué el S. P. Francisco[47]
ha insistido en la “dignidad eminente de los pobres” como uno de los ejes
centrales e insustituibles de su servicio, y, en consecuencia, como clave
esencial de interpretación de todo su ministerio y programa de gobierno. En
efecto, colocó en la programática exhortación apostólica de su primer año de
pontificado, Evangelii gaudium, todo un título, el II del Capítulo IV, “La
dimensión social de la evangelización”, al que denominó “la inclusión social de
los pobres”, y lo dotó de cinco solemnes subtítulos y treinta párrafos.
El S. P. afirmó allí que no
queda duda de la existencia de una vinculación inescindible entre la fe
cristiana y el compromiso social del cristiano. Por razón de la práctica de las
virtudes teologales, por supuesto, pero también por constituir elemento
esencial de la naturaleza y de la misión de la Iglesia, por brotar de la
Eucaristía y por ser testimonio de la autenticidad de la oración cristiana. Y,
por sobre todo, debido a que Cristo Jesús es el punto de partida de nuestra
fe: es Él, “hecho pobre, siempre cercano a los pobres y excluidos[48]”
(n. 186), la más profunda razón de dicha vinculación.
En segundo término, el
Evangelio que Jesús anunció tiene unas consecuencias sociales. Jesús mismo las
expuso cada vez que resaltó la importancia y la necesidad de la misericordia,
como expresión de auténtica caridad, como afirma la Escritura. Asumir tales
consecuencias es la mejor muestra de la sincera aceptación y fidelidad al
Evangelio, de que no se “ha corrido en vano” (cf. Ga 4,11; Flp
2,16), como San Pablo ya lo afirmaba: “No olvidar a los pobres” (cf. Ga
2,10). La opción por los últimos es "un signo que no debe faltar
jamás", dice el Papa, no como algo extrínseco a la fe o al trabajo humano
cristianamente vivido, sino como un aspecto esencial, que pertenece al corazón
del Evangelio. En nuestros tiempos, como también ha sucedido en el pasado,
contra las fuerzas de una “cultura individualista hedonista pagana” se ha de
ejercer “una resistencia profética contracultural”, similar a la que ejercieron
los Padres de la Iglesia imbuidos como estaban de esa verdad que había
penetrado tan profundamente sus modos de pensar y de obrar (cf. n. 193). Hoy,
quizás más que ayer, debemos cuidarnos de no estar vigilantes sólo de no errar
en lo que creemos o debemos creer de la fe, sino de no haber hecho de nuestra
parte, por “pasividad, indulgencia o complicidad culpables”, todo cuanto está a
nuestro alcance para que se solucionen “situaciones de injusticia intolerables”
y se agoten “los regímenes políticos que las mantienen” (cf. n. 194).
En tercer término, muchos están esperando que los cristianos actuemos
dentro del contexto social, económico y político del momento. Sus voces, los
gritos de los pobres, se levantan urgiéndolo, pidiendo que no nos hagamos los
de los oídos sordos, clamando que no nos quedemos en la comodidad y el
individualismo, sino que procuremos una ayuda efectiva a los necesitados y
contribuyamos efectiva y definitivamente a mejorar el mundo. Esto significa
trabajar por resolver las causas estructurales de la pobreza y de las pobrezas,
sin descuidar de hacer también las acciones más sencillas y cotidianas de
solidaridad (cf. n. 188). Pero ello exige que cambiemos muchas veces de
mentalidad y nuestras actitudes interiores.
Para todo el pueblo de Dios, en consecuencia, debe resultar claro por
qué los pobres poseen en la Iglesia, y deberían poseerlo también en el mundo,
“un lugar privilegiado”. Y toda la tradición de la Iglesia así lo respalda y lo
testimonia. Sin este contenido del Evangelio, afirmaba el Papa San Juan Pablo
II, su anuncio “aun siendo la primera caridad, correría el riesgo de ser
incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de
la comunicación nos somete cada día”[49].
El Papa Francisco en Evangelii gaudium indica que la “opción por
los pobres” es ante todo una “categoría teológica” antes que “cultural,
sociológica, política o filosófica” (n. 198). Si bien es cierto que es
necesario resolver los problemas de los pobres atacando las causas
estructurales de la pobreza, como se ha mencionado antes, el compromiso
cristiano “no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y
de asistencia” sino en lo que él denomina una “atención amante”:
“Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis»[50]. El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto valor»[51], y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?»[52].”
Para los católicos, considera
el Papa,
“La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria” (n. 200).
Y prosigue el Papa su llamado de
atención dirigiéndose a todos, en especial a los laicos, y encomendándoles de
modo particular trabajar esta línea de acción, pues “nadie debería decir que se
mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más
atención a otros asuntos” (n. 201): los laicos, en
particular aquellos que se mueven en “ambientes
académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales”, deberían
tener presente que
“Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio, nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social" (n. 201)[53].
Pero también a aquellos que se
dedican a actividades relacionadas con la economía y con la política les encarece
no olvidar que
“La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven objeto de un manoseo oportunista que las deshonra. La cómoda indiferencia ante estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (n. 203).
Y, en este punto, a todos nos
previene de un peligro real y próximo, y nos habla de la sinceridad de su
intención al hacerlo:
El Papa nos pide, además, “cuidar la fragilidad”. Lo señala en los nn. 209-216. Allí se refiere a esas “nuevas formas de pobreza”: los que no tienen techo y viven en las calles, los que tienen dependencia de las drogas, los refugiados, los pueblos indígenas, los inmigrantes, los ancianos, los y las que son hechas objeto de trata y de esclavitud laboral, los niños por nacer, las mujeres que se sienten tentadas a abortar, todas las criaturas indefensas de una tierra cada día más contaminada…“Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos” (n. 207).
“Si alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con afecto y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal o ideología política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la de un opositor. Sólo me interesa procurar que aquellos que están esclavizados por una mentalidad individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas cadenas indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra” (n. 208).
Al pobre se lo debe colocar en su lugar privilegiado, y hacerlo apoyados en el amor. Él, a su manera, también “nos evangeliza”, y nos llama a que, como decía Santo Tomás de Aquino, “lo consideremos uno con nosotros mismos”[54].
Atender a los pobres, con un
servicio gratuito, opuesto totalmente a la manipulación de los pobres por
motivos o intereses personales o políticos, nos habla de la “belleza del
Evangelio” (n. 195), y del valor que ellos encierran, pues en ellos se ve a
Cristo:
“Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos” (n. 198).
No podemos terminar estas notas
sin mencionar el origen de la expresión “dignidad eminente de los pobres”. Fue
el Papa Pío XII quien lo recordó hace hoy ochenta años, en un discurso del
Domingo 20 de marzo de 1941:
“¡Qué diferente sonido producen por el contrario y qué tan altos afectos suscitan los conmovedores consejos que los Caballeros de Malta han recibido de sus tradiciones más añejas, herencia más preciosa que el recuerdo de los gloriosos hechos de armas efectuados por la Orden en defensa de la Cristiandad! Ya la antigua Regla recomendaba a los Hermanos de San Juan contentarse con una comida sencilla y con vestidos modestos, porque, agregaba, «Domini nostri Pauperes, quorum servos nos esse fatemur, nudi et sordidi incedunt, et non convenit servo, ut sit superbus, et Dominus eius humilis» (“Pobres de nuestro Señor, de quienes nosotros nos hemos hecho siervos, nudos y miserables se encuentran, y no conviene al siervo que sea soberbio, mientras que su Señor es humilde”). Y la antigua fórmula de admisión de los Hermanos en la Orden, después de haberlos advertido que se engañarían si se llegaren para ser bien vestidos, para tener bellos caballos y vivir a su antojo, compendiaba todo esto en estas palabras: «Nos promittimus esse servi Slavi Dominorum Infirmorum» (“Nosotros prometemos ser siervos del Esclavo de los Señores Enfermos”)[55]. ¡Siervos esclavos de los pobres y de los enfermos! Expresiones toscas del tiempo de las Cruzadas, que debían tener después un eco resonante, transformadas, en la magnífica lengua de (J. B.) Bossuet, pronunciadas ante los Grandes y ante las Damas de la Corte de Luis XIV, para exaltar «l’éminente dignité des pauvres dans l’Eglise» (“la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia”); pero el sentido fundamental de dichas expresiones se mantiene inmutable, el mismo que la Orden ha sabido conservar en sus obras. A estos pobres, a estos huérfanos, a estos heridos, a estos leprosos les reconoce las cartas de nobleza recibidas en Belén de aquel Rey de Reyes que «egenus factus est, cum esset dives, ut illius inopia vos divites essetis» (2 Cor. 8, 9) (“se hizo pobre, aunque era rico, para que con su pobreza vosotros seáis ricos”): ciertamente, vosotros no os contentáis socorriéndolos con vuestras generosidades, sino que los amáis y los respetáis, como los primeros cortesanos de nuestro común Rey”[56].
Razones de
sobra tenemos, por lo tanto, para considerar la necesidad de educar y de
educarnos en la fe a partir de este principio del todo fundamental.
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Tricentenario de la Real Academia de la Lengua: https://dle.rae.es/pobreza
Ruiz Bueno, D. (2002). Padres Apostólicos y
Apologistas Griegos del siglo II. Recuperado el 25 de mayo de 2020, de
Editorial BAC Madrid: https://www.mercaba.org/TESORO/didaje.htm
Ruíz Bueno, D. (10 de septiembre de 2019). Padres
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Sagrada Congregación para el Culto Divino. (1980). Liturgia
de las Horas según el Rito Romano. Vol. IV. Barcelona: Regina.
Sierra Bravo, R. (1967). Doctrina social y
económica de los Padres de la Iglesia: colección general de documentos y
textos. Madrid: Compañía bibliográfica española.
[1] Diversos puntos de esta
comunicación se encuentran más ampliamente tratados en mi texto
[2] https://dle.rae.es/pobreza Edición 23a
de 2014 o del Tricentenario de la Real Academia de la Lengua.
[3] Asumo para esta sección el
estudio “pobres” de Léon Rov, O. S. B. (Fontgombault), en
[4]
[5] Para ampliar la información de
toda esta sección sugerimos la obra de
[6] Ou,k a,rostrafh,sh ton e,ndeo,menon, sugkoinwnh,seij de, pa,nta tw adelfw
sou kai. ou.k ereij i-dia ei-nai. Ei. gar e,n tw a,qana,tw koinwnoi, este,
po,sw mallon e,n toij qnhtoij Véase en
[7] Se ha de recordar en este
contexto, sin embargo, que siempre se trata de “las ganancias propias” (“propriis
reditibus”) y que a los pobres se les debe comunicar, por supuesto, no lo
que pertenece a “otros” (¡?), sino “de lo que ha sido ganado con el esfuerzo propio”
(ex propriis reditibus) como señala el c. 222 § 2. Cf.
[8] Digesto 7.6.5.pr;
18.6.8.2; 41.1.10.5; 1.8.1.1. Sobre el tema pueden verse:
[9] Dt 21,10-14:
“Cuando
salgas a combatir contra tus enemigos, y el Señor, tu Dios, los ponga en tus
manos, si tomas algunos prisioneros y entre ellos ves una mujer hermosa que te
resulta atrayente, y por eso la quieres tomar por esposa, deberás llevarla a tu
casa. Entonces ella se rapará la cabeza, se cortará las uñas, se quitará su
ropa de cautiva y permanecerá en tu casa durante un mes entero, llorando a su
padre y a su madre. Sólo después de esto podrás unirte a ella para ser su
esposo, y ella será tu mujer. Pero si más tarde dejas de quererla, le
permitirás disponer de sí misma, y no podrás venderla por dinero ni
maltratarla, porque la has violentado.”
[10]
[11] Es decir, los bienes de la
salvación, y en particular la comunión eucarística.
[12] En
[13]
[14]
[15]
[16]
[17] Véase, al respecto, mi Curso de
Derecho Canónico, en: http://teologocanonista2016.blogspot.com/2019/02/l_6.html
[18] En los Canones apostólicos
(siglo IV), el n. 40; el concilio de Antioquía (341), en el c. 24; el concilio
de Cartago (419) en los cc. 22 y 81; el Concilio de Calcedonia (451) en el c.
22, cf.
[19] “Por derecho
divino todas las cosas son comunes a todos, mas por derecho de constitución
humana esto es mío, aquello es de otro”.
[20] Al final de la
Distinción VI explica esa diferencia: “«In lege
et evangelio naturale ius continetur; non tamen quecumque in lege ét evangelio
inveniuntur, naturali iuri coherere probantur. Sunt enim in lege quedam
moralia, ut: non occides et cetera, quedam mystica, utpote sacrificiorum
preceptor, et alía his similia. Moralia mandata ad natura ius spectant atque
ideo nullam mutabilitatem recepisse monstrantur. Mystica vero, quantum ad
superficiem, a naturali e probantur aliena, quantum ad intelligentiam,
inveniunt sibi annexa; ac per hoc, etsi secundum superfici esse mutata, Lamen
secundum moraletm intelligentiam mutabilitatem nescire probantur. § 1. Naturale
ergo ius ab exordio rationalis naturae incipiens, ut supra dictum est, manet
immobile. Ius vera consuetudinis post naturalem legem exordium habuit, ex quo
homines convenientes in unum ceperunt habitare; quod ex eo tempore factura
creditur, ex quo Cain civitatem edificasse creditur. . . » : «El
derecho natural está contenido en la ley y en el evangelio; sin embargo, no
todo lo que está contenido en la ley y en el evangelio se prueba que pertenece
al derecho natural. Porque hay en la ley algunas cosas morales como: no matarás
y otras, algunas cosas místicas como los preceptos de los sacrificios y otros
semejantes a ellos. Los preceptos morales pertenecen al derecho natural y por
ello se demuestra que no han admitido mutabilidad alguna. Mas los místicos, en
cuanto a su significación aparecen ajenos al derecho natural; en cuanto a su
inteligencia, aparecen unidos a ellos; y por esto, aun cuando aparezcan cambiados
en su significado, sin embargo, se prueba que desconocen la mutabilidad en
cuanto a su inteligencia moral. § 2. Por tanto, el derecho natural, que
comienza desde el principio de la creatura racional, como se ha dicho,
permanece inmutable. Mas el derecho determinado por la costumbre tuvo principio
después de la ley natural, desde que los hombres reuniéndose comenzaron a
habitar juntos; lo cual se cree haber sucedido desde que Caín se dice que
edificó una ciudad. . .».
[21] Summa Theologica II-II q. 66, a. 2, ad 1um.
[22] Ibíd.
[23] Véase el texto, al menos
parcialmente, en
[24] Véanse en
[25]
[26]
[27] Deben mencionarse entre ellas,
la psicología, la historia, el derecho, los estudios literarios, etc.
[28] Recuérdese a este propósito mi
investigación El anuncio, acogida, estudio y seguimiento de Jesucristo en el
ámbito de una universidad católica, en: https://teologo-canonista2017.blogspot.com/2017/03/pintura-de-la-portada-jesucristo-en-el.html
[29]
[30] El Papa mencionó la importancia
que tuvo para él, en este punto, la lectura de Henri
De Lubac "Catolicismo: aspectos sociales del dogma" (Paris 1938). Lo
citó en su encíclica sobre la esperanza cristiana. Véase en:
[31]
[32]
[33]
[34] Encontramos una expresión
similar, sin embargo, en el sentido de que se “dé preferencia efectiva a los
sectores más pobres y necesitados y a los segregados por cualquier causa” (14.
Pobreza de la Iglesia, III, n. 9), en
[35]
[36] 27 de enero de 1979.
[37] En la exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi escribía el Papa: “9.
Como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran
don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es
sobre todo liberación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer
a Dios y de ser conocido por El, de verlo, de entregarse a Él. Todo esto tiene
su arranque durante la vida de Cristo, y se logra de manea definitiva por su
muerte y resurrección; pero debe ser continuado pacientemente a través de la
historia hasta ser plenamente realizado el día de la venida final del mismo
Cristo, cosa que nadie sabe cuándo tendrá lugar, a excepción del Padre [cf. Mt. 24, 36; Act.
1, 7; 1 Tes. 5, 1-2.]. […] 29. La evangelización no sería
completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de
los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y
social, del hombre. […] 30. […] La Iglesia, repiten los obispos, tiene el
deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales
hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar
testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la
evangelización. 32. No hay por qué ocultar, en efecto, que muchos cristianos
generosos, sensibles a las cuestiones dramáticas que lleva consigo el problema
de la liberación, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de
liberación han sentido con frecuencia la tentación de reducir su misión a las
dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos, a una
perspectiva antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es mensajera y
sacramento, a un bienestar material; su actividad —olvidando toda preocupación
espiritual y religiosa— a iniciativas de orden político o social. Si esto fuera
así, la Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de
liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y
manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos. No tendría
autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación. Por eso quisimos
subrayar en la misma alocución de la apertura del Sínodo "la necesidad de
reafirmar claramente la finalidad específicamente religiosa de la
evangelización. Esta última perdería su razón de ser si se desviara del eje
religioso que la dirige: ante todo el reino de Dios, en su sentido plenamente
teológico"[62].” Etc.
[38] Nos referimos en primer término
a la Instrucción Libertatis nuntius del 6 de agosto de 1984 “sobre
algunos aspectos de la Teología de la Liberación”, en:
[39] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano, Puebla (28 de enero de 1979), I/8, en: AAS 71 (1979)
194-195.
[40] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: AAS 80 (1988) 572-573; cf. Id., Carta enc. Evangelium vitae, 32: AAS 87 (1995) 436-437; Id., Carta ap. Tertio millennio adveniente, 51: AAS 87 (1995) 36; Id., Carta ap. Novo millennio ineunte, 49-50: AAS 93 (2001) 302-303.
[41] Cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 2444
[44] San Gregorio Magno, Regula
pastoralis, 3, 21: PL 77, 87: «Nam cum quaelibet necessaria
indigentibus ministramus, sua illis reddimus, non nostra largimur; iustitiae
potius debitum soluimus, quam misericordiae opera implemus».
[45] Concilio Vaticano II,
Decr. Apostolicam
actuositatem, 8: ASS 58 (1966) 845; cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 2446.
[47] Para este
texto he empleado materiales tomados de
[48] Asumiendo el lenguaje de la
sociología y de las teorías explicativas de la pobreza, muchos documentos
emplearon la expresión “marginados”; posteriormente se ha empleado la expresión
“excluidos”.
“Marginación, deriva del
latín “amargo”, que propició la palabra, margen, frontera, del
indoeuropeo 'erg- frontera, según explica
“Los orígenes
del concepto exclusión social se ubican en Francia, donde su uso explícito
comienza ya a mediados de los años 60 del siglo recién pasado en un informe
escrito por el Comisario General del Plan Pierre Massé, para consagrarse a
partir del libro publicado en 1974 por René Lenoir, Secretario de Estado para
la Acción Social del gobierno gaullista francés, bajo el título de Les
exclus: Un Français sur dix”: en (consulta del 22 de mayo de 2021): https://es.wikipedia.org/wiki/Marginaci%C3%B3n
[49]
[50] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.
110, art. 1.
[51] Ibíd.,
I-II, q. 26, art. 3.
[52] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 50: AAS 93
(2001), 303.
[53] Cf.
Instrucción Libertatis nuntius, de 1984,
XI, 18.
[54] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, art. 2.
[55] Cf. Lucae Holstenii, Codex Regularum, t. II, pg. 445-448.
[56]