(y de Organismos de la Curia Romana) sobre el ejercicio de la Magistratura y del Derecho Penal
Índice
I. DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO SUPERIOR DE LA MAGISTRATURA ITALIANA. Sala Clementina. Martes 17 de junio de 2014.
II. CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES DEL XIX CONGRESO INTERNACIONAL DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE DERECHO PENAL Y DEL III CONGRESO DE LA ASOCIACIÓN LATINOAMERICANA DE DERECHO PENAL Y CRIMINOLOGÍA. 30 de mayo de 2014
VI. Mensaje del Cardenal Secretario de Estado a los participantes en la Reunión Anual de la Comisión para la Prevención de Delitos y la Justicia Penal (CCPCJ), 15 de mayo de 2018.
IX. DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO EN LA CUMBRE DE JUECES PANAMERICANOS SOBRE DERECHOS SOCIALES Y DOCTRINA FRANCISCANA, Casina Pío IV, Martes, 4 de junio de 2019
X. A los miembros del Centro de Estudios "Rosario Livatino", 29.11.2019
Textos
I. DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO SUPERIOR DE LA MAGISTRATURA ITALIANA
Martes 17 de junio de 2014
Me disculpo una vez más, de verdad. A media mañana tuve un malestar, fiebre, y tuve que suspender las citas. Me disculpo por ello.
La tarea que se os ha confiado al servicio de la nación se orienta al buen funcionamiento de un sector vital de la convivencia social. Por tanto, deseo expresaros mi estima y mi aliento por vuestra actividad y por cuantos están comprometidos en dicho sector con recta conciencia y profundo sentido de responsabilidad jurídica y civil.
Quiero reflexionar sobre el aspecto ético, que encarna la función del magistrado. En cada país las normas jurídicas están destinadas a garantizar la libertad y la independencia del magistrado, para que pueda realizar, con las garantías necesarias, su importante y delicado trabajo. Esto os pone en una posición de particular relieve para responder adecuadamente a la función que os confía la sociedad, para mantener una imparcialidad siempre irrefutable; para discernir con objetividad y prudencia basándoos únicamente en la justa norma jurídica y, sobre todo, para responder a la voz de una conciencia indefectible que se funda en los valores fundamentales. La independencia del magistrado y la objetividad del juicio que expresa requieren una aplicación atenta y puntual de las leyes vigentes. La certeza del derecho y el equilibrio de los diversos poderes de una sociedad democrática encuentran su síntesis en el principio de legalidad, en defensa del cual actúa el magistrado.
Del juez dependen decisiones que no sólo influyen en los derechos y en los bienes de los ciudadanos, sino que también atañen a su existencia misma. En consecuencia, el sujeto juzgante, en cualquier nivel, debe poseer cualidades intelectuales, psicológicas y morales que den garantía de fiabilidad para una función tan relevante. Entre todas las cualidades, la cualidad dominante, y diría específica del juez, es la prudencia, que no es una virtud para permanecer inmóvil: «Soy prudente: estoy inmóvil», no. Es una virtud de gobierno, una virtud para llevar adelante las cosas, la virtud que inclina a ponderar con serenidad las razones de derecho y de hecho que deben constituir la base del juicio. Se tendrá más prudencia, si se posee un elevado equilibrio interior, capaz de dominar los impulsos provenientes del propio carácter, de los propios puntos de vista, de las propias convicciones ideológicas.
La sociedad italiana espera mucho de la magistratura, especialmente en el actual contexto caracterizado, entre otras cosas, por una aridez del patrimonio de valores y por la evolución de las estructuras democráticas. Que vuestro compromiso no sea defraudar las legítimas expectativas de la gente. Esforzaos por ser cada vez más un ejemplo de integridad moral para toda la sociedad. No faltan enseñanzas y modelos de gran valor en los que inspiraros. Deseo mencionar la luminosa figura de Vittorio Bachelet, que guió el Consejo superior de la magistratura en tiempos de grandes dificultades y cayó víctima de la violencia de los así llamados «años de plomo»; y la de Rosario Livatino, asesinado por la mafia, cuya causa de beatificación está en proceso. Dieron un testimonio ejemplar del estilo propio del fiel laico cristiano: leal a las instituciones, abierto al diálogo, firme y valiente al defender la justicia y la dignidad de la persona humana.
Que el Señor, Juez justo y Padre de misericordia, ilumine vuestras vidas y vuestras acciones. Que su bendición os acompañe y os sostenga a cada uno de vosotros y vuestro trabajo colegial, así como a vuestros colegas magistrados y a vuestras familias. Gracias.
II. CARTA DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES DEL XIX CONGRESO INTERNACIONAL
DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE DERECHO PENAL
Y DEL III CONGRESO DE LA ASOCIACIÓN
LATINOAMERICANA
DE DERECHO PENAL Y CRIMINOLOGÍA
III. DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LA DELEGACIÓN DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE DERECHO PENAL
Ilustres Señoras y Señores!
Saludo a todos cordialmente y deseo expresarles mi agradecimiento personal por su servicio a la sociedad y por el valioso aporte que hacen al desarrollo de una justicia que respete la dignidad y los derechos de la persona humana, sin discriminación alguna.
Me gustaría compartir con ustedes algunas ideas sobre ciertas cuestiones que, aunque discutibles – al menos en parte – afectan directamente a la dignidad de la persona humana y por lo tanto interpelan a la Iglesia en su misión de evangelización y promoción humana, de servicio a la justicia y a la paz. Voy a hacer en forma resumida y por capítulos, con un estilo sintético y expositivo.
Introducción
En primer lugar me gustaría partir de dos premisas de naturaleza sociológica que se refieren a la incitación a la venganza y al populismo penal.
a) La incitación a la venganza
En la mitología, al igual que en las sociedades primitivas, la multitud descubre los poderes maléficos de sus víctimas sacrificiales, acusadas de las desgracias que afectan a la comunidad. Esta dinámica no está ausente incluso en las sociedades modernas. La realidad demuestra que la existencia de instrumentos jurídicos y políticos necesarios para abordar y resolver los conflictos no ofrece suficientes garantías para impedir que algunos individuos sean culpados por los problemas de todos.
La vida en común, estructurada alrededor de comunidades organizadas, necesita reglas de convivencia cuya libre violación requiere una respuesta apropiada. Sin embargo, vivimos en tiempos en que, tanto por parte de algunos ámbitos de la política como por parte de algunos medios de comunicación, se incita a veces a la violencia y a la venganza, pública y privada, no sólo contra quienes son responsables de haber cometido delitos, sino también contra aquellos sobre los cuales recae una sospecha, fundada o no, de haber violado la ley.
b) El populismo penal
En este contexto, en las últimas décadas se ha extendido la convicción de que mediante la pena pública pueden resolverse los más dispares problemas sociales, como si para las más diversas enfermedades nos fuera recomendada la misma medicina. No se trata de confianza en cualquier función social tradicionalmente atribuida a un castigo público, sino más bien de la creencia de que a través de esa pena se pueden obtener los beneficios que supondrían la aplicación de otro tipo de política social, económica y de inclusión social.
No solo se buscan chivos expiatorios que pagan con su libertad y su vida por todos los males sociales, como era tradicional en las sociedades primitivas, sino incluso más allá a veces hay una tendencia a construir deliberadamente enemigos: estereotipos de figuras, que se concentran en sí mismos todas las características que la sociedad percibe o interpreta como una amenaza. Los mecanismos de formación de estas imágenes son las mismas que, en su tiempo, permitieron la expansión de las ideas racistas.
I. Sistemas penales fuera de control y la misión de los juristas
En esas circunstancias, el sistema de justicia penal va más allá de su función propiamente sancionatoria y se pone sobre el terreno de las libertades y de los derechos de las personas, especialmente de los más vulnerables, en nombre de un propósito preventivo cuya eficacia, hasta ahora, no ha sido capaz de verificarse, incluso para los castigos más severos, incluyendo la pena de muerte. Existe el riesgo de no mantener ni siquiera la proporcionalidad de las penas, que históricamente refleja la escala de valores protegida por el Estado. Se ha desvanecido la concepción del derecho penal como última razón, como un último recurso para sancionar, que se limita a los hechos más graves contra los intereses individuales y colectivos más dignos de protección. También se ha debilitado el debate sobre la sustitución de la prisión por otras sanciones penales alternativas.
En este contexto, la misión de los juristas no puede ser otra que limitar y contener estas tendencias. Es una tarea difícil, en un momento donde muchos jueces y operadores del sistema penal deben llevar a cabo sus deberes bajo la presión de los medios masivos de comunicación, de algunos políticos sin escrúpulos y de los instintos de venganza que serpentean en la sociedad. Quienes tienen una responsabilidad tan grande están llamados a cumplir con su deber, ya que no hacerlo pone en peligro vidas humanas, que necesitan ser tratadas con mayor compromiso que aquel con el que a veces se realiza el desempeño de las propias funciones.
II. Acerca del primado de la vida y la dignidad de la persona humana. El primado del principio a favor del hombre.
a) Acerca de la pena de muerteEs imposible imaginar que hoy los Estados no disponen de otro medio que no sea la pena capital para proteger del agresor injusto la vida de otras personas.
San Juan Pablo II ha condenado la pena de muerte (cfr Lett. enc. Evangelium vitae, 56), como también lo hace el Catecismo de la Iglesia Católica (Catechismo della Chiesa Cattolica, N. 2267).
Sin embargo, puede ocurrir que los Estados quiten la vida no sólo con la pena de muerte y con las guerras, sino también cuando funcionarios públicos se refugian a la sombra de los poderes del Estado para justificar sus crímenes. Las así llamadas ejecuciones extrajudiciales o extralegales son deliberados asesinatos cometidos por algunos Estados y por sus agentes, a menudo pasan como enfrentamientos con delincuentes o son presentados como consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza para hacer cumplir la ley. De esta manera, aunque entre los 60 países que mantienen la pena de muerte, 35 no la han aplicado en los últimos diez años, la pena de muerte, ilegalmente y en diversos grados, se aplica en todo el planeta.
Estas ejecuciones extrajudiciales son perpetradas en forma sistemática no sólo por los Estados de la comunidad internacional, sino también por entidades que no son reconocidas como tales, y representan verdaderos crímenes.
Los argumentos contra la pena de muerte son muchos y bien conocidos. La Iglesia ha subrayado oportunamente algunos, tales como la posibilidad de la existencia del error judicial y el uso que hacen de ella regímenes dictatoriales y totalitarios, que la utilizan como instrumento de represión de la disidencia política o de persecución de las minorías religiosas y culturales, todas ellas víctimas que para sus respectivas legislaciones son "criminales".
Todos los cristianos y las personas de buena voluntad están llamados hoy, pues, a luchar no sólo por la abolición de la pena de muerte, ya sea legal o ilegal y en todas sus formas, sino también a mejorar las condiciones carcelarias, respetando la dignidad humana de las personas privadas de libertad. Y esto, yo lo conecto con la cadena perpetua. En el Vaticano, recientemente, en el código penal del Vaticano, no existe, el encarcelamiento de por vida. La cadena perpetua es una pena de muerte oculta.
b) Sobre las condiciones del encarcelamiento, los encarcelados sin condena y los condenados sin juicio. – Estas no son fábulas: vosotros lo sabéis bien –.
La detención preventiva – cuando en forma abusiva pretende un anticipo del castigo, previo a la condena, o como una medida que se aplica frente a una sospecha más o menos fundada de un delito cometido – constituye otra forma contemporánea de castigo ilegal oculto, más allá de una barniz de legalidad.
Esta situación es particularmente grave en algunos países y regiones, donde el número de personas detenidas sin sentencia supera el 50% del total. Este fenómeno contribuye a un mayor deterioro de las condiciones carcelarias, una situación que la construcción de nuevas cárceles nunca alcanza a resolver, ya que cada nueva prisión agota su capacidad incluso antes de ser inaugurada. También es causa de un mal uso de las estaciones de policía y militares como lugares de detención.
El problema de los presos sin condena debe ser abordado con la debida precaución, puesto que se corre el riesgo de crear otro problema tan grave como el primero, si no peor: el de los presos sin juicio, condenados sin respetar las reglas del proceso.
Las deplorables condiciones de detención que ocurren en diferentes partes del planeta, son a menudo un auténtico trato inhumano y degradante, muchas veces producto de las deficiencias del sistema de justicia penal, a veces de la falta de infraestructura y planificación, mientras que en muchos casos no son más que el resultado del ejercicio arbitrario y despiadado del poder sobre las personas privadas de libertad.
c) Sobre la tortura y otras medidas y penas crueles, inhumanas y degradantes. – El adjetivo “cruel”; bajo estas figuras que he mencionado, está siempre la misma raíz: la capacidad humana para la crueldad. ¡Esta es una pasión, una verdadera pasión!
Una forma de tortura es a veces lo que se aplica por encarcelamiento en prisiones de máxima seguridad. Con el motivo de ofrecer mayor seguridad a la sociedad o tratamiento especial para ciertas categorías de presos, su principal característica no es más que el aislamiento externo. Como lo demuestran los estudios realizados por diversas organizaciones de defensa de los derechos humanos, la falta de estímulos sensoriales, la completa imposibilidad de comunicación y la falta de contacto con otros seres humanos, causan sufrimientos mentales y físicos como la ansiedad, la depresión, la paranoia y la pérdida de peso y aumentan sensiblemente la tendencia al suicidio.
Este fenómeno, que es típico de las prisiones de alta seguridad, también ocurre en otros tipos de prisiones, junto con otras formas de tortura física y mental, cuya práctica se ha extendido. Las torturas quizás no se administran solamente como un medio para alcanzar un fin específico, como la confesión o la delación – prácticas características de la doctrina de la seguridad nacional – sino que son un verdadero suplemento de dolor que se añade a los males propios de la detención. De esta manera, no sólo se tortura en centros clandestinos de detención o en modernos campos de concentración, sino también en las cárceles, instituciones de menores, hospitales psiquiátricos, comisarías y otros centros e instituciones de detención y castigo.
La misma doctrina penal tiene una importante responsabilidad en esto, por haber permitido en ciertos casos la legitimación de la tortura bajo ciertas condiciones, allanando el camino para abusos más y más extendidos.
Muchos Estados también son responsables por haber practicado o tolerado el secuestro en su territorio, incluso el de ciudadanos de sus respectivos países, o por haber autorizado el uso de su espacio aéreo para el transporte ilegal a centros de detención donde se practica la tortura.
Estos abusos se podrán detener sólo con el firme compromiso de la comunidad internacional a reconocer la primacía del principio pro homine, es decir, el de la dignidad dela persona humana por encima de todo.
d) Sobre la aplicación de las sanciones penales a niños y a viejos y contra otras personas especialmente vulnerables
Los Estados deben abstenerse de castigar penalmente a los niños, que aún no han completado su desarrollo hacia la madurez y por esta razón no pueden ser imputables. Ellos, en cambio, deben ser los destinatarios de todos los privilegios que el Estado está en grado de ofrecer, tanto en lo que se refiere a las políticas de inclusión, cuanto en lo que toca con las prácticas orientadas a hacer crecer en ellos el respeto por la vida y por los derechos de los demás.
Los ancianos, por su parte, son aquellos que pueden ofrecer lecciones para el resto de la sociedad a partir de sus propios errores. Aprendemos no sólo de las virtudes de los Santos, sino también de las deficiencias y de los errores de los pecadores y, entre ellos, de los que, por alguna razón, han caído y han cometido crímenes. Además, razones humanitarias dictan que, así como se tiene que excluir o limitar el castigo de aquellos que sufren de enfermedades graves o terminales, de mujeres embarazadas, de personas con discapacidad, de madres y padres que son los únicos responsables de menores o de discapacitados, también merecen tratamientos particulares los adultos que ahora se encuentran en avanzada edad.
III. Consideraciones sobre algunas formas de criminalidad que lesionan gravemente la dignidad de la persona y el bien común.
Algunas formas de criminalidad, perpetradas por individuos privados, perjudican seriamente la dignidad de las personas y el bien común. Muchas de estas formas de delito no podrían ser cometidas sin la complicidad, activa o de omisión, de las autoridades públicas.
a) Sobre el delito de la trata de personas
La esclavitud, incluyendo la trata de personas, es reconocida como un crimen contra la humanidad y como crimen de guerra, tanto por el derecho internacional como por muchas de las legislaciones nacionales. Es un crimen de lesa humanidad. Y, puesto que no puede cometerse un delito tan complejo como la trata de personas sin la complicidad, por acción u omisión, de los Estados, es evidente que, cuando los esfuerzos para prevenir y combatir este fenómeno no son suficientes, nos encontramos otra vez ante un crimen contra la humanidad. Además, si ocurre que quien tiene el encargo de proteger a las personas y de garantizar su libertad, por el contrario se convierte en cómplice de los involucrados en el comercio de seres humanos, entonces, en tales casos, los Estados son responsables ante su pueblo y ante la comunidad internacional.
Se puede hablar de mil millones de personas atrapadas en la pobreza absoluta. Mil quinientos millones no tienen acceso a servicios sanitarios, a agua potable, a la electricidad, a la educación primaria o al sistema de salud y deben soportar las privaciones económicas incompatibles con una vida digna (2014 Informe sobre desarrollo humano, PNUD). Aunque el número total de personas en esta situación ha disminuido en los últimos años, ha aumentado su vulnerabilidad, debido a las crecientes dificultades que enfrentan para salir de esta situación. Esto es debido a la siempre creciente cantidad de personas que viven en países en conflicto. 45 millones de personas fueron obligadas a huir a causa de la violencia o de la persecución sólo en 2012; de éstos, 15 millones son refugiados, la cifra más alta en 18 años. El 70% de estas personas son mujeres. Además, se estima que en el mundo, siete de cada diez de los que mueren de hambre, son mujeres y niñas (Fondo de las Naciones Unidas para las Mujeres, UNIFEM).
b) Sobre el delito de corrupción
La escandalosa concentración de la riqueza global es posible debido a la connivencia de los responsables de la cosa pública con fuertes poderes. La corrupción es ella misma también un proceso de la muerte: cuando muere la vida, hay corrupción.
Hay pocas cosas más difíciles que abrir un boquete en un corazón corrupto: "así es quien acumula tesoros para sí mismo y no es rico en Dios» (Lc 12,21). Cuando se complica la situación personal del corrupto, él conoce todos los resquicios y escapatorias para huir de ella, como lo hizo el administrador deshonesto del Evangelio (cf. Lc 16,1-8).
El corrupto atraviesa la vida con los sacacorchos del oportunismo, con el aire de alguien que dice: "no fui yo," llegando a interiorizar su máscara de hombre honesto. Es un proceso de internalización. El corrupto no puede aceptar las críticas, descalifica a quien la hace, trata de minimizar cualquier autoridad moral que podría ponerlo en discusión, no valora a los otros y ataca con el insulto a quien piensa diferente. Si lo permite el equilibrio de poder, persigue a quien lo contradiga.
La corrupción se expresa en un ambiente de triunfalismo porque el corrupto se cree un ganador. En ese ambiente se pavonea para menospreciar a los otros. Los corruptos no saben de la fraternidad o de la amistad, sino de la complicidad y de la enemistad. Los corruptos no perciben su corrupción. Ocurre un poco lo que pasa con el mal aliento: difícilmente quien lo tiene se da cuenta de ello; son los otros quienes se dan cuenta de ello, y se lo deben decir. Por esta razón, los corruptos difícilmente pueden salir de su estado por un remordimiento interior de la conciencia.
La corrupción es un mal mayor que el pecado. Más que perdonado, este mal debe ser curado. La corrupción se ha vuelto natural, hasta el punto de llegar a ser un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en la contratación, en cualquier negociación que involucra a agentes del Estado. Es la victoria de las apariencias sobre la realidad y de la desfachatez impúdica sobre la discreción honorable.
Sin embargo, el Señor no se cansa de tocar a las puertas de los corruptos. La corrupción no puede nada contra la esperanza.
¿Qué puede hacer el derecho penal contra la corrupción? Ahora son muchos los convenios y los tratados internacionales sobre el tema, y han proliferado las conjeturas de crimen orientadas a proteger no sólo a los ciudadanos, que en última instancia son la últimas víctimas – en particular los más vulnerables –, como las dirigidas a proteger los intereses de los operadores de los mercados económicos y financieros.
La pena es selectiva. Es como una red que capta sólo los peces pequeños, dejando los grandes libres en el mar. Las formas de corrupción que debemos perseguir con mayor severidad son las causantes de grave daño social, asuntos tanto económicos como sociales – como grave fraude contra la administración pública o el ejercicio desleal de la administración – como en cualquier tipo de obstáculo interpuesto para el funcionamiento de la justicia con la intención de proporcionar impunidad para sus fechorías o para las de terceros.
Conclusión
La precaución en la aplicación de la pena debe ser el principio que rige los sistemas penales, y la plena validez y operación del principio pro homine debe garantizar que los Estados no se permitan, legalmente o de hecho, subordinar el respeto de la dignidad de la persona humana a cualquier otro propósito, aun cuando se busque lograr algún tipo de utilidad social. El respeto de la dignidad humana no debe funcionar solamente como límite a las arbitrariedades y a los excesos de los agentes del Estado, sino como un criterio para la persecución y la represión de aquellas conductas que representan los ataques más graves contra la dignidad y la integridad de la persona humana.
Queridos amigos, gracias por esta reunión, y les aseguro que voy a seguir estando cerca de su trabajo exigente al servicio de la humanidad en el campo de la justicia. No hay duda que, para los que están llamados a vivir la vocación cristiana del bautismo, este es un campo privilegiado de animación evangélica del mundo. Para todos, incluso aquellos que entre Ustedes no son cristianos, sin embargo, es necesaria la ayuda de Dios, fuente de toda razón y justicia. Por tanto, para cada uno de ustedes, mediante la intercesión de la Virgen Madre, invoco la luz y el poder del Espíritu Santo. Os bendigo de corazón y por favor, les pido que recen por mí. Gracias.
(Traducción no oficial, por Iván F. Mejía Álvarez).
(Texto original):
III. DISCORSO DEL SANTO PADRE FRANCESCO ALLA DELEGAZIONE DELL'ASSOCIAZIONE INTERNAZIONALE DI DIRITTO PENALE
Giovedì, 23 ottobre 2014
Illustri Signori e Signore!
Vi saluto tutti cordialmente e desidero esprimervi il mio ringraziamento personale per il vostro servizio alla società e il prezioso contributo che rendete allo sviluppo di una giustizia che rispetti la dignità e i diritti della persona umana, senza discriminazioni.
Vorrei condividere con voi alcuni spunti su certe questioni che, pur essendo in parte opinabili – in parte! – toccano direttamente la dignità della persona umana e dunque interpellano la Chiesa nella sua missione di evangelizzazione, di promozione umana, di servizio alla giustizia e alla pace. Lo farò in forma riassuntiva e per capitoli, con uno stile piuttosto espositivo e sintetico.
Introduzione
Prima di tutto vorrei porre due premesse di natura sociologica che riguardano l’incitazione alla vendetta e il populismo penale.
a) Incitazione alla vendetta
Nella mitologia, come nelle società primitive, la folla scopre i poteri malefici delle sue vittime sacrificali, accusati delle disgrazie che colpiscono la comunità. Questa dinamica non è assente nemmeno nelle società moderne. La realtà mostra che l’esistenza di strumenti legali e politici necessari ad affrontare e risolvere conflitti non offre garanzie sufficienti ad evitare che alcuni individui vengano incolpati per i problemi di tutti.
La vita in comune, strutturata intorno a comunità organizzate, ha bisogno di regole di convivenza la cui libera violazione richiede una risposta adeguata. Tuttavia, viviamo in tempi nei quali, tanto da alcuni settori della politica come da parte di alcuni mezzi di comunicazione, si incita talvolta alla violenza e alla vendetta, pubblica e privata, non solo contro quanti sono responsabili di aver commesso delitti, ma anche contro coloro sui quali ricade il sospetto, fondato o meno, di aver infranto la legge.
b) Populismo penale
In questo contesto, negli ultimi decenni si è diffusa la convinzione che attraverso la pena pubblica si possano risolvere i più disparati problemi sociali, come se per le più diverse malattie ci venisse raccomandata la medesima medicina. Non si tratta di fiducia in qualche funzione sociale tradizionalmente attribuita alla pena pubblica, quanto piuttosto della credenza che mediante tale pena si possano ottenere quei benefici che richiederebbero l’implementazione di un altro tipo di politica sociale, economica e di inclusione sociale.
Non si cercano soltanto capri espiatori che paghino con la loro libertà e con la loro vita per tutti i mali sociali, come era tipico nelle società primitive, ma oltre a ciò talvolta c’è la tendenza a costruire deliberatamente dei nemici:figure stereotipate, che concentrano in sé stesse tutte le caratteristiche che la società percepisce o interpreta come minacciose. I meccanismi di formazione di queste immagini sono i medesimi che, a suo tempo, permisero l’espansione delle idee razziste.
I. Sistemi penali fuori controllo e la missione dei giuristi.
Il principio guida della cautela in poenam
Stando così le cose, il sistema penale va oltre la sua funzione propriamente sanzionatoria e si pone sul terreno delle libertà e dei diritti delle persone, soprattutto di quelle più vulnerabili, in nome di una finalità preventiva la cui efficacia, fino ad ora, non si è potuto verificare, neppure per le pene più gravi, come la pena di morte. C’è il rischio di non conservare neppure la proporzionalità delle pene, che storicamente riflette la scala di valori tutelati dallo Stato. Si è affievolita la concezione del diritto penale come ultima ratio, come ultimo ricorso alla sanzione, limitato ai fatti più gravi contro gli interessi individuali e collettivi più degni di protezione. Si è anche affievolito il dibattito sulla sostituzione del carcere con altre sanzioni penali alternative.
In questo contesto, la missione dei giuristi non può essere altra che quella di limitare e di contenere tali tendenze. È un compito difficile, in tempi nei quali molti giudici e operatori del sistema penale devono svolgere la loro mansione sotto la pressione dei mezzi di comunicazione di massa, di alcuni politici senza scrupoli e delle pulsioni di vendetta che serpeggiano nella società. Coloro che hanno una così grande responsabilità sono chiamati a compiere il loro dovere, dal momento che il non farlo pone in pericolo vite umane, che hanno bisogno di essere curate con maggior impegno di quanto a volte non si faccia nell’espletamento delle proprie funzioni.
II. Circa il primato della vita e la dignità della persona umana. Primatus principii pro homine
a) Circa la pena di morte
È impossibile immaginare che oggi gli Stati non possano disporre di un altro mezzo che non sia la pena capitale per difendere dall’aggressore ingiusto la vita di altre persone.
San Giovanni Paolo II ha condannato la pena di morte (cfr Lett. enc. Evangelium vitae, 56), come fa anche il Catechismo della Chiesa Cattolica (N. 2267).
Tuttavia, può verificarsi che gli Stati tolgano la vita non solo con la pena di morte e con le guerre, ma anche quando pubblici ufficiali si rifugiano all’ombra delle potestà statali per giustificare i loro crimini. Le cosiddette esecuzioni extragiudiziali o extralegali sono omicidi deliberati commessi da alcuni Stati e dai loro agenti, spesso fatti passare come scontri con delinquenti o presentati come conseguenze indesiderate dell’uso ragionevole, necessario e proporzionale della forza per far applicare la legge. In questo modo, anche se tra i 60 Paesi che mantengono la pena di morte, 35 non l’hanno applicata negli ultimi dieci anni, la pena di morte, illegalmente e in diversi gradi, si applica in tutto il pianeta.
Le stesse esecuzioni extragiudiziali vengono perpetrate in forma sistematica non solamente dagli Stati della comunità internazionale, ma anche da entità non riconosciute come tali, e rappresentano autentici crimini.
Gli argomenti contrari alla pena di morte sono molti e ben conosciuti. La Chiesa ne ha opportunamente sottolineato alcuni, come la possibilità dell’esistenza dell’errore giudiziale e l’uso che ne fanno i regimi totalitari e dittatoriali, che la utilizzano come strumento di soppressione della dissidenza politica o di persecuzione delle minoranze religiose e culturali, tutte vittime che per le loro rispettive legislazioni sono “delinquenti”.
Tutti i cristiani e gli uomini di buona volontà sono dunque chiamati oggi o a lottare non solo per l’abolizione della pena di morte, legale o illegale che sia, e in tutte le sue forme, ma anche al fine di migliorare le condizioni carcerarie, nel rispetto della dignità umana delle persone private della libertà. E questo, io lo collego con l’ergastolo. In Vaticano, poco tempo fa, nel Codice penale del Vaticano, non c’è più, l’ergastolo. L’ergastolo è una pena di morte nascosta.
b) Sulle condizioni della carcerazione, i carcerati senza condanna e i condannati senza giudizio. - Queste non sono favole: voi lo sapete bene -
La carcerazione preventiva – quando in forma abusiva procura un anticipo della pena, previa alla condanna, o come misura che si applica di fronte al sospetto più o meno fondato di un delitto commesso – costituisce un’altra forma contemporanea di pena illecita occulta, al di là di una patina di legalità.
Questa situazione è particolarmente grave in alcuni Paesi e regioni del mondo, dove il numero dei detenuti senza condanna supera il 50% del totale. Questo fenomeno contribuisce al deterioramento ancora maggiore delle condizioni detentive, situazione che la costruzione di nuove carceri non riesce mai a risolvere, dal momento che ogni nuovo carcere esaurisce la sua capienza già prima di essere inaugurato. Inoltre è causa di un uso indebito di stazioni di polizia e militari come luoghi di detenzione.
Il problema dei detenuti senza condanna va affrontato con la debita cautela, dal momento che si corre il rischio di creare un altro problema tanto grave quanto il primo se non peggiore: quello dei reclusi senza giudizio, condannati senza che si rispettino le regole del processo.
Le deplorevoli condizioni detentive che si verificano in diverse parti del pianeta, costituiscono spesso un autentico tratto inumano e degradante, molte volte prodotto delle deficienze del sistema penale, altre volte della carenza di infrastrutture e di pianificazione, mentre in non pochi casi non sono altro che il risultato dell’esercizio arbitrario e spietato del potere sulle persone private della libertà.
c) Sulla tortura e altre misure e pene crudeli, inumane e degradanti. - L’aggettivo “crudele”; sotto queste figure che ho menzionato, c’è sempre quella radice: la capacità umana di crudeltà. Quella è una passione, una vera passione! -
Una forma di tortura è a volte quella che si applica mediante la reclusione in carceri di massima sicurezza. Con il motivo di offrire una maggiore sicurezza alla società o un trattamento speciale per certe categorie di detenuti, la sua principale caratteristica non è altro che l’isolamento esterno. Come dimostrano gli studi realizzati da diversi organismi di difesa dei diritti umani, la mancanza di stimoli sensoriali, la completa impossibilità di comunicazione e la mancanza di contatti con altri esseri umani, provocano sofferenze psichiche e fisiche come la paranoia, l’ansietà, la depressione e la perdita di peso e incrementano sensibilmente la tendenza al suicidio.
Questo fenomeno, caratteristico delle carceri di massima sicurezza, si verifica anche in altri generi di penitenziari, insieme ad altre forme di tortura fisica e psichica la cui pratica si è diffusa. Le torture ormai non sono somministrate solamente come mezzo per ottenere un determinato fine, come la confessione o la delazione – pratiche caratteristiche della dottrina della sicurezza nazionale – ma costituiscono un autentico plus di dolore che si aggiunge ai mali propri della detenzione. In questo modo, si tortura non solo in centri clandestini di detenzione o in moderni campi di concentramento, ma anche in carceri, istituti per minori, ospedali psichiatrici, commissariati e altri centri e istituzioni di detenzione e pena.
La stessa dottrina penale ha un’importante responsabilità in questo, con l’aver consentito in certi casi la legittimazione della tortura a certi presupposti, aprendo la via ad ulteriori e più estesi abusi.
Molti Stati sono anche responsabili per aver praticato o tollerato il sequestro di persona nel proprio territorio, incluso quello di cittadini dei loro rispettivi Paesi, o per aver autorizzato l’uso del loro spazio aereo per un trasporto illegale verso centri di detenzione in cui si pratica la tortura.
Questi abusi si potranno fermare unicamente con il fermo impegno della comunità internazionale a riconoscere il primato del principio pro homine, vale a dire della dignità della persona umana sopra ogni cosa.
d) Sull’applicazione delle sanzioni penali a bambini e vecchi e nei confronti di altre persone specialmente vulnerabili
Gli Stati devono astenersi dal castigare penalmente i bambini, che ancora non hanno completato il loro sviluppo verso la maturità e per tale motivo non possono essere imputabili. Essi invece devono essere i destinatari di tutti i privilegi che lo Stato è in grado di offrire, tanto per quanto riguarda politiche di inclusione quanto per pratiche orientate a far crescere in loro il rispetto per la vita e per i diritti degli altri.
Gli anziani, per parte loro, sono coloro che a partire dai propri errori possono offrire insegnamenti al resto della società. Non si apprende unicamente dalle virtù dei santi, ma anche dalle mancanze e dagli errori dei peccatori e, tra di essi, di coloro che, per qualsiasi ragione, siano caduti e abbiano commesso delitti. Inoltre, ragioni umanitarie impongono che, come si deve escludere o limitare il castigo di chi patisce infermità gravi o terminali, di donne incinte, di persone handicappate, di madri e padri che siano gli unici responsabili di minori o di disabili, così trattamenti particolari meritano gli adulti ormai avanzati in età.
III. Considerazioni su alcune forme di criminalità che ledono gravemente la dignità della persona e il bene comune
Alcune forme di criminalità, perpetrate da privati, ledono gravemente la dignità delle persone e il bene comune. Molte di tali forme di criminalità non potrebbero mai essere commesse senza la complicità, attiva od omissiva, delle pubbliche autorità.
a) Sul delitto della tratta delle persone
La schiavitù, inclusa la tratta delle persone, è riconosciuta come crimine contro l’umanità e come crimine di guerra, tanto dal diritto internazionale quanto da molte legislazioni nazionali. E’ un reato di lesa umanità. E, dal momento che non è possibile commettere un delitto tanto complesso come la tratta delle persone senza la complicità, con azione od omissione, degli Stati, è evidente che, quando gli sforzi per prevenire e combattere questo fenomeno non sono sufficienti, siamo di nuovo davanti ad un crimine contro l’umanità. Più ancora, se accade che chi è preposto a proteggere le persone e garantire la loro libertà, invece si rende complice di coloro che praticano il commercio di esseri umani, allora, in tali casi, gli Stati sono responsabili davanti ai loro cittadini e di fronte alla comunità internazionale.
Si può parlare di un miliardo di persone intrappolate nella povertà assoluta. Un miliardo e mezzo non hanno accesso ai servizi igienici, all’acqua potabile, all’elettricità, all’educazione elementare o al sistema sanitario e devono sopportare privazioni economiche incompatibili con una vita degna (2014 Human Development Report, UNPD). Anche se il numero totale di persone in questa situazione è diminuito in questi ultimi anni, si è incrementata la loro vulnerabilità, a causa delle accresciute difficoltà che devono affrontare per uscire da tale situazione. Ciò è dovuto alla sempre crescente quantità di persone che vivono in Paesi in conflitto. Quarantacinque milioni di persone sono state costrette a fuggire a causa di situazioni di violenza o persecuzione solo nel 2012; di queste, quindici milioni sono rifugiati, la cifra più alta in diciotto anni. Il 70% di queste persone sono donne. Inoltre, si stima che nel mondo, sette su dieci tra coloro che muoiono di fame, sono donne e bambine (Fondo delle Nazioni Unite per le Donne, UNIFEM).
b) Circa il delitto di corruzione
La scandalosa concentrazione della ricchezza globale è possibile a causa della connivenza di responsabili della cosa pubblica con i poteri forti. La corruzione è essa stessa anche un processo di morte: quando la vita muore, c’è corruzione.
Ci sono poche cose più difficili che aprire una breccia in un cuore corrotto: «Così è di chi accumula tesori per sé e non si arricchisce presso Dio» (Lc 12,21). Quando la situazione personale del corrotto diventa complicata, egli conosce tutte le scappatoie per sfuggirvi come fece l’amministratore disonesto del Vangelo (cfr Lc 16,1-8).
Il corrotto attraversa la vita con le scorciatoie dell’opportunismo, con l’aria di chi dice: “Non sono stato io”, arrivando a interiorizzare la sua maschera di uomo onesto. E’ un processo di interiorizzazione. Il corrotto non può accettare la critica, squalifica chi la fa, cerca di sminuire qualsiasi autorità morale che possa metterlo in discussione, non valorizza gli altri e attacca con l’insulto chiunque pensa in modo diverso. Se i rapporti di forza lo permettono, perseguita chiunque lo contraddica.
La corruzione si esprime in un’atmosfera di trionfalismo perché il corrotto si crede un vincitore. In quell’ambiente si pavoneggia per sminuire gli altri. Il corrotto non conosce la fraternità o l’amicizia, ma la complicità e l’inimicizia. Il corrotto non percepisce la sua corruzione. Accade un po’ quello che succede con l’alito cattivo: difficilmente chi lo ha se ne accorge; sono gli altri ad accorgersene e glielo devono dire. Per tale motivo difficilmente il corrotto potrà uscire dal suo stato per interno rimorso della coscienza.
La corruzione è un male più grande del peccato. Più che perdonato, questo male deve essere curato. La corruzione è diventata naturale, al punto da arrivare a costituire uno stato personale e sociale legato al costume, una pratica abituale nelle transazioni commerciali e finanziarie, negli appalti pubblici, in ogni negoziazione che coinvolga agenti dello Stato. È la vittoria delle apparenze sulla realtà e della sfacciataggine impudica sulla discrezione onorevole.
Tuttavia, il Signore non si stanca di bussare alle porte dei corrotti. La corruzione non può nulla contro la speranza.
Che cosa può fare il diritto penale contro la corruzione? Sono ormai molte le convenzioni e i trattati internazionali in materia e hanno proliferato le ipotesi di reato orientate a proteggere non tanto i cittadini, che in definitiva sono le vittime ultime – in particolare i più vulnerabili – quanto a proteggere gli interessi degli operatori dei mercati economici e finanziari.
La sanzione penale è selettiva. È come una rete che cattura solo i pesci piccoli, mentre lascia i grandi liberi nel mare. Le forme di corruzione che bisogna perseguire con la maggior severità sono quelle che causano gravi danni sociali, sia in materia economica e sociale – come per esempio gravi frodi contro la pubblica amministrazione o l’esercizio sleale dell’amministrazione – come in qualsiasi sorta di ostacolo frapposto al funzionamento della giustizia con l’intenzione di procurare l’impunità per le proprie malefatte o per quelle di terzi.
Conclusione
La cautela nell’applicazione della pena dev’essere il principio che regge i sistemi penali, e la piena vigenza e operatività del principiopro homine deve garantire che gli Stati non vengano abilitati, giuridicamente o in via di fatto, a subordinare il rispetto della dignità della persona umana a qualsiasi altra finalità, anche quando si riesca a raggiungere una qualche sorta di utilità sociale. Il rispetto della dignità umana non solo deve operare come limite all’arbitrarietà e agli eccessi degli agenti dello Stato, ma come criterio di orientamento per il perseguimento e la repressione di quelle condotte che rappresentano i più gravi attacchi alla dignità e integrità della persona umana.
Cari amici, vi ringrazio nuovamente per questo incontro, e vi assicuro che continuerò ad essere vicino al vostro impegnativo lavoro al servizio dell’uomo nel campo della giustizia. Non c’è dubbio che, per quanti tra voi sono chiamati a vivere la vocazione cristiana del proprio Battesimo, questo è un campo privilegiato di animazione evangelica del mondo. Per tutti, anche quelli tra voi che non sono cristiani, in ogni caso, c’è bisogno dell’aiuto di Dio, fonte di ogni ragione e giustizia. Invoco pertanto per ciascuno di voi, con l’intercessione della Vergine Madre, la luce e la forza dello Spirito Santo. Vi benedico di cuore e per favore, vi chiedo di pregare per me. Grazie.
IV. El Papa Francisco en la cumbre de juristas contra la trata de personas y el crimen organizado: Jueces llamados a que la injusticia que atraviesa el mundo no tenga la última palabra, 04.06.2016
El Santo Padre intervino ayer tarde en la Cumbre de juristas contra la trata de personas y el crimen organizado, celebrada en la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales en la que participaron un gran número de jueces, fiscales y magistrados de diferentes países, protagonistas principales en la lucha contra estos terribles crímenes. Ofrecemos a continuación el discurso integral pronunciado por el Santo Padre.
“Si me alegro de esta contribución y me complazco con ustedes es también en consideración al noble servicio que pueden ofrecer a la humanidad, ya sea profundizando en el conocimiento de ese fenómeno tan actual, la indiferencia en el mundo globalizado y sus formas extremas, ya sea en las soluciones frente a este reto, tratando de mejorar las condiciones de vida de los más necesitados entre nuestros hermanos y hermanas. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a comprometerse. O sea, no cabe el adagio de la Ilustración, según el cual la Iglesia no debe meterse en política, la Iglesia debe meterse en la gran política porque -cito a Pablo VI- “la política es una de las formas más altas del amor, de la caridad”. Y la Iglesia también está llamada a ser fiel con las personas, aun más cuando se consideran las situaciones donde se tocan las llagas y el sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética, las ciencias sociales y la fe; situaciones en las cuales el testimonio de ustedes como personas y humanistas, unido a la competencia social propia, es particularmente apreciado.
En el curso de estos últimos años no han faltado importantes actividades de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales bajo el vigoroso impulso de su Presidenta, del Canciller y de algunos colaboradores externos de notorio prestigio, a quienes agradezco de corazón. Actividades en defensa de la dignidad y libertad de los hombres y mujeres de hoy y, en particular, para erradicar la trata y el tráfico de personas y las nuevas formas de esclavitud tales como el trabajo forzado, la prostitución, el tráfico de órganos, el comercio de la droga, la criminalidad organizada. Como dijo mi predecesor Benedicto XVI, y lo he afirmado yo mismo en varias ocasiones, éstos son verdaderos crímenes de lesa humanidad que deben ser reconocidos como tales por todos los líderes religiosos, políticos y sociales, y plasmados en las leyes nacionales e internacionales.
El encuentro con los líderes religiosos de las principales religiones que hoy influyen en el mundo global, el 2 de diciembre del 2014, así como la cumbre de los intendentes y alcaldes de las ciudades más importantes del mundo, el 21 de julio del 2015, han manifestado la voluntad de esta Institución en perseguir la erradicación de las nuevas formas de esclavitud. Conservo un particular recuerdo de estos dos encuentros, como también de los significativos seminarios de los jóvenes, todos debidos a la iniciativa de la Academia. Alguno puede pensar que la Academia debe moverse más bien en un ámbito de ciencias puras, de consideraciones más teóricas. Esto responde ciertamente a una concepción ilustrada de lo que debe ser una Academia. Una Academia ha de tener raíces, y raíces en lo concreto, porque sino corre el riesgo de fomentar una reflexión líquida que se vaporiza y no llega a nada. Este divorcio entre la idea y la realidad es evidentemente un fenómeno cultural pasado, más bien de la Ilustración, pero que todavía tiene su incidencia.
Actualmente, inspirada por los mismos deseos, la Academia ha convocado a ustedes, jueces y fiscales de todo el mundo, con experiencia y sabiduría práctica en la erradicación de la trata y tráfico de personas y de la criminalidad organizada. Ustedes han venido aquí representando a sus colegas, con el loable propósito de avanzar en la toma de conciencia cabal de estos flagelos y, consecuentemente, manifestar su insustituible misión frente a los nuevos retos que nos plantea la globalización de la indiferencia, respondiendo a la creciente solicitud de la sociedad y en el respeto de las leyes nacionales e internacionales. Hacerse cargo de la propia vocación quiere decir también sentirse y proclamarse libres. Jueces y fiscales libres ,¿de qué?: de las presiones de los gobiernos, libres de las instituciones privadas y, naturalmente, libres de las “estructuras de pecado” de las que habla mi predecesor san Juan Pablo II, en particular, de la “estructura de pecado”, libres del crimen organizado. Yo sé que ustedes sufren presiones, sufren amenazas en todo esto, y sé que hoy día ser juez, ser fiscal, es arriesgar el pellejo, y eso merece un reconocimiento a la valentía de aquellos que quieren seguir siendo libres en el ejercicio de su función jurídica. Sin esta libertad, el poder judicial de una Nación se corrompe y siembra corrupción. Todos conocemos la caricatura de la justicia, para estos casos, ¿no?: La justicia con los ojos vendados que se le va cayendo la venda y le tapa la boca.
Felizmente, para la realización de este complejo y delicado proyecto humano y cristiano: liberar a la humanidad de las nuevas esclavitudes y del crimen organizado, que la Academia cumple siguiendo mi pedido, se puede contar también con la importante y decisiva sinergia de las Naciones Unidas. Hay una mayor conciencia de esto, una fuerte conciencia. Agradezco que los representantes de las 193 Naciones miembros de la ONU, que hayan aprobado unánimemente los nuevos objetivos del desarrollo sostenible e integral, y en particular la meta 8.7. Esta reza así: “Adoptar medidas inmediatas y eficaces para erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas modernas de esclavitud y la trata de seres humanos, y asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil, incluidos el reclutamiento y la utilización de niños soldados, y, a más tardar en 2025, poner fin al trabajo infantil en todas sus formas”. Hasta aquí la resolución. Bien se puede decir que ahora es un imperativo moral para todas las Naciones miembros de la ONU actuar tales objetivos y tal meta.
Para ello, es obligatorio generar un movimiento trasversal y ondular, una “buena onda”, que abrace a toda la sociedad de arriba para abajo y viceversa, desde la periferia al centro y al revés, desde los líderes hacia las comunidades, y desde los pueblos y la opinión pública hasta los más altos estratos dirigenciales. La realización de ello requiere que, como ya lo han hecho los líderes religiosos, sociales y los alcaldes, también los jueces tomen plena conciencia de este desafío, que sientan la importancia de su responsabilidad ante la sociedad, y que compartan sus experiencias y buenas prácticas, y que actúen juntos - importante, en comunión, en comunidad, que actúen juntos - para abrir brechas y nuevos caminos de justicia en beneficio de la promoción de la dignidad humana, de la libertad, la responsabilidad, la felicidad y, en definitiva, de la paz. Sin ceder al gusto por la simetría, podríamos decir que el juez es a la justicia como el religioso y el filósofo a la moral, y el gobernante o cualquier otra figura personalizada del poder soberano es a lo político. Pero solamente en la figura del juez la justicia se reconoce como el primer atributo de la sociedad. Y esto hay que rescatarlo, porque la tendencia, cada vez mayor, es la de licuar la figura del juez a través de las presiones, etcétera, que mencioné antes. Y, sin embargo, es el primer atributo de la sociedad. Sale en la misma tradición bíblica, ¿no es cierto? Moisés necesita instituir setenta jueces para que lo ayuden, que juzguen los casos, el juez a quien se recurre. Y también en este proceso de licuefacción, lo contundente, lo concreto de la realidad afecta a los pueblos. O sea, los pueblos tienen una entidad que les da consistencia, que los hace crecer, y hacer sus propios proyectos, asumir sus fracasos, asumir sus ideales, pero también están sufriendo un proceso de licuefacción, y todo lo que es la consistencia concreta de un pueblo tiende a transformarse en la mera identidad nominal de un ciudadano, y un pueblo no es lo mismo que un grupo de ciudadanos. El juez es el primer atributo de una sociedad de pueblo.
La Academia, convocando a los jueces, no aspira sino a colaborar en la medida de sus posibilidades según el mandato de la ONU. Cabe aquí agradecer a aquellas Naciones que por intermedio de los Embajadores ante la Santa Sede no se han mostrado indiferentes o arbitrariamente críticas, sino que, por el contrario, han colaborado activamente con la Academia en la realización de esta Cumbre. Los Embajadores que no sintieron esta necesidad, o que se lavaron las manos, o que pensaron que no era tan necesario, los esperamos para la próxima reunión.
Pido a los jueces que realicen su vocación y misión esencial: establecer la justicia sin la cual no hay orden, ni desarrollo sostenible e integral, ni tampoco paz social. Sin duda, uno de los más grandes males sociales del mundo de hoy es la corrupción en todos los niveles, la cual debilita cualquier gobierno, debilita la democracia participativa y la actividad de la justicia. A ustedes, jueces, corresponde hacer justicia, y les pido una especial atención en hacer justicia en el campo de la trata y del tráfico de personas y, frente a esto y al crimen organizado, les pido que se defiendan de caer en la telaraña de las corrupciones.
Cuando decimos “hacer justicia”, como ustedes bien saben, no entendemos que se deba buscar el castigo por sí mismo, sino que, cuando caben penalidades, que éstas sean dadas para la reeducación de los responsables, de tal modo que se les pueda abrir una esperanza de reinserción en la sociedad, o sea, no hay pena válida sin esperanza. Una pena clausurada en sí misma, que no dé lugar a la esperanza, es una tortura, no es una pena. En esto yo me baso también para afirmar seriamente la postura de la Iglesia contra la pena de muerte. Claro, me decía un teólogo que en la concepción de la teología medieval y post-medieval, la pena de muerte tenía la esperanza: “se los entregamos a Dios”. Pero los tiempos han cambiado y esto ya no cabe. Dejemos que sea Dios quien elija el momento… La esperanza de la reinserción en la sociedad: “Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante”. Y, si esta delicada conjunción entre la justicia y la misericordia, que en el fondo es preparar para una reinserción, vale para los responsables de los crímenes de lesa humanidad como también para todo ser humano, a fortiori vale sobretodo para las víctimas que, como su nombre indica, son más pasivas que activas en el ejercicio de su libertad, habiendo caído en la trampa de los nuevos cazadores de esclavos. Víctimas tantas veces traicionadas hasta en lo más íntimo y sagrado de su persona, es decir en el amor que ellas aspiran a dar y tener, y que su familia les debe o que les prometen sus pretendientes o maridos, quienes en cambio acaban vendiéndolas en el mercado del trabajo forzado, de la prostitución o de la venta de órganos.
Los jueces están llamados hoy más que nunca a poner gran atención en las necesidades de las víctimas. Son las primeras que deben ser rehabilitadas y reintegradas en la sociedad y por ellas se debe perseguir sin cuartel a los traficantes y “carníferos”. No vale el viejo adagio: son cosas que existen desde que el mundo es mundo. Las víctimas pueden cambiar y, de hecho, sabemos que cambian de vida con la ayuda de los buenos jueces, de las personas que las asisten y de toda la sociedad. Sabemos que no pocas de esas personas son abogados o abogadas, políticos o políticas, escritores brillantes o bien tienen algún oficio exitoso para servir de modo válido al bien común. Sabemos cuán importante es que cada víctima se anime a hablar de su ser víctima como un pasado que superó valientemente siendo ahora un sobreviviente o, mejor dicho, una persona con calidad de vida, con dignidad recuperada y libertad asumida. Y en este asunto de la reinserción quisiera trasmitir una experiencia empírica, a mí me gusta, cuando voy a una ciudad, visitar las cárceles – ya he visitado varias - y es curioso, sin desmerecer a nadie, pero como impresión general he visto que las cárceles cuyo director es una mujer van mejor que aquellas cuyo director es un hombre. Esto no es feminismo, es curioso. La mujer tiene en esto de la reinserción un olfato especial, un tacto especial, que sin perder energías, recoloca a las personas, las reubica, algunos lo atribuyen a la raíz de la maternalidad. Pero es curioso, lo paso como experiencia personal, vale la pena repensarlo. Y aquí, en Italia, hay un alto porcentaje de cárceles dirigidas por mujeres, muchas mujeres jóvenes, respetadas y que tienen buen trato con los presos. Otra experiencia que tengo es que en las audiencias de los miércoles no es raro que venga un grupo de reclusos - de tal cárcel, de tal otra -, traídos por el director o la directora, y estén ahí. O sea, son todos gestos de reinserción.
Ustedes están llamados a dar esperanza en el hacer la justicia. Desde la viuda que pide justicia insistentemente, hasta las víctimas de hoy, todas ellas alimentan un anhelo de justicia como esperanza de que la injusticia que atraviesa este mundo no sea lo último, no tenga la última palabra.
Tal vez puede ayudar el aplicar, según las modalidades propias de cada país, de cada continente y de cada tradición jurídica, la praxis italiana de recuperar los bienes mal habidos de los traficantes y delincuentes para ofrecerlos a la sociedad y, en concreto, para la reinserción de las víctimas. La rehabilitación de las víctimas y su reinserción en la sociedad, siempre realmente posible, es el mayor bien que podemos hacer a ellas mismas, a la comunidad y a la paz social. Claro, es duro el trabajo, no termina con la sentencia, termina después procurando que haya un acompañamiento, un crecimiento, una reinserción, una rehabilitación de la víctima y del victimario.
Si hay algo que atraviesa las bienaventuranzas evangélicas y el protocolo del juicio divino con el que todos seremos juzgados, de Mateo c.25, es el tema de la justicia: felices los que tienen hambre y sed de justicia, felices los que sufren por la justicia, felices los que lloran, felices los pacíficos, felices los operadores de paz, benditos de mi Padre los que tratan al más necesitado y pequeño de mis hermanos como a mí mismo. Ellos o ellas – y aquí cabe referirse especialmente a los jueces – tendrán la más alta recompensa: poseerán la tierra, serán llamados y serán hijos de Dios, verán a Dios, y gozarán eternamente junto al Padre.
En este espíritu, me animo a pedirles a jueces, fiscales y académicos que continúen sus trabajos y realicen, dentro de las propias posibilidades y con la ayuda de la gracia, las felices iniciativas que les honran en servicio de las personas y del bien común. Muchas gracias”.
V. The Pontifical Academy of Social Sciences: Judges’ Summit on Human Trafficking and Organized Crime
Summit 3-4 June 2016 – As Isaiah prophesised long ago, “Peace is the fruit of justice” (cf. Is 32:17). The main task that human society has given its judges since the beginning of time is to establish justice in each particular case: to each his own (unicuique suum). Without it, there is no real peace in society.
Responding to this call of society, rejecting the ever-present pressure from governments, private institutions and, of course, organised crime, Pope Francis wishes to see judges fully empowered and made fully aware of their irreplaceable mission in dealing with the challenges of the ‘globalization of indifference’.
The globalised society seeking profit above all else — producing a ‘throwaway culture’, as Pope Francis denounced it in Evangelii Gaudium and Laudato si’ — has generated innumerable marginalised and excluded people. In a world geared towards profit alone, the informal revenues of international mafia and other organised crime syndicates are responsible for an estimated 10% of global GDP. Although countries do not officially recognise revenues coming from organised crime, some of them nevertheless do include this data in their GDP.
It is estimated that 40 million people are victims of the modern forms of slavery and trafficking in terms of forced labour, prostitution, organ trade and drug trafficking. The 60 million displaced persons and 130 million refugees created as a consequence of war, terrorism and climate change, are a breeding ground for traffickers. While, for the time being, uncorrupted institutions and international agents do not have the appropriate legal instruments to meet the challenges posed by global indifference to the extreme forms indicated, traffickers and the mafia take advantage of these gaps in international law and governance to juggle globally with national and international “structures of sin”, which are very apt at facilitating the making of money by enslaving the most vulnerable.
Justice has come a long way — but not far enough — in this globalised world. The violence that has become pervasive in contemporary society is proof of this. It is sadly common — but all too superficial — to reduce violence to pure physical aggression. New forms of slavery, wounded bodies and souls, organ procurement, forced labour, kidnapping, terrorism and wars based on dishonest motives and other spurious interests are all strong manifestations of revenge and prevarication. In other words, violence is born of the presumption of individuals or groups taking the law into their own hands and when human beings possess other human beings as their own property. Essentially, justice combats not only blunt violence, but also the many hidden forms of subtle violence that I have mentioned above. In short, justice combats revenge and prevarication, which are the most dramatic simulations of justice: that is to say, wanting to take the law into one’s own hands or the act of considering other people as simply a means to one’s own advantage. In this sense, the fundamental act that defines a society grounded on justice is the virtue by which society impedes the capability and the right of individuals and groups to take the law into their own hands — or better, the act by means of which society empowers judges to apply the law. The great prophet Isaiah had already recognised that the final goal of the act of passing judgment was social peace rather than safety or security. The final goal of social peace reveals something deeper in society — something that has to do with reciprocal understanding, recognition, reconciliation and even love and forgiveness.
The global society needs a new beginning rooted in justice. No instance of justice can tolerate the violence of slavery or of organised crime, and no power must be allowed to corrupt justice. Judges are called to be fully aware of this challenge, share their experiences and work together to open up new paths of justice and promote human dignity, freedom, responsibility, happiness and peace.
We would like to hear from judges how they deal with the issues of sex trafficking, slave labour, organ trade, drug trafficking and organised crime; how their own judicial systems could better incorporate our humanitarian values; and how capacity-building could enhance Judges’ appreciation of the needs of victims and not merely the penalization of traffickers. One question without an adequate answer that keeps coming up in our meetings is: how many human traffickers, pimps, and drug traffickers are caught and how many ill-gotten gains have been confiscated and directed towards former victims and society? Judges will have a few minutes each to present a specific case they have worked on and share their opinion of what will be (or ought to be) required in the future.
Presidents of law courts and lawyers who have addressed this issue are also asked to present a general overview of this distressing problem and suggest possible solutions at the national and international level. We intend to conclude with a collective call to justice in order to save the victims of slavery and organised crime, and thereby further the cause of social peace.
Just as in Greece, in Pythagoras’ time, great thinkers were called “lovers of wisdom” or philosophers, in the Christian era Jesus Christ demands that Christians be and be called “lovers of justice”: “Blessed are they who hunger and thirst for righteousness; Blessed are they who are persecuted for the sake of righteousness; Blessed are the peacemakers”. The reward is worthy of the challenge, “for they will be satisfied; they will be called children of God; they will see God” (cfr Mt 5: 6-9).
VI. Mensaje del Cardenal Secretario de Estado a los participantes en la Reunión Anual de la Comisión para la Prevención de Delitos y la Justicia Penal (CCPCJ), 15.05.2018
Sigue el mensaje que el Cardenal Secretario de Estado Pietro Parolin ha enviado a los participantes en la Reunión Anual de la Comisión para la Prevención de Delitos y Justicia Penal (CCPCJ), en curso en Viena del 14 al 18 de mayo de 2018:
Mensaje del cardenal Secretario de Estado
Ilustres Señoras y Señores,
La reunión anual de la Comisión para la prevención de los delitos y la justicia penal (CCPCJ) dedicada al tema del “cybercrime”es objeto de gran atención por parte del Papa Francisco
Los avances tecnológicos conllevan muchos resultados positivos, pero no podemos subestimar el lado oscuro del nuevo mundo digital en el que vivimos. Uno de sus aspectos más graves es la difusión de nuevas formas de actividad delictiva, o de formas antiguas implementadas con nuevas y poderosas herramientas. Contrarrestarlas de manera efectiva es vuestra tarea necesaria y urgente.
Todos debemos preocuparnos de que el desarrollo mundial promueva la dignidad de cada persona humana que viene al mundo, para que pueda crecer de una manera saludable y armoniosa en cuerpo y espíritu, en una sociedad que la acoge y la protege.
Las Naciones Unidas se han comprometido a orientar este esfuerzo común con la Agenda de Desarrollo Sostenible (ODS). Entre sus objetivos, merece una atención particular el n. 16, a favor de la paz, la justicia y de las instituciones que deben garantizarlas. Con razón, subraya la necesidad urgente de poner fin a todas las formas de violencia contra los niños.
El Papa Francisco está convencido de que un desarrollo digno y sostenible puede alcanzarse solamente si los niños, que son el futuro de la familia humana, se colocan en el centro de atención, favorecidos y protegidos en los años decisivos de su crecimiento. Por lo tanto, al final del "Congreso mundial sobre la dignidad del menor en el mundo digital" del pasado 6 de octubre, el Santo Padre brindó su apoyo convencido a la "Declaración de Roma", que apela a los esfuerzos de gobiernos, líderes religiosos y académicos , industrias tecnológicas, fuerzas del orden, organizaciones médicas, educadores y organizaciones de la sociedad civil, para que contribuyan a abordar juntos un problema que supera las posibilidades de los sujetos individuales.
La proliferación de imágenes de violencia y pornografía cada vez más extremas altera profundamente la psicología e incluso el funcionamiento neurológico de los niños; el ciberacoso, el sexting y la sextortion corrompen las relaciones interpersonales y sociales; las formas de seducción sexual a través de la red, la visión en vivo de violaciones y de violencias, así como la organización en línea de la prostitución y de la trata de personas, y la incitación a la violencia y el terrorismo son ejemplos claros de delitos horribles que no pueden ser tolerados de ninguna manera.
La Santa Sede y la Iglesia Católica son conscientes de su contribución a la formación de la conciencia moral y de la sensibilización pública. Por lo tanto, cada una a través de su propia actividad, quiere colaborar con las autoridades políticas y religiosas y con todos los actores de la sociedad civil, especialmente los creadores y los gestores de tecnología, para que los niños puedan crecer serenamente en un ambiente seguro. Por esta razón, en un mundo en constante cambio, el papel de las Naciones Unidas y, específicamente, de la UNODC es particularmente crucial. Por ello el Papa Francisco desea el mejor resultado para el trabajo de esta Comisión y envía su bendición a todos los participantes.
Cardenal Pietro Parolin
Secretario de Estado
VII. Audiencia a la delegación de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte , 17.12.2018
Publicamos a continuación el discurso que el Papa había preparado para esa ocasión y que ha sido entregado a los presentes.
Discurso del Santo Padre
Ilustres señores y señoras:
Los saludo a todos cordialmente y deseo expresarles mi agradecimiento personal por el trabajo que la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte realiza a favor de la abolición universal de esta cruel forma de castigo. Agradezco también el compromiso que cada uno de ustedes ha tenido con esta causa en sus respectivos países.
He dirigido una carta a quien fuera vuestro Presidente el 19 de marzo de 2015 y he expresado el compromiso de la Iglesia con la causa de la abolición en mi discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, el 24 de septiembre de 2015.
He compartido algunas ideas sobre este tema en mi carta a la Asociación Internacional de Derecho Penal y a la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, del 30 de mayo de 2014. He profundizado en ellas en mi alocución ante las cinco grandes asociaciones mundiales dedicadas al estudio del derecho penal, la criminología, la victimología y las cuestiones penitenciarias, del 23 de octubre de 2014. La certeza de que cada vida es sagrada y que la dignidad humana debe ser custodiada sin excepciones, me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles por la abolición universal de la pena de muerte.
Ello se ha visto reflejado recientemente en la nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, que expresa ahora el progreso de la doctrina de los últimos Pontífices así como también el cambio en la conciencia del pueblo cristiano, que rechaza una pena que lesiona gravemente la dignidad humana (cfr. Discurso con motivo del XXV aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de octubre de 2017). Una pena contraria al Evangelio porque implica suprimir una vida que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la cual solo Dios es verdadero juez y garante (cfr. Carta al Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, 20 de marzo de 2015).
En siglos pasados, cuando se carecía de los instrumentos de que hoy disponemos para la tutela de la sociedad y aún no se había alcanzado el grado actual de desarrollo de los derechos humanos, el recurso a la pena de muerte se presentaba en algunas ocasiones como una consecuencia lógica y justa. Incluso en el Estado Pontificio se ha recurrido a esta forma inhumana de castigo, ignorando la primacía de la misericordia sobre la justicia.
Es por ello que la nueva redacción del Catecismo implica asumir también nuestra responsabilidad sobre el pasado y reconocer que la aceptación de esa forma de castigo fue consecuencia de una mentalidad de la época, más legalista que cristiana, que sacralizó el valor de leyes carentes de humanidad y misericordia. La Iglesia no podía permanecer en una posición neutral frente a las exigencias actuales de reafirmación de la dignidad personal.
La reforma del texto del Catecismo en el punto dedicado a la pena de muerte no implica contradicción alguna con la enseñanza del pasado, pues la Iglesia siempre ha defendido la dignidad de la vida humana. Sin embargo, el desarrollo armónico de la doctrina impone la necesidad de reflejar en el Catecismo que, sin perjuicio de la gravedad del delito cometido, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es siempre inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona.
Del mismo modo, el Magisterio de la Iglesia entiende que las penas perpetuas, que quitan la posibilidad de una redención moral y existencial, a favor del condenado y en el de la comunidad, son una forma de pena de muerte encubierta (cfr. Discurso ante una delegación de la Asociación Internacional de Derecho Penal, 23 de octubre de 2014). Dios es un Padre que siempre espera el regreso del hijo que, sabiendo que se ha equivocado, pide perdón e inicia una nueva vida. A nadie, entonces, puede quitársele la vida ni la esperanza de su redención y reconciliación con la comunidad.
Así como ha ocurrido en el seno de la Iglesia, es necesario que en el concierto de las naciones se asuma un compromiso semejante. El derecho soberano de todos los países a definir su ordenamiento jurídico no puede ser ejercido en contradicción con las obligaciones que les corresponden en virtud del derecho internacional ni puede representar un obstáculo al reconocimiento universal de la dignidad humana.
Las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas sobre moratoria del uso de la pena de muerte, que tienen por fin suspender la aplicación de la pena capital en los países miembros, son un camino que es necesario transitar sin que ello implique cejar en la iniciativa de la abolición universal.
En esta ocasión, desearía invitar a todos los Estados que no han abolido la pena de muerte pero que no la aplican, a que continúen cumpliendo con este compromiso internacional y que la moratoria no se aplique solo a la ejecución de la pena sino también a la imposición de las sentencias a muerte. La moratoria no puede ser vivida por el condenado como una mera prolongación de la espera de su ejecución.
A los Estados que continúan aplicando la pena de muerte, les ruego que adopten una moratoria con miras a la abolición de esta forma cruel de castigo. Comprendo que para llegar a la abolición, que es el objetivo de esta causa, en ciertos contextos puede ser necesario atravesar por complejos procesos políticos. La suspensión de las ejecuciones y la reducción de los delitos conminados con la pena capital, así como la prohibición de esta forma de castigo para menores, embarazadas o personas con discapacidad mental o intelectual, son objetivos mínimos con los que los líderes de todo el mundo deben comprometerse.
Como he hecho en ocasiones anteriores, quiero volver a llamar la atención sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, que son un fenómeno lamentablemente recurrente en países con o sin pena de muerte legal. Se trata de homicidios deliberados cometidos por agentes estatales, que a menudo se los hace pasar como resultado de enfrentamientos con presuntos delincuentes o son presentados como consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza para proteger a los ciudadanos.
El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida, incluso cuando para ello sea necesario asestar al agresor un golpe mortal (cfr. CEC, n. 2264).
La legítima defensa no es un derecho sino un deber para el que es responsable de la vida de otro (cfr. ibid., n. 2265). La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima deben rechazar toda agresión, incluso con el uso de las armas, siempre que ello sea necesario para la conservación de la propia vida o la de las personas a su cuidado. Como consecuencia, todo uso de fuerza letal que no sea estrictamente necesario para este fin solo puede ser reputado como una ejecución ilegal, un crimen de estado.
Toda acción defensiva, para ser legítima, debe ser necesaria y mesurada. Como enseñaba Santo Tomás de Aquino, «tal acto, en lo que se refiere a la conservación de la propia vida, nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser conservar su existencia todo cuanto pueda. Sin embargo, un acto que proviene de buena intención puede convertirse en ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente, si uno, para defender su propia vida, usa de mayor violencia que la precisa, este acto será ilícito. Pero si rechaza la agresión moderadamente, será lícita la defensa, pues, con arreglo al derecho, es lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazada» (Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7)[i].
Por último, quiero compartirles una reflexión que se vincula al trabajo que ustedes realizan, a su lucha por una justicia realmente humana. Las reflexiones en el campo jurídico y de la filosofía del derecho se han ocupado tradicionalmente de quienes lesionan o interfieren en los derechos de los demás. Menor atención ha suscitado la omisión de ayudar a otros cuando podemos hacerlo. Es una reflexión que ya no puede esperar más.
Los principios tradicionales de la justicia, caracterizados por la idea del respeto a los derechos individuales y su protección de toda interferencia en ellos por parte de los demás, deben complementarse con una ética del cuidado. En el campo de la justicia penal, ello implica una mayor comprensión de las causas de las conductas, de su contexto social, de la situación de vulnerabilidad de los infractores a la ley y del padecimiento de las víctimas. Este modo de razonar, inspirado por la misericordia divina, nos debe llevar a contemplar cada caso concreto en su especificidad, y no a manejarnos con números abstractos de víctimas y victimarios. De este modo, es posible abordar los problemas éticos y morales que se derivan de la conflictividad y de la injusticia social, comprender el sufrimiento de las personas concretas involucradas y llegar a otro tipo de soluciones que no profundicen esos padecimientos.
Podríamos decirlo con esta imagen: necesitamos una justicia que además de padre también sea madre. Los gestos de cuidado mutuo, propios del amor que es también civil y político, se manifiestan en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor (cfr. Carta Enc. Laudato si’, n. 231). El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no solo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas» (Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, 2: AAS 101 [2009], 642).
El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 582). En este marco, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que alienten una cultura del cuidado en los distintos ámbitos de la vida en común. El trabajo que ustedes hacen es parte de ese esfuerzo al que estamos llamados.
Queridos amigos, les doy nuevamente las gracias por este encuentro, y les aseguro que seguiré trabajando junto a ustedes por la abolición de la pena de muerte. A esto se ha comprometido la Iglesia y deseo que la Santa Sede colabore con la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte en la construcción de los consensos necesarios para la erradicación de la pena capital y de toda forma de castigo cruel.
Es una causa a la que están llamados todos los hombres y mujeres de buena voluntad y un deber para quienes compartimos la vocación cristiana del Bautismo. Todos, en cualquier caso, necesitamos de la ayuda de Dios, que es fuente de toda razón y justicia.
Invoco, por lo tanto, para cada uno de vosotros, con la intercesión de la Virgen Madre, la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Los bendigo de corazón y, por favor, les pido que recen por mí.
VIII. DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE MAGISTRADOS
Sábado, 9 de febrero de 2019
IX. DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
EN LA CUMBRE DE JUECES PANAMERICANOS
SOBRE DERECHOS SOCIALES Y DOCTRINA FRANCISCANA
Martes, 4 de junio de 2019
X. Audiencia a los miembros del Centro de Estudios "Rosario Livatino", 29.11.2019
El Santo Padre Francisco ha recibido
esta mañana en audiencia en el Palacio Apostólico Vaticano a los miembros del
Consejo Superior de la Judicatura.
El siguiente es el discurso que el
Papa dirigió a los presentes durante la audiencia:
Discurso del Santo Padre
¡Distinguidas damas y caballeros!
Dirijo un cordial saludo a todos vosotros,
a vuestro Presidente, al Presidente de la República Italiana Sergio Mattarella,
al Vicepresidente David Ermini, al primer Presidente del Tribunal de Casación
Pietro Curzio, al Fiscal General del Tribunal de Casación Giovanni Salvi, a los
miembros profesionales y laicos del Consejo Superior del Poder Judicial.
Habéis sido llamados a una misión
noble y delicada: representáis al órgano que garantiza la autonomía e
independencia de los magistrados ordinarios y tenéis la tarea de administrar la
jurisdicción. La Constitución italiana os confía una vocación particular, que
es un don y una tarea porque "la justicia se administra en nombre del
pueblo" (art. 101).
El pueblo exige justicia y la justicia
necesita verdad, confianza, lealtad y pureza de propósito. En el Evangelio de
Lucas, en el capítulo 18, se dice que una viuda pobre iba todos los días al
juez de su ciudad y le rezaba diciendo: "Hazme justicia" (v. 3).
Escuchar también hoy el grito de los que no tienen voz y sufren la injusticia
os ayuda a transformar el poder recibido de la Orden en servicio en favor de la
dignidad de la persona humana y del bien común.
En la tradición, la justicia se define
como la voluntad de rendir a cada uno de acuerdo con lo que se le debe. Sin
embargo, a lo largo de la historia hay varias formas en que la administración
de justicia ha establecido "lo que se debe": según el mérito, según
las necesidades, según las capacidades, según su utilidad. Para la tradición
bíblica, el deber es reconocer la dignidad humana como sagrada e inviolable.
El arte clásico representaba la
justicia como una mujer con los ojos vendados sosteniendo una balanza con las
placas en equilibrio, queriendo así expresar alegóricamente la igualdad, la
proporción correcta, la imparcialidad requerida en el ejercicio de la justicia.
Según la Biblia, también es necesario, además, administrar con misericordia.
Pero ninguna reforma política de la justicia puede cambiar la vida de quienes
la administran, si uno no elige primero ante su conciencia "para quién",
"cómo" y "por qué" hacer justicia. Es una decisión de la
propia conciencia. Esto es lo que enseñó Santa Catalina de Siena, cuando
argumentó que para reformar primero hay que reformarse a sí mismo.
La cuestión de a quién administrar
justicia ilumina siempre una relación con ese "tú", ese
"rostro", a la que debemos una respuesta: la persona del delincuente
a rehabilitar, la víctima con su dolor que acompañar, quien se disputa por
derechos y obligaciones, el operador de justicia para ser responsable y, en
general, todo ciudadano para ser educado y sensibilizado. Por esta razón, la
cultura de la justicia restaurativa es el único y verdadero antídoto contra la
venganza y el olvido, porque mira la recomposición de los lazos rotos y permite
la recuperación de la tierra sucia por la sangre del hermano (cf. n. 252). Este
es el camino que, siguiendo la estela de la doctrina social de la Iglesia, he
querido señalar en la encíclica Fratelli tutti, como condición para
la fraternidad y la amistad social.
El acto violento e injusto de Caín, de
hecho, no golpea al enemigo ni al extraño: se lleva a cabo contra aquellos que
tienen la misma sangre. Caín no puede soportar el amor de Dios Padre por Abel,
el hermano con quien comparte su propia vida. ¿Cómo no pensar en nuestra época histórica
de globalización generalizada, en la que la humanidad se encuentra cada vez más
interconectada y, sin embargo, cada vez más fragmentada en una miríada de
soledad existencial? Esta relación que parece contradictoria entre
interconexión y fragmentación: ambas juntas. ¿Por qué? Es nuestra realidad:
interconectada y fragmentada. La propuesta de la visión bíblica es, en el
corazón de su mensaje, la imagen de una identidad fraterna de toda la
humanidad, entendida como una "familia humana": una familia en la que
reconocerse como hermanos y hermanas es un trabajo que debe trabajarse juntos e
incesantemente, sabiendo que es en la justicia donde se funda la paz.
Cuando las tensiones y divergencias
crecen, para nutrirse de las raíces espirituales y antropológicas de la
justicia, es necesario dar un paso atrás. Y luego, junto con los demás, hacer
dos hacia adelante.
Por lo tanto, la cuestión histórica de
"cómo" se administra la justicia siempre pasa por reformas. El
Evangelio de Juan, en el cap. 15, nos enseña a podar las ramas secas sin
amputar el árbol de la justicia, para contrarrestar las luchas de poder, el
clientelismo, las diversas formas de corrupción, la negligencia y las
posiciones injustas de renta. Conoces bien este problema, estas malas
situaciones, y muchas veces tienes que luchar duro para que no crezcan.
El "por qué"
administrar nos remite en cambio al significado de la virtud de la justicia,
que para ti se convierte en una prenda interior: no un vestido que hay que
cambiar o un papel que conquistar, sino el significado mismo de su identidad
personal y social.
Cuando Dios le pregunta al rey
Salomón: "¿Qué quieres que haga por ti?", el hijo de David responde:
"Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa hacer justicia a tu
pueblo y sepa distinguir el bien del mal" (1 Reyes 3:9).
¡Hermosa oración! Para la Biblia, "saber hacer justicia" es la meta
de aquellos que quieren gobernar con sabiduría, mientras que el discernimiento
es la condición para distinguir el bien del mal.
La tradición filosófica ha señalado la
justicia como la virtud cardinal por excelencia, a cuya realización contribuye
la prudencia, cuando los principios generales deben aplicarse a situaciones
concretas, junto con la fortaleza y la templanza, que perfeccionan su
realización. Del relato bíblico no surge una idea abstracta de justicia, sino una
experiencia concreta de un hombre "justo". El juicio de Jesús es
emblemático: el pueblo pide condenar al justo y liberar al malhechor. Pilato
pregunta: "¿Pero qué ha hecho mal este hombre?", pero luego se lava
las manos. Cuando se alía con las grandes potencias para que se autoconserven,
lo correcto paga para todos.
La credibilidad del testimonio, el
amor por la justicia, la autoridad, la independencia de otros poderes
establecidos y un pluralismo leal de posiciones son los antídotos para evitar
que prevalezcan las influencias políticas, las ineficiencias y las diversas
deshonestidades. Gobernar el Poder Judicial según la virtud significa volver a
ser una guarnición y alta síntesis del ejercicio al que has sido llamado.
El beato Rosario Angelo Livatino, el
primer Beato Magistrado en la historia de la Iglesia, que os ayude y os
consuele. En la dialéctica entre rigor y coherencia por un lado, y humanidad
por otro, Livatino había esbozado su idea de servicio en el Poder Judicial
pensando en mujeres y hombres capaces de caminar con la historia y en la
sociedad, dentro de la cual no sólo los jueces, sino todos los agentes del
pacto social están llamados a realizar su trabajo según la justicia.
"Cuando muramos", dijo Livatino, "nadie vendrá a preguntarnos
cuánto hemos sido creyentes, sino creíbles". Livatino fue asesinado a la
edad de treinta y ocho años, dejándonos la fuerza de su testimonio creíble,
pero también la claridad de una idea del Poder Judicial por la que luchar.
La justicia debe acompañar siempre la
búsqueda de la paz, que presupone la verdad y la libertad. Que el sentido de la
justicia, alimentado por la solidaridad con los que son víctimas de la
injusticia, y alimentado por el deseo de ver la realización de un reino de
justicia y paz, no se extinga en ustedes, distinguidas damas y señores.
Que el Señor los bendiga a todos
ustedes, a su trabajo y a sus familias. Gracias.
[00532-ES.02] [Texto original:
italiano]
Traducido de https://www.vatican.va/content/francesco/it/events/event.dir.html/content/vaticanevents/it/2022/4/8/consiglio-superiore-masgistratura.html Con
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