viernes, 21 de septiembre de 2012

¿Tiene sentido y futuro la aventura humana?



¿Tiene sentido y futuro la aventura humana? [1]



Por el R. P. Dr. Edouard Boné, s.j. (1919 - 2006)

¿De dónde vinimos?


1. ¿De dónde vinimos? ¿Cuáles son los orígenes humanos? Desde hace siglo y medio la Antropología Paleontológica y la Prehistoria nos han hecho saber no pocas cosas en esta materia. Se han ido descubriendo, un poco por todas partes, a lo largo y ancho del mundo antiguo, numerosos vestigios fósiles. Estos confirman, cada vez más y mejor, la perspectiva evolutiva de la emergencia humana y de la historia de nuestra familia... ¿A dónde vamos? ¿Cuál es el sentido y el futuro de la aventura humana? ¡El problema subsiste! Y va a retener todavía hoy nuestra atención. Tanto los científicos como los filósofos continúan interrogándose sobre este tema: Monod argumenta empleando los términos azar y necesidad[2], mientras que Ilya Prigogine nos introduce en una nueva alianza[3]. Elredge y Gould vuelven a trabajar con la hipótesis transformista, en el momento en que Michael Denton publica, dirigido a él, un libro provocador: L´évolution une théorie en crise [4]. ¿No nos brinda Christian de Duve, a lo largo de su Essai sur la nature et l´origine de la vie [5], y más recientemente, en Poussières de Vie [6], con la competencia y autoridad que caracterizan a este premio Nobel, una profunda meditación sobre el sentido de la aventura que la vida representa, con el hombre inscrito estructuralmente en este vertiginoso impulso, puesto en marcha hace varios miles de millones de años? Y el bioquímico acaba reconociendo, ingenuamente, que su reflexión, cuando pretende ser global, le sitúa “en la categoría de los románticos”...
            Nuestra época se enorgullece de contar con una capacidad que ha emprendido un vuelo dotado de una eficacia y un poder prodigiosos. Pero, según la expresión de Hubert Reeves, en su libro La hora de embriagarse [7], la eficacia no engendra necesariamente el sentido. La espiral de la tecnología que nos aspira, la ola de constante superación ("perfomance") que nos eleva y nos arrastra, el clima de producción-transformación que nos asedia, el aire que respiramos, produce ruidos múltiples, imágenes caóticas, experiencias contradictorias, sensaciones epidérmicas. Pero, ¿tienen un sentido? ¿Tienen capacidad de descubrirlo? ¿Qué valor, objetivo o sólo emocional, podemos conferirle legítimamente? Tal es la cuestión, siempre antigua y siempre nueva, que no es posible eludir. Es el ineludible parto del sentido...  Me han invitado Ustedes a que arriesgue, aquí y ahora, modestamente, mi propia respuesta. “¿Tiene sentido y futuro la aventura humana?”

El hombre es el resultado de un proceso evolutivo


2. Antes de hacer frente a tamaña cuestión, que me parece ya de por sí muy compleja (pues reclama una elaboración filosófica o una hermenéutica muy sofisticada), quisiera decir, primero, como científico, sin florituras, en medio de tantos colegas, que, para mí, el hombre es el resultado de un proceso evolutivo de varios miles de millones de años. Detecto las balizas de este proceso desde las primeras formas de vida elemental, en el seno del “caldo primitivo” del que nos hablan los biólogos: virus, bacterias, algas..., muy pobremente documentadas a causa de su frágil estructura, de la antigüedad de los estratos que las contienen y del metamorfismo que les afecta. A lo largo del tiempo, “la tierra ha ido quemando sus archivos más antiguos”. Pero no puedo poner en duda ni un solo instante la validez del esquema global transformista que propone hoy el devenir de la materia, o, para retomar una fórmula de Teilhard, “el envolvimiento de la primitiva materia cósmica” ("l´enroulement de l´étoffe cosmique"). Este proceso de unos cuatro mil millones de años está marcado por grandes iniciativas de la vida en su conquista de autonomía: sexualidad, aparición del sistema nervioso y su progresiva cerebralización, regulación hormonal, respiración aérea, temperatura constante, reproducción placentaria, etc.
            “Hombre, ¿quién eres?” Yo diría, en primer lugar, alguien que ha crecido en el mantillo biológico y en la matriz animal, el último llegado de los primates, también el más frágil, el más dependiente, aquel en quien lo biológico se carga decididamente con lo cultural, aquel en quien lo adquirido reemplaza ampliamente a lo innato: un primate educable, consciente, reflexivo, capaz de lenguaje y dotado de capacidad simbólica; un ser con los pies en el barro, encorsetado de determinismos, con la cabeza en las nubes, con capacidad para hacer matemáticas, poesía y sueños de amor...
            “Hombre, ¿quién eres?” Como científico, junto con la paleontología y la antropología reciente, digo: Un animal humano, un primate-que-no-es-como-los-otros. En efecto, es, sin duda, el único capaz de interrogarse, como nosotros mismos lo estamos haciendo aquí y ahora, sobre el tipo de primate que es él mismo. Una “nueva modalidad de vida”, decía Julián Huxley; más allá del reino mineral, vegetal, animal, un “reino nuevo”, respondía como un eco Jean Piveteau; una “originalidad biológica radical”, precisaba G. G. Simpson... Hasta el punto de que nuestros colegas geólogos soviéticos le asignan una nueva capa estratigráfica del globo: inspirándose en los vocablos clásicos de paleozoico o de neógeno, han forjado ahora los neologismos de antropozoico, antropógeno o noógeno, para hablar del tiempo del hombre, reconociendo así la novedad fundamental que constituye en la historia de la tierra y de la vida.
            Esta convicción, que tomo de siglo y medio de ciencia biológica y paleontológica, heredada de Lamarck, Darwin, Mendel, Watson, Dobzansky, Monod, Crick y diez mil más, he podido confirmarla, personalmente, a lo largo de veinte años de excavaciones en las cuevas del Transvaal, a la búsqueda de los Australopitecos, en las orillas del Océano Índico o en los confines de Namibia, en las gargantas del Olduvai, en el África oriental, en Irán o en los terrenos miopliocénicos de la Meseta Española, o en Andalucía. Estas excavaciones se insertaban claramente en el marco de las hipótesis de una evolución orgánica, que ilumina progresivamente el proceso de hominización del que somos beneficiarios. Por insatisfactorios que nos sigan pareciendo aún los mecanismos invocados para justificar los ritmos y el tempo de la evolución o la emergencia de las grandes iniciativas de la vida que presiona, yo estaría tentado a suscribir, al nivel de los hechos constatados, una fórmula como la de Teilhard: “la materia está repleta de vida, la vida asciende hacia la conciencia y el espíritu”.
            He dicho: “tentado a suscribir”, porque, ya de entrada, se impone la crítica de la expresión. ¿”Materia repleta de vida”? No experimento dificultad alguna para reconciliarme con la hipótesis de un origen espontáneo de la vida misma: ¿Estructura espontánea de ácidos aminados, de bases nitrogenadas y de azúcares? ¿Concentraciones suficientemente elevadas de ácidos nucleicos y de proteínas asociadas entre sí por polimerización, para proporcionar macromoléculas susceptibles por sí mismas de su propia replicación? ¿Emergencia ulterior de un sistema capaz de construir una célula auténtica, un organismo propiamente hablando (con la intervención de la membrana de permeabilidad selectiva, la instauración del código genético y del mecanismo de traducción)...?  Jacques Monod ve aquí “la barrera del sonido” de la biología, una “frontera del conocimiento”...  Yo no soy bioquímico, pero no me produciría asombro, ni me inquietaría, ciertamente, ver franqueada esta frontera en los próximos años. La vida pertenece a la trama misma del universo. Christian de Duve nos lo acaba de decir: “si (la vida) no fuera una manifestación obligatoria de las propiedades combinatorias de la materia, hubiera sido absolutamente imposible que naciera naturalmente. Atribuyendo al azar un acontecimiento de una complejidad y de una improbabilidad tan inimaginable, se está invocando en realidad un milagro”.
            Dicho esto, sigamos avanzando. ¿Qué hay que decir de “una vida que asciende hacia el espíritu”? Una cosa es constatar el hecho de una concentración neural delante del animal, desde los vermidianos a los artrópodos y a los peces primitivos, reconocer de hecho un proceso de cerebralización, o el crecimiento exponencial de la capacidad craneana en los primates desde la base del Oligoceno, registrar la impresionante variación del crecimiento del neocórtex en el transcurso de los últimos cinco millones de años y compararlo con el córtex rudimentario del cerebro reptiliano anterior; y otra cosa  distinta es interpretar este proceso como resultado de un proyecto. Intencionada o no, es preciso reconocerle al menos una dirección, un “sentido”, una orientación a esta aventura.

El hombre desarrolla un proyecto


3.         ¿El sentido de la aventura humana, y su futuro?  Permítanme, todavía, un rodeo, o, mejor, otro paso modesto (de observación aún), indispensable, a mi modo de ver, antes de atreverme a la respuesta ulterior, más mediata, del orden de la interpretación...  Antes de hablar sobre el proyecto que constituiría al hombre, sobre la significación de la dirección que lleva de hecho en el despliegue de la vida, quisiera señalar, a nivel de observación que el hombre desarrolla un proyecto: es  consciente, reflexivo, responsable, artesano. A su manera, es “faber” desde siempre. Construye, modifica, crea.
            Hace algún tiempo tuve la suerte de visitar en París una notable exposición que llevaba como título Cinco millones de años de aventura humana. Se abría ésta con la conmovedora pista dejada en la ceniza y el barro del volcán Laetolil, que se encuentra en Tanzania, por esos dos seres erguidos, que caminaban el uno junto al otro. Más allá, unos fragmentos de cuarzo retocado detectados en los paisajes del gran Rift, en las orillas del lago Turkana o en los yacimientos de los plegamientos tectónicos del Omo; estos suelos de hábitat; la progresiva complejidad de las industrias de la piedra, de la madera y de los metales, al servicio de la caza, de la pesca, de las mil y una demandas de la vida cotidiana; hogares, sepulturas, objetos de adorno, el arte en todas sus formas...
            ¿Cómo hemos de interpretar este conjunto de manifestaciones de la actividad humana sino diciendo que es “faber” desde siempre? Inventa, crea, da forma, construye. La naturaleza del hombre es precisamente el artificio. La búsqueda de sentido y la pretensión de modificarlo (l´inflechir) o de dominarlo. Todavía no se sabe ni palabra sobre la circulación sanguínea o sobre la contracción muscular, cuando ya escruta el cielo, imagina cosmogonías, desarrolla sus mitologías, empieza a levantar sus sistemas filosóficos.
            Se construye un universo mental de significaciones y símbolos. En el fondo de sus cuevas, entre los fragmentos de su talla y los útiles de sílex y de cuarzo, encontramos esculturas de asta de reno, huesos de hurón, o marfil de mamut; más adelante, representaciones -más o menos estilizadas- del cuerpo femenino: la Venus del cuerno, la de Willendorf. También sepulturas, y muy emotivas: como la de la joven madre no-humana en Bögebakken (Escandinavia) con su hijo, colocado sobre un ala de cisne. O en Shanidar (Irak), en la frontera con Turquía e Irán, en donde hace 80.000 años, como sabemos, en donde el cuerpo del difunto fue depositado sobre un lecho de flores. Las flores se marchitaron, pero los granos de polen se fosilizaron. Hoy se puede reconstruir el arreglo floral. El botánico puede identificar las diferentes liliáceas, las anémonas; restituye la armonía de los colores. Precisa hasta la estación en cuyo transcurso fue dispuesta la sepultura: el mes de mayo, cuando en las mesetas irakianas florecen los ranúnculos cuyos pétalos son de color naranja...
            Constato, pues, que el hombre desarrolla desde siempre un proyecto: va decodificando progresivamente los secretos de la materia y de la vida, y también las leyes del universo; pone su mano sobre los resortes del mundo; este “manual” -este ser “bimano”, decían los antiguos taxónomos para hablar del primate humano- se hace cargo hoy de la evolución del planeta y de su propia especie. Con la ayuda de la ciencia y de la tecnología, multiplica ahora por diez sus capacidades. Corrige el cauce de los ríos, hace que los desiertos vuelvan a florecer, siembra en ellos sus arroces milagrosos. Escapa ya a la gravedad, suscita o “resucita” la vida, suspende la muerte. Adquiere el triple dominio de su fecundidad, de su herencia y de su comportamiento. Concibe proyectos de sociedad a escala planetaria, que “explota” (para lo bueno o para lo malo) en función de planes, diversos y en ocasiones conflictivos, cuya racionalidad concibe él mismo y prepara sus estrategias. Se trata de un simple dato suministrado por la observación. Este animal humano, germinado en las interacciones biológicas, lleva dentro inmensos proyectos, tejiendo en torno al planeta lo que se ha dado en llamar una “noosfera”, una esfera de pensamiento...

Nuestra generación desarrolla este proyecto de dominio


4. Nuestra generación desarrolla este proyecto de dominio, desde hace algunos años, a velocidad exponencial, y con una capacidad radicalmente nueva. La familia humana, unida por lazos a escala planetaria, pone en marcha este proyecto a escala internacional: tanto en el plano político como en el de la economía mundial, en el ámbito de la investigación científica o en el de los intercambios culturales, en lo infinitamente pequeño o en lo infinitamente complejo, e, incluso, en lo que respecta al espacio, el proyecto de la tecno-ciencia sitúa ahora al hombre en condiciones de intervenir y de dominar la totalidad del mundo material y biológico que le rodea. Eso le hace sentir un legítimo orgullo, cosa muy normal. Pero no deja de experimentar asimismo un cierto vértigo, incluso un cierto desconcierto. Y es que, paradójicamente, la ciencia y la tecnología, que son unos admirables instrumentos de conocimiento y de dominio, no están programados, sin embargo, para garantizar la felicidad o promover de manera eficaz el bien integral del hombre, ni, por consiguiente, su felicidad. Apocalipsis nuclear, exacerbado celo médico, paro estructural, lluvias ácidas y destrucción del medio ambiente, estrés, cánceres y otras enfermedades ligadas a la civilización industrial...: Podríamos prolongar la lista de los efectos secundarios, perversos y no deseados de las recientes adquisiciones del espíritu humano y de su inexperta aplicación.
            En un informe sobre las implicaciones "societales" [8] de la biotecnología, destinado al Presidente de la República Francesa, escribía recientemente el bioquímico François Gros: “No es la biología la que nos va a enseñar gran cosa sobre lo que es verdaderamente el hombre, o a proporcionarnos una idea coherente del mismo. Al contrario, será a partir de una determinada idea del hombre como descubriremos el modo de emplear la biología (o cualquier otra tecnología) al servicio de éste...”  Una determinada “idea del hombre”, -que no es, por consiguiente, transmitida adecuadamente ni por la ciencia ni por la tecnología, porque no es inherente a las mismas, sino que nos viene de otra parte: ¿Qué tenemos que decir de esto? Una “idea del hombre” que procede de una visión, de una filosofía, de una metafísica, de una Weltanschauung, de una cosmovisión, de una experiencia, de una tradición, de una “fe”. “Hombre, ¿quién eres?”: La cuestión se plantea desde siempre, y desde siempre la respuesta nos viene por “revelación”, es decir, propuesta desde algún sitio que no es la ciencia formal, a mi modo de entender.

Otro proyecto, más vasto, se inscribe también aquí


5. He sugerido más arriba que la flecha del tiempo y el proceso evolutivo han impreso de hecho una cierta orientación a la primitiva materia cósmica: “¿Agitación o génesis?”, preguntaba Teilhard. “Azar o necesidad”, insistía Monod. Sin atreverse a reconocer una intención, la observación objetiva debe constatar al menos, por su parte, una dirección de hecho de este devenir. Acabo de recordar además que un espíritu -el espíritu humano y la conciencia- está actuando en este planeta y suscita en él, desde hace tres o cuatro millones de años sin duda, aunque hoy de una manera exponencialmente acelerada, en virtud de nuestras ciencias y tecnologías, ese inmenso proyecto dotado de múltiples facetas, que nos moviliza de tantas maneras. Cuando caigo en la cuenta de la génesis y del dinamismo evolutivo que obra en el universo desde el big bang, desde el “caldo primitivo” y el remolino que lo agita; en las corrientes que en él se dibujan, y cuya complejidad de orientación bioquímica, neural, sistémica y hormonal percibo, más allá de la emergencia de la vida, no puedo escapar a la “impresión” (subrayo la palabra “impresión”) de que otro proyecto, más vasto, se inscribe también aquí, analógicamente, en filigrana, en la inmensa epopeya de la materia y de la vida.
            Y no me da vergüenza dejarme seducir por esta “impresión”. En primer lugar, porque desde siempre, de un modo u otro, se ha impuesto a la mayoría de los que me han precedido en esta Tierra, y han aceptado encontrarse en ella, más allá de la evidencia de una “dirección”, con la cuestión del “sentido”. Ni siquiera los científicos más rigurosos pueden prescindir totalmente de un vocabulario en el que figuran las palabras “orientación”, “lastre”, “teleología”, “teleonomía”, para dar cuenta de su observación del devenir del Universo. Sin duda, sienten un cierto pudor en emplear la palabra “finalidad”: como se dice, con educación, de una querida, que es decente y juicioso callar su nombre, aunque no se podría prescindir totalmente de ella.
            Yo comparto este pudor: lo considero incluso indispensable, pues la deontología prohibe al científico, en cuanto científico, recurrir al vocabulario de la causa final. La rigurosa metodología que le caracteriza le obliga a hacer abstracción de semejante perspectiva. Es la condición misma de la epistemología científica y la garantía de su fuerza. Mas esta “reducción” metodológica  sigue siendo un artificio de la investigación: en cuanto el propósito de abstracción se transforma en pretensión de negación, es decir, en cuanto el artificio reductor no alcanza ya sólo al método de investigación, sino al contenido mismo del objeto a investigar, se empobrece y falsea su sentido y su naturaleza. El prisma que descompone la luz y desvía algunas de sus longitudes de onda se revela como un precioso instrumento de análisis y de investigación. Sin embargo, la luz que transmite queda amputada de la riqueza y del tornasol de las armonías que restituyen la objetiva verdad de las cosas.
            No me avergüenzo de sospechar un “proyecto” en el Universo, porque si bien esta “impresión” no es demostrable científicamente (acabo de reconocer el carácter metodológicamente inaceptable de semejante demanda), tampoco es científicamente insostenible (y por la misma razón). El espíritu humano, más aún que de ciencia, tiene necesidad de coherencia interna. La racionalidad científica es infinitamente preciosa; pero no agota la fuente de toda verdad. Nos hace falta recibir de otra parte diferente a la ciencia y a la tecnología una interpretación global que justifique, o haga explícito al menos, el “proyecto” que creemos descubrir en el mundo, y el que nosotros desarrollamos. Partir de una “determinada idea del hombre” se vuelve incluso cada vez más indispensable para no comprometer lo humano, sino, al contrario, para garantizarle una promoción más auténtica. Pues el hombre de este final del siglo XX se ha convertido hoy en objeto de capacidad (perfomance) y de manipulación, y se trata de orientarlas bien. En efecto, los poderes que estamos conquistando nos hacen ahora, como nunca antes, capaces de lo mejor y de lo peor.

La cuestión ética


6. Paradójicamente, es, en efecto, el exceso mismo de su capacidad y los abismos que abre ante nosotros, los que obligan hoy a la ciencia y a la tecnología a plantear la cuestión ética. A menos que optemos por un anticientifismo escéptico, fatuo e indigno, y cedamos a la tentación de las moratorias pusilánimes, vemos a la comunidad científica de finales de este siglo plantearse a sí misma la pregunta moral en relación con las decisiones que hay que tomar responsablemente,  sobre la base de unos valores ligados a una concepción particular del hombre y del planeta, a propósito de los cuales no se puede correr el riesgo de perderlo todo. Es, sin duda, la cuestión de la salvación la que, aunque sea en términos laicos, queda planteada, en fin de cuentas, por la ciencia. Esta última, y más aún la tecnología, cargadas de posibilidades diversas y contrarias, en condiciones de servir o de perjudicar al hombre y a su proyecto, según sea empleada a favor o en contra de lo humano, están pidiendo hoy el complemento -iba a decir, el contrapeso- de una “sabiduría”. Yo creo, sinceramente, que la aventura humana está abierta a un prodigioso futuro, con tal de que nuestra especie acepte reconocer el sentido de que es portadora e inscribir su proyecto de tecno-ciencia en un aura de sabiduría. Ciencia y tecnología proporcionan un innegable dominio. Pero hace falta aún que nosotros nos encarguemos de dominar ese dominio.
            Recordaba yo hace un instante el límite constitutivo de la tecno-ciencia: esta no posee en sí misma ninguna indicación en cuanto a su empleo o a su carácter instrumental al servicio de la felicidad del hombre y al éxito del mundo. La ciencia tiene como vocación desarrollar un saber objetivo, preciso y riguroso. Apoyada en la técnica, que multiplica por diez su eficacia, confiere un poder progresivamente incrementado y ya ahora considerable, hasta el punto de permitirnos el manejo de los resortes de la materia y de la vida, tomar en nuestras manos las riendas del destino del mundo.
            La aplicación científica satisfará así las necesidades superficiales, e incluso, sospechosas y los imperativos económicos más o menos sórdidos; despertará codicias, será puesta al servicio de la sociedad de consumo, de los apetitos de poder; o responderá, por el contrario, a exigencias legítimas, y favorecerá las necesidades esenciales y primarias...pero siempre siguiendo las opciones, las decisiones (elecciones) y los programas que se hayan establecido para ella. Pero estas elecciones no forman parte del ámbito científico. Dependen de decisiones ampliamente arbitrarias, tomadas en función de unas escalas de valores que están ligadas, a su vez, a una concepción general de la vida y de lo humano, es decir, ampliamente extracientíficas en última instancia. Se elige ir a la Luna en vez de curar el cáncer; se elige el armamento excesivo y la disuasión nuclear; se orientan las biotecnologías hacia la fabricación de productos que son seleccionados habitualmente por razones no científicas: valores culturales, decisiones políticas, estrategias de salud, intereses económicos...
            En este ámbito tan nuevo y tan sensible de las ciencias biomédicas aplicadas al hombre, se decide implicar o no las células germinales humanas en las intervenciones de ingeniería genética; se acepta o se rehusa en las técnicas de procreación el recurso a una tercera persona para asumir la gestación; se elige interrumpir un programa de cuidados intensivos; se toma partido de pasar a realizar una acción de eutanasia activa o de no pasar a ella... Es aún una decisión política la que ordena las implantaciones nucleares y la que determina las medidas de prevención o de cuarentena en materia de inmunodeficiencia adquirida, ante la epidemia del Sida. No sería difícil alargar la lista de nuestras elecciones esenciales: sin embargo, nada tienen de verdaderamente científico. Dependen de una determinada “idea del hombre”, y del proyecto que este constituye a nuestros ojos.

Teilhard de Chardin, profeta o visionario



Pierre Teilhard de Chardin SJ (1881-1955)

7. He tenido la suerte de conocer a Pierre Teilhard de Chardin. Jesuita, paleontólogo, historiador de la vida. Y confieso haber quedado profundamente marcado por su reflexión. Quisiera recordar aquí, sobriamente, el carácter profético, o visionario, si Ustedes prefieren, del eminente pensador a quien tanto debemos. En el transcurso de su dilatada carrera de investigador, en estrecha y a menudo meritoria colaboración con las instancias responsables de su Orden, Teilhard no cesa de señalar, con ocasión y sin ella, las cuestiones urgentes que ve apuntar en el horizonte del pensamiento moderno. Su mirada es penetrante: ya se trate del problema de los orígenes humanos o de los orígenes de la vida, de la teoría de la evolución y del umbral mental que constituye para las generaciones futuras; del monogenismo o del determinismo biológico; de la posibilidad de que existan  otros planetas habitados; de la amenaza que representan para la democracia los fascismos nacientes, que todavía no tienen nombre; o ya se trate de las reivindicaciones de del feminismo, Teilhard escruta el horizonte de la humanidad en marcha, y a su modo de científico, sacerdote investigador, con discreta obstinación, contribuye al rejuvenecimiento y a los reajustes necesarios. Reconoce las “cortezas marchitas”, las “cáscaras que pronto deben caer”, las “anteojeras”, los “diafragmas” y las “inercias”... Algunas de sus fórmulas resultan duras en ocasiones y pueden parecer sospechosas: abren un surco, y treinta años más tarde nos parecen perspicaces y justas...
            Ya desde 1942, percibe las mutaciones futuras en el modo sociocultural de abordar el estudio de la pareja y de la sexualidad, y también en el campo de las tecnologías biomédicas: “La teoría del matrimonio centrado otrora en el deber de la propagación de la especie, tiende a hacer un sitio cada vez mayor a una mutua complexión espiritual de ambos esposos”. Diez años más tarde, en 1953, sugiere a los responsables de su Iglesia la creación de una “comisión científica” encargada de estudiar “los puntos sobre los que se puede estar seguro que la humanidad deberá pronunciarse mañana, como: 1) un cierto eugenismo (inclinación hacia lo óptimo frente a lo máximo en materia de reproducción), unido a una separación gradual de la sexualidad y la reproducción; 2) un derecho absoluto (derecho a regular la distribución del propio tiempo y las condiciones del mismo, claro está) a probarlo todo -incluso en lo relativo a la biología humana-;  3) admisión de la existencia, por ser estadísticamente lo más probable, de núcleos de pensamiento en cada galaxia... Todo eso viene en línea recta hacia nosotros”. El texto fue escrito exactamente un cuarto de siglo antes de que se llevara a cabo en Londres la primera fecundación in vitro, y de que se perfilaran la necesidad y las amenazas, al mismo tiempo, de un cierto eugenismo científico. “Sentir y presentir”, según la fórmula que con tanta frecuencia aparece en sus escritos.

Connaturalidad y originalidad


8. ¿Sentido y futuro de la aventura humana? La cuestión se vuelve hoy, pues, -bajo la presión de los nuevos poderes de que disponemos, de las nuevas responsabilidades que nos confieren y de las opciones, consecuentemente también más graves, a las que tenemos que hacer frente- cada vez más urgente. Para discernir mejor, a la luz actual, el “lugar del hombre en la naturaleza” (según la fórmula de  Teilhard), sugiero formalizar sobriamente algunas de las adquisiciones de la antropología científica reciente. Me parece que lo esencial de estas adquisiciones puede expresarse con dos palabras: connaturalidad y originalidad. Me explicaré: connaturalidad, es decir, el arraigo de la especie humana en el mantillo biológico, su proximidad al mundo animal del que salió, a través de una matriz rigurosamente biológica, en el transcurso de unos tres mil millones de años de evolución orgánica. Y, sin embargo, originalidad, en virtud de su lugar excepcional en el universo de la vida.
            Connaturalidad y originalidad. ¿Cómo justificar de manera sucinta estas dos características del “fenómeno humano”? Ocupémonos primero de su connaturalidad, o su proximidad al mundo biológico, que hoy en día ya está fuera de cuestión. La anatomía comparada, la embriología, la bioquímica han multiplicado con abundancia las evidencias del estrecho parentesco que existe entre el animal y el hombre, hasta dejar bien sentada la certeza de la descendencia o, si se prefiere, de un “ascenso” orgánico del uno al otro. La paleontología nos ha ido suministrando, desde hace unos ciento cincuenta años, las balizas esenciales del proceso. Desde el punto de vista exclusivo de los datos de la biología, el “mutante humano” se aparta poco a poco de los primates más evolucionados. Entre unos y otros no existe ninguna diferencia cualitativa en el ámbito de la morfología, de la fisiología o a nivel molecular. A lo más, cabe señalar la mayor complejidad de algunos aparatos y de ciertos sistemas, que sugieren la sucesión de escalones evolutivos, detectados también en el terreno de los hechos por la paleontología. Los pueden encontrar Ustedes, exhumados, en los Afar,  Olduvai o en las cuevas del Transvaal, en Tautavel (Pirineos Orientales), en Zhoukoudian (China), Neandertal, Spy, Cro Magnon, y otros lugares. Resulta superfluo glosar ampliamente esta hipótesis evolutiva, temerariamente formulada por Darwin, pero que se ha convertido progresivamente en una evidencia, cada vez mejor documentada con el paso del  tiempo.
            Con todo, esta convicción fundamental en relación con un transformismo generalizado, extendido al hombre mismo, coincide hoy con un reconocimiento, también universal, de la situación excepcional del primate humano: se trata de su originalidad, la segunda característica que recordaba yo hace un instante, eso que los antropólogos alemanes llaman die Sonderstellung des Menschen,  el lugar particular del hombre. Con esto se quiere decir que el destello de conciencia, la capacidad racional surgida hace tres o cuatro millones de años, en el seno de lo puramente biológico, constituye una novedad esencial, fundamentalmente heterogénea en relación con todo lo que le ha precedido en el gran acarreo de la vida. Ya puede estar el ser humano hecho con los mismos átomos que el resto del universo; ya puede descubrirse como germinado del mantillo animal, tejido en un 95% de los mismos ácidos aminados que su primo el chimpancé, presentar una continuidad fisiológica, hemotípica e inclusive inmunológica sorprendente con el resto de los primates, a pesar de todo ello: es irreductible al resto del mundo biológico. Una sorprendente originalidad constituye esta “nueva especie de vida”: es la única que piensa, que simboliza, que hace matemáticas y construye sueños de amor; la única que proyecta, que prevé, que toma distancia; la única que dice Yo y Tú, que se siente a veces viva en el corazón de otro, que experimenta la convicción de que otro u otra es, en el sentido fuerte de la expresión, parte de su intimidad más profunda, un trozo de su vida.
De la biología a la cultura”, el libro de Jacques Ruffie (Munich 1982), marca de una manera muy afortunada la manifestación de esta especificidad humana: la cultura constituye precisamente, más allá de lo innato, lo adquirido, la iniciativa, siempre variable y contingente; más allá de la hominización, ahora ya conquistada, la cultura es la progresiva hominización, es decir, el gradual desarrollo integral de las virtualidades inscritas en el punto de partida, y su paciente encaminamiento hacia la madurez del hombre adulto y logrado -todo esto en el plano individual-; y, en el plano de la especie, llegar, a través del espacio y del tiempo, hasta la plena dimensión de conciencia y libertad de una humanidad solidaria.
            Un primate en el que lo innato se encuentra desplazado progresivamente por lo adquirido. Permítanme verificar esta especificidad en cuatro ámbitos particulares, mutuamente implicados e imbricados: la posición erecta, el cerebro, la mano y el lenguaje, cuyas interacciones y retroalimentación (feedbacks) determinan, en mutua colaboración, realizaciones de una originalidad que nos embarga. Respecto a estos cuatro ámbitos, cabe hablar, en cada ocasión, del paso de un umbral y de la expresión de un “corte antropológico” franco.

El enderezamiento del primate


9. No resulta difícil adivinar el mecanismo de estas interacciones y retroalimentación: el enderezamiento del primate libera las extremidades anteriores y lo convierte en un ser manual, es decir, artesano. En consecuencia, el esqueleto de la cara se encuentra liberado de toda función instrumental y se vuelve disponible para la mímica y la expresión. Paralelamente, la posición erecta desbloquea el cerrojo de la expansión craneana, y especialmente de la región frontal y cortical, al tiempo que permite la caída de la laringe y la aparición de las condiciones propicias para el surgimiento de un aparato fonatorio, requerido para el lenguaje hablado.
            Así, como le gustaba repetir a Leroi-Gourhan, “el orgulloso sapiens empezó por los pies”. Estaría en este momento fuera de lugar contar las condiciones anatómico-funcionales y las circunstancias de la adquisición de esta posición erecta. Privilegio antiguo, conquistado a gran precio, todavía no asumido del todo, además, por nuestra historia evolutiva, como atestiguan las pequeñas miserias desarrolladas por la especie humana a causa de la extraña posición y del particular modo de locomoción que la caracteriza en el seno del mundo de los seres vivos: Estoy pensando en las hernias discales, los pies planos, la artrosis y la osteofitis, diferentes prolapsos, dolores de menisco, luxación congénita de la cadera, genu valgum, torceduras, esguinces, várices, hemorroides... Quizá sea más importante subrayar aquí la significación antropológica del nuevo modo de locomoción y de sostenimiento conquistado por la especie humana: un equilibrio frágil, a decir verdad, el de este hombre de pié; un equilibrio siempre amenazado y que no puede estar garantizado más que cuando está en movimiento o gracias a la tensión interna de todo el cuerpo enderezado, es decir, lo contrario del reposo y la estabilidad. Y es que el progreso de la vida, en constante presión, nunca se ha hecho a base de seguridad, sino de riesgo: El progreso no consiste en un gesto más seguro, sino en la gradual superación de las condiciones del miedo y en un incremento de las capacidades de dominio y de contacto.
            ¿Nos damos cuenta de lo que la verticalidad proporciona al hombre y a la mujer en rostro y expresión, y el grado en que personaliza y espiritualiza toda forma de contacto? La caricia de la mirada y la caricia de la mano, así como la luz de la sonrisa, se hacen posibles gracias a la verticalidad. La misma intimidad sexual se carga con una cualidad radicalmente nueva desde que, acercándose, el hombre y la mujer se presentan sus dos rostros y pueden decirse palabras de amor; y desde que la coadaptación y el mutuo deseo de las zonas erógenas intervienen entre dos seres que se dan la cara, entre dos seres capaces de intercambiar con un mismo movimiento el calor de su abrazo físico, la sonrisa de su alma, la llama de sus ojos, la ternura de su expresión verbal y el culmen de su conciencia. El mestizaje de los genes y el contacto entre los individuos, en la evolución de la vida y de la sexualidad, se lleva a cabo, efectivamente, de diferentes modos, en el mundo animal: desde la irrigación de los huevos y el desove de los peces, hasta las diversas modalidades de celo y de coito. El corte antropológico en este ámbito es que la generación, en la especie humana, se eleva a otro nivel: miradas, palabras, besos y caricias hacen ahora que la reproducción tenga lugar a través de comunión de dos personas...
            He aquí, pues, el famoso corte antropológico como anunciado ya en esta aparentemente trivial inversión de coordenadas del hombre de pié. No cabe duda de que debe precisarse mejor aún, mediante la prodigiosa expansión del cerebro, el modelado de la cara, la aparición del lenguaje y la capacidad artesanal; pero en ella está cargada, también, todo el desarrollo tecnológico futuro: desde el primer guijarro recogido en el río y toscamente labrado, hasta el más sofisticado de nuestros ordenadores o la inteligencia artificial que se perfila en el horizonte del siglo que viene. La función útil se desposa, pues, desde el inicio, con el proyecto del hombre.
            Lo biológico se carga con lo cultural; lo innato va siendo reemplazado progresivamente por lo adquirido, mientras que el instinto retrocede... Corte antropológico y originalidad humana detectable aún en la lentitud del crecimiento fetal de la cría del hombre: en cuarenta semanas (esto es, un poco más que en las especies antropoides) desemboca la gestación humana en el parto de un niño proporcionalmente mucho menos desarrollado. El bebé humano no tiene ninguna posibilidad de actuar por sí mismo, ni siquiera de asirse al vientre de su madre: sólo cuenta con el reflejo de succión. El carácter adulto no le queda fijado más que hacia los dieciocho o veinte años. El volumen de su cerebro, en el momento de nacer, no representa más que el 25% del volumen definitivo, mientras que el chimpancé viene al mundo con el 60% de su capacidad adulta. Debe ser, sin duda, que es imposible prolongar más, sin que se origine una catástrofe, en la especie humana, una gestación proseguida al mismo ritmo: en efecto, la expansión cerebral no permitiría ya la expulsión del feto. Es, pues, fisiológicamente, indispensable que el niño nazca en un estado de “prematuro” congénito. Hasta es preciso frenar el crecimiento intrauterino durante las diez últimas semanas, para respetar los imperativos de las dimensiones del canal obstétrico materno.
            El retoño del hombre es, sin duda, un prematuro congénito y su dependencia es mayor y se prolonga por más tiempo. Pero nos equivocaríamos viendo en esta fragilidad algún tipo de minusvalía. Al contrario, constituye una suerte para la especie humana, porque de este modo se encuentra situada, orgánicamente, en las condiciones óptimas para poder beneficiarse, en virtud de la dependencia estructural que le es propia, de los aportes del entorno cultural y de la educación prolongada, constructora de todo lo adquirido, que le va a caracterizar.
            Y también aquí la nueva arquitectura y los nuevos planos que definen la especificidad humana son altamente significativos: la verticalidad, al hacer subir las mamas de la hembra, para convertirlas en senos situados en el pecho de la mujer, conduce al niño a mamar bajo los ojos de su madre: acerca sus mejillas, enciende su personalidad. La prolongada “educación” comienza con el amamantamiento. Hominización y verticalidad: un cambio de eje que ha originado una revolución copernicana en el mundo biológico en evolución, para hacer surgir en su seno y permitir desarrollarse al ser humano en el corazón de la animalidad.

Conclusión


10. Ya va siendo hora de concluir. La aventura humana es antigua: preparada a lo largo de tres mil millones de años de ascenso de la vida, apareció formalmente en alguna parte de África oriental, con ocasión de conmociones tectónicas y climáticas, a finales de la Era Terciaria, y se despliega, en consecuencia, pensamos hoy nosotros, durante unos cuatro millones de años. Hemos sugerido su sentido (entendiendo por esta palabra “dirección capital”): progresiva liberación del medio, de lo innato e instintivo, desarrollo del cerebro, conciencia, actividad creadora. Resumiendo, una biología que se desposa gradualmente con las dimensiones culturales. Esta orientación de la primitiva materia cósmica, y el rostro personal que ha sido capaz de tomar y que no cesa de cincelar, ¿carecerían de significación, serían incoherentes, aberrantes, propiamente monstruosos, ilegibles, indescifrables, absurdos (“non-sens”)?  Les dejo la respuesta.
            Cabe, sin duda, preguntarse sobre las circunstancias de esta aventura y sobre los factores que la han permitido. Azar, necesidad, estructuración espontánea, teleonomía, intención creadora... han sido invocados, sucesivamente, para dar cuenta de la novedad absoluta, suscitada permanentemente por la emergencia evolutiva. Duquenne de la Vinelle, en un artículo muy reciente y notable, mostraba cómo, incluso a nivel de hipótesis de tipo cibernético, la ciencia conduce, sin franquearlo, no obstante, al umbral de la metafísica. El Universo y el hombre que en él habita y lo modela, repleto de sentido y capaz de elaborar un proyecto, ¿no serían objeto ellos mismos de una intencionalidad? Esta hipótesis no puede ser refutada empíricamente, aunque escapa a la ciencia. Y supera también la cuestión que nos hemos planteado.
            Pero sea cual fuere la respuesta de nuestras respectivas filosofías o intuiciones a esta cuestión del por qué del Universo y del hombre, su existencia objetiva se impone al menos, y también el sentido que debemos reconocerles.
            ¿Y el futuro de la aventura humana?, se preguntará, quizás, alguno... Creo, francamente, que está en nuestras manos. Dado, efectivamente, que el proceso evolutivo de la primitiva materia cósmica ha suscitado, con la especie humana, la aparición de la conciencia y del espíritu, la evolución ha sido ampliamente substraída de las solas fuerzas físico-químicas que la dirigían: el hombre, al decodificar las leyes de la naturaleza y al hacerse cargo de las palancas de mando, extendiendo cada día más el ámbito de su conocimiento y poder tecnológico, desarrollando su competitivo (performant) proyecto de intervención en el mundo que le rodea y en su propia especie, consciente o inconscientemente, se convierte en el que decide, haciéndose cada vez más responsable del futuro de su planeta y de las condiciones de su propia supervivencia. Estamos empezando a tomar conciencia de ello: ya se trate del equilibrio de nuestros ecosistemas, de las lluvias ácidas, del escudo de ozono o de la polución de los mares, en lo que toca al entorno; o de los nuevos poderes de la biología y de la medicina moderna, desde la ingeniería genética hasta la procreación asistida médicamente, de las madres “gestadoras” a los encarnizamientos terapéuticos o a las tentaciones del eugenismo selectivo: son siempre nuestras opciones, nuestras decisiones, nuestros comportamientos los que esbozan el perfil del planeta y de la especie humana del mañana.
            También en materia de economía, de concentración o de distribución de los recursos naturales, de armamento o de armamento excesivo, de estrategias de mercado, son nuestras las opciones y las decisiones; sin duda, de los especialistas y de los responsables políticos, por supuesto; pero no exclusivamente, porque sería ingenuo pensar que éstos no se muestran sensibles al apoyo o a la desaprobación de la opinión pública. El hombre de la calle ejerce, en consecuencia, en éste ámbito y a este nivel, una influencia considerable: ¿Qué tipo de sociedad deseamos ver llegar?
            Así mismo, en materia de tecnología, nos corresponde discernir las acciones y las inversiones que puedan servir mejor al hombre, porque lo liberan de aquello que amenaza con someterlo, secuestrarlo y reducirlo, finalmente, a la situación de “objeto”, “simple engranaje de una sociedad técnica, encerrado por ella en el tener, sumergida en la codicia”, como dice Jacques Ellul, un bordolés de setenta y siete años, historiador, filósofo y sociólogo.
            Más de cinco millones de años de evolución ciega fueron necesarios para conseguir la hominización, la aparición del hombre. Nos corresponde ahora a nosotros tomar el relevo, para prolongar con perspicacia la trayectoria y conseguir la hominización progresiva. Para proteger lo que Albert Jacquard llama la “humanitud”: “la ciencia, escribe este último, puede ser portadora de vida o de muerte. Habrá que tener el valor de no ejercer todos los poderes que ella nos proporciona...” En un reciente manifiesto a favor de un señorío sobre la vida, una veintena de investigadores de lengua francesa, pertenecientes a un impresionante abanico de disciplinas, proclamaban: “Creemos que la lucidez debe primar sobre la eficacia y la dirección sobre la velocidad; que la reflexión debe preceder al proyecto en vez de suceder a la innovación; que esta reflexión es de carácter filosófico antes de ser técnica, y debe conducirse a través de la transdisciplinariedad y la apertura a todos los ciudadanos”. Se trata, a buen seguro, de un alegato a favor de la sabiduría: La sabiduría caminando cogida de la mano con la ciencia. No piensen Ustedes que nos encontramos en el reino de la utopía, del wishful thinking (vanas ilusiones) o de los deseos piadosos. Cuando leo que en Big Sur (Costa de California) se han reunido los dirigentes de las doscientas multinacionales más poderosas del mundo -IBM, ATT, General Electric, Sony, Matsushima, Siemens, Fiat y otras- en el Esalem Institut, para examinar el modo de incorporar valores espirituales en el trabajo; cuando veo a la prestigiosa Harvard School of Business estudiar las constituciones de la Orden del Císter, y analizar el papel de la contemplación y de la inteligencia del corazón en la dirección de las empresas y en la eficacia de la dirección de su gran reformador Bernardo de Claraval, me digo que la búsqueda de la sabiduría no es ilusoria, sino que despierta la nostalgia de los grupos poderosos, que representan la mayoría de las finanzas, de las informaciones y de las inteligencias del planeta, puestos de acuerdo por el afán de un desarrollo armonioso y digno del hombre. Joseph Basile oye en esta señal los “clarines” anunciadores de una mutación de la civilización.

11. Debo cerrar este discurso tan elíptico. Pero, ¡¿cómo meter una aventura de tantos millones de años en sesenta minutos?! Como prehistoriador y arqueólogo amateur les invito a visitar Ankor, Barabudur, en el Sudeste asiático; Stonehenge en Gran Bretaña, o Barnenez en el Finistère (Francia). Esos templos, esos megalitos, esos monumentos enormes erigidos hace milenios en ocasiones, todas esas “obras inútiles” que no se justifican en modo alguno por ser necesarias a la supervivencia. Treinta y cincuenta siglos antes de levantar catedrales, acosado por tantas amenazas cósmicas y fuerzas exteriores, el hombre primitivo no se deja invadir por la única realidad tan cercana del pan y del vestido, de la enfermedad y la salud. Se construye chozas miserables, de las que sólo conservamos pobres vestigios. Pero a sus dioses les destina, desplegando unas energías incomprensibles, los monumentos duraderos de piedra y granito. Lejos de dedicarse, en primer lugar, a lo necesario, el hombre primitivo se sale de lo real y se hace teólogo. Las palabras que siguen son de France Quere: “Tirando el hombre hacia algo superior a él, los dioses que él imaginaba han tirado del hombre mucho más que él mismo; han multiplicado por diez sus recursos, tanto la fuerza de sus manos como las ideas de su cabeza, y le dieron, a este primate, la estatura de arquitecto, de ingeniero y de filósofo. Así se hizo el espíritu: de un gran descontento consigo mismo, aliado a una gran esperanza en un otro distinto de él”. Descontento, esperanza...: Este doble sentimiento está ligado muy directamente al reconocimiento de un proyecto y a la audacia y a la orgullosa pretensión de prolongar la aventura.


[1] Segunda de las conferencias del ciclo presentado por el Autor en la PUJ entre el 24 y el 27 de agosto de 1998.
[2] Edición española: El azar y la necesidad (Tusquets 1989, 4ª. Ed.).
[3] La nueva alianza, Alianza Editorial y Círculo de Lectores, 1997.
[4] La evolución, una teoría en crisis.
[5] La célula viva, Prensa Científica, 1988.
[6] Polvos de vida.
[7] Kairós, 1988.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Fe y Biología [1]





Por el R. P. Dr. Edouard Boné, S. J.


1.      Dos universos.



     ¡Fe y Biología!  Emparentar estos dos conceptos puede ser muy extraño, y en un primer vistazo hasta sospechoso. Fe y Biología: Estamos frente a dos universos heterogéneos. Al decir biología, miren que se nos viene a la mente el laboratorio, con sus microscopios, con sus análisis bioquímicos y sus cultivos de tejidos; las expediciones submarinas para conocer arrecifes de coral; las excavaciones paleontológicas para recolectar fauna extinguida del Gobi o de Karoo... Aparecen en nuestra mente los grandes nombres que han ilustrado las ciencias de la vida: Darwin, Pasteur, Mendel, Crick y muchos otros. Mientras al  decir fe entramos en otro mundo: dejamos a un lado las grandes enciclopedias, los voltímetros y los tratados eruditos. Viajamos en el pensamiento y caminamos por los campos de la abadía de Orval o por el oratorio de las Hermanitas de Jesús. Entramos al pequeño cementerio de Tibbherine [2] donde descansan los siete monjes trapenses asesinados el año antepasado (26–27 Marzo 1996). Sobre nuestras rodillas un librito abierto: es el evangelio de Jesucristo, unas modestas hojas que pretenden contener la Buena Nueva y hablan de la vida en plenitud. O quizás pueden Ustedes preferir las dunas del desierto, las olas del mar, una noche estrellada, las cimas nevadas o el silencio del corazón, donde Dios pueda decirte alguna palabra...
Biología y Fe. Dos universos, pero también dos problemas: pues la ciencia busca enseñarnos las normas de la naturaleza, mientras que la fe escucha nuestras pláticas de las irregularidades de la historia. La primera se interesa por los «comos» del mundo visible, descubre las leyes, estudia sus mecanismos, su acontecer, el azar de las causas segundas que, luego de 15 mil millones de años, llevan a dar cuerpo a las cosas en ese gigantesco y complejo entorno que hace germinar el polvo (aserrín) de vida dentro del prodigioso cortejo de la evolución biológica, hasta la claridad de la conciencia que nos ha reunido esta tarde... ¿Cómo?, ¿cuáles medios usar?  La fe balbucea respuestas a unas preguntas del todo diferentes: «¿Por qué...?» ¿Tenemos un proyecto que nos guíe? Y en caso afirmativo, ¿a dónde nos lleva? ¿Hay, acaso, algún sentido? ¿Tiene sentido la vida? ¿Tiene sentido la muerte? ¿Tiene sentido el sufrimiento? Si no tienen sentido nos encontramos en el absurdo. Ahora, si existe ese sentido, ¿dónde está Dios en todo esto?
¿Fe y Biología? Dos mundos heterogéneos; preguntas aparentemente sin relación las unas con las otras. Sus métodos, específicamente propios; una deontología particular que garantiza la rigurosa autonomía de los dos universos mentales y al mismo tiempo prohibe todo tipo de control o dominio de una sobre la otra. Y Ustedes me piden abordar en un mismo discurso las preguntas de la biología y las preguntas de la fe. Quisiéramos responder a este abordaje desde una auténtica racionalidad. Para ello nos falta, al menos en un principio, justificar esta empresa y su legitimidad.



2.      La verdadera pregunta.


Como tenemos a bien reflexionar, notemos que no es falta de razón yuxtaponer estos dos términos, fe y biología. Pues, en efecto, si biología y fe surgen de dos horizontes intelectuales distintos y autónomos, ellos se reencuentran en la unidad del mismo sujeto: la misma persona humana puede estar habitada simultáneamente por la vida biológica y por la fe cristiana; el científico, él mismo, se encuentra portador de esta doble pregunta: el cómo y el por qué. Pues es el mismo corazón y el mismo espíritu que forman en él una misma conciencia la cual, bien se encuentra frente al microscopio o, de igual forma, arrodillada en oración en la nave de la Iglesia de San Miguel. A menos que esté volcado sobre sí, a punto de morir, corroído por las dudas, o en busca de luz. Luego deja su trabajo, cuelga su bata blanca en el perchero del laboratorio pero no abandona su identidad de biólogo, no es un personaje ficticio que se reviste el domingo en la mañana para entrar a la Iglesia y participar en la eucaristía semanal. En nombre de una indispensable coherencia interna, tenemos el derecho -para los creyentes yo diría el deber- de llevar en nosotros esta doble pregunta: la fe y la biología.
Por eso es una legítima necesidad que el creyente confiese a un Dios «Padre todopoderoso, creador de lo visible y lo invisible». Es el mismo Dios revelado en Jesucristo quien lo invita a creer: Ese Dios de quien se ha dicho que no se puede tropezar ni hacernos tropezar, y quien creó nuestra inteligencia racional, la voluntad, el deseo de curiosear y nuestra capacidad crítica. El ejercicio auténtico de estas características debe permitirnos acceder a la verdad. Es el mismo Espíritu Santo quien nos enseña «todas las cosas». El Concilio Vaticano II nos anima en nuestra búsqueda audaz y en nuestra decodificación de las leyes fundamentales del universo biológico cuando dice [3]: «la búsqueda, en todos los dominios del saber, nunca se opondrá realmente a la fe, previendo que sea llevada a cabo de manera verdaderamente científica (...) Las realidades profanas y las de la fe encuentran su origen en el mismo Dios».  La Revelación puede sumarse, sin duda, a nuestra inteligencia crítica, ella no sabría contradecirla. Al menos en la escatología, es decir, en el final de los tiempos. Pues es sabido que, provisionalmente, en el tiempo del mundo y de la Iglesia, habrá falta de claridad debida, por un lado, a insuficientes o prematuras interpretaciones de la Revelación, o, por otro lado, a la falta de sentido crítico o lagunas en el ejercicio de la inteligencia racional. Nosotros conocimos y conocemos todavía esas incompatibilidades aparentes que son las causantes de estas disfunciones. Pero el asunto no termina allí.
El creyente, en efecto, tiene razón para yuxtaponer los dos conceptos de fe y biología, de preguntarse si son compatibles, de pretender estar a gusto, libre y reconciliado en este universo de realidades "de carne y hueso". Donde, por la revelación, el creyente puede también tener una mejor comprensión del mundo espiritual. Al mismo tiempo, una verdadera profundización en la fe. Aceptemos el reto.


3.    «Creador de las cosas visibles».


«Yo creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible». En el año 325 el Concilio Ecuménico de Nicea proclamó este dogma y lo inscribió en el primer verso de la confesión solemne de fe que proclamamos desde entonces cada Domingo, al principio de la celebración eucarística. Esta fórmula «usada» («gastada») y un poco extraña la debemos comprender bien. No se trata de la afirmación de un cierto monoteísmo: «Yo creo en un solo Dios..», como si nos sintiéramos amenazados por otras divinidades rivales o competidoras. La verdad es totalmente distinta y en su máxima expresión podríamos decir: «Yo creo que es el mismo Dios, Padre todopoderoso, que está en el origen de las cosas visibles e invisibles, de la tierra como del cielo...» Al confesar junto con toda la Iglesia, después de Nicea, este dogma fundamental, nosotros proclamamos que el mundo de la materia y el universo de la vida son los dos de Dios, que el cuerpo tanto como el alma son un gesto de la generosidad magnánima y un instrumento de su Gracia. Las realidades sensibles y carnales son portadoras de ternura y susceptibles de remontarnos hasta Él. No hay más que un camino al cielo, el que recorremos con nuestros cuerpos de arcilla y de la Tierra: experiencia, encanto y calor que se manifiesta es junto con todo lo visible el taller donde preparamos el paraíso.
¿Por qué es necesario proclamar solemnemente esta verdad, a punto de hacerla un dogma central de nuestra fe? Porque se trata de salvar la tierra y la vida del anatema que les amenaza, se trata de proteger todo el cristianismo de la falsa pista en la cual puede caer, y esto merece una explicación.
Si nuestra época moderna puede a veces ser acusada de ignorar, o de subestimar al menos, el universo de lo trascendente y de los valores espirituales, la verdad nos obliga a reconocer que no todos los días ello ha sido así. En los primeros siglos de su historia, nuestra Iglesia se encontraba, por el contrario, en un medio pagano. Un clima cultural profundamente marcado por una filosofía que no da ningún valor ni a la materia ni a la vida. Desde hace más de un milenio, los pensadores hindúes trataron al universo sensible como una ilusión. La filosofía griega en muchos de sus comentaristas, o al menos en el pensamiento auténtico de Platón, lanza igualmente el anatema de la materia: el alma era considerada como substancia divina, pero la metamorfosis (avatar) en la materia constituye su caída, el pecado. La salvación, por su parte, consistiría en extraerla de ese cuerpo al cual ella está desgraciadamente ligada. Lógicamente entonces, Plotino, según dice de él Porfirio, «¡se sonrojaba de tener un cuerpo!» Los Estoicos caminaban en el mismo sentido.
Para nuestro asombro, en ese clima los gnósticos, de entre quienes había cristianos, rápidamente confiscaron para su beneficio las expresiones dualistas de San Pablo sobre las oposiciones de lo carnal y lo espiritual diseminadas a lo largo de su carta a los Romanos, desviándolas de su significado original. El gnosticismo se presenta de pronto como un vasto y violento esfuerzo por establecer una teología cristiana -y, por consiguiente, una redención y una salvación- por la condenación de la materia. Veamos su doctrina: «la materia, la vida física y el cuerpo son el centro y la fuente de todo mal, un lastre para el alma espiritual. Toda esta evidencia no podría ser la obra de un Dios santo y bueno, forzosamente el peso de la carne, que es ocasión de pecado, debe brotar de un principio malo». La salvación, desde entonces, consistía en salir del mundo, en evadirse lo más posible de los compromisos con la materia y lo biológico. Este matrimonio no puede ser sino un invento del demonio: «obra de la carne». «Claro que ella es pecaminosa en sí misma, pues esclaviza a los cónyuges, los entrega al deshonor y a las tinieblas del cuerpo. Pero, para colmo, para perpetuar la raza, la carne prolonga y multiplica la esclavitud de las almas prisioneras de la materia».
Pueden Ustedes encontrar estas exageraciones en Marción, Tatiano  o Valentino, herejes sin duda. Aún San Gregorio Nacianceno, doctor de la Iglesia, no se escapó de esta corriente pesimista: él compartía el horror platónico a la materia y a lo sensible, recomendando cerrar los sentidos, ponerse fuera de la carne y del mundo, no tocar vida biológica excepto en la estricta medida en que lo podamos esconder del todo... Y llevados tales conceptos a lo largo de la tradición por San Agustín, encontramos de nuevo las pistas de esa doctrina entre los jansenistas modernos.
Así que la primera gran lucha doctrinal de nuestra Iglesia en los mismos orígenes de su historia no fue contra quienes negaban a Dios sino contra los que negaban el mundo. Su primera victoria, hoy un poco olvidada, consistió no en confesar al Señor de cielo sino en salvar la realidad de la tierra, es decir, en respetar la materia, el valor del cuerpo, la paz y la bondad de la vida. Aceptar la ruptura y  contraposición fundamental entre la materia y el espíritu, como una cuestión que atañe y abarca a la totalidad del mundo visible y de la vida -nuestra vida-, biológica y carnal, habría sido una maldición definitiva, un riesgo mortal, una blasfemia gigantesca, que amenazaba ser pronunciada. Pero el Concilio de Nicea tuvo el mérito y la osadía de conjurarla.


4.      Una bendición a priori.


Quisiera recordar brevemente esta bendición a priori pronunciada sobre el mundo de la vida. Consiste, en efecto, en que la fe nos invita a vivir el mundo y el universo de la vida como una bendición, como un don real en las cosas bellas y buenas, suscitado por nuestra alegría. Es el gran mensaje de las primeras páginas del Génesis: «¡Que la tierra se cubra de verde, de hierbas y árboles frutales! ¡Que las aguas se llenen de seres vivientes, que los pájaros vuelen por encima de la tierra y que la tierra produzca animales salvajes! Y vio Dios que aquello era bueno. El sexto día creó al hombre, hombre y mujer los creó. Y les dijo: "Sed fecundos, multiplicáos y dominad la tierra". ¡Él vio que todo estaba muy bien!»
Desde entonces  viene que el Cristianismo, sobre todo el occidental, tenga una mala reputación sobre todo lo concerniente al cuerpo humano. Alguien lo acusa de ser muy negativo respecto a la materia. En un libro reciente, Los caminos del cuerpo, un teólogo de Lyon, Henri Bourgeois, hace hincapié en que muchos de nuestros contemporáneos tienen la sensación de que el ideal cristiano privilegia lo que uno llama el «alma» y no la real ternura que surge del carácter encarnado de la condición humana. Nos hace falta examinar la contestación e interrogar la relación ambigua del cristianismo occidental y el cuerpo humano. Que ha habido mudanzas, de eso no cabe duda; pero ellas parecen no estar fundadas en una verdadera doctrina cristiana; por el contrario. Hablar de respeto por el cuerpo es todavía muy corto: el cuerpo es ciertamente respetado, pero hay también atracción, es portador de oportunidad, es lugar de una encarnación siempre sorprendente de valores más preciosos. Hay lugar para hablar de los derechos y de las posibilidades del cuerpo. Porque el cristianismo no es primero una moral, sino que se presenta como una espiritualidad, como una aventura de deseo, de imaginación y de libertad.
El corazón, y lo esencial de la fe cristiana, no lo olvidemos, es que Jesús es considerado como la presencia de Dios en la carne. El se ha encarnado. Esta encarnación lo acompañó toda su vida. Es en lo cotidiano donde él se ha hecho hombre, como cualquiera de nosotros: un bebé al que había que darle de comer y vestirlo, a quien se debió enseñar a ser él mismo, que atravesó la pubertad antes de ser un joven adulto... «El Verbo de Dios se hizo carne» (enseña el evangelio de San Juan): no es una alegoría, ni un mito, menos aún una manera de hablar. El tuvo hambre y sintió sed, cansado de fatiga se rindió en la barca, conoció la ternura, la piedad, la tristeza del luto, la enfermedad, las pruebas del camino. ¿Acaso no fue en la visita a una joven parturienta a felicitarla por la belleza de su bebé que ella le muestra con orgullo cuando él comprende al punto la alegría inundada de lágrimas y de dolor por el parto? Él sintió una enorme agonía que lo tiró a tierra hasta el punto de sudar sangre en el Getsemaní. Él no nos dejó ningún tratado de teología sobre el cuerpo minuciosamente elaborado; por el contrario él multiplicó los gestos de atención y de misericordia corporal: vamos a ponerlos al principio: abrazar a los niños, curar a los ciegos y a los leprosos, percatarse de una mujer que sufre un flujo de sangre, dar de comer a las multitudes hambrientas que lo han seguido. El promete el Reino de Dios a las gentes que han dado de comer y de beber (aunque sea un vaso de agua fría), y la beatitud a los que visten cuerpos desnudos o alivian cuerpos enfermos.


5.      Una espiritualidad bien encarnada.


¿Dónde vamos a encontrar una espiritualidad desencarnada que no conozca más que el alma y predique la evasión? Nuestra religión es, en parte, una religión de la encarnación. «El cuerpo humano es una historia nunca alcanzada: está frente a nosotros, sin duda, como una capacidad heredada y una prodigiosa potencialidad genética, pero también está frente a nosotros, como una manera de existir hacia la que caminamos pero a la que nunca llegaremos definitivamente. Pasamos nuestra  vida en esa alegría que lo hace posible y en ese trabajo que lleva a su cumplimiento». Cité de nuevo a Henri Bourgeois. El cuerpo no es una parte de nosotros mismos al lado del alma. Es todo nuestro ser, todo lo que nosotros somos, dentro de una dinámica espiritual. Es por eso que el cristianismo bautiza el cuerpo como signo de su estima -la misma estima de Dios- por la materia de que estamos hechos y con la que nos tenemos que hacer.
La fe no es esa creencia platónica en un alma inmortal sino que es referencia a Cristo resucitado. «El alma es una noción pagana», escribía, no sin paradoja, el periodista P. Fabra en su editorial de Le Monde con ocasión de la Pascua de 1992. Pero esta paradoja no es más que aparente, cuando uno se acuerda que fue Platón quien hiciera del alma una sustancia divina diluida en la materia. Para nosotros el alma no es divina, ella fue creada. Como criatura no es una realidad  distinta a la materia que ella anima. La antropología bíblica, por su parte, es unitaria, no conoce una «cosa» llamada cuerpo dentro de la cual existe otra «cosa» fusionada que se le designa con el vocablo alma. El mundo hebreo no conocía, como uno quisiera, ni un cuerpo animado, ni un espíritu encarnado. Ellos no se preocupaban de la metafísica, pero aceptaban simplemente la existencia. La persona humana es percibida, ante todo, como la unidad de una fuerza vital que se sostiene en una relación de origen constante con Dios. El ser humano es fundamentalmente una paradoja, claramente mortal y frágil, y al mismo tiempo vitalizado por el soplo de Yahvéh. Las funciones espirituales en él no están separadas de sus funciones orgánicas: los fenómenos corporales y las actividades espirituales están íntimamente interconectadas. Me atrevería de decir que no hay alma inmortal «por naturaleza»: por naturaleza el hombre es mortal, todo entero. Es por la gracia, porque ha sido creado a imagen de Dios quien quiere comunicarle su Vida e introducirlo en su familia. Es por la gracia que tenemos esta promesa y, en la fe, la seguridad de una permanencia luego de la muerte biológica. Esta visión es infinitamente más permeable al pensamiento científico moderno que las concepciones clásicas occidentales marcadas por la corriente platónica, a pesar del trabajo sobre la «forma» (hilemorfismo) de Santo Tomás de Aquino quien trató de corregir esta perspectiva.


6.      ¿Cuerpo y alma?


Confrontando las evidencias científicas recientes (la continuidad evolutiva, la neurofisiología, la bioquímica molecular y la cibernética), los biólogos de hoy están de acuerdo y sin duda reconocen el carácter específico y original de las propiedades manifiestas en el hombre por la conciencia reflexiva y el pensamiento, pero todos están de acuerdo también en que esas propiedades están necesariamente ligadas a una estructura material altamente compleja, al punto que la concepción del alma como un dualismo cartesiano les parece inaceptable o mejor, vacío de entendimiento. Nosotros sabemos hoy que una sola ley de complejidad conduce el tejido cósmico desde la Gran Explosión (Big Bang) inicial hasta la cumbre del árbol de la vida -la centella de la conciencia y la estratosfera, cobertor tejido alrededor del planeta tierra-, a la que se llegó mediante una serie de pasos: las galaxias, el polvo que formó las estrellas, el sol y sus planetas, de los cuales uno de ellos se benefició de una atmósfera favorable a la evolución orgánica... «la materia orientada a la vida, la vida orientada al espíritu».
Dominique Dubarle, un filósofo excelente, perfectamente ortodoxo con  relación a la postura católica, pero vuelto a la experiencia del problema de las ciencias, se aventura prudentemente y formula una definición complementaria de cuerpo y alma en la que se esfuerza de la mejor manera para garantizar que se toman en cuenta las observaciones de la biología y de la neurofisiología modernas, en especial la continuidad que ellas sugieren: «El cuerpo, escribe él, será en el ser vivo humano el complejo extenso, tangible, palpable, que antes de la muerte está habitado por una energía íntima y solidaria de vida mental y psíquica. Nada impide a priori, añade él, decir quién es el productor. El alma será, por su lado, eso por el cual, solidariamente unida al cuerpo (y sin prejuzgar un posible aislamiento a partir de ella), el hombre se prueba individualmente vivo con vida mental y psíquica».


7.      Habitar el cuerpo.


No hay lugar para acusar al cuerpo. El pecado no es corporal, el pecado no está nunca en el cuerpo, sino en la cabeza o en el corazón. El cuerpo está simplemente no terminado, cada día está en proceso de construirse, de encarnarse: el pecado es equivocarse sobre el cuerpo, es estar desencarnado, o mal encarnado. Jesús y San Francisco de Asís son dos modelos ejemplares de habitar el cuerpo, en la verdad, en la libertad serena y la gratuidad.
Yo sueño claramente en el Cántico de las criaturas, pero también en el Himno de la santa Materia de Teilhard de Chardin. Sueño, sobre todo, en nuestras santas Escrituras, Antiguo y Nuevo Testamento, que para nosotros hablan de la ternura de Dios, del Reino de la vida eterna. Para ello recurren constantemente a alegorías biológicas, a metáforas carnales: los profetas, desde Isaías a Oseas y a Jeremías, el Cantar de los Cantares, la literatura sapiencial, nos habla de esposos, emplean el lenguaje amoroso, el más explícito y el más preciso, caricias y besos, emociones, éxtasis, boda, banquetes, sensualidad, infidelidad, adulterio: todo el vocabulario de la pasión, de la alegría, del encanto y de la fiesta, mientras que la falta y la decepción son utilizadas por la Palabra de Dios para introducirnos en realidades más espirituales. No es este un indicador, el más elocuente, de la salud fundamental y de la riqueza capaz de informarnos sobre nuestra existencia sensible y biológica, pues nos dota también de preciosas alegorías. «Hasta el punto que en la tradición de Bernardo de Claraval, el amor místico no se puede vislumbrar sino a partir de modelos de amor humano: sin un falso pudor, él enseña a sus monjes y monjas de claustro un arte divino de amar que hace de la virginidad la plenitud erótica de la unión entre el alma y Dios en un abrazo ontológico». He citado a Dom Jean Leclercq en su libro El amor visto por los monjes del siglo XII.
El Cristianismo -en su tradición más auténtica- reconoce serenamente la sexualidad. Para él es Dios quien crea al ser humano sexuado, hombre y mujer, y le ha dado la sexualidad como un bien. El ser humano ejerce de hecho su condición de criatura cuando desarrolla esa sexualidad. El matrimonio es un sacramento que el hombre y la mujer se dan entre ellos y a ellos mismos. Como toda realidad creada,  la sexualidad es sin duda ambigua, capaz a la vez del  don pleno y de una posesión odiosa, fuente de éxtasis y al mismo tiempo instrumento de felicidad egoísta y de esclavitud degradante. Nos encontramos frente a dos polos contradictorios que la tradición cristiana siempre ha querido conciliar aunque muchas veces es una tensión dolorosa.
¿Cómo explicarlo y comprenderlo, o al menos disimularlo? Juan Francisco Sexto (Jean François Six) reconoció que el placer lleva a la absolutización y que tiende abusivamente a mostrarse como el lugar adecuado de toda la bondad posible. Es justo mostrar el carácter limitado y parcial del placer para evitar que uno lo tome por lo que no es: ¡todo! Es justo distinguir el placer de la felicidad. Pero por medio de esta prudencia el cristianismo, el más auténtico, reconoce que la sexualidad es el instrumento privilegiado de la culminación de todo el poder del deseo humano. El padre Xavier Thevenot, uno de los mejores moralistas contemporáneos, añadiría que «el placer mismo está muy ligado a la fe, es decir, a la confianza. Cuando uno goza, escribe él, uno vive siempre una experiencia de pérdida del control de sí mismo. El orgasmo es uno de los lugares donde se da particularmente el abandono, uno se abandona en los brazos del otro. El placer de una buena relación implica siempre una profunda fe en el otro».
Biología y fe.  Ya que estamos hablando de placer y de los comportamientos bien encarnados de la persona humana, yo añadiría algunas reflexiones sobre los placeres en la comida, en la mesa, el comer y el beber. El hombre no puede negarse el alimento: tiene el derecho a recobrar sus fuerzas y la alegría. La Escritura constata que «el vino regocija el corazón del hombre». La vida pública de Jesús comienza, según San Juan, en la comida de una boda inundada de «buen vino» y se termina en la última Cena, o bien en la resurrección  en un desayuno improvisado en la playa de Tiberíades, alrededor de una fogata con pescado asado y pan cocido sobre las brasas. El Evangelio nos hace partícipes de otra docena de diferentes comidas de Jesús, quien construye muchas de sus parábolas en el marco de banquetes y fiestas. Son además la ocasión de una enseñanza directa, rica y densa: «No os sentéis en los lugares de honor...»; «Vosotros orad así: danos hoy nuestro pan de cada día...»; pero sin mostrar impaciencia porque «vuestro Padre sabe de lo que necesitáis», ni glotonería pues «no sólo de pan vive el hombre...»


8.      La sabiduría del cuerpo.




¡Biología y fe! Se habrán podido dar cuenta Ustedes con qué insistencia, con qué obstinación,  con qué profusión las Escrituras, el Nuevo Testamento, pero en más ocasiones el Antiguo Testamento utilizan las metáforas anatómicas para hablarnos de Dios mismo, para revelarnos su fidelidad, su fuerza, su ternura y llevarnos a la inteligencia de sus pensamientos y de su comportamiento. De principio a fin en la Biblia el cuerpo humano presta a Dios los símbolos, las alegorías, los puntos de referencia, las comparaciones susceptibles de manifestarnos «a ese que el ojo humano jamás ha visto, pues vive en una luz inaccesible». Dios no es humano, ninguna criatura puede tener una idea de su gloria; sin embargo con el hombre tiene planes e intenciones, deseos de entrar en comunicación con él. Hay, pues, un rostro que El nos manifiesta: nosotros deseamos conocer esa cara. A esa cara que viene y que fuera reclamada por Moisés. El Señor en el libro de Ezequiel es substituido por «la espalda que acaba de pasar». El sentido es claro: la presencia de Dios se da en la visión de las huellas de su amor, dentro de la creación, dentro de la historia de salvación. La espalda es aquí la estela de la gracia dejada por el paso de Dios. (Me perdonarán que no les dé por el momento las citas precisas) [4].

Su corazón es innumerable como la arena de la playa y, para su pueblo, tiene entrañas de misericordia. Los hombros tienen también su propia significación: son símbolos del poder que aporta abrigo; de ellos nos habla Isaías cuando señala que los posee el Príncipe de la paz: "un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, él ha recibido el poder sobre sus hombros". Pero todo ese poder que abriga es para el servicio, y Jesús se identifica con el buen pastor cuando busca la oveja perdida y que, cuando la ha encontrado, lleno de alegría la coloca sobre sus hombros... Y qué decir del brazo de Dios, el brazo de santidad, la intervención majestuosa y magnánima: la que se celebra en el Magnificat: «Ha mostrado la fuerza de su brazo, ha dispersado a los orgullosos y ha llenado de bienes a los sencillos (a los hambrientos)» [5]. El símbolo es cientos de veces utilizado: desde el brazo siempre presto a la obra hasta el brazo que hará justicia, sin olvidar el brazo de la misericordia protectora: «Dejémonos en los brazos del Señor». Expresión del libro de Ben Sirá, el Sabio. La expresión «con mano fuerte y brazo extendido» aparece con frecuencia: quiere poner el acento sobre las acciones directamente benéficas de Dios. La mano de Dios no es jamás demasiado corta: ella descansa sobre Helí, sobre Elías, sobre los personajes carismáticos. Daniel se refiere a que Dios tiene en su mano el soplo de toda criatura. El no olvida a sus hijos en el desamparo, como también leemos en el libro de Isaías: «su nombre está grabado en las palmas de sus manos». Es en esas manos de Dios en las que el salmista «pone su espíritu». Hasta el dedo de Dios que interviene aparece, aunque menos seguido, en las Escrituras: El dedo que simboliza la fuerza divina actuante. Recordemos a los magos de Egipto que explican al Faraón el origen de los prodigios llevados a cabo por Moisés: «el dedo de Dios está allí...», declararon ellos. Y en el salmo 8: «al ver el cielo, obra de tus dedos...» Estas son sólo algunas notas rápidas, no por ello menos elocuentes. Dios no tiene cuerpo, sin duda, pero para revelársenos en las Escrituras Él ha preferido recurrir a toda nuestra anatomía, y con ello atestigua, al mismo tiempo, el precio y el valor de la condición biológica que es la nuestra. Más allá de los símbolos y de las alegorías, el «Creador de las cosas visibles» nos enseña de forma incomparable «la sabiduría del cuerpo», de ese cuerpo que es bueno y justo en el que habitamos, sin miedo, en la gratuidad y el orgullo responsable: Habría que hablar, entonces, de los  riñones y de los corazones, como centros de la vida emocional, de la médula y de los huesos, de la carne y de la respiración, del ojo, ventana del alma, de la desnudez, del arrodillarse del hombre devoto... Pero el tiempo es corto, y debemos alcanzar nuestro propósito...


9. Conclusión.


            Evolución astrofísica, evolución biológica, vida a la deriva, proceso de humanización, nacimiento de la conciencia: para terminar, los invito a echar un ojo al fresco del problema de los orígenes. ¿De dónde viene este polvo de vida al que se inclina Christian de Duve, nuestro Nobel? «¿Cómo se logra organizar este polvo?», pregunta Bernard Fletz. «¿De dónde venimos?», es la pregunta a la que se apega María Clara Groessens. ¿Remonta nuestro itinerario al reencuentro con nuestros ancestros? «¿Somos los únicos en el universo?», pregunta Augusto Meesen. Pero para nosotros, esta tarde -Biología y Fe-, la pregunta posee una doble dimensión: Estamos a bordo de la claridad dada por las excavaciones, que nosotros recorreremos en las galerías del Museo de Historia Natural de París, mediante las cuales seguiremos los pasos del inmenso cortejo de la  evolución orgánica de la bacteria hasta la cumbre del árbol de los primates; como creyentes contemplamos el cielo estrellado, el desfile de las galaxias y el ballet de los planetas... 5 mil millones de años después de la Gran Explosión inicial; 5 mil millones más para el nacimiento del sol; y todavía 4 mil millones más para la aparición de la vida; luego, una sección de capas fósiles de 5 mil milenios para lograr llegar a la aparición del hombre...
            Para el creyente, sin embargo, se trata de otra dimensión más: de una dimensión que no está ni en el tiempo de la historia, ni en los espesos sedimentos, sino que está en el corazón y en la intención del Creador, la fuente primordial del Ser, el absoluto primer comienzo, de alguna forma, el único que importa. No estamos contentos con conocer cómo son las cosas, -cómo la especie humana ha germinado de esa  tierra rica en materias orgánicas en esa lenta deriva hacia el siglo XXI-; quisiéramos saber por qué estamos aquí, pero, primero, simplemente, qué somos, y no según la clasificación binaria de Lineo, sino en la verdad de la historia. Es para nosotros importante saber qué deseo profundo nos llena, el sueño y la nostalgia que nos han puesto en el mundo. Pues si las causas segundas no tienen intención, si es en vano y falso buscar el engranaje de una causa final dentro de los procesos naturales, el creyente puede reconocer un proyecto en el corazón de Dios creador que provoca y mantiene todo en su ser.
            Porque nosotros nacemos no solamente de un deseo del hombre, de un deseo carnal, sino de un deseo mucho más alto, el de Dios, y para un destino infinitamente maravilloso: es la garantía de ser miembros místicos del cuerpo de Cristo (de nuevo la imagen biológica). Al menos esta afirmación la encontramos en la teología más rigurosa: es la única intención que dirige todo el gesto de la creación. El ser humano, hombre y mujer, creados por Dios para compartir en plenitud su Vida: inmersos en esa corriente de energía, de bondad, de ternura y alegría fundamental, que nosotros descubrimos como la fuente del Ser. Todo lo demás, la Vía láctea, la caótica revoltura de estrellas, las tormentas magnéticas y los caldos primitivos, el cortejo en evolución de los invertebrados, las anémonas multicolores, los pulpos gigantes, las terrazas de crinoides, los enjambres de libélulas, el universo de peces, la población de reptiles, el mundo de los mamíferos y de los primates...: todo eso es como una preparación, un bosquejo, una depuración, un molde para el humano que va a llegar; y, al mismo  tiempo, en todo ello encontramos la verdadera y ferviente intención de Dios, que nos ha querido a su imagen y su semejanza.
            Y esta intención no la podemos encontrar en un cierto tiempo y lugar, ella es «transhistórica», que pasa, sin duda a través de la evolución orgánica de la cual la ciencia nos describe las etapas y nos decodifica sus mecanismos. Pero es una intención que en su conjunto domina el tiempo, haciendo de nosotros lo que somos, a Ustedes y a mí, hoy, aquí, esta tarde: objeto de la misma creación que el Adán de la Biblia, objetos del mismo amor preferencial, destinados todos a la misma bondadosa adopción de la cual habla San Pablo a los cristianos de Éfeso.
            Más allá de la historia natural de nuestro pasado, está la historia religiosa y el sentido de nuestra vocación a Ser. El objetivo y el costo del mensaje cristiano es la forma particular de mirar, el corazón con que nosotros asumimos la arcilla que nos moldea y a la cual pretendemos habitar. La persona, el cuerpo, la cabeza y el corazón, el amor, la pareja, la sexualidad, no son invenciones cristianas, sino que nosotros posiblemente las podemos inspirar, animarlas, si es posible reinventarlas a ritmo, a fuego, de la esperanza cristiana, pues nosotros las reconocemos como un regalo de Dios: para lo cual nosotros tenemos una buena noticia, escuchamos la noticia de la esperanza. Muchas veces tenemos la impresión de que sobre estos temas la Iglesia no hace sino prohibiciones, que sólo dice: ¡No! Antes de las catacumbas y de los anatemas, hubo primero y sobre todo los ¡Síes!  de Dios, las palabras reconfortantes y las bendiciones. Porque la esperanza y la bendición son claramente la primera palabra, nunca antes pronunciada, sobre la pareja humana. Sería bueno tomar en serio todo el significado de esas pocas palabras de la primera página del Génesis: «Dios creó al ser humano a su imagen: hombre y mujer los creó. Los bendijo... Y vio Dios lo que había hecho, y vio que estaba muy bien hecho». El hombre y la mujer surgen de las manos generosas del Creador, no sabrían vivir sin amor, no pueden vivir solos, solos no pueden alcanzar su verdadera dimensión, ni reconocerse. Así, de inmediato, los tenemos creados en dualidad, sexuados, desde los orígenes, como pareja («acoplados»).
            El hombre y la mujer nacen el uno del otro, están hechos de la misma carne, comparten el mismo soplo de vida. En lo más íntimo de sus personas, en su corazón y en su cuerpo, son sacramento el uno del otro, una llamada del uno para el otro, culminación del uno para el otro, estructuralmente, por toda su biología, destinados el uno para el otro. Veamos, una vez más, esa primera palabra creadora, suprema y eficaz pronunciada en los orígenes: Una palabra jubilosa, llena de bendiciones sobre la pareja, sobre el amor que la sostiene y sobre una sexualidad que lo manifiesta: «Dios vio que todo eso estaba muy bien hecho».
            El mensaje de bendición es más explícito aún en la persona, concerniente al cuerpo mismo que en la intención del Creador manifiesta la reciprocidad de las personas. Complementariedad que marca una radical limitación. El cuerpo en su plasticidad es vocación de apertura, es un llamado nostálgico hacia ese «otro», el diferente, que es el complemento de uno mismo. Juan Pablo II vio en el cuerpo sexuado un «sacramento del don y de la comunión hacia el prójimo». Nosotros estamos diametralmente en el lugar opuesto a los anatemas y condenaciones platónicas o gnósticas a las que hacíamos alusión al principio de esta exposición; a años luz de los rigores y timideces jansenistas. Pero estamos exactamente en el filo del Credo de Nicea que confiesa al «Dios creador de las cosas visibles e invisibles».
            En el correcto filo de toda la tradición milenaria, la más auténtica, la que se conecta  desde el profeta David en el salmo 8, un salmo cantado desde los viñedos, cuando los trabajadores regresan por la tarde llenos de alegría, quemados por el sol, cansados, fatigados, pero con sus canastos llenos de uvas. La experiencia profana que ellos tienen de la exuberante recolecta de racimos, y el vino que esto anuncia, es para ellos la ocasión de un acto litúrgico. ¿Biología y Fe? Ellos no aceptaron, ni censuraron, ni diferenciaron entre lo secular y lo religioso. El vino, los racimos, la alegría, la fuerza y el mundo se celebraban en el culto, mientras que el mismo culto era el lugar de la contemplación asombrosa del mundo. Escuchemos, mejor, al salmista: «Señor, Dios nuestro, ¡que tu nombre sea exaltado en toda la tierra! Mejor que el cielo, ¡es la tierra que canta tu esplendor! ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él? Tú lo haces reinar sobre las obras de tus manos, tú has puesto todo bajo su control, todos los animales, grandes y pequeños, las bestias salvajes, los pájaros del cielo y los peces del mar, todo lo que corres, se arrastra, nada, crece, y los canastos de uvas tornasol, saturadas de azúcar....»
            ¡Biología y Fe!  A veces decimos que al quitar el misterio la ciencia moderna ha desencantado el mundo: que ella ejerce un papel corrosivo en detrimento de la fe y contribuye a un ateísmo práctico. Puede ser así en un primer momento muy superficial. Pero al reflexionar mejor es necesario inscribirse en contra de ese falso y precipitado juicio que viene a contradecir la experiencia. La ciencia -y la biología en particular- decodifica la complejidad y la prodigiosa armonía del universo; además ella se familiariza con la aventura de la vida, pues descubre sus iniciativas y sus recursos, y mientras más descubramos por investigaciones las ventajas precisas de esta «bella historia del mundo», más el que cree en Dios tiene razones de reconocer «el cielo y la tierra» como «obra de sus dedos». Más aún, se le invita a agradecer una y otra vez y a maravillarse con las palabras del salmista: «¿Qué es el mortal para que te acuerdes hasta ese punto de él? Tú lo has hecho inferior a un Dios. ¡Sí!, verdaderamente, ¡tu nombre es magnífico en toda la tierra!»


[1] Conferencia expuesta por el Autor entre el 24 y el 27 de agosto de 1998 en la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia.
[3] En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes 36b (N. del E.).
[4] El autor se refiere de memoria a los textos de Exodo 33,7-11 y, seguidamente a Ex 33, 18-23, en que, por tratarse de las dos tradiciones principales que integraron dicho libro, la yahvista y la elohista, se expresan allí, precisamente, las características primordiales de cada una de ellas. En uno y otro casos la referencia es a Moisés. (N. del E.)
[5] Lucas 1, 51ss (N. del E.).

Publico con especial cariño este texto, a mi juicio expresión del "alma" de su autor, eminente biólogo, paleontólogo, filósofo y teólogo belga, fallecido a la edad de 87 años. Falleció el 25 de noviembre de 2006.  http://www.uclouvain.be/40186.html