¿Tiene sentido y futuro la aventura humana? [1]
¿De dónde vinimos?
1. ¿De dónde
vinimos? ¿Cuáles son los orígenes humanos? Desde hace siglo y medio la Antropología
Paleontológica y la Prehistoria nos han hecho saber no pocas
cosas en esta materia. Se han ido descubriendo, un poco por todas partes, a lo
largo y ancho del mundo antiguo, numerosos vestigios fósiles. Estos confirman,
cada vez más y mejor, la perspectiva evolutiva de la emergencia humana y de la
historia de nuestra familia... ¿A dónde vamos? ¿Cuál es el sentido y el futuro
de la aventura humana? ¡El problema subsiste! Y va a retener todavía hoy
nuestra atención. Tanto los científicos como los filósofos continúan
interrogándose sobre este tema: Monod argumenta empleando los términos azar y necesidad[2],
mientras que Ilya Prigogine nos introduce en una nueva alianza[3].
Elredge y Gould vuelven a trabajar con la hipótesis transformista, en el
momento en que Michael Denton publica, dirigido a él, un libro provocador: L´évolution une théorie en crise [4].
¿No nos brinda Christian de Duve, a lo largo de su Essai sur la nature et l´origine de la vie [5],
y más recientemente, en Poussières de Vie
[6],
con la competencia y autoridad que caracterizan a este premio Nobel, una
profunda meditación sobre el sentido de la aventura que la vida representa, con
el hombre inscrito estructuralmente en este vertiginoso impulso, puesto en
marcha hace varios miles de millones de años? Y el bioquímico acaba
reconociendo, ingenuamente, que su reflexión, cuando pretende ser global, le
sitúa “en la categoría de los románticos”...
Nuestra época se enorgullece de
contar con una capacidad que ha emprendido un vuelo dotado de una eficacia y un
poder prodigiosos. Pero, según la expresión de Hubert Reeves, en su libro La hora de embriagarse [7],
la eficacia no engendra necesariamente el sentido. La espiral de la tecnología
que nos aspira, la ola de constante superación ("perfomance") que nos eleva y nos arrastra, el clima de
producción-transformación que nos asedia, el aire que respiramos, produce
ruidos múltiples, imágenes caóticas, experiencias contradictorias, sensaciones
epidérmicas. Pero, ¿tienen un sentido? ¿Tienen capacidad de descubrirlo? ¿Qué
valor, objetivo o sólo emocional, podemos conferirle legítimamente? Tal es la
cuestión, siempre antigua y siempre nueva, que no es posible eludir. Es el ineludible parto del sentido... Me han invitado Ustedes a que arriesgue, aquí
y ahora, modestamente, mi propia respuesta. “¿Tiene sentido y futuro la
aventura humana?”
El hombre es el resultado de un proceso evolutivo
2. Antes de
hacer frente a tamaña cuestión, que me parece ya de por sí muy compleja (pues
reclama una elaboración filosófica o una hermenéutica muy sofisticada),
quisiera decir, primero, como científico, sin florituras, en medio de tantos
colegas, que, para mí, el hombre es el
resultado de un proceso evolutivo de varios miles de millones de años.
Detecto las balizas de este proceso desde las primeras formas de vida
elemental, en el seno del “caldo primitivo” del que nos hablan los biólogos:
virus, bacterias, algas..., muy pobremente documentadas a causa de su frágil
estructura, de la antigüedad de los estratos que las contienen y del
metamorfismo que les afecta. A lo largo del tiempo, “la tierra ha ido quemando
sus archivos más antiguos”. Pero no puedo poner en duda ni un solo instante la
validez del esquema global transformista que propone hoy el devenir de la
materia, o, para retomar una fórmula de Teilhard, “el envolvimiento de la
primitiva materia cósmica” ("l´enroulement de l´étoffe cosmique").
Este proceso de unos cuatro mil millones de años está marcado por grandes
iniciativas de la vida en su conquista de autonomía: sexualidad, aparición del
sistema nervioso y su progresiva cerebralización, regulación hormonal,
respiración aérea, temperatura constante, reproducción placentaria, etc.
“Hombre, ¿quién eres?” Yo diría, en
primer lugar, alguien que ha crecido en el mantillo biológico y en la matriz
animal, el último llegado de los primates, también el más frágil, el más
dependiente, aquel en quien lo biológico se carga decididamente con lo
cultural, aquel en quien lo adquirido reemplaza ampliamente a lo innato: un
primate educable, consciente, reflexivo, capaz de lenguaje y dotado de capacidad
simbólica; un ser con los pies en el barro, encorsetado de determinismos, con
la cabeza en las nubes, con capacidad para hacer matemáticas, poesía y sueños
de amor...
“Hombre, ¿quién eres?” Como
científico, junto con la paleontología y la antropología reciente, digo: Un
animal humano, un primate-que-no-es-como-los-otros. En efecto, es, sin duda, el
único capaz de interrogarse, como nosotros mismos lo estamos haciendo aquí y
ahora, sobre el tipo de primate que es él mismo. Una “nueva modalidad de vida”,
decía Julián Huxley; más allá del reino mineral, vegetal, animal, un “reino
nuevo”, respondía como un eco Jean Piveteau; una “originalidad biológica
radical”, precisaba G. G. Simpson... Hasta el punto de que nuestros colegas
geólogos soviéticos le asignan una nueva capa estratigráfica del globo:
inspirándose en los vocablos clásicos de paleozoico o de neógeno, han forjado
ahora los neologismos de antropozoico, antropógeno o noógeno, para hablar del
tiempo del hombre, reconociendo así la novedad fundamental que constituye en la
historia de la tierra y de la vida.
Esta convicción, que tomo de siglo y
medio de ciencia biológica y paleontológica, heredada de Lamarck, Darwin,
Mendel, Watson, Dobzansky, Monod, Crick y diez mil más, he podido confirmarla,
personalmente, a lo largo de veinte años de excavaciones en las cuevas del
Transvaal, a la búsqueda de los Australopitecos, en las orillas del Océano
Índico o en los confines de Namibia, en las gargantas del Olduvai, en el África
oriental, en Irán o en los terrenos miopliocénicos de la Meseta Española, o
en Andalucía. Estas excavaciones se insertaban claramente en el marco de las
hipótesis de una evolución orgánica, que ilumina progresivamente el proceso de
hominización del que somos beneficiarios. Por insatisfactorios que nos sigan
pareciendo aún los mecanismos invocados para justificar los ritmos y el tempo de la evolución o la emergencia de
las grandes iniciativas de la vida que presiona, yo estaría tentado a
suscribir, al nivel de los hechos constatados, una fórmula como la de Teilhard: “la
materia está repleta de vida, la vida asciende hacia la conciencia y el
espíritu”.
He dicho: “tentado a suscribir”,
porque, ya de entrada, se impone la crítica de la expresión. ¿”Materia repleta de vida”? No experimento
dificultad alguna para reconciliarme con la hipótesis de un origen espontáneo
de la vida misma: ¿Estructura espontánea de ácidos aminados, de bases
nitrogenadas y de azúcares? ¿Concentraciones suficientemente elevadas de ácidos
nucleicos y de proteínas asociadas entre sí por polimerización, para
proporcionar macromoléculas susceptibles por sí mismas de su propia
replicación? ¿Emergencia ulterior de un sistema capaz de construir una célula
auténtica, un organismo propiamente hablando (con la intervención de la
membrana de permeabilidad selectiva, la instauración del código genético y del
mecanismo de traducción)...? Jacques
Monod ve aquí “la barrera del sonido” de la biología, una “frontera del
conocimiento”... Yo no soy bioquímico,
pero no me produciría asombro, ni me inquietaría, ciertamente, ver franqueada
esta frontera en los próximos años. La vida pertenece a la trama misma del
universo. Christian de Duve nos lo acaba de decir: “si (la vida) no fuera una
manifestación obligatoria de las propiedades
combinatorias de la materia, hubiera sido absolutamente imposible que naciera
naturalmente. Atribuyendo al azar un
acontecimiento de una complejidad y de una improbabilidad tan inimaginable, se
está invocando en realidad un milagro”.
Dicho esto, sigamos avanzando. ¿Qué
hay que decir de “una vida que asciende
hacia el espíritu”? Una cosa es constatar el hecho de una concentración neural delante del animal, desde los
vermidianos a los artrópodos y a los peces primitivos, reconocer de hecho un proceso de cerebralización,
o el crecimiento exponencial de la capacidad craneana en los primates desde la
base del Oligoceno, registrar la impresionante variación del crecimiento del
neocórtex en el transcurso de los últimos cinco millones de años y compararlo
con el córtex rudimentario del cerebro reptiliano anterior; y otra cosa distinta es interpretar este proceso como resultado de un proyecto.
Intencionada o no, es preciso reconocerle al menos una dirección, un “sentido”,
una orientación a esta aventura.
El hombre desarrolla un proyecto
3. ¿El sentido de la aventura humana, y su
futuro? Permítanme, todavía, un rodeo,
o, mejor, otro paso modesto (de observación aún), indispensable, a mi
modo de ver, antes de atreverme a la respuesta ulterior, más mediata, del orden
de la
interpretación... Antes
de hablar sobre el proyecto que constituiría al hombre, sobre la significación
de la dirección que lleva de hecho en el despliegue de la vida, quisiera
señalar, a nivel de observación que el
hombre desarrolla un proyecto: es
consciente, reflexivo, responsable, artesano. A su manera, es “faber”
desde siempre. Construye, modifica, crea.
Hace algún tiempo tuve la suerte de
visitar en París una notable exposición que llevaba como título Cinco millones de años de aventura humana.
Se abría ésta con la conmovedora pista dejada en la ceniza y el barro del
volcán Laetolil, que se encuentra en Tanzania, por esos dos seres erguidos, que
caminaban el uno junto al otro. Más allá, unos fragmentos de cuarzo retocado
detectados en los paisajes del gran Rift, en las orillas del lago Turkana o en
los yacimientos de los plegamientos tectónicos del Omo; estos suelos de
hábitat; la progresiva complejidad de las industrias de la piedra, de la madera
y de los metales, al servicio de la caza, de la pesca, de las mil y una
demandas de la vida cotidiana; hogares, sepulturas, objetos de adorno, el arte
en todas sus formas...
¿Cómo hemos de interpretar este
conjunto de manifestaciones de la actividad humana sino diciendo que es “faber”
desde siempre? Inventa, crea, da forma, construye. La naturaleza del hombre es
precisamente el artificio. La búsqueda de sentido y la pretensión de
modificarlo (l´inflechir) o de
dominarlo. Todavía no se sabe ni palabra sobre la circulación sanguínea o sobre
la contracción muscular, cuando ya escruta el cielo, imagina cosmogonías,
desarrolla sus mitologías, empieza a levantar sus sistemas filosóficos.
Se construye un universo mental de
significaciones y símbolos. En el fondo de sus cuevas, entre los fragmentos de
su talla y los útiles de sílex y de cuarzo, encontramos esculturas de asta de
reno, huesos de hurón, o marfil de mamut; más adelante, representaciones -más o
menos estilizadas- del cuerpo femenino: la Venus del cuerno, la de Willendorf. También
sepulturas, y muy emotivas: como la de la joven madre no-humana en Bögebakken
(Escandinavia) con su hijo, colocado sobre un ala de cisne. O en Shanidar
(Irak), en la frontera con Turquía e Irán, en donde hace 80.000 años, como
sabemos, en donde el cuerpo del difunto fue depositado sobre un lecho de
flores. Las flores se marchitaron, pero los granos de polen se fosilizaron. Hoy
se puede reconstruir el arreglo floral. El botánico puede identificar las
diferentes liliáceas, las anémonas; restituye la armonía de los colores.
Precisa hasta la estación en cuyo transcurso fue dispuesta la sepultura: el mes
de mayo, cuando en las mesetas irakianas florecen los ranúnculos cuyos pétalos
son de color naranja...
Constato, pues, que el hombre
desarrolla desde siempre un proyecto: va decodificando progresivamente los
secretos de la materia y de la vida, y también las leyes del universo; pone su
mano sobre los resortes del mundo; este “manual” -este ser “bimano”, decían los
antiguos taxónomos para hablar del primate humano- se hace cargo hoy de la
evolución del planeta y de su propia especie. Con la ayuda de la ciencia y de
la tecnología, multiplica ahora por diez sus capacidades. Corrige el cauce de
los ríos, hace que los desiertos vuelvan a florecer, siembra en ellos sus
arroces milagrosos. Escapa ya a la gravedad, suscita o “resucita” la vida,
suspende la muerte.
Adquiere el triple dominio de su fecundidad, de su herencia y
de su comportamiento. Concibe proyectos de sociedad a escala planetaria, que “explota”
(para lo bueno o para lo malo) en función de planes, diversos y en ocasiones
conflictivos, cuya racionalidad concibe él mismo y prepara sus estrategias. Se
trata de un simple dato suministrado por la observación. Este
animal humano, germinado en las interacciones biológicas, lleva dentro inmensos
proyectos, tejiendo en torno al planeta lo que se ha dado en llamar una “noosfera”,
una esfera de pensamiento...
Nuestra generación desarrolla este proyecto de dominio
4. Nuestra generación desarrolla este proyecto
de dominio, desde hace algunos años, a velocidad exponencial, y con una
capacidad radicalmente nueva. La familia humana, unida por lazos a escala
planetaria, pone en marcha este proyecto a escala internacional: tanto en el
plano político como en el de la economía mundial, en el ámbito de la
investigación científica o en el de los intercambios culturales, en lo
infinitamente pequeño o en lo infinitamente complejo, e, incluso, en lo que
respecta al espacio, el proyecto de la tecno-ciencia sitúa ahora al hombre en
condiciones de intervenir y de dominar la totalidad del mundo material y
biológico que le rodea. Eso le hace sentir un legítimo orgullo, cosa muy
normal. Pero no deja de experimentar asimismo un cierto vértigo, incluso un
cierto desconcierto. Y es que, paradójicamente, la ciencia y la tecnología, que
son unos admirables instrumentos de conocimiento y de dominio, no están
programados, sin embargo, para garantizar la felicidad o promover de manera
eficaz el bien integral del hombre, ni, por consiguiente, su felicidad.
Apocalipsis nuclear, exacerbado celo médico, paro estructural, lluvias ácidas y
destrucción del medio ambiente, estrés, cánceres y otras enfermedades ligadas a
la civilización industrial...: Podríamos prolongar la lista de los efectos secundarios,
perversos y no deseados de las recientes adquisiciones del espíritu humano y de
su inexperta aplicación.
En un informe sobre las
implicaciones "societales" [8]
de la biotecnología, destinado al Presidente de la República Francesa,
escribía recientemente el bioquímico François Gros: “No es la biología la que
nos va a enseñar gran cosa sobre lo que es verdaderamente el hombre, o a
proporcionarnos una idea coherente del mismo. Al contrario, será a partir de
una determinada idea del hombre como
descubriremos el modo de emplear la biología (o cualquier otra tecnología) al
servicio de éste...” Una determinada “idea
del hombre”, -que no es, por consiguiente, transmitida adecuadamente ni por la
ciencia ni por la tecnología, porque no es inherente a las mismas, sino que nos
viene de otra parte: ¿Qué tenemos que decir de esto? Una “idea del hombre” que
procede de una visión, de una filosofía, de una metafísica, de una
Weltanschauung, de una cosmovisión, de una experiencia, de una tradición, de
una “fe”. “Hombre, ¿quién eres?”: La cuestión se plantea desde siempre, y desde
siempre la respuesta nos viene por “revelación”, es decir, propuesta desde
algún sitio que no es la ciencia formal, a mi modo de entender.
Otro proyecto, más vasto, se inscribe también aquí
5. He
sugerido más arriba que la flecha del tiempo y el proceso evolutivo han impreso
de hecho una cierta orientación a la primitiva materia cósmica: “¿Agitación o
génesis?”, preguntaba Teilhard. “Azar o necesidad”, insistía Monod. Sin atreverse
a reconocer una intención, la observación objetiva debe constatar al menos, por
su parte, una dirección de hecho de este devenir. Acabo de recordar además que
un espíritu -el espíritu humano y la conciencia- está actuando en este planeta
y suscita en él, desde hace tres o cuatro millones de años sin duda, aunque hoy
de una manera exponencialmente acelerada, en virtud de nuestras ciencias y
tecnologías, ese inmenso proyecto dotado de múltiples facetas, que nos moviliza
de tantas maneras. Cuando caigo en la cuenta de la génesis y del dinamismo
evolutivo que obra en el universo desde el big bang, desde el “caldo primitivo”
y el remolino que lo agita; en las corrientes que en él se dibujan, y cuya
complejidad de orientación bioquímica, neural, sistémica y hormonal percibo,
más allá de la emergencia de la vida, no
puedo escapar a la “impresión” (subrayo la palabra “impresión”) de que otro
proyecto, más vasto, se inscribe también aquí, analógicamente, en filigrana, en la inmensa epopeya de la materia
y de la vida.
Y no me da vergüenza dejarme seducir
por esta “impresión”. En primer lugar, porque desde siempre, de un modo u otro,
se ha impuesto a la mayoría de los que me han precedido en esta Tierra, y han
aceptado encontrarse en ella, más allá de la evidencia de una “dirección”, con
la cuestión del “sentido”. Ni siquiera los científicos más rigurosos pueden
prescindir totalmente de un vocabulario en el que figuran las palabras “orientación”,
“lastre”, “teleología”, “teleonomía”, para dar cuenta de su observación del
devenir del Universo. Sin duda, sienten un cierto pudor en emplear la palabra “finalidad”:
como se dice, con educación, de una querida, que es decente y juicioso callar
su nombre, aunque no se podría prescindir totalmente de ella.
Yo comparto este pudor: lo considero
incluso indispensable, pues la deontología prohibe al científico, en cuanto
científico, recurrir al vocabulario de la causa final. La rigurosa metodología
que le caracteriza le obliga a hacer abstracción de semejante perspectiva. Es
la condición misma de la epistemología científica y la garantía de su fuerza.
Mas esta “reducción” metodológica sigue
siendo un artificio de la investigación: en cuanto el propósito de abstracción se transforma en pretensión de negación, es decir, en cuanto el artificio reductor
no alcanza ya sólo al método de investigación, sino al contenido mismo del
objeto a investigar, se empobrece y falsea su sentido y su naturaleza. El
prisma que descompone la luz y desvía algunas de sus longitudes de onda se
revela como un precioso instrumento de análisis y de investigación. Sin
embargo, la luz que transmite queda amputada de la riqueza y del tornasol de
las armonías que restituyen la objetiva verdad de las cosas.
No me avergüenzo de sospechar un “proyecto”
en el Universo, porque si bien esta “impresión” no es demostrable
científicamente (acabo de reconocer el carácter metodológicamente inaceptable
de semejante demanda), tampoco es científicamente insostenible (y por la misma
razón). El espíritu humano, más aún que de ciencia, tiene necesidad de
coherencia interna. La racionalidad científica es infinitamente preciosa; pero
no agota la fuente de toda verdad. Nos hace falta recibir de otra parte
diferente a la ciencia y a la tecnología una interpretación global que
justifique, o haga explícito al menos, el “proyecto” que creemos descubrir en
el mundo, y el que nosotros desarrollamos. Partir de una “determinada idea del
hombre” se vuelve incluso cada vez más indispensable para no comprometer lo
humano, sino, al contrario, para garantizarle una promoción más auténtica. Pues
el hombre de este final del siglo XX se ha convertido hoy en objeto de
capacidad (perfomance) y de
manipulación, y se trata de orientarlas bien. En efecto, los poderes que estamos
conquistando nos hacen ahora, como nunca antes, capaces de lo mejor y de lo
peor.
La cuestión ética
6.
Paradójicamente, es, en efecto, el exceso mismo de su capacidad y los abismos
que abre ante nosotros, los que obligan hoy a la ciencia y a la tecnología a
plantear la cuestión ética. A menos
que optemos por un anticientifismo escéptico, fatuo e indigno, y cedamos a la
tentación de las moratorias pusilánimes, vemos a la comunidad científica de
finales de este siglo plantearse a sí misma la pregunta moral en relación con
las decisiones que hay que tomar responsablemente, sobre la base de unos valores ligados a una
concepción particular del hombre y del planeta, a propósito de los cuales no se
puede correr el riesgo de perderlo todo. Es, sin duda, la cuestión de la
salvación la que, aunque sea en términos laicos, queda planteada, en fin de
cuentas, por la ciencia.
Esta última, y más aún la tecnología, cargadas de
posibilidades diversas y contrarias, en condiciones de servir o de perjudicar
al hombre y a su proyecto, según sea empleada a favor o en contra de lo humano,
están pidiendo hoy el complemento -iba a decir, el contrapeso- de una “sabiduría”.
Yo creo, sinceramente, que la aventura humana está abierta a un prodigioso
futuro, con tal de que nuestra especie acepte reconocer el sentido de que es
portadora e inscribir su proyecto de tecno-ciencia en un aura de sabiduría.
Ciencia y tecnología proporcionan un innegable dominio. Pero hace falta aún que
nosotros nos encarguemos de dominar ese dominio.
Recordaba yo hace un instante el
límite constitutivo de la tecno-ciencia: esta no posee en sí misma ninguna
indicación en cuanto a su empleo o a su carácter instrumental al servicio de la
felicidad del hombre y al éxito del mundo. La ciencia tiene como vocación
desarrollar un saber objetivo, preciso y riguroso. Apoyada en la técnica, que
multiplica por diez su eficacia, confiere un poder progresivamente incrementado
y ya ahora considerable, hasta el punto de permitirnos el manejo de los
resortes de la materia y de la vida, tomar en nuestras manos las riendas del
destino del mundo.
La aplicación científica satisfará
así las necesidades superficiales, e incluso, sospechosas y los imperativos
económicos más o menos sórdidos; despertará codicias, será puesta al servicio
de la sociedad de consumo, de los apetitos de poder; o responderá, por el
contrario, a exigencias legítimas, y favorecerá las necesidades esenciales y
primarias...pero siempre siguiendo las opciones, las decisiones (elecciones) y los programas que se hayan
establecido para ella. Pero estas elecciones no forman parte del ámbito
científico. Dependen de decisiones ampliamente arbitrarias, tomadas en función de unas escalas de valores que
están ligadas, a su vez, a una concepción general de la vida y de lo humano, es
decir, ampliamente extracientíficas en última instancia. Se elige ir a la Luna en vez de curar el
cáncer; se elige el armamento
excesivo y la disuasión nuclear; se orientan
las biotecnologías hacia la fabricación de productos que son seleccionados habitualmente por razones
no científicas: valores culturales, decisiones políticas, estrategias de salud,
intereses económicos...
En este ámbito tan nuevo y tan
sensible de las ciencias biomédicas aplicadas al hombre, se decide implicar o no las células
germinales humanas en las intervenciones de ingeniería genética; se acepta o se rehusa en las técnicas de
procreación el recurso a una tercera persona para asumir la gestación; se elige interrumpir un programa de
cuidados intensivos; se toma partido
de pasar a realizar una acción de eutanasia activa o de no pasar a ella... Es
aún una decisión política la que
ordena las implantaciones nucleares y la que determina las medidas de
prevención o de cuarentena en materia de inmunodeficiencia adquirida, ante la
epidemia del Sida. No sería difícil alargar la lista de nuestras elecciones
esenciales: sin embargo, nada tienen de verdaderamente científico. Dependen de
una determinada “idea del hombre”, y del proyecto que este constituye a
nuestros ojos.
Teilhard de Chardin, profeta o visionario
Pierre Teilhard de Chardin SJ (1881-1955)
7. He tenido
la suerte de conocer a Pierre Teilhard de Chardin. Jesuita, paleontólogo,
historiador de la vida. Y
confieso haber quedado profundamente marcado por su reflexión. Quisiera
recordar aquí, sobriamente, el carácter
profético, o visionario, si Ustedes prefieren, del eminente pensador a
quien tanto debemos. En el transcurso de su dilatada carrera de investigador,
en estrecha y a menudo meritoria colaboración con las instancias responsables
de su Orden, Teilhard no cesa de señalar, con ocasión y sin ella, las
cuestiones urgentes que ve apuntar en el horizonte del pensamiento moderno. Su
mirada es penetrante: ya se trate del problema de los orígenes humanos o de los
orígenes de la vida, de la teoría de la evolución y del umbral mental que
constituye para las generaciones futuras; del monogenismo o del determinismo
biológico; de la posibilidad de que existan
otros planetas habitados; de la amenaza que representan para la democracia
los fascismos nacientes, que todavía no tienen nombre; o ya se trate de las
reivindicaciones de del feminismo, Teilhard escruta el horizonte de la
humanidad en marcha, y a su modo de científico, sacerdote investigador, con
discreta obstinación, contribuye al rejuvenecimiento y a los reajustes
necesarios. Reconoce las “cortezas marchitas”, las “cáscaras que pronto deben
caer”, las “anteojeras”, los “diafragmas” y las “inercias”... Algunas de sus
fórmulas resultan duras en ocasiones y pueden parecer sospechosas: abren un
surco, y treinta años más tarde nos parecen perspicaces y justas...
Ya desde 1942, percibe las
mutaciones futuras en el modo sociocultural de abordar el estudio de la pareja
y de la sexualidad, y también en el campo de las tecnologías biomédicas: “La
teoría del matrimonio centrado otrora en el deber de la propagación de la
especie, tiende a hacer un sitio cada vez mayor a una mutua complexión
espiritual de ambos esposos”. Diez años más tarde, en 1953, sugiere a los
responsables de su Iglesia la creación de una “comisión científica” encargada
de estudiar “los puntos sobre los que se puede estar seguro que la humanidad
deberá pronunciarse mañana, como: 1) un cierto eugenismo (inclinación hacia lo
óptimo frente a lo máximo en materia de reproducción), unido a una separación
gradual de la sexualidad y la reproducción; 2) un derecho absoluto (derecho a
regular la distribución del propio tiempo y las condiciones del mismo, claro
está) a probarlo todo -incluso en lo relativo a la biología humana-; 3) admisión de la existencia, por ser
estadísticamente lo más probable, de núcleos de pensamiento en cada galaxia...
Todo eso viene en línea recta hacia nosotros”. El texto fue escrito exactamente
un cuarto de siglo antes de que se llevara a cabo en Londres la primera
fecundación in vitro, y de que se perfilaran la necesidad y las amenazas, al
mismo tiempo, de un cierto eugenismo científico. “Sentir y presentir”, según la
fórmula que con tanta frecuencia aparece en sus escritos.
Connaturalidad y originalidad
8. ¿Sentido y
futuro de la aventura humana? La cuestión se vuelve hoy, pues, -bajo la presión
de los nuevos poderes de que disponemos, de las nuevas responsabilidades que
nos confieren y de las opciones, consecuentemente también más graves, a las que
tenemos que hacer frente- cada vez más urgente. Para discernir mejor, a la luz
actual, el “lugar del hombre en la naturaleza” (según la fórmula de Teilhard), sugiero formalizar sobriamente
algunas de las adquisiciones de la antropología científica reciente. Me parece
que lo esencial de estas adquisiciones puede expresarse con dos palabras:
connaturalidad y originalidad. Me explicaré: connaturalidad, es decir, el
arraigo de la especie humana en el mantillo biológico, su proximidad al mundo
animal del que salió, a través de una matriz rigurosamente biológica, en el
transcurso de unos tres mil millones de años de evolución orgánica. Y, sin
embargo, originalidad, en virtud de su lugar excepcional en el universo de la
vida.
Connaturalidad y originalidad. ¿Cómo
justificar de manera sucinta estas dos características del “fenómeno humano”?
Ocupémonos primero de su connaturalidad,
o su proximidad al mundo biológico, que hoy en día ya está fuera de cuestión.
La anatomía comparada, la embriología, la bioquímica han multiplicado con abundancia
las evidencias del estrecho parentesco que existe entre el animal y el hombre,
hasta dejar bien sentada la certeza de la descendencia o, si se prefiere, de un
“ascenso” orgánico del uno al otro. La paleontología nos ha ido suministrando,
desde hace unos ciento cincuenta años, las balizas esenciales del proceso.
Desde el punto de vista exclusivo de los datos de la biología, el “mutante
humano” se aparta poco a poco de los primates más evolucionados. Entre unos y
otros no existe ninguna diferencia cualitativa en el ámbito de la morfología,
de la fisiología o a nivel molecular. A lo más, cabe señalar la mayor
complejidad de algunos aparatos y de ciertos sistemas, que sugieren la sucesión
de escalones evolutivos, detectados también en el terreno de los hechos por la paleontología. Los
pueden encontrar Ustedes, exhumados, en los Afar, Olduvai o en las cuevas del Transvaal, en
Tautavel (Pirineos Orientales), en Zhoukoudian (China), Neandertal, Spy, Cro
Magnon, y otros lugares. Resulta superfluo glosar ampliamente esta hipótesis
evolutiva, temerariamente formulada por Darwin, pero que se ha convertido
progresivamente en una evidencia, cada vez mejor documentada con el paso
del tiempo.
Con todo, esta convicción
fundamental en relación con un transformismo generalizado, extendido al hombre
mismo, coincide hoy con un reconocimiento, también universal, de la situación
excepcional del primate humano: se trata de su originalidad, la segunda característica que recordaba yo hace un
instante, eso que los antropólogos alemanes llaman die Sonderstellung des Menschen,
el lugar particular del hombre. Con esto se quiere decir que el destello
de conciencia, la capacidad racional surgida hace tres o cuatro millones de
años, en el seno de lo puramente biológico, constituye una novedad esencial,
fundamentalmente heterogénea en relación con todo lo que le ha precedido en el
gran acarreo de la vida. Ya
puede estar el ser humano hecho con los mismos átomos que el resto del
universo; ya puede descubrirse como germinado del mantillo animal, tejido en un
95% de los mismos ácidos aminados que su primo el chimpancé, presentar una
continuidad fisiológica, hemotípica e inclusive inmunológica sorprendente con
el resto de los primates, a pesar de todo ello: es irreductible al resto del
mundo biológico. Una sorprendente originalidad constituye esta “nueva especie
de vida”: es la única que piensa, que simboliza, que hace matemáticas y
construye sueños de amor; la única que proyecta, que prevé, que toma distancia;
la única que dice Yo y Tú, que se siente a veces viva en el corazón de otro,
que experimenta la convicción de que otro u otra es, en el sentido fuerte de la
expresión, parte de su intimidad más profunda, un trozo de su vida.
“De la biología a la cultura”, el libro
de Jacques Ruffie (Munich 1982), marca de una manera muy afortunada la
manifestación de esta especificidad humana: la cultura constituye precisamente,
más allá de lo innato, lo adquirido, la iniciativa, siempre variable y
contingente; más allá de la hominización, ahora ya conquistada, la cultura es
la progresiva hominización, es decir, el gradual desarrollo integral de las
virtualidades inscritas en el punto de partida, y su paciente encaminamiento
hacia la madurez del hombre adulto y logrado -todo esto en el plano individual-;
y, en el plano de la especie, llegar, a través del espacio y del tiempo, hasta
la plena dimensión de conciencia y libertad de una humanidad solidaria.
Un primate en el que lo innato se
encuentra desplazado progresivamente por lo adquirido. Permítanme verificar
esta especificidad en cuatro ámbitos particulares, mutuamente implicados e
imbricados: la posición erecta, el cerebro, la mano y el lenguaje, cuyas
interacciones y retroalimentación (feedbacks)
determinan, en mutua colaboración, realizaciones de una originalidad que nos
embarga. Respecto a estos cuatro ámbitos, cabe hablar, en cada ocasión, del
paso de un umbral y de la expresión de un “corte antropológico” franco.
El enderezamiento del primate
9. No resulta
difícil adivinar el mecanismo de estas interacciones y retroalimentación: el enderezamiento del primate libera las
extremidades anteriores y lo convierte en un ser manual, es decir, artesano. En
consecuencia, el esqueleto de la cara se encuentra liberado de toda función
instrumental y se vuelve disponible para la mímica y la expresión. Paralelamente,
la posición erecta desbloquea el cerrojo de la expansión craneana, y
especialmente de la región frontal y cortical, al tiempo que permite la caída
de la laringe y la aparición de las condiciones propicias para el surgimiento
de un aparato fonatorio, requerido para el lenguaje hablado.
Así, como le gustaba repetir a
Leroi-Gourhan, “el orgulloso sapiens empezó por los pies”. Estaría en este
momento fuera de lugar contar las condiciones anatómico-funcionales y las
circunstancias de la adquisición de esta posición erecta. Privilegio antiguo,
conquistado a gran precio, todavía no asumido del todo, además, por nuestra
historia evolutiva, como atestiguan las pequeñas miserias desarrolladas por la
especie humana a causa de la extraña posición y del particular modo de
locomoción que la caracteriza en el seno del mundo de los seres vivos: Estoy
pensando en las hernias discales, los pies planos, la artrosis y la osteofitis,
diferentes prolapsos, dolores de menisco, luxación congénita de la cadera, genu
valgum, torceduras, esguinces, várices, hemorroides... Quizá sea más importante
subrayar aquí la significación antropológica del nuevo modo de locomoción y de
sostenimiento conquistado por la especie humana: un equilibrio frágil, a decir
verdad, el de este hombre de pié; un equilibrio siempre amenazado y que no
puede estar garantizado más que cuando está en movimiento o gracias a la
tensión interna de todo el cuerpo enderezado, es decir, lo contrario del reposo
y la estabilidad. Y
es que el progreso de la vida, en constante presión, nunca se ha hecho a base
de seguridad, sino de riesgo: El progreso no consiste en un gesto más seguro,
sino en la gradual superación de las condiciones del miedo y en un incremento
de las capacidades de dominio y de contacto.
¿Nos damos cuenta de lo que la
verticalidad proporciona al hombre y a la mujer en rostro y expresión, y el
grado en que personaliza y espiritualiza toda forma de contacto? La caricia de
la mirada y la caricia de la mano, así como la luz de la sonrisa, se hacen
posibles gracias a la
verticalidad. La misma intimidad sexual se carga con una
cualidad radicalmente nueva desde que, acercándose, el hombre y la mujer se
presentan sus dos rostros y pueden decirse palabras de amor; y desde que la
coadaptación y el mutuo deseo de las zonas erógenas intervienen entre dos seres
que se dan la cara, entre dos seres capaces de intercambiar con un mismo
movimiento el calor de su abrazo físico, la sonrisa de su alma, la llama de sus
ojos, la ternura de su expresión verbal y el culmen de su conciencia. El
mestizaje de los genes y el contacto entre los individuos, en la evolución de
la vida y de la sexualidad, se lleva a cabo, efectivamente, de diferentes
modos, en el mundo animal: desde la irrigación de los huevos y el desove de los
peces, hasta las diversas modalidades de celo y de coito. El corte
antropológico en este ámbito es que la generación, en la especie humana, se
eleva a otro nivel: miradas, palabras, besos y caricias hacen ahora que la
reproducción tenga lugar a través de comunión de dos personas...
He aquí, pues, el famoso corte
antropológico como anunciado ya en esta aparentemente trivial inversión de
coordenadas del hombre de pié. No cabe duda de que debe precisarse mejor aún, mediante la prodigiosa expansión del
cerebro, el modelado de la cara, la aparición del lenguaje y la capacidad
artesanal; pero en ella está
cargada, también, todo el desarrollo tecnológico futuro: desde el primer
guijarro recogido en el río y toscamente labrado, hasta el más sofisticado de
nuestros ordenadores o la inteligencia artificial que se perfila en el
horizonte del siglo que viene. La función útil se desposa, pues, desde el
inicio, con el proyecto del hombre.
Lo biológico se carga con lo
cultural; lo innato va siendo reemplazado progresivamente por lo adquirido,
mientras que el instinto retrocede... Corte antropológico y originalidad humana
detectable aún en la lentitud del
crecimiento fetal de la cría del hombre: en cuarenta semanas (esto es, un
poco más que en las especies antropoides) desemboca la gestación humana en el
parto de un niño proporcionalmente mucho menos desarrollado. El bebé humano no
tiene ninguna posibilidad de actuar por sí mismo, ni siquiera de asirse al
vientre de su madre: sólo cuenta con el reflejo de succión. El carácter adulto
no le queda fijado más que hacia los dieciocho o veinte años. El volumen de su
cerebro, en el momento de nacer, no representa más que el 25% del volumen
definitivo, mientras que el chimpancé viene al mundo con el 60% de su capacidad
adulta. Debe ser, sin duda, que es imposible prolongar más, sin que se origine
una catástrofe, en la especie humana, una gestación proseguida al mismo ritmo:
en efecto, la expansión cerebral no permitiría ya la expulsión del feto. Es,
pues, fisiológicamente, indispensable que el niño nazca en un estado de “prematuro”
congénito. Hasta es preciso frenar el crecimiento intrauterino durante las diez
últimas semanas, para respetar los imperativos de las dimensiones del canal
obstétrico materno.
El retoño del hombre es, sin duda,
un prematuro congénito y su dependencia es mayor y se prolonga por más tiempo.
Pero nos equivocaríamos viendo en esta fragilidad algún tipo de minusvalía. Al
contrario, constituye una suerte para la especie humana, porque de este modo se
encuentra situada, orgánicamente, en las condiciones óptimas para poder
beneficiarse, en virtud de la dependencia estructural que le es propia, de los
aportes del entorno cultural y de la educación
prolongada, constructora de todo lo adquirido, que le va a caracterizar.
Y también aquí la nueva arquitectura
y los nuevos planos que definen la especificidad humana son altamente
significativos: la verticalidad, al hacer subir las mamas de la hembra, para
convertirlas en senos situados en el pecho de la mujer, conduce al niño a mamar
bajo los ojos de su madre: acerca sus mejillas, enciende su personalidad. La
prolongada “educación” comienza con el amamantamiento. Hominización y
verticalidad: un cambio de eje que ha originado una revolución copernicana en
el mundo biológico en evolución, para hacer surgir en su seno y permitir
desarrollarse al ser humano en el corazón de la animalidad.
Conclusión
10. Ya va
siendo hora de concluir. La aventura
humana es antigua: preparada a lo largo de tres mil millones de años de ascenso
de la vida, apareció formalmente en alguna parte de África oriental, con
ocasión de conmociones tectónicas y climáticas, a finales de la Era Terciaria, y se
despliega, en consecuencia, pensamos hoy nosotros, durante unos cuatro millones
de años. Hemos sugerido su sentido
(entendiendo por esta palabra “dirección capital”): progresiva liberación del
medio, de lo innato e instintivo, desarrollo del cerebro, conciencia, actividad
creadora. Resumiendo, una biología que se desposa gradualmente con las
dimensiones culturales. Esta orientación de la primitiva materia cósmica, y el
rostro personal que ha sido capaz de tomar y que no cesa de cincelar,
¿carecerían de significación, serían incoherentes, aberrantes, propiamente
monstruosos, ilegibles, indescifrables, absurdos
(“non-sens”)? Les dejo la respuesta.
Cabe, sin duda, preguntarse sobre
las circunstancias de esta aventura y sobre los factores que la han permitido.
Azar, necesidad, estructuración espontánea, teleonomía, intención creadora...
han sido invocados, sucesivamente, para dar cuenta de la novedad absoluta,
suscitada permanentemente por la emergencia evolutiva. Duquenne de la Vinelle,
en un artículo muy reciente y notable, mostraba cómo, incluso a nivel de
hipótesis de tipo cibernético, la ciencia conduce, sin franquearlo, no
obstante, al umbral de la metafísica. El Universo y el hombre que en él
habita y lo modela, repleto de sentido y capaz de elaborar un proyecto, ¿no
serían objeto ellos mismos de una intencionalidad? Esta hipótesis no puede ser
refutada empíricamente, aunque escapa a la ciencia. Y supera
también la cuestión que nos hemos planteado.
Pero sea cual fuere la respuesta de
nuestras respectivas filosofías o intuiciones a esta cuestión del por qué del
Universo y del hombre, su existencia objetiva se impone al menos, y también el
sentido que debemos reconocerles.
¿Y el futuro de la aventura humana?, se preguntará, quizás, alguno...
Creo, francamente, que está en nuestras manos. Dado, efectivamente, que el
proceso evolutivo de la primitiva materia cósmica ha suscitado, con la especie
humana, la aparición de la conciencia y del espíritu, la evolución ha sido
ampliamente substraída de las solas fuerzas físico-químicas que la dirigían: el
hombre, al decodificar las leyes de la naturaleza y al hacerse cargo de las
palancas de mando, extendiendo cada día más el ámbito de su conocimiento y
poder tecnológico, desarrollando su competitivo (performant) proyecto de intervención en el mundo que le rodea y en
su propia especie, consciente o inconscientemente, se convierte en el que
decide, haciéndose cada vez más responsable del futuro de su planeta y de las
condiciones de su propia supervivencia. Estamos empezando a tomar conciencia de
ello: ya se trate del equilibrio de nuestros ecosistemas, de las lluvias
ácidas, del escudo de ozono o de la polución de los mares, en lo que toca al
entorno; o de los nuevos poderes de la biología y de la medicina moderna, desde
la ingeniería genética hasta la procreación asistida médicamente, de las madres
“gestadoras” a los encarnizamientos terapéuticos o a las tentaciones del
eugenismo selectivo: son siempre nuestras opciones, nuestras decisiones,
nuestros comportamientos los que esbozan el perfil del planeta y de la especie
humana del mañana.
También en materia de economía, de
concentración o de distribución de los recursos naturales, de armamento o de
armamento excesivo, de estrategias de mercado, son nuestras las opciones y las
decisiones; sin duda, de los especialistas y de los responsables políticos, por
supuesto; pero no exclusivamente, porque sería ingenuo pensar que éstos no se
muestran sensibles al apoyo o a la desaprobación de la opinión pública. El
hombre de la calle ejerce, en consecuencia, en éste ámbito y a este nivel, una
influencia considerable: ¿Qué tipo de sociedad deseamos ver llegar?
Así mismo, en materia de tecnología,
nos corresponde discernir las acciones y las inversiones que puedan servir
mejor al hombre, porque lo liberan de aquello que amenaza con someterlo,
secuestrarlo y reducirlo, finalmente, a la situación de “objeto”, “simple
engranaje de una sociedad técnica, encerrado por ella en el tener, sumergida en
la codicia”, como dice Jacques Ellul, un bordolés de setenta y siete años,
historiador, filósofo y sociólogo.
Más de cinco millones de años de
evolución ciega fueron necesarios para conseguir la hominización, la aparición del hombre. Nos corresponde ahora a
nosotros tomar el relevo, para prolongar con perspicacia la trayectoria y
conseguir la hominización progresiva.
Para proteger lo que Albert Jacquard llama la “humanitud”: “la ciencia, escribe este último, puede ser portadora
de vida o de muerte. Habrá que tener el valor de no ejercer todos los poderes
que ella nos proporciona...” En un reciente manifiesto a favor de un señorío
sobre la vida, una veintena de investigadores de lengua francesa,
pertenecientes a un impresionante abanico de disciplinas, proclamaban: “Creemos
que la lucidez debe primar sobre la eficacia y la dirección sobre la velocidad;
que la reflexión debe preceder al proyecto en vez de suceder a la innovación;
que esta reflexión es de carácter filosófico antes de ser técnica, y debe
conducirse a través de la transdisciplinariedad y la apertura a todos los ciudadanos”.
Se trata, a buen seguro, de un alegato a favor de la sabiduría: La sabiduría
caminando cogida de la mano con la ciencia. No piensen Ustedes que nos encontramos
en el reino de la utopía, del wishful
thinking (vanas ilusiones) o de los deseos piadosos. Cuando leo que en Big
Sur (Costa de California) se han reunido los dirigentes de las doscientas
multinacionales más poderosas del mundo -IBM, ATT, General Electric, Sony,
Matsushima, Siemens, Fiat y otras- en el Esalem Institut, para examinar el modo
de incorporar valores espirituales en el trabajo; cuando veo a la prestigiosa Harvard
School of Business estudiar las constituciones de la Orden
del Císter, y analizar el papel de la contemplación y de la inteligencia del
corazón en la dirección de las empresas y en la eficacia de la dirección de su
gran reformador Bernardo de Claraval, me digo que la búsqueda de la sabiduría
no es ilusoria, sino que despierta la nostalgia de los grupos poderosos, que
representan la mayoría de las finanzas, de las informaciones y de las
inteligencias del planeta, puestos de acuerdo por el afán de un desarrollo
armonioso y digno del hombre. Joseph Basile oye en esta señal los “clarines”
anunciadores de una mutación de la civilización.
11. Debo
cerrar este discurso tan elíptico. Pero, ¡¿cómo meter una aventura de tantos
millones de años en sesenta minutos?! Como prehistoriador y arqueólogo amateur
les invito a visitar Ankor, Barabudur, en el Sudeste asiático; Stonehenge en
Gran Bretaña, o Barnenez en el Finistère (Francia). Esos templos, esos
megalitos, esos monumentos enormes erigidos hace milenios en ocasiones, todas
esas “obras inútiles” que no se justifican en modo alguno por ser necesarias a la supervivencia. Treinta
y cincuenta siglos antes de levantar catedrales, acosado por tantas amenazas
cósmicas y fuerzas exteriores, el hombre primitivo no se deja invadir por la
única realidad tan cercana del pan y del vestido, de la enfermedad y la salud. Se construye
chozas miserables, de las que sólo conservamos pobres vestigios. Pero a sus
dioses les destina, desplegando unas energías incomprensibles, los monumentos
duraderos de piedra y granito. Lejos de dedicarse, en primer lugar, a lo
necesario, el hombre primitivo se sale de lo real y se hace teólogo. Las
palabras que siguen son de France Quere: “Tirando el hombre hacia algo superior
a él, los dioses que él imaginaba han tirado del hombre mucho más que él mismo;
han multiplicado por diez sus recursos, tanto la fuerza de sus manos como las
ideas de su cabeza, y le dieron, a este primate, la estatura de arquitecto, de
ingeniero y de filósofo. Así se hizo el espíritu: de un gran descontento
consigo mismo, aliado a una gran esperanza en un otro distinto de él”.
Descontento, esperanza...: Este doble sentimiento está ligado muy directamente
al reconocimiento de un proyecto y a la audacia y a la orgullosa pretensión de
prolongar la aventura.
[1] Segunda de las conferencias del ciclo presentado por el Autor en
la PUJ entre el 24 y el 27 de agosto de 1998.
[2] Edición española: El azar y
la necesidad (Tusquets 1989, 4ª. Ed.).
[3] La nueva alianza,
Alianza Editorial y Círculo de Lectores, 1997.
[4] La evolución, una teoría en crisis.
[5] La célula viva, Prensa
Científica, 1988.
[6] Polvos de vida.
[7] Kairós, 1988.
[8] Neologismo francés que alude a todo lo que está relacionado con
la sociedad, a sus valores, a sus instituciones.
Otras obras:
- Boné Édouard. Perplexité éthique devant le clonage. In: Revue théologique de Louvain, 30ᵉ année, fasc. 4, 1999. pp. 437-455.
- Boné Édouard. Les trois générations de la bioéthique. In: Revue théologique de Louvain, 24ᵉ année, fasc. 4, 1993. pp. 478-492.
- Ngwey M. Contribution des facultés de théologie catholique à la problématique du développement. In: Revue théologique de Louvain, 17ᵉ année, fasc. 2, 1986. pp. 192-202.
- Boné Édouard. Quelques thèmes actuels de bioéthique : manipulation de l'homme et expérimentation sur l'homme. In: Revue théologique de Louvain, 6ᵉ année, fasc. 4, 1975. pp. 412-437.
- L'Université catholique. Une difficile vocation. Edouard Boné s.j., Dans Études (4, Vol. 368 Avril 1988).